CAPÍTULO 81

Miércoles, 2 de mayo de 2012

Jude

El inspector Sinclair se dirigía hacia Pinner y Emma, presa del pánico, había llamado a Jude.

—El inspector ha llamado para asegurarse de que estaría en casa. Creo que va a detenerme. Quería avisarte.

—¿Por qué tendría que encerrarte? —había dicho Jude—. Intenta mantener la calma.

—Enterré al bebé sin contárselo a nadie. Quizá creen que lo maté —le había dicho Emma sollozando.

Jude había salido corriendo a buscar un taxi. Tenía que estar junto a Emma en esos momentos.


Llegó justo después que el inspector. Este parecía agotado, casi tanto como Paul. Emma había preparado una bolsa pequeña con ropa y estaba agarrada a la mano de su marido.

—Me alegro de que haya venido, señora Massingham —le dijo el inspector Sinclair a Jude—. La he llamado a casa, pero no he encontrado a nadie. Me interesaba hablar con las dos.

—¿Por qué? —preguntó Emma—. Jude no estaba al corriente del nacimiento del bebé.

—Porque no quería hablar sobre su bebé, Emma —dijo él—. Sino sobre Alice.

Ese fue el instante en el que Jude se dio cuenta de que todo había terminado. El inspector estaba muy serio, no le concedería el más mínimo margen para seguir mareando la perdiz o inventar nuevas mentiras. La verdad ya era ineludible.

Así pues, procedió a contar cómo había perdido a la hija de Charlie durante el quinto mes de gestación. Confesó que había tropezado en el baño con el cable del secador por culpa de las prisas para ir a trabajar y que se había caído al suelo. Que no había nadie para ayudarla mientras se agarraba la barriga con las manos, superada por la intensidad del dolor, ni cuando empezó a sangrar. Que se sentó en la taza entre oleadas de intenso dolor y luego tiró la cadena para que el agua se llevara todo lo que había salido de su cuerpo, fuera lo que fuese, porque ni siquiera se atrevió a mirarlo para no verse obligada a reconocer que el embarazo había terminado. Que había llamado al trabajo desde el teléfono de pago que había en el vestíbulo del bloque de apartamentos de alquiler y había mentido diciendo que estaba enferma.

—Pensaba contárselo a Charlie esa misma noche, cuando me llamó —declaró—. Pero sus primeras palabras fueron muy cariñosas, me dijo que era un ángel y me preguntó por el bebé. Por eso le dije que estábamos bien. Ya había mentido, no había marcha atrás.

Emma no la miraba, pero el inspector mantuvo los ojos clavados en Jude todo el tiempo.

—Adelante, señora Massingham.

—Decidí que fingiría haber perdido el bebé más adelante. Cuando él hubiera prometido casarse conmigo. Debería haberse casado conmigo. Si me lo hubiera pedido, nada de todo esto habría ocurrido —dijo Jude, aunque esas palabras no consiguieron alterar la expresión severa del inspector—. Formé capas de relleno con una vieja almohada de espuma, y cada vez me ponía más capas de ropa y, encima, vestidos de premamá holgados. Le contaba a Charlie por teléfono lo mucho que me dolían las piernas. Me parece que llegué a convencerme de que todavía estaba embarazada.

—¿Y su novio no sospechó nada? —preguntó el inspector Sinclair.

—Era músico y estaba de gira con su banda por Europa. Además, las fechas se prorrogaban una y otra vez, así que pasó meses enteros sin verme.

—¿Y qué les contó a sus amigos y familiares, señora Massingham? —preguntó Andy Sinclair.

—Mis padres dejaron de hablarme en cuanto les comuniqué el embarazo. Un bebé ilegítimo les pareció que era más de lo que podían soportar. ¿Qué dirían sus amigos del club de golf? Sin embargo, yo continué trabajando, necesitaba el dinero, y cuando llegué a los siete meses cogí la baja por maternidad. Para poder dejarlo antes de tiempo, alegué que tenía la presión alta y que me habían recomendado guardar reposo. Las chicas del trabajo se llevaron una gran decepción, habían estado hablando de organizar una fiesta para despedirme… —Jude miró a Emma. Se preguntaba qué estaría pensando.

A continuación, confesó haber llamado a la consulta para contarles que se marchaba al extranjero con Charlie durante una temporada. De ese modo no fueron necesarias más citas prenatales.

Y así fue como siguió esperando en casa, intentando decidir lo que haría a continuación. Todavía recordaba el pánico que la invadía a medida que se acercaba el día D. Se suponía que Charlie tenía que volver a casa al cabo de dos semanas y esperaba encontrarla en un estado de gestación muy avanzado, a punto de dar a luz. Se daría cuenta de lo que pasaba en el momento en que la abrazara. Las ideas más locas la asaltaban en plena noche: podía decirle que era un tumor y no había querido contárselo. Aquello lo impresionaría demasiado para que llegara a cuestionarlo, ¿no? O podía decir que el bebé había nacido muerto. Pero en ese caso le haría demasiadas preguntas. Y luego la dejaría.

—No podía soportar la idea de que me dejara. Tenía que darle un hijo. Fui a la estación de Waterloo y tomé el primer tren que salía hacia el sur. Estaba desesperada, ni siquiera sabía hacia dónde me dirigía. Lo único que sabía era que tenía que encontrar una maternidad.

Recordó que alguien se había levantado para ofrecerle su asiento, que ella lo había agradecido con una sonrisa y se había sentado con cuidado, como toda una profesional.

—Bajé en Basingstoke —dijo.

—¿Había estado alguna vez allí? —preguntó el inspector Sinclair.

—No, tuve que preguntar cómo se llegaba a la maternidad —respondió Jude. Respiró hondo y, mentalmente, volvió a entrar por las puertas del hospital.

Tomó el ascensor evitando cualquier tipo de contacto visual con la gente que subió con ella. Todos llevaban ramos de flores, regalos envueltos en papeles estampados con bebés y cigüeñas, y algunos sujetaban a niños pequeños de la mano. Todos llegaban emocionados, riendo. Al parecer, nadie se fijó en ella.

Sin embargo, supo que había elegido un mal momento. Tendría que haber llegado al final del turno de visitas, no al principio. En esos momentos había demasiados testigos. Salió del hospital y se sentó en un parque cercano durante más o menos una hora, y empezó a coger frío en cuanto el débil sol de primavera comenzó a esconderse.

Esperó de nuevo a que llegara el ascensor, aunque esa vez iba sola. Cuando se abrieron las puertas se topó con la misma gente de antes, los de las flores y las felicitaciones, que ya se marchaban a casa. Ella había comprado un ramo a un vendedor callejero y mantuvo las flores pegadas a la barriga en todo momento.

Cuando se abrieron las puertas del ascensor, se quedó sola unos instantes. Luego vio que una mujer salía de una habitación que estaba en la parte central del pasillo. Llevaba un neceser y una toalla, y pasó de largo sin reparar en su presencia.

Jude se detuvo y fingió buscar algo en la bolsa de la compra por si la mujer había olvidado algo y decidía volver atrás. Sin embargo, no fue el caso. Entró en el baño que estaba al final del pasillo y cerró la puerta. Jude fue incapaz de moverse durante un buen rato, paralizada por el terror que le producía lo que estaba a punto de hacer, y fue entonces cuando oyó llorar a un bebé en la habitación de la mujer.

«Puedo hacerlo», pensó, y cruzó la puerta llevada por una especie de delirio. El bebé estaba sollozando en la cuna. Jude se acercó, lo recogió ya envuelto en su sábana, lo metió en la bolsa de la compra y se marchó. Para bajar, eligió las escaleras para no cruzarse con nadie. Durante el tren de regreso a casa, una mujer se la quedó mirando con expresión afable.

—¿Cuándo sale de cuentas?

—No falta mucho —respondió Jude, y cambió su asiento por otro que quedara más cerca de las puertas, donde había más ruido, para acallar al bebé si se ponía a llorar. Aun así, no soltó más que algún murmullo discreto.

Ya en su habitación, lo desenvolvió como si fuera un regalo y se sentó a contemplar al bebé dormido por primera vez. Era una niña.

—Hola, Emma —dijo Jude.