I

El primero de estos caminos, por lo tanto, es el de la evolución de la forma utópica, de la que Perry Anderson ha dicho que Woman on the Edge of Time [1976] marca una ruptura fundamental,[344] pero que en otros aspectos sigue estando muy viva y siendo muy productiva para nuevos tipos de textos que transforman su propia tradición genérica (como siempre deben hacer, casi por definición, los nuevos textos). La otra cuestión se refiere al pensamiento utópico y a las alternativas sociales radicales, de las que, como es bien sabido, Thatcher afirmó que no existe ninguna, pero que muchos movimientos políticos de todo el mundo están hoy intentando reinventar con energía. ¿Acaso no implican necesariamente las respuestas a estas dos investigaciones específicas dos tipos de discurso muy distintos: por una parte, propuestas formales que de algún modo ofrecen una vía para salir de los puntos muertos ideológicos del contenido utópico que ya hemos analizado extensamente en este libro; por otra parte, las exploraciones económicas y los esquemas políticos novedosos que, divididos aproximadamente de acuerdo con lo que hemos llamado imaginación utópica e ilusión utópica, no pueden escapar del carácter de contenido (por muy formalista que siempre haya parecido el ejercicio de redactar constituciones)? Todavía no hemos podido sugerir ningún uso práctico para la estructura de neutralización esbozada en el capítulo XI, ya sea contemplada como la posibilidad de nueva producción literaria utópica o como un esquema político para acomodar una serie de ideologías sin caer en las esperanzas devotas de uno u otro pluralismo o multiculturalismo liberal. Lo que al menos puede afirmarse en esta fase es que la solución deberá ser resueltamente formalista, lo cual quiere decir un formalismo absoluto en el que el nuevo contenido emerge de la forma, de la que es proyección. De hecho, en ausencia de contenido fiable, sólo la forma puede estar a la altura de las circunstancias. La forma se convierte en contenido —en ese plano general que es la imaginación— mientras que los conjuntos de opuestos antes contaminados caen al nivel de la decoración o de la ilusión.

Lo que tal vez no hayamos recalcado bastante es la relación de esta crisis aparentemente política de la utopía (en general atribuida a la caída de los partidos comunistas y a su sustitución por los nuevos movimientos sociales y las corrientes anarquistas) con una crisis de representación más general atribuida a la llegada de la posmodernidad. Esto último no debe confundirse, por supuesto, con la propia relación entre la modernidad y una crisis de representación, que el movimiento más antiguo intentaba superar mediante una heroica invención formal y las grandiosas visiones proféticas de los adivinos modernos. En la posmodernidad, la representación no se concibe como dilema sino como un imposible, y lo que puede denominarse una razón cínica en el ámbito del arte la desplaza mediante una multiplicidad de imágenes, ninguna de las cuales se corresponden con la «verdad». He sostenido en otra parte que ese supuesto relativismo ofrece sendas nuevas y productivas a la historia y a la praxis, y no hay razón para temer que las utopías posmodernas no sean tan enérgicas en su nuevo contexto histórico como lo fueron las antiguas en siglos anteriores. La duda más inmediata radica en la diferenciación de las utopías más recientes respecto a sus predecesoras modernas. Ya he advertido sobre los peligros de aplicar una concepción de ironía propiamente moderna a cualquier forma utópica nueva; a esa advertencia debo ahora añadir ese otro determinante moderno fundamental llamado «reflexividad». Hemos observado el funcionamiento de la reflexividad, por ejemplo, en el capítulo VI, en el que la propia estructura del cumplimiento de deseos oscila lentamente hacia su objeto, convirtiéndose así la forma en contenido y transformando, para empezar, el deseo utópico en un deseo de desear. Pero si esto es lo que ahora, en la posmodernidad, queremos decir cuando nos referimos a un formalismo absoluto, hasta el momento habremos hecho poco más que ofrecer una solución cansada y por ende convencional (moderna) a un problema nuevo e históricamente original.

Se trata también, de hecho, de una discusión entre la vida cotidiana y el gran proyecto colectivo, más a menudo (y con demasiada rapidez) asimilada a la diferencia entre el anarquismo y el marxismo. Un cierto anarquismo que resalte la libertad frente al poder del Estado, que no implique tanto la captura y destrucción de éste como la exploración de zonas y enclaves situados fuera de su alcance, parecería aumentar el valor de la vida en el presente y en el día a día, una concepción de temporalidad muy distinta de las estrategias de lucha anticapitalista a gran escala como las que la perspectiva de El capital parecería imponer. Tales diferencias alcanzan un punto crítico en torno a la idea ahora problemática de la revolución: su crisis no es sólo la práctica, la falta de agencia y, de hecho, de cualquier concepción sobre qué podría significar «llegar al poder» para movimientos que no son partidos en una situación en la que el poder es un circuito de redes cibernéticas. Se trata de una crisis centrada en la noción misma del tiempo, una oposición entre el aquí y el ahora de la revuelta perpetua —de hecho, de la propia vida cotidiana entendida como revuelta y revolución permanente— y la antigua tradición izquierdista del día concreto, el mito de la huelga general de Sorel, el amanecer del Año 1, el suceso axial, la ruptura que inaugura la nueva era (de revolución cultural, de construcción socialista, etcétera).

Pero ésta es una oposición entre temporalidades que también parece caracterizar a las utopías; el gesto inaugural de Utopo en oposición a esa vida cotidiana utópica situada más allá del final de la historia que radica en el centro de la propia forma. Ésta es, de hecho, una oposición narrativa entre el tiempo de los acontecimientos que podría convertirse en trama, organizarse en un relato en sus diversas versiones, y la visita guiada aparentemente no narrativa, en la que los rasgos de la vida cotidiana y de las instituciones cotidianas se enumeran con primor.[345] Desde el punto de vista de la subjetividad, también parecería que la oposición implica una distinción entre la conciencia —a modo de presencia impersonal en el mundo que permanece con nosotros mientras existamos— y el yo, que tan a menudo es objeto de la conciencia, pero también de la biografía y sus relatos, de la fantasía y el trauma, de las ambiciones «personales» y de la vida privada, en resumen, de la narración propiamente dicha. La conciencia es en ese sentido el espacio de lo existencial; el yo es el dominio de la historia, personal o de otro tipo. Pero también a este respecto resurge la vieja oposición entre ilusión e imaginación: la imaginación es el ámbito de la modelación de la forma y la narración por excelencia, mientras que la ilusión rige el detalle en el que mora y al que aporta una cualidad de atención distinta, sensual y obsesiva al mismo tiempo, y sin impacientarse o preocuparse por la prisa o el tiempo. En literatura, podemos decir que estas dos dimensiones son los planos específicos de la trama y del estilo, que nunca pueden reagruparse por completo; pero está claro que es una oposición que atraviesa todo lo demás, dando valor a la narración al mismo tiempo que pone en cuestión su primacía, y aflorando a modo de crisis en lo político al tiempo que pone en duda todas las fórmulas éticas más antiguas, junto a las psicoanalíticas más recientes.

No se trata de resolver este dilema o sus tensiones, de resolver su antinomia fundamental, sino por el contrario de producir nuevas versiones de esas tensiones, nuevas proporciones entre los dos términos, que perturben las antiguas (incluidas aquellas inventadas en el periodo moderno) y conviertan la antinomia en sí en la estructura central y el corazón latente de la propia utopía.

Arqueologías del futuro
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