VI

El espacio de la ciencia ficción: la narrativa de Van Vogt

Me gustaría hablarles del primer relato de ciencia ficción que leí —o al menos que recuerdo haber leído—, antes de alcanzar la adolescencia. Hablaba de un monstruo parecido a una pantera, de inteligencia y fuerza preternaturales, descubierto entre las ruinas de una civilización desconocida y desaparecida mucho tiempo atrás. El monstruo vivía de una sustancia descrita como «id orgánico», mientras sus adversarios se peleaban entre sí acerca de las estrategias adecuadas. Me sentí de verdad orgulloso, en aquel momento y a aquella edad, de haber alcanzado lo que me parecía una interpretación convincente, en forma de alegoría de las funciones psíquicas —una alegoría que resultó ser algo más jungiana que freudiana—, sin darme cuenta de que el propio autor había puesto de manera muy audaz y rudimentaria las claves, teniendo un interés explícito y didáctico por teorías tales como la división psíquica del trabajo y cómo superarla. Mi interpretación consistía simplemente, por lo tanto, en descubrir las intenciones del autor, exactamente como se suponía que debía hacerlo. Espero que la interpretación que pretendo ofrecer hoy sea de un tipo «sintomático» algo distinto.

Mi propio descubrimiento, a través de este relato, de las peculiares capacidades de la ciencia ficción en cuanto género, resulta haber sido poco más que un accidente de la historia personal. De hecho, el relato, titulado «Black Destroyer» [«Destructor negro»] y publicado en el número de Astounding Science Fiction correspondiente a julio de 1939, no sólo fue el primero publicado por Van Vogt, sino que cayó como un obús en el hasta entonces mal articulado campo de los relatos populares de ciencia ficción o, como podría decirse hoy, constituyó una intervención narrativa que prácticamente reestructuró por sí sola los paradigmas dominantes en el género. «Destructor negro» convirtió de un solo golpe a su autor en uno de los líderes de un pequeño grupo de escritores más jóvenes —entre ellos Robert Heinlein e Isaac Asimov— que estaban a punto de crear lo que a partir de entonces se conoce como la edad de oro de la ciencia ficción: un tremendo brote de producción narrativa e innovación paradigmática, que en general se considera que se extendió desde finales de la década de 1930 hasta comienzos de la de 1950. De hecho, algunos han ido aún más lejos, y consideran a «Destructor negro» la salva de apertura de la propia edad de oro. Estas observaciones históricas necesitarían completarse además recordando la función única de John Campbell como director de Astounding y como crítico y a veces virtual colaborador de todos los escritores de esta generación más joven; la edad de oro es sinónimo de Astounding y sus impulsos son muy incomprensibles a no ser que se aprecie la influencia de Campbell. Hay pocos equivalentes a esta función en la literatura culta, aunque la actividad del líder productor de manifiestos del grupo cultural vanguardista —Breton y los surrealistas, por ejemplo— ofrece algunas analogías distantes.

Hay también en la literatura culta pocas analogías para la subsiguiente trayectoria profesional del autor de «Destructor negro». Aproximadamente durante los siguientes diez años, conoció un prodigioso periodo de creatividad, durante el cual publicó en Astounding 900 000 palabras en forma de series de relatos y novelas a partir de entonces clásicos. También es adecuado, por cierto, recordarles que A. E. Van Vogt, una de las dos o tres estrellas de la edad de oro estadounidense, era canadiense, de Manitoba, y escribió sus principales obras allí y en Ottawa, antes de trasladarse, como tantos otros, al sur de California. También será adecuado señalar, de acuerdo con el consenso general de críticos y lectores, algo que le ocurre a la calidad de esta producción a partir de finales de la década de 1940: Van Vogt siguió publicando extensamente, quizá demasiado extensamente, durante los siguientes treinta años, pero poca de esa producción tiene el entusiasmo electrizante de la del primer periodo o estilo. Una explicación que frecuentemente se da a esta caída de la calidad y de la inventiva también les resultará conocida a los estudiosos de la historia literaria (y no voy ni a respaldarla ni a rechazarla): hacia finales de la década de 1940, Van Vogt descubrió la verdad en forma de Dianética (cuyo nombre se cambió después a Cienciología), un invento de otro escritor de ciencia ficción, L. Ron Hubbard. ¡Gracias a Dios, dice Gide en alguna parte, Balzac nunca descubrió la verdad, el sistema que buscó toda la vida! Van Vogt descubrió la verdad, el sistema; es de hecho un sistema por el que podemos hoy experimentar cierta simpatía, dado que aboga por la reconstrucción de la lógica milenaria aristotélica y del «sentido común» occidental en nombre de nuevos patrones de pensamiento utópicos, y yo me atrevo a decir dialécticos (algo que estaba muy en el ambiente por entonces, y también visible, de manera muy distinta, en Asimov). Por otra parte, la idea de que la conceptualidad en general y la adopción de sistemas filosóficos en particular son perjudiciales para el trabajo del genio, la creatividad y la inspiración; esa idea me parece un estereotipo romántico o de los primeros tiempos de las vanguardias artísticas, respecto al cual bien podría interesarnos conservar cierta suspicacia racional. En cualquier caso, tengo poco más que decir a este respecto, ya sea sobre la Dianética, o sobre la última época de Van Vogt, por muy interesantes que puedan ser esos problemas desde el punto de vista teórico. Sólo añadiré otra información a este esbozo histórico literario sobre la situación de este género llamado ciencia ficción, y es ésta: que la obra de Van Vogt prepara claramente el camino para el mayor escritor de ciencia ficción, Philip K. Dick, cuyos extraordinarios relatos y novelas son inconcebibles sin la apertura a ese juego de materiales inconscientes y dinámica fantástica liberado por Van Vogt, y de espíritu muy diferente a las ideologías estéticas más científicas ofrecidas por sus contemporáneos (desde Campbell hasta Heinlein).

Esta última observación, sin embargo, sugiere otra salvedad básica antes de empezar en serio nuestro trabajo. Me interesa mucho que los textos sobre los que voy a tratar no se asimilen sin más a los paradigmas de la cultura elevada o de la institución literaria. (Hasta la práctica crítica e interpretativa de uno amenaza con tener este efecto mortal, como las operaciones de encuadre del cine: el enfoque en el texto, su desmantelamiento crítico y analítico, parece conferir automáticamente cierta autoridad literaria culta al objeto). Estos relatos, sin embargo, emergen del mundo de la literatura popular y de la cultura comercial cuyas convenciones siguen íntimamente ligadas a su inteligibilidad narrativa. No pueden leerse como Literatura, no meramente porque incluyen buena parte de basura y de lo que Adorno habría denominado lectura fácil, sino sobre todo porque sus efectos más fuertes son distintos de los de la literatura culta, son específicos del género y finalmente sólo se hacen posibles precisamente por esas convenciones subliterarias del género inasimilables a la cultura elevada. No se puede, en otras palabras, seleccionar unos cuantos efectos «literarios» intensos y canonizarlos, dado que sus condiciones de posibilidad son precisamente las convenciones populares. Algo análogo podría decirse de los efectos a menudo extraños y fascinantes de las películas que no son de autor, toda la subclase comercial del cine de serie B.

En el caso de Van Vogt, sin embargo, podemos agudizar esta advertencia y este dilema de un modo muy preciso y concreto. Los hábitos de trabajo de este escritor presentan, de hecho, asombrosas analogías con los procedimientos desde hace mucho empleados en los libros de la cultura elevada. He aquí cómo describe él sus métodos de trabajo en su autobiografía:

Sueño con las ideas de mis relatos mientras duermo. No digo que soñando obtenga todas las ideas, pero así obtengo aspectos de ellas. Estoy escribiendo un relato, por ejemplo, y de repente comprendo que no sé qué va a continuación; verán, no tengo el fin de mis relatos cuando los empiezo […] sólo una idea y algo que me entusiasma. Consigo alguna imagen muy interesante y la escribo. Pero no sé hacia dónde va a seguir después. De modo que la medito mientras duermo, y me despierto continuamente pensando, «vale, ahora aquí necesito alguna mejora». Después me duermo, sabe, incluso mientras estoy metiendo esa idea en mi mente. Y entonces vuelvo a despertarme y lo repito, sencillamente retomo la idea. Si no consigo hacerlo, si duermo toda la noche, al día siguiente les doy vueltas a las ideas. En general, ya sea con un sueño o hacia las diez de la mañana —¡bang!— tengo una idea y será en cierto sentido una falacia lógica, pero aun así algo surgido del relato. He alcanzado de ese modo mis relatos más originales; estas ideas hacían el relato diferente cada diez páginas.[414]

En otra parte confiesa que se despierta, o hace que lo despierten, por la noche cada noventa minutos.

«Le poète travaille». El paralelo con los métodos surrealistas es ineludible, y uno siente la tentación de preguntarse qué tipo de ciencia ficción podría haber emergido de la frase surrealista inaugural, «un homme coupé en deux para la fenêtre». La pasión de Breton por el cine de serie B y por los tipos más chillones y vulgares de basura cultural y paraliteratura es también muy importante a este respecto. Mi argumento, sin embargo, es que no debemos leer a Van Vogt como un escritor surrealista, a pesar de la extraordinaria lógica fantástica de sus cuentos, que como él mismo señala asumen cada diez páginas nuevas direcciones asombrosas e inesperadas. La pasmosa y deprimente ironía histórica del Surrealismo fue que este movimiento de vanguardia primordialmente estético, que despreciaba la Literatura y cuyo objetivo era la transformación radical de la vida cotidiana, se convirtiera en el paradigma mismo de la Literatura y de la producción literaria en la tradición convencional de la cultura elevada occidental. Comprender el movimiento de un relato de Van Vogt como un sueño virtual, como la lógica de la fantasía, como una libre asociación inconsciente y una proyección, como una completa subjetividad es, en otras palabras, «contener» dichos relatos y reducirlos a una operación literaria manejable, ya clasificada y catalogada por adelantado. En este sentido, la mismísima categoría de lo «irracional» o del «inconsciente subjetivo» es una categoría al servicio de la razón instrumental, y un modo de calmar y marginar fenómenos culturales por lo demás aberrantes, peligrosos y subversivos. Me gustaría sugerir que nuestra resistencia a las convenciones populares en dichos escritores es la forma privilegiada de censura, y es en sí síntoma supremo de la aproximación de toda una gama de defensas culturales y psicológicas.

Terminados estos preliminares, quiero tocar brevemente tres características de la obra de Van Vogt, tres peculiaridades formales de sus relatos, que pueden quizá inicialmente plantearse bajo los titulares del espacio, el tema y el otro. El análisis será provisional, no sólo por las restricciones de tiempo, sino también porque, como el lector verá en breve, sugiere todo un proyecto de investigación y estudio.

En lo que al espacio se refiere, sin embargo, está claro de inmediato que los cuentos y las novelas de Van Vogt tienen algo de esa sensación de lugar especial que caracteriza también a sus contemporáneos en la tradición del relato de detectives (Chandler sobre todo) y del film noir: cierto tipo de espacio urbano desgastado, impersonal pero amenazador al mismo tiempo, que no es incompatible con una experiencia específica, pero históricamente determinante, del campo por el que en ocasiones el habitante de la ciudad se aventura. Será bastante difícil transmitir esto de manera sucinta, pero quizá la siguiente descripción del vuelo inicial del protagonista de Slan, su primera novela, nos permita captar en cierta medida el paisaje urbano de Van Vogt:

Entonces se encontró en una parcela libre, tras la cual se elevaba una larga serie de edificios de ladrillo y cemento ennegrecidos, el comienzo de un barrio de almacenes y fábricas […] Subió con dificultad unos escalones y por una puerta abierta entró en un almacén mal iluminado […] un mundo con poca luz, en el que se vislumbraban formas de cajas, y suelos que avanzaban hacia una remota semioscuridad […] Se paró a mirar por la puerta. Observó fijamente una calle enormemente distinta a la Avenida del Capitolio. Era una calle sucia, de pavimento levantado, con la acera opuesta de casas alineadas, construidas con plástico hacía cien años o más. Hechas de materiales prácticamente irrompibles, sus colores imperecederos básicamente tan frescos y llamativos como el día que las construyeron, mostraban no obstante las marcas del tiempo. Polvo y hollín se habían adherido como sanguijuelas al refulgente material. El césped estaba mal atendido, y había pilas de desechos por todas partes.[415]

Sólo el último detalle —las casas de plástico del futuro, de colores llamativos, prístinas, irrompibles, pero gastadas al mismo tiempo— distingue esta descripción de un paisaje urbano de Chandler; destaco este punto con cierto detenimiento porque sin duda querré proponer que nuestra definición de corpus más amplia incluye una gama de diferentes subgéneros y producción de medios de este periodo general que abarca desde los años inmediatamente anteriores a la Segunda Guerra Mundial hasta los comienzos de la Guerra Fría.

Ahora, sin embargo, debemos contemplar tipos menos familiares de relaciones espaciales: las puertas en particular son muy alarmantes en este mundo. A una mujer la hieren en su propio dormitorio; despierta en una extraña y funcional sala de laboratorio; subiendo una escalera, abre una puerta de metal y penetra en un camino selvático.

Un sol brillante lucía en un claro del monte a varios metros. Trepó hacia él, lo alcanzó, y se quedó brevemente paralizada por lo que vio […] Estaba en una isla, un atolón verde con selva, y rodeado por un océano azul que se extendía hasta donde alcanzaba la vista […] Mareada, volvió a mirar la puerta por la que había salido. Esperaba ver un edificio, pero no lo había. En el lugar donde debería haber estado el edificio crecían arbustos en una espesa maleza. Incluso la puerta abierta estaba oculta a medias por líquenes que se entrelazaban engañosamente sobre la cara de metal expuesta de la puerta.[416]

En este cuento, la disyunción espacial puede todavía explicarse mínimamente de acuerdo con las convenciones de la ciencia ficción, es decir, por los poderes explícitamente atribuidos a los personajes (no poderes mágicos, desde luego, que nos situarían en el ámbito de la fantasía, sino lo que podemos llamar «hipercientíficos»). Llamaré a las explicaciones de este tipo una especie de contención, porque —siempre dentro de las convenciones del género— tienden a explicar el efecto, o a racionalizarlo, atenuando así su fuerza. Debería añadir que nunca encuentro en Van Vogt la convención fuerte y racionalizada de la ciencia ficción a menudo usada en yuxtaposiciones de espacios diferentes, a saber, el teletransporte, que es una forma de contención casi «realista».

Pero a menudo la explicación, la estrategia de contención, se desvanece hasta el punto de que se permite a dichos pasajes espaciales emerger con toda su fuerza y su escándalo originales. En uno de los relatos más famosos de Van Vogt, por ejemplo, «The Weapons Shop», tenemos en primer lugar la aparición, de la noche a la mañana, de un edificio completamente nuevo en el patio de alguien, el emporio de venta de armas del título: éste es el trastrueque del efecto que hemos estado considerando, la intrusión repentina en el espacio cotidiano normal de un objeto nuevo, cuyo volumen interior parece distinto del mundo exterior, pero tampoco de una manera totalmente anormal. En el punto culminante del relato, al protagonista lo invitan a salir de la tienda por una puerta lateral:

Vio flores al otro lado de la abertura; sin una palabra, caminó hacia ellas. Estaba fuera antes casi de darse cuenta […] Giró a la izquierda para dirigirse al frente de la tienda de armas. La vaguedad se transformó en un sonido conmocionado y sorprendido. Porque no estaba en Glay, y la tienda de armas no estaba donde había estado. En su lugar […] una docena de hombres pasaron rozando a Fara para unirse a una larga fila de hombres situados más adelante […] Pero todo el ser de Fara se concentraba en la sección de máquina que se alzaba donde había estado la armería. Una máquina, oh, una máquina […] Se le despegó el cerebro, con el esfuerzo de captar la enormidad de la inmensidad de metal sórdido de lo que se extendía aquí bajo un sol veraniego y un cielo tan azul como un remoto mar del Sur. La máquina se elevaba enorme hacia los cielos, cinco grandes plantas de metal, cada una de treinta metros de altura […].[417]

Un último ejemplo de otro de los grandes cuentos, titulado «The Search», un relato demasiado intrincado como para resumirlo pero que incluye paisajes rurales interesantes. En un determinado punto, el protagonista es obligado por sus enigmáticos pero cósmicos adversarios a subir a un coche, pero en lugar de encontrarse dentro del «largo coche de capó reluciente»

yacía de espaldas sobre un suelo duro. Drake abrió los ojos y tras un momento en blanco miró fijamente un techo en forma de cúpula situado sesenta metros por encima de él […] Durante un momento su mente no aceptó lo que los ojos veían. El corredor no tenía fin. Se extendía hasta convertirse en un borrón de mármol gris y luz gris.[418]

A lo largo de las paredes hay una serie de puertas, tras las cuales Drake encuentra despachos suntuosos pero vacíos. En la distancia, en medio del corredor, hay una puerta muy distinta:

Al principio, era sólo un brillo. Adoptó contornos relucientes, se convirtió en un enorme modelo de cristal encajado en un marco de ventanas de múltiples colores. La puerta tenía fácilmente quince metros de altura. Cuando atisbó por sus paneles transparentes, vio grandes escalones blancos que descendían hacia una niebla que se espesaba transcurridos unos seis metros, de modo que los escalones inferiores no eran visibles.[419]

Los escalones, como se puede imaginar, resultan ser infinitos, y se prolongan hacia abajo en un eterno vacío.

Éstos son los ejemplos más llamativos: puertas que se abren literalmente a otros mundos, que conectan tipos de espacio radicalmente distintos, cuya diferencia puede variar de lo terrenal a lo ultraterreno. Ahora, si aceptásemos sin más el verbo «conectar», podríamos estar tentados de describir todo esto en función de una relación sintáctica inusual: una sintaxis espacial, en la que dos sustantivos espaciales distintos se articulan por medio de ese verbo espacial que es la puerta. Pero en la forma más fuerte de dichos efectos, los dos espacios no están realmente relacionados, y tampoco se yuxtaponen de manera inerte en su diferencia radical, como en un collage. El atravesar estas puertas es ciertamente un acto o un acontecimiento, pero impensable, y por lo tanto, podría suponerse, inexpresable, un acto que de algún modo nos pone en los límites de lo que el lenguaje articulado puede hacer.

El campo de la lingüística, de hecho, está constituido en último término por la frase como objeto de estudio (las fórmulas alternativas —la proposición o el acto de habla— me parecen variaciones de ese objeto más fundamental). La deducción lógica parece haberse dado históricamente, a saber, que la lingüística es incapaz de romper los límites de la frase. Cito a Leonard Bloomfield: «cada frase es una forma lingüística independiente, no incluida por virtud de una construcción gramatical dentro de una forma lingüística mayor. Sea cual sea la conexión práctica que pueda haber entre [las diversas frases que componen una expresión más amplia], no hay disposición gramatical que las una en una forma más grande […]».[420] Este argumento, creo, no lo refutan sino que lo confirman los esfuerzos de varias gramáticas de textos para proponer unidades más amplias que abarcan frases separadas e individuales; por estimulantes y sugerentes que dichos esfuerzos hayan sido, no me parece que ninguno de ellos resulte en último término convincente o que pueda decirse que ha alcanzado el programa o el proyecto que a menudo plantean con elocuencia.

Pasando ahora al espacio, es decir, a la arquitectura, la cuestión será si hay algo en ese lenguaje particular que se corresponda con la forma de la frase en el habla (o en la lingüística). Eso no puede ser, con seguridad, el edificio, es decir, el texto arquitectónico total. Pero me ha llamado la atención un fenómeno curioso: en toda la extraordinaria riqueza de la innovación arquitectónica y formal en lo que a veces hoy se llama posmodernismo, hay una forma básica que no parece haber cambiado, que se resiste a la innovación, y que a veces condena tales esfuerzos a una peculiar incongruencia y a una esterilidad social y estéticamente decepcionante: nadie ha podido inventar una forma radicalmente nueva para lo que llamaremos la pieza. Es como si la pieza en sí, la unidad interior básica, el mismísimo espacio de habitación, hubiera persistido con muy poca modificación desde tiempos prehistóricos. Moramos entre sus paredes, ya sean cuatro o más, y de la forma que sea. La objeción más convincente a esta propuesta seguramente proceda de las innovaciones del movimiento moderno, en las que el denominado plano libre de Le Corbusier tiene por objetivo esa ruptura radical con la tradición y con sus piezas y separaciones convencionales. Pero estoy tentado de preguntarme si esta innovación no podría compararse con ciertas formas de la frase históricamente nuevas, en especial el denominado estilo libre indirecto, lo que Ann Banfield ha denominado la «frase indecible».[421] De hecho la frase se mantiene, pero transformada y con una curiosa y original nueva función. Pero quizá cuando se percibe que el plano libre tiene éxito, este éxito simplemente significa que este espacio ha sido de nuevo reasimilado en la antigua categoría de la pieza propiamente dicha. Cuando no tiene éxito, deja de percibirse como forma en absoluto, y cae al nivel de ese espacio institucional vacío y muerto, tan omnipresente en nuestros edificios contemporáneos más grandes; lo cual quiere decir que la sintaxis fracasa, y que, en lugar de producir una frase, el arquitecto sólo ha conseguido emitir algo sin sentido, fragmentos y un habla esquizofrénica.

En todo caso, este peculiar paralelo entre la frase y la pieza arroja cierta luz sobre el efecto espacial de Van Vogt antes analizado. Van Vogt es por lo tanto similar a una gramática del texto: no una teoría sino un misterio. Sus dos espacios distintivos son como la yuxtaposición de dos frases procedentes de unidades de habla completamente distintas y heterogéneas. La puerta misteriosa (que obviamente tiene sus anteriores análogos en los cuentos de hadas y en todo tipo de literatura mágica) es, por lo tanto, el completo operador de esta yuxtaposición y el signo impensable de la operación en sí. Pero en este punto el análisis sigue siendo descriptivo, y no nos da ninguna clave sobre cualquier interpretación posible del proceso.

Paso ahora al segundo apartado en orden, para ver si podría en retrospectiva ofrecer alguna clave interpretativa; éste era un efecto peculiar del tema que se encuentra disperso por las obras de Van Vogt. He aquí la aproximación de una de las líneas narrativas más características de Van Vogt: un protagonista que opera dentro del ahora clásico paisaje urbano «realista» del film noir, del que ya hemos hablado, se encuentra de repente interceptado por seres preternaturales con cuerpos humanos ordinarios. Lo más frecuente es que estos alienígenas disfrazados formen parte de una enorme red o conspiración en progreso en alguna parte de ese entorno «realista» familiar; a veces, de hecho, el perplejo protagonista va entendiendo lentamente que está en presencia de dos de esas redes que compiten o luchan entre sí —una clandestinidad alienígena benévola y otra malévola—, una situación que como se podrá imaginar permite tramas cuya complejidad rehuye cualquier resumen. En el punto culminante del relato, sin embargo —y ésta es la característica en la que quiero detenerme—, el protagonista se deshace de su conciencia humana reconocible y descubre que él mismo es precisamente uno de esos alienígenas (no hace falta decir que de los buenos). Para cumplir su función en la conspiración, sin embargo, tiene que someterse a la amnesia y ponerse o llevar una conciencia humana, operación tan bien conseguida que durante las primeras partes del relato él mismo se cree humano, de ahí su confusión (y la nuestra). Creo que una trama de este tipo debe entenderse como lo que yo denomino un ideologema histórico: una unidad narrativa específica que en sí misma —en su propio lenguaje formal— transmite un mensaje o significado histórico o social. Es una propuesta que puede «verificarse» buscando el mismo ideologema activo en otros géneros y en otros medios durante el mismo periodo general. Si conseguimos, por lo tanto, detectar la presencia de esta unidad narrativa bajo las diferentes convenciones narrativas y formales de algunos de los demás subgéneros, podremos sentirnos en un terreno algo más firme al avanzar en la hipótesis de que dicho motivo narrativo tiene cierta autonomía propia y conoce cierta independencia respecto a cualquiera de los textos individuales en los que pueda encontrarse.

Sugeriré, por consiguiente, que la transformación de la identidad designada en la ciencia ficción de Van Vogt puede encontrarse también, en manifestaciones o realizaciones narrativas muy diferentes, en los relatos de detectives del periodo, así como en el cine negro. Pero a este respecto no es a Chandler a quien uno recurriría sino, por el contrario, a uno de los más famosos escritores de novelas de misterio de este periodo general (desde finales de la década de 1930 hasta finales de la de 1940), un escritor en gran medida olvidado pero que parece en la actualidad estar suscitando nuevo interés; me refiero a Cornell Woolrich, que también escribió bajo el pseudónimo de William Irish (si ese nombre no le resulta familiar, seguramente sí reconozca dos versiones cinematográficas clásicas de su obra: La novia vestía de negro de Truffaut y La ventana indiscreta de Hitchcock). Tampoco descartaría la posibilidad de localizar este ideologema en la literatura culta o seria (aunque aquí tendríamos que establecer categorías genéricas mucho más complicadas antes de proceder); el ejemplo que viene a la mente es la extraña y poco característica novela de Richard Wright Savage Holiday. Pero es en el cine negro donde encontramos la evolución más «realista» de la unidad narrativa en cuestión, una evolución que ofrece algunas claves útiles respecto a su significado o contenido histórico supremo: pienso, por ejemplo, en la gran película de Bogart, Callejón sin salida, de John Cromwell [1947], en la que el protagonista, un veterano que regresa de la guerra, se encuentra en entornos familiares que han experimentado turbadoras e incomprensibles modificaciones, no menos impactantes que en la ciencia ficción de Van Vogt. Que la narración encontrase aquí su organización más satisfactoria en torno a la figura del veterano retornado de la Segunda Guerra Mundial es en mi opinión la primera y esencial clave; mi punto de partida para una eventual interpretación, es decir, para descifrar el contenido social e histórico del ideologema, sería entonces la situación de guerra en sí, con sus tremendos reacomodos y dislocaciones, primero con el reclutamiento y la migración por todo el continente a las nuevas industrias bélicas, y después con la vuelta de hombres que guardan en sus mentes los recuerdos de otros continentes y otros mundos, y que no reconocen sus ciudades natales, a sus familias, esposas ni amigos. Quiero resaltar lo obvio, a saber, que esta hipótesis es sólo un punto de partida, y que no debería excluir la exploración de una amplia variedad de posibles significados distintos; mientras que todo el asunto de la causalidad y de la expresión (¿hace la situación vivida que aparezca el nuevo paradigma, o acaso éste existe con anterioridad y articula lo esencial?) es un problema teórico de gran interés. Si, sin embargo, esta hipótesis comporta cierta convicción o si puede creerse que tiene cierta verosimilitud, bien podemos sentirnos tentados de trasladar parte de su fuerza a nuestro primer efecto narrativo, en el que la puerta entre dos mundos puede ahora interpretarse como una alegoría virtual de los brutales y abruptos desplazamientos mundiales de los estadounidenses durante la guerra (podemos también suponer que los propios desplazamientos biográficos de Van Vogt, del oeste de Canadá hasta la capital y desde allí a Los Angeles, lo sensibilizaron por adelantado a este tipo de lógica de completa yuxtaposición).

Llego ahora a mi última observación sobre la obra de Van Vogt, referente a la categoría narrativa del Otro, una categoría convencionalmente metaforizada en la ciencia ficción por el motivo consagrado del alienígena. Tal vez el lector sea consciente de que sólo durante el periodo de llegada de la ciencia ficción a la madurez intelectual, en la década de 1960, la atención inicial de los relatos de la edad de oro y anteriores a la aventura y a la tecnología o la ciencia espaciales se ve desplazada y ampliada por una mayor preocupación por las cuestiones sociológicas y antropológicas. Esto puede verse claramente en la historia del motivo del alienígena, que en el primer periodo (y en las grandes películas de ciencia ficción y de terror de serie B en la década de 1950) sigue siendo un monstruo aislado, una especie de aberración de la vida. Sólo a finales de la década de 1960 la representación del alienígena llega a incluir una ambición mucho más interesante: el intento de representar culturas o sociedades alienígenas completas, de imaginar cómo podría ser toda una forma de vida colectiva alternativa. Es la diferencia y la distancia entre los nuevos extraterrestres devoradores de cerebros o las plantas carnívoras, por una parte, y las visiones antropológicas de una Le Guin o la novela clásica de Niven y Purnell, La paja en el ojo de Dios [1974], por otra.

Los alienígenas y los monstruos de Van Vogt pertenecen, por supuesto, al primero de estos periodos, pero con un giro o enfoque que me parece de la mayor importancia. Volvamos por un momento a Coeurl, el preternatural y siniestro monstruo felino del relato inaugural, «El destructor negro». Coeurl es mucho más inteligente y simpático que el habitual extraterrestre destructivo, pero no obstante pertenece claramente a ese género global de la especie monstruo. Pero recuérdese que este formidable alienígena fue encontrado durante la exploración, por una expedición interplanetaria humana, de las ruinas de una cultura extraterrestre. La reflexión sobre este hecho me llevó a hacer lo que a mí me pareció un descubrimiento importante, y que he podido confirmar con abundancia en las demás obras de Van Vogt, y es el siguiente: «El destructor negro» no es un relato de extraterrestres convencional, aunque todo en él está organizado para dar esa impresión al lector. De hecho, es un paradigma narrativo muy distinto, que estoy tentado de llamar la situación de los dos alienígenas. El caso es que Coeurl no es descendiente de la raza alienígena extinta que construyó la ciudad explorada: es de una especie extraterrestre distinta, y de un punto diferente de la galaxia (o de fuera de ella). Tenemos por lo tanto un monstruo vivo y aterrador superpuesto a los vestigios y los restos arqueológicos de lo que sólo podemos suponer que fueron monstruos muy distintos tanto de Coeurl como del Homo sapiens. La situación es curiosa ya que, desde el punto de vista práctico de la narración, resulta gratuita: la línea argumental no se habría alterado de manera importante si los exploradores del espacio hubieran encontrado a Coeurl en un planeta vacío.

O eso parecería, pero es la presencia de esos detalles en apariencia gratuitos lo que compone el encanto y el misterio de textos narrativos de este tipo o, por decirlo con otras palabras, lo que exige un análisis semiótico capaz de explicar la efectividad significativa de rasgos que técnicamente no constituyen unidades narrativas. La objeción obvia sería que nos enfrentamos aquí a algo que debería considerarse desde el punto de vista de la escena, la ambientación y la descripción propiamente dichas. Pero esta escena aparente —la ciudad en ruinas— es de hecho el vestigio de un personaje ausente, aunque un personaje que no interpreta papel alguno en el relato.

He dicho que la situación de los dos extraterrestres puede encontrarse en otros relatos de Van Vogt, aunque dudo en atribuirle a él la completa invención de la misma. Me parecía útil, sin embargo, mostrar este mismo paradigma narrativo en una película reciente y muy popular, dirigida por uno de los directores contemporáneos más interesantes: Alien [1979] de Ridley Scott.

Aunque guarda cierto parecido —teniendo en cuenta la enorme diferencia entre la década de 1950 y la de 1970— con las anticuadas películas de monstruos (el de Scott es si cabe más feroz y terrorífico que todo lo que las películas de serie B estadounidenses de la década de 1950 consiguieran realizar técnicamente), es de hecho un artefacto mucho más complicado, avanzado e interesante. Más significativo que eso para nuestros propósitos, Alien, como los relatos de Van Vogt, no deriva en absoluto del paradigma de monstruo sino, por el contrario, de esa forma específica que he denominado la situación de los dos alienígenas.[422] Recuérdese que el monstruo sale de una serie de horrorosos huevos coriáceos con aspecto de setas, descubiertos en un planeta distante por la tripulación de la nave minera Nostromo. Esta nave espacial industrial, sin embargo, fue atraída al planeta por una señal misteriosa, que resulta ser un código de advertencia. Lo que la tripulación descubre son los restos de una nave espacial extraterrestre, junto con un solo cuerpo momificado de uno de los tripulantes. Después encuentran los huevos depositados en el interior; por su parte, la momia del navegante extraterrestre está terriblemente mutilada, con la caja torácica prácticamente explotada desde el interior. El espectador capaz de volver a pensar en estos detalles al final de la película llegará a la conclusión obvia: el personaje epónimo, el monstruo que da título a la película, es distinto de los alienígenas que en otro tiempo tripularon la nave extraterrestre. Por su parte, los acontecimientos posteriores habrán dejado claro que lo ocurrido a la nave extraterrestre y a su tripulación debe de haber sido el mismo destino que le espera a la tripulación de la Nostromo: la muerte y la destrucción a manos del monstruo de forma cambiante. Aparte de eso, como ocurre con los constructores de la ciudad en ruinas de Van Vogt, no sabemos nada más de estos segundos alienígenas, salvo que tenían una civilización muy avanzada, y que se extinguieron mucho antes de que comenzase el relato, y no cumplen más función que la de atraer a la nueva tripulación humana, o presa, a ese terrible planeta. Alien es por lo tanto prácticamente una versión o traducción cinematográfica de «El destructor negro». (No se incluía a Van Vogt en los créditos, y ése demandó a los cineastas por plagio; el asunto se zanjó en un acuerdo extrajudicial).

Pues bien, ¿es todo esto una mera curiosidad narrativa u oculta la situación de los dos alienígenas una significación de más interés? Ante todo yo señalaría que esta situación superpone precisamente los dos tipos de representación de los extraterrestres que he mencionado ya, en un contexto más histórico. El monstruo es el viejo alienígena biológico, la forma aberrante y omnívora, de una energía vital prácticamente animalista, y que, con independencia de lo numerosas que sean estas criaturas, parece conducir a una existencia aislada y puramente individual. El segundo extraterrestre, por su parte, atestigua con su ausencia una cultura y una sociedad alternativas, y ha dejado los vestigios de relaciones sociales extraterrestres: una ciudad y tecnología avanzada, todo lo cual presupone un lenguaje.

Creo que tenemos aquí un caso muy especial de lo que Freud denominó escisión; recuérdese que este concepto se introduce en un conocido ensayo sobre el cuento de Hoffman titulado Der Sandmann, y designa un modo de manejar la ambivalencia de la relación edípica. El padre es objeto de un amor socialmente obligatorio y también de profunda hostilidad y agresividad inconsciente: puede adoptar la forma, por ejemplo, de benevolencia paternal y protectora, o del terror y la amenaza del ogro. El protagonista neurótico de Der Sandmann escinde en dos esta figura ambivalente, de modo que junto al padre amable pero inefectivo también afrontamos al padre diabólico, el diablo, la vileza del mal. Está bastante claro que nuestros dos alienígenas vuelven a esta polarización ética general del bien y el mal, lo siniestro y lo benigno; ¿podemos ir más allá en la descripción de la transferencia de la operación de escisión del marco freudiano o edípico a la de la categoría del otro en general?

Quiero, para concluir, echar un vistazo de nuevo al texto inaugural de la antropología moderna, dado que la antropología puede considerarse esa disciplina regida por excelencia por la categoría del otro y que explícitamente tiene al otro como objeto de estudio. (Mi propio interés por este texto está también determinado por el lugar tan especial que ocupa en la tradición marxista). Me refiero al libro clásico de Lewis Henry Morgan titulado La sociedad primitiva [1877], cuya estructura conceptual se organiza en torno a una clasificación tripartita de las sociedades, que parece derivar de la arqueología danesa del siglo XVIII, pero cuya difusión debemos esencialmente a Morgan, a saber, la distinción entre salvajismo, barbarie y civilización. Aunque los elementos diferenciadores de Morgan son principalmente tecnológicos (incluida la tecnología de la escritura), la clasificación es evaluativa y sentenciosa. Así, la civilización, que comienza con la escritura, se equipara aquí a lo que se convertirá en el capitalismo, y se sitúa por lo tanto negativamente. La palabra «barbarie» por su parte, lejos de portar el estigma habitual, designa la que para Morgan fue la forma más gloriosa de organización social humana, realizada en la gens, cuya ilustración central es la Confederación Iroquesa, de la que él mismo era miembro honorario.

Tenemos aquí de nuevo, evidentemente, el rousseaunianismo del primitivo noble y la nostalgia de una forma de organización social humana a la escala de la vida humana como debería vivirse. Pero es este esquema tripartito y no dual el que suscita la cuestión interesante de qué significa el concepto de «salvajismo» para Morgan. Lo que encontramos es que hay poco que decir de esta primera forma social, porque lo que da a un orden social su legalidad y articulación (entre otras cosas, se subrayaría hoy la función del tabú del incesto) todavía no existe: «en el nivel más bajo del salvajismo, la comunidad de maridos y esposas, dentro de límites prescritos, era el principio básico del sistema social».[423] En otras partes este sistema se designa siempre con los desafortunados términos de «este estupendo sistema de promiscuidad», donde el adjetivo debe obviamente tomarse como eso que llena la mente de estupor e incredulidad. Claramente entonces, en la mismísima noche de los tiempos, la primera formación de la historia humana se evalúa también negativamente, como la más reciente, aunque por distintas razones.

Creo que el esquema tripartito de Morgan puede entenderse como una versión más, fundamental si se quiere, del relato de los dos alienígenas, ya que la tercera forma, la «civilización», es nuestro propio punto de vista como lectores. La civilización conoce así no uno sino dos contrarios: una forma «estupenda» y terrorífica o tabú, la de la horda original y de la promiscuidad de los salvajes originales; y la gloriosa y heroica, dotada de todas las legalidades del parentesco, pero en la escala apropiada para la vida humana, hasta el punto de que en el momento culminante de su obra Morgan pide la restauración de la gens (y la abolición de la civilización o del capitalismo), al estilo del propio Marx:

La disolución de la sociedad promete convertirse en la terminación de una carrera de la que la propiedad es el fin y el objetivo; porque dicha carrera contiene los elementos de la autodestrucción. La democracia en el gobierno, la hermandad en la sociedad, la igualdad de derechos y privilegios y la educación universal presagian el siguiente plano más elevado de la sociedad a la que la experiencia, la inteligencia y el conocimiento siguen tendiendo. Será una recuperación, en forma más elevada, de la libertad, la igualdad y la fraternidad de las gentes antiguas.[424]

Pero en el alegato de Morgan encontramos uno de los elementos de una posible explicación e interpretación de nuestro extraño paradigma, en el que una forma extraterrestre maligna —sin sociabilidad, pero investida de las formas de deseo más terroríficas— se yuxtapone con una forma extraterrestre buena en la que se hacen visibles los rasgos de una organización social alternativa. Lewis Henry Morgan era un individuo complejo y contradictorio, en quien la apasionada fascinación por las formas de vida de los indígenas estadounidenses se relaciona con la trayectoria profesional de uno de los fundadores del Partido Republicano y abogado de los consorcios madereros, y esa carrera profesional a su vez entremezclada con el entusiasmo por la poco duradera Comuna de París de 1871. Pero Morgan era también un caballero inglés, dotado de una esposa victoriana arquetípica (y futura veuve abusive, del tipo de las esposas de Mark Twain o Richard Burton), y su mejor amigo era un ministro presbiteriano y profesor de Princeton. De algún modo debe, por lo tanto, manejar un primitivismo apasionado y libidinal que ofrece ciertos peligros en el contexto victoriano; y está claro que lo hace desarrollando un acto de escisión freudiana avant la lettre. Por consiguiente, las características sexualmente tabú se disgregarán, y se les permitirá reorganizarse en la figura independiente del salvaje, es decir, la abominación de la promiscuidad; en cuyo punto surge en toda su gloria el segundo extraterrestre, a modo de forma de existencia heroica que puede ahora celebrarse de manera segura en público, en sí misma y por sí misma. No debemos, sin embargo, contentarnos con una especie de diagnóstico meramente psicoanalítico de esta operación como obra plena del fantasma: su misterio radica en el resultado, y el acto de escisión sirve también para fundar un análisis «científico» del capitalismo moderno que en sí no es un mero fantasma, sino obra de lo real.

De hecho, si recordamos que el esquema no plantea en efecto tres sino cuatro términos —salvajismo, barbarie, civilización y ese «siguiente plano de la sociedad» que es el futuro, y que, lejos de marcar un mero retorno cíclico de la gens y de la «barbarie», predice una forma completamente nueva y utópica— bien podemos desear entender el recurso de los dos extraterrestres como un instrumento novedoso para generar el futuro. Los dos términos negativos que despliega —contradicción frente a contrariedad— se intensifican mediante esa puerta sintáctica que se abre a la cegadora otredad de un nuevo mundo y un nuevo yo. Es una puerta que Van Vogt consiguió abrir durante un tiempo.

Arqueologías del futuro
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