VII
La longevidad como lucha de clases
El tema de este artículo y de este volumen es también cuestión de gratificación personal, porque me ofrece la oportunidad de hablar de uno de mis libros favoritos desde hace mucho tiempo; una ocasión que tal vez de otro modo nunca hubiera surgido, al menos en la duración normal de nuestras vidas actuales. Vuelta a Matusalén de George Bernard Shaw se publicó en 1921, aproximadamente al mismo tiempo que una obra no relacionada de Karel Čapek, El caso Makropoulos. Por su parte, uno de los personajes de Shaw observa de pasada que H. G. Wells «me prestó una vez cinco libras que nunca le devolví, y todavía me remuerde la conciencia».[425] Estamos, con Shaw y quizá incluso con el «asincrónicamente sincrónico» Čapek, todavía en la resaca de la última época victoriana en la que la ciencia, la duda y la filosofía vitalista se unieron para producir la primera ciencia ficción; y yo podría decir, como alguien que siempre se ha pronunciado en contra de legitimar los subgéneros populares con una respetabilidad de literatura culta (es decir, Dashiell Hammett comparado con Dostoyevski), que por otra parte hay placeres genuinamente correspondientes a la ciencia ficción recorriendo el texto épico del «pentateuco metabiológico» de Shaw, que algunos podrían seguir tentados de identificar con el canon.
Es cuestionable, sin embargo, que el canon esté todavía preparado para volver a Shaw; o que los inmensos esfuerzos biográficos de Michael Holroyd, o el actual renacimiento irlandés —más específicamente, la recuperación de Oscar Wilde—, o incluso el giro heliotrópico de la imaginación colectiva de nuevo hacia la belle époque y a la época de la Segunda Internacional basten para poner de nuevo a nuestra disposición el arte de Shaw. Esto quiere decir que tal vez alberguemos aún algunas dudas o vacilaciones más profundas sobre la recuperación criogénica de esta figura, de igual modo que tal vez las alberguemos respecto a Robert A. Heinlein, cuya locuaz y didáctica longevidad tiene tanto en común con la del dramaturgo socialista. Reconocer a Shaw como nuestro Bertolt Brecht (aunque respecto al drama poético es más W. H. Auden el que a uno le gustaría reconocer como la aproximación en inglés a Brecht) es, por lo tanto, tener en cuenta la posibilidad de que después de Brecht tal vez ya no necesitemos a Shaw. Aun así, en la atmósfera especialmente apolítica de la literatura angloestadounidense (donde el otro rival para el papel intelectual y artístico-activista genuinamente brechtiano bien puede resultar ser el propio T. S. Eliot), es siempre instructivo examinar la práctica extraordinariamente rica de uno de los pocos grandes artistas políticos de los tiempos modernos. Se ha dicho, de hecho, que pocas cosas contribuyeron de manera tan fundamental a la preparación cultural para la victoria del Partido Laborista en 1945 como la incasable propaganda de Shaw a favor del socialismo, que adoptó la forma de figuras secundarias en las grandes obras teatrales cuyas diatribas dieron gradualmente familiaridad, respetabilidad y legitimidad a esa ideología aterradora para las clases medias británicas.
Vuelta a Matusalén, sin embargo, deja claro que la implacable crítica a la hipocresía de la clase media en general, y al carácter nacional inglés en particular (que un anglo-irlandés estaba especialmente bien situado para articular), era también un acto cultural y político fundamental; algo que quizá podamos apreciar más hoy en el super Estado, del que triunfalmente se han expurgado todos los enfoques restantes y molestos o distorsionados sobre parte del autoconocimiento de los vicios del carácter nacional estadounidense, y por supuesto el pecado original. Debe apreciarse también la fábula por la que los últimos restos genuinos de la verdadera conciencia étnica o de grupo —los irlandeses y los judíos— se anulan como culturas ante el contacto aplastante con los longevos, cuya proximidad y existencia —éste es uno de los temas fundamentales de la obra— inspiran un «abatimiento» casi mortal en seres normales, poco longevos, como nosotros. Pero este comentario político actual —incluido mucho más sobre el sistema parlamentario británico, que ya no nos interesa necesariamente, junto con algunos desarrollos notables sobre la guerra y la agresividad, desde Caín a Osimandias y los napoleones del futuro lejano— pueden servir para ilustrar las peculiaridades formales y estructurales de la obra de Shaw, en la que de pasada puede añadirse mucho de una naturaleza en apariencia superflua y divagatoria, y la experiencia fascinante de hablar con completa libertad puede en sí secundariamente, por así decirlo, permitir que se introduzcan infinitos temas complementarios en la conciencia del espectador junto al tema oficial de la obra: «en cada página debe haber algo de comer y de beber», dijo una vez Flaubert para caracterizar el impulso de heterogeneidad que consideraba activo en su propia voluntad de estilo.
Por su parte, la naturaleza incluyente de los monumentos de la modernidad plena —su vocación de convertirse en el libro del mundo— parece también reproducida, pero de manera idiosincrásica, en el método de Shaw, el cual parece consistir en afirmar toda una lista de las propias idiosincrasias del autor, de las cuales el espectador de Shaw espera —mejor, exige— toda una recapitulación en cada nueva obra.
Hoy no nos interesan esas idiosincrasias (¡peor para nosotros!), pero vale la pena subrayar un único momento extraordinario de Vuelta a Matusalén, lo que Brecht podría haber denominado un gestus —el modelado de un acto o acontecimiento hasta convertirlo en una forma gestual que habla con su propio lenguaje nuevo— antes de usar esta fantasía particular sobre la longevidad o la inmortalidad para calcular y sacar las especificidades y las diferencias de las otras versiones más modernas que analizaremos después. Como cualquier niño sabe, Vuelta a Matusalén empieza en el Jardín del Edén. A partir de ahí, cuatro obras adicionales (un ciclo que evidentemente debe algo a Wagner) nos conducen a la condición utópica de una «tarde de verano del año 31 920 d. C.» o, siguiendo el título de esta obra que concluye el ciclo, «Hasta donde puede alcanzar el pensamiento». Uno de los aspectos fascinantes de su dramaturgia —en ocasiones el ciclo se representa, de hecho— es la sugerencia de que se da una recurrencia implícita en el uso de los mismos actores para papeles cada vez más tardíos, de modo que la primera familia del Edén aparece en la propia sala de dibujo inconformista británica de la década de 1920; el todavía excesivamente británico gobierno mundial del siglo XXII; el mundo del 3000 d. C., dominado por poderosos y misteriosos longevos que han segregado a los poco longevos en otras partes del planeta y hacen de oráculos de éstos; y hasta un último Estado utópico en el que las relaciones sexuales han cesado y los humanos nacen ya plenamente adultos de huevos, y con sólo tres o cuatro años para llevar una vida «infantil» normal antes de acceder al poco atractivo aislamiento y a la sabiduría de la condición de los Ancianos, que ansían deshacerse de su cuerpo por completo y alcanzar la inmortalidad del pensamiento puro. Podríamos sentir, por cierto, que el puritanismo físico de Shaw no es mucho más repelente que el genuino hedonismo obligatorio de Heinlein; quizá después de todo ninguno de los dos valores tiene mucho que ver con el sexo. De hecho, sostendré que como normal general, al menos en estas obras, los temas oficiales pueden enmascarar uno menos obvio pero más profundo, que corresponde deducir al crítico y al procedimiento interpretativo.
Shaw adopta lo que podríamos denominar una actitud científica cristiana hacia la biología, y quizá incluso hacia la política y la metafísica propiamente dichas; en estas últimas áreas, sería fácil diagnosticar su actitud como la expresión de una especie de idealismo fabiano o socialdemócrata, que reflejaría una sobreestimación característica de la razón y la convicción, y una subestimación igualmente característica de la ideología, el impulso inconsciente y el predominio de la violencia en la historia humana. Es exactamente el tipo de idealismo que esperaríamos encontrar como ideología activa y legitimación de la práctica de uno de los grandes oradores políticos del siglo XX; pero en Shaw no es en absoluto un idealismo tan unidimensional como este análisis pudiera sugerir. De hecho, su punto de vista preferido casa bien con las exigencias de una estética teatral (con su primacía estructural situada en el discurso por medio del diálogo) y abre una dimensión intermediaria entre la base y la superestructura más distintiva y única.
Porque Adán «decide» vivir mil años en el momento en que por primera vez se inventan las palabras y los conceptos; la libertad de escoger su propia longevidad forma parte de esa primera frescura natural del universo, y dicho sea de paso, coordina el tema de la longevidad con el del lenguaje y la figuración, como veremos. Pero es el segundo momento del proceso el que más nos interesa aquí. Porque al modo más característico de Shaw, esta primera obra o momento del pentateuco, en el Jardín del Edén antes de la Caída, y varios siglos después, es sucedida por un nuevo momento ambientado en la prototípica sala de dibujo británica, en Hampstead Heath, protagonizada por los dos chalados del título («El evangelio de los hermanos Barnabas») junto con sus familias y un surtido de típicos políticos británicos de Entreguerras. Es de hecho la convicción que los hermanos tienen de que la política, tal y como sigue practicándose a pesar de sus desastrosas consecuencias en la Gran Guerra de unos años antes, sólo puede reformarse mediante la biología, pero una biología inusual: «nuestro programa es sólo que la duración de la vida humana se amplíe a trescientos años», y «nuestro grito electoral», añade la portavoz de las chicas modernas, «es “Vuelta a Matusalén”» (BM, p. 77).
Enfrentados a esta posibilidad, los políticos reforman sus programas y sus estrategias electorales y cae el telón. De lo que yo quiero hablar principalmente y con cierto propósito es de la velada siguiente. Esta obra, o subobra, se titula significativamente «La cosa ocurre», una descripción que aprovecha el motivo representativo inmediato —en este caso si las personas viven más, o de hecho son inmortales— en un plano más elevado de abstracción simbólica. En lo que al motivo de la longevidad se refiere, siempre implica un dilema figurativo básico: ¿cómo demostrar que las personas han empezado a vivir más? ¿En qué punto puede la longevidad hacerse visible en el propio relato? Está muy bien que veamos la larga vida de Lazarus Long. Desde el comienzo, prácticamente por definición, sabemos que le ha ocurrido la «cosa». Pero nosotros y el escritor estamos más a menudo en la infeliz posición del emperador Rodolfo II de Bohemia, que primero intenta extraer el secreto de Makropoulos a la hija del inventor en 1600 y después enloquece. «¿Cómo —dice ella tres siglos después, en la escena moderna— podía estar él seguro de que iba a vivir trescientos años? De modo que encerró a mi padre en una torre acusándolo de fraude, y yo escapé con todo lo escrito por él a Hungría o a Turquía, no recuerdo».[426]
¿Cómo, ciertamente? ¿Cómo se convierte en suceso una condición cuyas características consisten en empezar un día de repente a preguntarse por qué durante tantos años un amigo o conocido no parecen haber empezado siquiera a cambiar o a envejecer? Sólo comparando los noticieros sobre el ahogamiento de varias personas famosas empiezan los poco longevos de Shaw a descubrir su asombrosa similitud física, como si nosotros fuésemos a descubrir que Alejandro el Grande, Christopher Marlowe y, pongamos, James Dean, parecían sospechosamente la misma persona. Como mínimo esto tendería a convertir de nuevo el drama de la inmortalidad o de la longevidad en una especie de relato de detectives, algo más notable en la obra de Čapek. En un momento, quiero rastrear las consecuencias de este problema o dilema figurativo en dos direcciones distintas, a saber, por una parte, la razón de por qué los longevos sienten la necesidad de disfrazar sus inusuales destinos; y, por otra, la cuestión del tiempo en sí, no meramente cómo se podría representar una ampliación de esta magnitud del tiempo humano sino qué se sentiría existencialmente y en qué medida la experiencia interior de los longevos podría imaginarse como algo radical y cualitativamente diferente de la de los mortales normales. ¿Habría, por ejemplo, muchos más volúmenes llenos de madeleines y souvenirs involontaries proustianos?
Pero este problema figurativo particular —la palpable dificultad para encontrar una metaforización correlativa o narrativa objetiva para revelar la longevidad o la inmortalidad— sugiere una lección hermenéutica e interpretativa fundamental. En las páginas que siguen actuaremos metodológicamente como si existiera el principio de acuerdo con el cual el contenido aparente, el tema manifiesto, siempre enmascara otro más profundo y de naturaleza completamente distinta. Probablemente siempre haya uno de esos principios en funcionamiento en el proceso hermenéutico, ya que no haría falta interpretación si la obra siempre dijese exactamente lo que quisiera decir. La interpretación parece exigirse en el caso presente por la persistente sospecha de que el motivo de la longevidad puede ser tapadera de algo distinto.
Es éste un argumento que puede ilustrarse del modo contrario, mediante la temática de la muerte, más específicamente meditando sobre su significado, Simone de Beauvoir (pero también Ernst Bloch, creo, en un contexto muy distinto al existencialismo sartreano) sostenía que, para empezar, dado que la muerte es significativa, no puede esperarse que, a pesar de su evidente carga de afecto, dichas meditaciones conduzcan a parte alguna; son ensoñaciones en un vacío que en la realidad capta y expresa sentimientos e inquietudes muy distintos (no existenciales). La hipótesis interpretativa sugeriría entonces que el tema de la muerte —pensar en ella, experimentar la ansiedad por la muerte— sirve invariablemente como tapadera y vehículo para desplegar el temor a algo distinto (para de Beauvoir, el temor a haber malgastado la vida, el lamento por no haber vivido).
Lo que debemos conjeturar ahora es si algo similar podría afirmarse de la trama de la inmortalidad o de la longevidad; si también sus inquietudes podrían presentarse, en la mente consciente, como sustitutas de una preocupación y un temor más concretos y fundamentales —una contradicción más profunda— que se dan en el inconsciente. Con la posibilidad de dicha reversión hermenéutica, vuelvo a la evolución más asombrosa en la narrativa de Shaw. En «La cosa ocurre», ambientada en el 2170 d. C. en el despacho del presidente del sistema mundial, situado en las islas británicas, miembros de ese gobierno —algunos de los cuales se parecen sospechosamente a los políticos presentes en el anterior sistema gubernamental del siglo XX y son de hecho descendientes suyos— descubren lentamente que dos de ellos, el arzobispo de York y la ministra de Interior, Sra. Lutestring, son en realidad muy distintos y resultan llevar más de doscientos años vivos. ¿Quiénes son en realidad estas dos personas? Evidentemente no son los líderes políticos (cuyos descendientes hemos visto de hecho aquí, todavía encargados de la nave estatal después de tantas generaciones), ni siquiera los bisnietos de los «inventores» originales, si se puede decir de ese modo. Son, de hecho, la doncella de la casa y el fatuo clérigo jugador de tenis del que recordamos que cortejó a la hija (o sobrina) de los hermanos, y que ofrecían especímenes singularmente puros de una clase ociosa descerebrada en sus manifestaciones más marginales y secundarias. A éstos, y no a los protagonistas, los personajes principales o las estrellas, es a quienes golpeó el rayo. Meramente oyeron las buenas nuevas, pensadas para un público más importante. Cuando le preguntan qué piensa acerca de la nueva idea de la longevidad, la Sra. Lutestring responde:
Libro de Conrad Barnabas. Su esposa me dijo que era más maravilloso que el Libro del Destino de Napoleón y que el Almanaque de Moore el Viejo, que Cook y yo solíamos leer. Yo era muy ignorante; no me parecía tan imposible a mí como a una mujer educada. Pero lo olvidé todo, me casé y, siendo la esposa de un pobre, trabajé como una esclava y crié a los hijos, y parecía veinte años mayor de lo que realmente era, hasta un día, mucho después de que mi marido muriese y de que mis hijos hubieran salido al mundo a trabajar por su cuenta, en el que me vi que parecía veinte años más joven de lo que realmente era. Enseguida comprendí la verdad (BM, pp. 135-136).
Y en cuanto a los acentos mozartianos de la instrumentalidad de Shaw, con un patetismo más delicado que todo lo producido por Čapek o Heinlein, hay también una breve expresión de lamento, en una obra cuya completa indiferencia hacia la muerte es comparable a su idealismo: «Tenía una hija que era la más querida para mí. Me dirigí a ella. Era una anciana de noventa y seis años, estaba ciega. Me pidió que me sentara y hablase con ella porque mi voz le recordaba a la de su madre muerta» (BM, p. 135).
Las cadenas radicales, el eslabón más débil, los mansos heredarán la Tierra: he aquí algunos de los estereotipos culturales más antiguos que se nos pasan por la cabeza al enfrentarnos con este notable desarrollo, tan insospechado como para ofrecer la mismísima figura de lo completamente impredecible e inesperado como tal y en sí mismo. Usaré el gestus de este giro de dos maneras, la primera de las cuales tiene que ver con la naturaleza de la causalidad que aquí se nos propone. Debería quedar claro que en Shaw, como ya se ha observado, una especie de versión científica cristiana de la «fuerza vital» sustituye a la maquinaria de la tecnología de «rejuvenecimiento» moderna o poscontemporánea. Enseguida veremos qué ocurre cuando todo esto se reconsidera en los relatos de ciencia ficción contemporáneos; pero parece insatisfactorio atribuir el nuevo desarrollo al mero voluntarismo o a una ilimitada creencia de la Ilustración en el poder de la mente consciente o de la razón. Por el contrario, Shaw nos ofrece aquí una visión infinitamente más flexible y sutil de la mente inconsciente —quizá incluso de la mente inconsciente colectiva— de lo que estamos acostumbrados a encontrar. De hecho, si tomamos toda la escena de la segunda parte (en la que se promulga el «evangelio» de los hermanos Barnabas) como representación alegórica de esa psique, tenemos una voluntad consciente —los hermanos— que transmite con seriedad su mensaje para corromper a los oyentes demasiado ansiosos por su propia parte de aprovechar las oportunidades que les ofrece, mientras que en otra parte de la sala de dibujo, mentes secundarias distraídas captan de pasada fragmentos de la cargada jerigonza, y una criada entra y sale de la escena central llevando una bandeja de té y pendiente de los asuntos más nimios, almacenando partes de conversación para usarlas en el futuro. Hay en esto un parecido de familia con la memoria involuntaria proustiana, que no tiene uso para los actos de atención abiertamente conscientes de la voluntad, pero aprovecha su experiencia de manera indirecta, por así decirlo, y por medio de las ocurrencias tardías. De hecho, Proust promete también una especie de aumento de la vida, pero añadiendo a la longevidad consciente todas las vidas secundarias que no hemos tenido tiempo de percibir que estábamos también viviendo de manera simultánea a la primera, la oficial. La idea de distracción de Walter Benjamin y la idea de cavilación de Brecht, que reflejan la distancia en los teatros para fumadores de los discretos espectadores de sus dramas pedagógicos (de los que se desarrolló la idea de Benjamin) también merece mención aquí, para futura comparación. Al igual que las actuales reflexiones neopragmáticas sobre la creencia en sí y sobre el nivel peculiar en el que ésta opera; un sustituto posmoderno de las funciones desempeñadas por la noción freudiana del inconsciente y la noción marxista de la ideología, ambas más modernas.
Otra metáfora de la década de 1920, sin embargo, parece acercarse más a la intrincada coyuntura de lo impredecible y lo imprevisible con lo inevitable en Shaw, y nos permitirá pasar al segundo comentario que yo tenía previsto hacer sobre este episodio. Se trata de la famosa imagen, que debemos a Victor Sjlovski, de la «estrategia del caballo», el salto no lineal del caballo por el tablero de ajedrez que parece criticar, de manera vagamente premonitoria o utópica, los movimientos más gráciles pero prosaicos de otras piezas. Sjlovski, el más ricamente inventivo de los formalistas rusos, quería dramatizar con esta figura una idea atractiva para todos ellos, relacionada en esencia con la historia literaria, a saber, que esto último no va de padre a hijo (ni siquiera, supone uno, de madre a hija) sino, por el contrario, de tío a sobrino. El desarrollo de las formas y los géneros es por lo tanto discontinuo y teleológico al mismo tiempo: cuando una alcanza su pleno desarrollo (y por definición se agota), la que ocupa su lugar no es la sucesora o epígono sino, por el contrario, una forma marginada y hasta entonces popular que salta a su lugar como un nuevo espacio de desarrollo y evolución formal y artístico. Lo mismo ocurre con los personajes de Shaw: no son la clase dominante o sus políticos sino los pobres, los ignorantes y los primitivos los receptores del nuevo mensaje. «Yo era demasiado ignorante para entender que la cosa era imposible», nos dice la exdoncella. Y de modo similar Georg Lukács, también en Historia y Conciencia de Clase (pero siguiendo los primeros artículos publicados del propio Marx), plantea el potencial humano, intelectual y cultural más rico de las personas que se han desnudado de todo, que no han heredado la cultura convencional o recibido la formación educativa convencional, de hecho, que se han convertido en poco más que mercancías, reducidos a vender su propia capacidad de trabajo.
Menciono estos paralelos para completar la segunda medida exigida por este proceso interpretativo, que es la de sugerir que, al menos en este caso, el drama de la longevidad no trata «realmente» de la longevidad, sino por el contrario de algo distinto, que puede identificarse un poco más rápidamente como la historia. Es la historia como tal (no sólo la historia literaria) cuyo telos se mueve de acuerdo con la estrategia del caballo; y la fuerza de la obra de Shaw es la de haber dado cuerpo a eso dentro de los confines extraordinariamente limitados y delicados del drama burgués y de la sala de dibujo burguesa. Ya puede verse, por lo tanto, que el título de este episodio, «La cosa ocurre», lleva todo el drama de la longevidad inesperada a un plano de abstracción más elevado, en el que representa el propio suceso, el suceso en la historia colectiva, ese acto radical que a menudo, a falta de término mejor, denominamos revolución, ese movimiento colectivo repentino de la gente que nunca puede predecirse por adelantado, que golpea en el lugar más inesperado y en los agentes o actores colectivos menos esperados, que no puede prepararse mediante arreglos de la voluntad consciente, sino que con toda seguridad se prepara de otros modos subterráneos o incluso inconscientes. Benjamin buscaba un tipo distinto de metaforización para este suceso supremo de nuestra vida social colectiva, este misterio supremo, cuando recurrió al lenguaje de lo mesiánico, intentando así transmitir —contra las nociones lineales de acumulación histórica y progreso (que él atribuía por completo a la Segunda Internacional y a la Tercera tanto como al pensamiento burgués)— el modo en el que el Mesías llega en el momento más inesperado, por una puertita lateral del presente histórico. Es un suceso supremo que no tiene en absoluto que ver con nada de lo ocurrido antes, o incluso con nada que anunciase en los segundos inmediatamente anteriores la repentina aparición de esta realidad completamente nueva. En Shaw, la ruptura es menos absoluta. Hay una preparación cultural e intelectual; se siembran semillas, pero la cosa aparece con una aparente independencia de todo eso. Quiero explorar la posibilidad de que la trama de la longevidad sea siempre una metáfora y un disfraz para esa muy distinta que es el cambio histórico, para las mutaciones radicales de la sociedad y la vida colectiva.
En cuanto a por qué es así, por qué todo tiene que significar otra cosa, en este caso particular, el principio hermenéutico —porque éste está en último término en juego en la interpretación alegórica en sí— puede defenderse localmente en función de la experiencia de la longevidad, acerca de la cual nuestros libros nos dicen de manera uniforme que no puede decirse nada. Este vacío de la metáfora de la vida prolongada, la ausencia de contenido en el núcleo de las narraciones que estamos examinando, puede decirse, si no les importa a los lectores una referencia filosófica muy diferente, que ejemplifica una doctrina nietzscheana muy fundamental sobre la irreducibilidad del presente. Dejaremos a Heinlein llenarla con lo que es el descubrimiento de la poco longeva Dora, la que puede considerarse protagonista femenina principal de Tiempo para amar:
Hace tiempo, al menos tres o cuatro años, poco después pensé que tú eras un Howard, y también pensé que los Howard no viven realmente más que nosotros los ordinarios […] Todos tenemos el pasado, el presente y el futuro. El pasado es sólo memoria, y no recuerdo cuándo empecé, no recuerdo cuándo no era […] De modo que en eso estamos iguales. Supongo que tus recuerdos son más ricos; eres más viejo que yo. Pero es pasado. ¿El futuro? No ha ocurrido aún, y nadie sabe. Puedes sobrevivirme […] o yo puedo sobrevivirte. O puede que nos maten al mismo tiempo. No podemos saberlo y yo no quiero saberlo. Lo que tenemos es el ahora.[427]
Es un descubrimiento que, más tarde, Lazarus Long resumirá como sigue: «Cada individuo vive su vida en el ahora con independencia de cómo puedan los demás medir esa vida en años» (TEL, p. 398). Desearía tal vez matizar el análisis y señalar que, en una típica posición filosófica burguesa, Dora sobreestima el pasado y subestima el futuro, algo que la velada, o la subobra siguiente de Shaw («La tragedia de un caballero de edad madura») deja claro. «No es —le dice Zoo (un no longevo, u ordinario) al anciano en cuestión— el número de años que tenemos tras nosotros, sino el número que tenemos por delante, lo que nos hace cuidadosos y responsables, y decididos a encontrar la verdad acerca de todo» (BM, p. 183). Y de hecho, Shaw insiste una y otra vez en la idea de que no es la acumulación de recuerdos y experiencias pasadas sino, por el contrario, la perspectiva de tener que vivir varios cientos de años más lo que explica la diferencia y la «sabiduría» de los longevos. Volveremos a esta diferencia cuando planteemos la cuestión de lo psicológico, y en especial del aburrimiento en oposición al «abatimiento».
Por el momento, sin embargo, son las consecuencias narrativas del asunto lo que quiero subrayar; porque si Dora tiene razón, desde el punto de vista existencial no puede darse una diferencia esencial entre la experiencia de los poco duraderos y la de los longevos, y el emperador Rodolfo tenía razón al enloquecer, como un espectador de teatro al que le dicen que tendrá que esperar otros treinta años a que termine la obra. Por eso la sola experiencia del presente —que Heinlein descubre y reinventa en los pasajes que he citado— no puede desempeñar función alguna en su novela y ocupa menos de una página de las seiscientas. La longevidad es, por lo tanto, como he intentado sugerir, un pretexto para hacer algo distinto: en el caso de Heinlein, entre otras cosas, sirve primero como marco estructural de los relatos interpolados, al igual que los formalistas rusos afirmaban de El Quijote hace años. Don Quijote, sostenía Sjlovski, no es un personaje sino la «motivación de un recurso estilístico», el pretexto para unir toda una serie de historias, novelas cortas y anécdotas interpoladas, en cuyo proceso este pretexto se reifica y se convierte en personaje por derecho propio. Así también Lazarus Long, al que tal vez pueda mirarse desde dos perspectivas distintas. Desde un punto de vista, de hecho, el proyecto puede considerarse equivalente a uno moderno para Heinlein. Es decir, y sean cuales sean las diferencias, este proyecto supremo está diseñado para ser incluyente e interminable en el sentido más literal, y así cumple el requisito y la función existenciales de los proyectos modernos arquetípicos en Mallarmé, Joyce o Proust: que absorban por completo todo lo contingente de la existencia humana, que nos den algo que hacer para el resto de nuestra vida y de ese modo conviertan cada accidente y cada momento suelto de una secuencia de días, por lo demás desigual e injustificable, en algo supremamente significativo por virtud del proyecto al que puede incorporarse (no necesariamente de un modo mezquinamente autobiográfico). El tema del aburrimiento que anticipé antes —el aburrimiento de la utopía, el tedio o la desidia del longevo— adquiere ahora una resonancia distinta e inesperada, como el que amenaza al proyecto moderno y corre el riesgo de salirse de él y entrar en una injustificabilidad aleatoria que el proyecto no puede redimir o transformar. La forma banal de esto es, por lo tanto, la posibilidad de que Heinlein llene libro tras libro de historias de Lazarus Long.
El contenido de dichas historias nos traslada, sin embargo, a un aspecto algo distinto del tema, que es la veta pedagógica que Heinlein comparte con Shaw, pero que en el estadounidense está más fundamentalmente relacionada con una especie de culto a la experiencia (en Shaw se basa en una impertinente asunción de la diferencia y de la pura genialidad). Como ocurre con los más viejos realistas de la tradición, buena parte de la narrativa de Heinlein (o al menos buena parte de la narrativa posterior) parece basarse en el placer de la pura experiencia, del que fluyen los placeres más simples de la pura explicación (cómo acampar al aire libre, cómo ser más listo que los enemigos, cómo invertir en acciones galácticas, cómo ser un comerciante interplanetario, formar una familia, etc.). Todo esto puede quizá resumirse con la idea de asumir una función paternal, o mejor aún, de combinar esa función con un narcisismo primario. Eso explica por qué, si la parábola de Shaw trata realmente de la historia, la de Heinlein trata de la familia (y no pretendo negar el nexo que establece entre el rejuvenecimiento y la formación de múltiples familias nuevas).
Pero todo eso a su vez se basa en lo que Jean-Paul Sartre condenaba en La náusea como la «ideología de la experiencia», la idea de que aprendemos del pasado y que cuanto mayores somos y más experiencias se supone que hemos tenido, más sabemos y más aptos nos volvemos para ocupar una función paternal que consiste en explicar las cosas de manera interminable y en exhibir nuestros infinitos conocimientos. El Heinlein de los últimos tiempos nos enfrenta, por lo tanto, con la interesante cuestión de qué es realmente la narrativa; no tanto lo que es realmente la narración como lo que podría ser o no el relato en la narración. Enseñar a alguien a reparar un motor de coche o a montar una tienda de campaña, ¿es un relato o el material de un relato? La respuesta debe de ser que, para empezar, la lección sólo se convierte en relato cuando puedo mostrarme a mí mismo en el acto de dar la lección. La longevidad, por consiguiente, no es tanto una excusa para montones de lecciones como para montones de relatos sobre esas lecciones.
Pero el primer Heinlein era más claro acerca del desplazamiento o la consecuencia de la trama de la longevidad, que ya hemos encontrado en Shaw al final de «La cosa ocurre» y con una cierta reversión en la plena fuerza del siguiente drama del pentateuco, «La tragedia de un caballero de edad madura», a la que ya me he referido. He sugerido que el motivo de la longevidad o de la inmortalidad siempre debe significar necesariamente algo distinto para adquirir contenido narrativo; pero hay un segundo conjunto de consecuencias que fluye de la elección del propio motivo y que sirve de tapadera. Este nuevo conjunto de consecuencias narrativas está relacionado con la coexistencia de los personajes longevos junto al tipo más antiguo de vida más corta, de modo que el relato nuevo, semiautónomo e independiente que dicha coexistencia empieza a contar, en todas las versiones convenientemente consultadas bajo la rúbrica de la inmortalidad o la longevidad, se convierte en un relato que sólo puede identificarse como el de la lucha de clases.
Lo que inmediatamente ocurre en Shaw, por ejemplo, es que, al descubrir a los longevos entre ellos, los políticos del Estado mundial planean matarlos a todos. Los hijos de Matusalén [1958] de Heinlein es por lo tanto la historia clásica de esta persecución. En ella, el temor y la envidia de grupo trascienden a la dinámica que en general asociamos con la reacción contra los marcadores raciales, sexuales o étnicos, y alcanzan las proporciones de una especie de pánico existencial muy similar al propio pánico de clase. Porque ahora no es meramente que la jouissance del grupo ajeno —su cohesión colectiva, la intensidad de la gratificación libidinal que esta cohesión produce— parezca mucho mayor que la mía y suscite en mí la envidia que, como ha demostrado Slavoj Žižek,[428] subraya las diversas formaciones de reacción. Ahora, en el caso de la longevidad, se pone en cuestión mi propia existencia como individuo y como grupo, así como una movilización política de resultados necesariamente más cínicos y lúcidos, que no pueden disfrazarse, legitimarse o mitologizarse mediante fantasías sobre la raza o el género sexual. Puede considerarse, si se quiere, que esta evolución aflora a la superficie de ese contenido histórico más profundo que primero planteamos; si la trama de la longevidad se refiere realmente al cambio social radical, su desarrollo tendrá que implicar la violencia y la convulsión colectiva, del tipo de las luchas que empezamos a encontrar inscritas aquí en un segundo momento. Las evoluciones modernas del género literario demuestran entonces las consecuencias y las posibilidades narrativas de este contenido, como veremos.
Pero vale quizá la pena concluir con Shaw en este punto, usando unas cuantas observaciones finales sobre Vuelta a Matusalén, para desarrollar otro motivo descuidado hasta ahora, a saber, la cuestión del aburrimiento que provoca la eternidad. Tiempo para amar empieza, de hecho, con la depresión casi terminal de Lazarus ante la idea de que una vez hecho todo lo concebible (en un periodo de tiempo de unos dos mil años) ya no hay razón para vivir más. Es algo que la novela intenta entonces cambiar con energía: narrativamente, por medio del propio motivo de la frontera; formalmente, por medio del compendio de Las mil y una noches; y libidinalmente, mediante fantasías sobre clones (y probablemente sobre la bisexualidad). La vejez biográfica del propio Shaw, que perseguido por los struldbruggs (inmortales) de Jonathan Swift, deseaba morir tan apasionadamente como la sibila de Cumas de T. S. Eliot, parecería documentar la verosimilitud de la queja. Pero no debemos respaldar esta idea estereotipada y sí, por el contrario, insistir en que el aburrimiento, como el temor a la muerte, siempre es expresión disfrazada de algo distinto. Esto queda mucho más claro cuando ajustamos las valencias de lo individual a lo colectivo, cuando la queja sobre el aburrimiento de las utopías puede con mucha más claridad verse en igual medida como propaganda del entusiasmo que produce la competencia del mercado.
Lo más interesante de la obra de Shaw es el desplazamiento o la inflexión del motivo del aburrimiento hacia lo que él denomina abatimiento, el sentimiento mórbido y suicida casi físico que los normales experimentan en presencia de los longevos, que en la cuarta obra del pentateuco se han convertido ya en una especie prácticamente diferente, y en la última obra o utopía suprema («Hasta donde puede alcanzar el pensamiento»), se han transformado en una forma de vida ovípara que se despide de la mayoría de sus intereses corporales, antes humanos, a los cuatro años (el «aburrimiento» de este ser se reemotiva ahora y se convierte en una especie de infantilismo). El abatimiento, sin embargo, marca una especie de trastrueque de las relaciones de poder similar al gran «experimento mental» planteado por H. G. Wells en La guerra de los mundos [1898], en la que los genocidas de los pueblos coloniales se redirigen contra la propia Europa para que por una vez los «civilizados» puedan saber lo que se siente. También aquí los de vida corta —nuestra propia especie, como los neandertales— han perdido la lucha de clases con la sociedad alternativa y con los seres utópicos alternativos; y la envidia cultural de las clases dominantes tradicionales ha dado lugar a la experiencia de la derrota y al dolor de los vencidos. Es la imagen anversa que Shaw da de la conversión lateral o preconsciente; también aquí el abatimiento es físico y una cuestión de conciencia preconsciente más profunda y de convicción, que tiene poco que ver con la mente consciente. Es de hecho uno de los méritos grandes y dramáticos de la ciencia ficción en cuanto forma el que pueda así recuperar de lo completamente psicológico o subjetivo tales fuerzas expresivas de patología —depresión, melancolía, pasión mórbida— y poner este material al servicio del drama colectivo; porque tal vez no será tan importante insistir, para los conocedores, en lo que debe resaltarse a beneficio de los desconocedores, a saber, que las nuevas posibilidades específicas de este discurso figurativo —que ha llegado a ocupar parte de las funciones que tuvo la novela histórica al principio de la época burguesa— son mucho más sociales, políticas e históricas que tecnológicas o específicamente científicas.
Aun así, la trama de la longevidad avanza en nuestro tiempo en la dirección de la ciencia y la tecnología, y concluiré con unos cuantos comentarios sobre la especificidad de las fortunas posteriores del género, después de Heinlein; una caracterización que difícilmente pretendo que se entienda de manera puramente cronológica, dado que libros como Immortality, Inc. [1958] de Robert Sheckley, Dejadlos en el cielo [1967] de Clifford D. Simak y To Live Again [1969] de Robert Silverberg —todos de las décadas de 1950 y 1960— preceden a Tiempo para vivir en el tiempo lineal, mientras que en gran medida anticipan y presagian una novela como Compradores de tiempo [1989] de Joe Haldeman, que yo considero característica de las actuales obras contemporáneas y poscontemporáneas en esta forma particular.
Paradójicamente, la nueva mutación narrativa está ahora mucho mejor equipada para recorrer el problema de representar la longevidad como un suceso, por el modo en el que se apela a la cuestión referente a la tecnología contemporánea apropiada como suplente o sustituto de la cosa en sí. De tal modo, en Haldeman, el proceso de rejuvenecimiento, que podría esperarse que implicase la anticuada batería de medicinas maravillosas tradicionales de la ciencia ficción, se despliega mediante dos innovaciones: necesita renovarse con cierta frecuencia, y en cada renovación el cliente debe entregar a la empresa toda su fortuna (un desarrollo del que surge una interesante subtrama de naturaleza inversora). La ausencia de los detalles médicos y tecnológicos está motivada, sin embargo, como ya lo estaba en Heinlein (cuyo placer por las explicaciones de aldea no mentía en ese aspecto), de este modo: la cosa en sí es tan angustiosamente dolorosa que el sujeto reprime todos sus recuerdos sobre ella. Supongo que el modo más gráfico de manejar este momento propiamente tecnológico es la idea de cambiar de cuerpo, como en Sheckley (o incluso, secundariamente, en Silverberg); pero eso nos acerca a la fantasía y lo oculto, como atestigua, de hecho, la supervivencia de la categoría de los zombis, los fenómenos paranormales y similares en la novela de Sheckley (en un comentario prácticamente autorreferente). La representación más escalofriante del tema es, por lo tanto, una en la que la cámara garantiza una especie de objetividad de documental; me refiero a la gran película Plan diabólico [1966] de John Frankenheimer, en la que las preguntas políticas bochornosas —¿De dónde proceden los nuevos cuerpos? ¿Cómo se estructura la propia organización?— reciben las respuestas más sombrías. Pero no hay lugar a duda de que el desplazamiento supremo es aquel en el que la longevidad y la inmortalidad están representadas por su opuesto, y la idea prácticamente no narrativa de vivir para siempre se convierte en un relato que se puede contar por la congelación que la precede (sueño o letargo que ahora ocupa el lugar de la vida como suceso narrable). Hacía falta Ubik [1969] de Philip K. Dick para producir por adelantado algo parecido a la metanarrativa de esta narrativa ahora convencional, y plantear cuestiones viscerales sobre nuestra vulnerabilidad durante esta situación de vida a medias, preguntas que son en sí mismas, como veremos, preguntas políticas desplazadas.
Porque son finalmente los trasfondos políticos los que salvan el nuevo paradigma de regresar a una anticuada parafernalia de ciencia ficción basada en la ciencia y la tecnología, como la que se daba en la edad de oro. La idea de que, en el conservadurismo creciente de los años de Reagan y posteriores, la ciencia ficción ha vuelto a intereses más exclusivamente científicos (o, mejor aún, que en una especie de disociación de la sensibilidad al estilo Eliot, sus energías se han dividido entre sólo una vuelta a la ciencia, por una parte, y una rendición a la producción fantástica de varios volúmenes, por otra) parece una afirmación suficientemente verosímil, que no obstante sería aconsejable matizar. Porque pienso que la fascinación contemporánea por la ciencia pura tiende a ser tan sociológica como epistemológica, y esto en gran medida por la atracción masiva de la ciencia pura en Estados Unidos a todo tipo de investigación empresarial y militar. Pero esto significa que si estamos interesados por la ciencia contemporánea, no lo estamos sólo por las teorías sino también por la mecánica de la experimentación en sí: los procedimientos de subvención, la presión por la que se financian los laboratorios necesarios (que varían desde un gigantesco telescopio espacial a caros campos de tiro subterráneos para electrones raros). Y esto conduce finalmente a un interés (todavía sociológico) por la psicología de los nuevos científicos que han empezado, quizá desde La doble hélice, a sustituir a los artistas tradicionales como disfraces caracterológicos y expresiones distorsionadas de la representación de cómo debería ser el arte utópico y no alienado. Pero, claramente, en el momento en que nos interesamos por la actividad científica como un asunto colectivo o gremial, desde el punto de vista del profesionalismo y las disposiciones psicológicas y las aptitudes socialmente determinadas —en otras palabras, por la ciencia yuppie, me atrevería a decir—, en ese momento no estamos lejos de la convulsiva reaparición de la política general.
¿Cómo podría ser de otro modo en una situación en la que la mayoría de los problemas psicológicos íntimos de la atención geriátrica y la medicina contraceptiva, en medio de los asuntos todavía extremadamente físicos de los indigentes, así como de la enorme y sistemática administración de fármacos a los ancianos y a los pacientes psiquiátricos, son temas cotidianos de los medios de comunicación; en la que los salarios de los eufemísticamente denominados proveedores de salud se debaten con tanta amargura como las primas anuales de los grandes ejecutivos empresariales; en la que la privatización de los hospitales se convierte en materia de lucro y negocio, y se solicita la inversión en los denominados sectores económicos de la salud en conjunto? En esta atmósfera, no sólo se devuelven las disposiciones de todos los gremios profesionales, incluidas las de los científicos, a una micropolítica instantánea, sino que el tipo de privilegio político específicamente sugerido por la atención sanitaria sólo puede ser magnificado hasta niveles de pánico por la adición de la posibilidad de que a uno lo elijan para vivir para siempre, presumiblemente basándose en un pago en metálico y por adelantado.
Se ha dicho que una de las revoluciones políticas más notables, uno de los momentos más grandes en la historia de la libertad humana, se produjo ese día de la Quinta Dinastía egipcia (en el tercer milenio antes de Cristo) en el que la vida eterna, hasta entonces privilegio de la elite, se extendió a toda la población egipcia. Si esto es por ahora un fantasma, también lo será para una fantasía científica en la que la representación de una vida larga para unos cuantos no puede sino suscitar la cuestión inevitable —ideológicamente muy bochornosa, pero acertada, bien recibida y productiva en el plano de la construcción y la narración— de la actitud de los demás ante esta forma suprema de privilegio especial. La ideología de la libre empresa en Estados Unidos siempre ha estado estimulada por la fantasía de que bajo las reglas del juego uno (o sus hijos) tiene la oportunidad externa de hacerse rico; pero la nueva fantasía de la ampliación de la vida ya no puede usarse de ese modo. Ahora sirve a una función ideológica divisiva de excluir a las anónimas demografías de meros mortales.
Porque la fantasía es también una dura amante e incluye su propio principio de realidad blindado. Uno no puede satisfactoriamente soñar despierto con vivir para siempre sin solucionar primero el problema práctico de qué hacer con los que no viven eternamente: la fantasía exige cierto realismo para recibir aunque sea un crédito libidinal y estético provisional o efímero, y éste es, de hecho, el mecanismo de verdad más profundo de la narración (y la fuente del dicho sobre confiar en el cuento y no en quien lo cuenta y en su propia ideología personal). Aunque un relato pueda originarse en el cumplimiento de deseos personales, debe acabar disfrazando su subjetividad íntima y reparando toda la maquinaria estropeada,[429] construir una aldea detrás de la fachada del Potemkin, afrontar las contradicciones absolutamente lógicas que el inconsciente ha dejado atrás en su apresuramiento; en resumen, hacer que la atención del espectador estético pase de la gratificación del deseo a las precondiciones mucho menos atractivas de dicho deseo en lo real, y así convertirse en el proceso transformado desde la expresión de una ideología a la crítica implícita de dicha ideología.
En el caso de la longevidad o de la inmortalidad, yo no desearía que esta crítica se tomara en un sentido moralizante. Estoy de hecho asombrado y escandalizado ante el grado de moralismo residual todavía inherente en este tema. Seguramente tiene cierta relación con el tradicional motivo antiutópico del aburrimiento supremo al que me he referido, aunque la motivación apenas velada de esto es política y por lo tanto un poco menos complicada que la insistencia de tantos escritores en el tema de que sería maligno vivir para siempre, que la verdadera existencia humana exige el consentimiento de la mortalidad, aunque sólo sea para dejarles espacio a los hijos de nuestros hijos. Esa arrogancia y ese egoísmo deben denunciarse como los principales elementos de esta particular fantasía sobre la suprema propiedad privada, pero a mí me incomodaría mucho argumentar de esta manera, y se puede detectar ciertamente un tufillo a resentimiento o a uvas amargas en este extraordinario puritanismo, que tal vez refleje sin más que los simples paradigmas religiosos y éticos conceden mayor facilidad a los escritores, frente a la tarea más agotadora de imaginar lo social propiamente dicho.
Concluyo sugiriendo dos planos de lo político en los recientes paradigmas de la longevidad en la ciencia ficción: a escala más planetaria, lo que se refleja es claramente la creciente polarización de clase en los países avanzados del capitalismo tardío (en Estados Unidos, se nos dice, el 1 por 100 de la población posee el 80 por 100 de la riqueza). En este plano, no parece exagerado sostener que el motivo de que hay cierto privilegio especial en la vida duradera ofrece una drástica y concentrada expresión simbólica de la disparidad de clases y un modo de expresar convenientemente las pasiones que no puede sino suscitar. Pero a este respecto, desearía añadir parte de la historia de la forma y sugerir que el nuevo paradigma marca una modificación de los antiguos paradigmas tan familiares del futuro cercano, el de la superpoblación, el desastre ecológico, y otros similares. La novela sobre la longevidad destaca así como ampliación de las posibilidades del subgénero del futuro cercano, desplegando el intento de imaginar tecnologías futuras al servicio de la expresión de temores e inquietudes más profundos y oscuros.
El modelo hermenéutico que he propuesto arriba —el significado más profundo y oculto dentro del texto, detrás, debajo de la superficie, como un «inconsciente» del texto que necesita ser interpretado— ya no es muy popular en esta era de superficies y conciencia descentrada, textualizada. Puede sugerirse por lo tanto otro modelo, a saber, el de la alegoría: una estructura en la que una línea de pensamiento menos conocida se adhiere como un parásito a la segunda, otra (allos/agoreuo) línea de metaforización, a través de la cual intenta plantearse su propio pensamiento imposible y, sin embargo, sólo vagamente metaforizado. Y de ese modo era a través de la muerte y de la ansiedad existencial, junto con la fantasía de vivir eternamente, como la obra de Shaw intentaba meditar sobre este contenido imperial, en el preciso momento de agonía del Imperio británico. Fue por medio de un contenido afectivo similar, pero en otro tiempo y en otro lugar, cómo Heinlein invocó fantasías de la familia en desaparición, y de la frontera en desaparición, e intentó producir imágenes de alta tecnología y del futuro distante de ambos como formas viables. En los textos de ciencia ficción más recientes sobre la longevidad, sin embargo, la que parece la línea de reflexión secundaria e intelección alegórica más profunda es la creciente institucionalización y la colectivización de la vida social posmoderna o de finales de la edad moderna, porque eso aparece principalmente materializado en la enorme empresa transnacional, más grande que la mayoría de los Estados, y prácticamente imposible de modificar o controlar políticamente.
En este material, por el momento al menos, el dilema político coincide con el figurativo: el problema de poner a las grandes corporaciones bajo control político es el mismo que el problema de proyectar su presencia en nuestras vidas cotidianas, de percibirlas, de darles expresión y articulación, tanto de tipo narrativo como cognitivo. En periodos anteriores de la ciencia ficción (por limitarnos a ese aparato de registro profético), las grandes corporaciones coexistían con las pequeñas empresas y sus valores más humanos, como en Philip K. Dick, por ejemplo, o de lo contrario se inspiraba contra ellas a rebeldes individualistas y héroes de una revuelta populista al estilo clásico, como en Mercaderes del espacio [1953] de Frederik Pohl y C. M. Kornbluth. En nuestro particular subgénero de la longevidad, seguramente sea la notable Incordie a Jack Barron [1969] de Norman Spinrad —un punto elevado de ciertos valores narrativos en la década de 1960 y todavía lleno de sorprendente vitalidad— la que marca el agotamiento del paradigma de la revuelta heroica, más allá de la cual se extiende la anónima longevidad sin rostro de la corporación multinacional o transnacional del presente, como la que empezó a emerger después de la reducción de la Guerra de Vietnam (en el golpe de Allende, por ejemplo).
Pero es precisamente el anonimato el que no sólo plantea cuestiones para la narrativa —problemas de agente y actante, de antropomorfismo y personificación, incluso de suceso y cambio diegético— sino también cuestiones para la praxis política. Las estructuras transnacionales han encontrado, por supuesto, un tipo de expresión distinto en la enorme euforia y el delirio del ciberpunk, donde se reafirman las redes cibernéticas con todo el entusiasmo de la elevada e interminable producción de nuevo lenguaje y nueva metaforización alegórica. Tal vez no sea inadecuado, por lo tanto, para terminar, ver la nueva narrativa sobre la longevidad como el otro rostro de ese viaje, el malo, la oscura y arraigada depresión ante un futuro incierto, en el que la función de la inmortalidad es sólo la de reavivar las imágenes de muerte.