CAPÍTULO 29
Lunes, 2 de abril de 2012
Kate
Len Rigby estaba trabajando en su jardín cuando Kate y Joe llegaron a su casa. Lo encontraron de rodillas, arrancando malas hierbas y tirando furtivamente las babosas que encontraba en el seto del vecino. Levantó la mirada, entrecerrando los ojos por el sol, cuando oyó que lo llamaban por el nombre.
—¿Inspector Rigby? —preguntó Kate, asomándose por encima del muro bajo de ladrillos.
—¿Quién quiere saberlo? —gruñó al tiempo que se apoyaba en el alféizar de una ventana para ponerse de pie.
—Deje que lo ayude —dijo ella, abriendo ya la verja de forja para meterse en el camino de acceso—. Soy Kate Waters, del Post.
—¿De verdad? —replicó él—. Me las arreglo solo, gracias —añadió mientras ella se le acercaba.
Kate no le hizo caso y le tendió una mano.
—Tengo la esperanza de que pueda ayudarme con un caso del que se ocupó hace tiempo, inspector Rigby. Le prometo que no le robaré mucho tiempo.
Él se rio y se dejó ayudar por Kate.
—Si de algo voy sobrado ahora mismo es de tiempo. Le diré a mi esposa que nos prepare algo para beber.
Hizo pasar a Kate y a Joe a la terraza que quedaba en la parte de atrás de la casa y desapareció para anunciar la presencia de los periodistas a la señora Rigby.
—Bueno, ¿sobre qué quieren hablar? —quiso saber en cuanto se hubo instalado en una silla de mimbre.
—Sobre Alice Irving —dijo Kate. No valía la pena andarse con rodeos. Enseguida se había dado cuenta de que el inspector Rigby era un tipo franco y directo.
—Ah —exclamó mientras aceptaba la taza que le ofrecía su esposa. La dejó con cuidado en la mesita que hacía juego con las sillas—. Gracias, cariño. Alice, un bebé recién nacido. Hospital de Basingstoke. Desapareció sin dejar rastro. No la encontraron jamás —dijo—. Un caso muy extraño —añadió.
—¿En qué sentido? —preguntó Kate.
—Bueno, no hubo testigos, aparte de la madre. Y eso que en el hospital había mucha actividad. Recuerdo que llegamos a hablar con más de cien personas que estuvieron en el edificio esa misma noche: madres, visitas, enfermeras, personal de limpieza, médicos, auxiliares, operarios de mantenimiento… Pero nadie vio nada. O sea que solo teníamos la versión de la madre respecto al momento en el que desapareció el bebé. Siempre me pareció curiosa esa mujer. Angela. Era un poco antipática, y su marido le había sido infiel.
—¿De verdad? No he leído nada de eso en los recortes —dijo Kate, inclinándose hacia delante.
—No llegamos a hacerlo público —aclaró él antes de tomar un sorbo de té—. Guardamos el secreto mientras investigábamos al marido. Se llamaba Nick, ¿no? Pero no llegamos a ninguna conclusión. Tanto él como Angela se aferraron a su testimonio como si los hubieran pegado a él con cola. Y por supuesto jamás se encontró el cadáver. ¿Es eso lo que los trae por aquí? ¿Hay alguna novedad?
—Es posible —dijo Kate con cautela—. Han encontrado el esqueleto de un bebé en una zona de obras, en Woolwich, y estoy investigando si existe algún vínculo.
—Ah, Woolwich —dijo, paladeando la palabra—. Pues no, no me viene a la cabeza ninguna relación con el caso. Bueno, el marido estuvo en el ejército, ¿sabe? Pero de eso hace una eternidad, y a mi edad uno pierde la memoria rápidamente.
—Estoy segura de que no es un problema para usted —dijo Kate con una sonrisa.
—Bueno, puede que todavía tenga algún documento en el estudio. Pero no se lo digan a mi esposa, le prometí que tiraría a la basura todos los papeles de la policía —confesó, respondiendo a la sonrisa—. ¿Quieren que vaya a echar un vistazo? ¿Tienen tiempo?
—Sin duda —respondió Kate.
El estudio estaba lleno de coches. Había fotografías de carrocerías espectaculares, detalles cromados y circuitos de carreras por todas partes. Joe señaló uno de ellos y dijo:
—Ese es Goodwood, ¿no?
Len Rigby se acercó a la foto para examinarla de cerca.
—Sí, exacto. Voy cada año al Festival de la Velocidad. ¿Has ido alguna vez?
—Sí, a mi madre le dan invitaciones y yo siempre me quedo una —contó Joe—. Me encanta.
—Tampoco queremos robarle demasiado tiempo, inspector —comentó Kate a modo de indirecta.
—No, claro. Echemos un vistazo a lo que tengo sobre los Irving —repuso el inspector, guiñándole un ojo a Joe.
Era una carpeta delgada con notas manuscritas que rebajó las expectativas de Kate de inmediato.
—Bueno —dijo Rigby—. A ver qué tenemos aquí.
Pasó las hojas rápidamente, demasiado para el gusto de Kate. Sin embargo, se detuvo a medio camino y sacó dos papeles del dosier.
—Estas notas las escribí después de descubrir la infidelidad del marido —explicó—. Nick Irving afirmó que había sido un desliz puntual y que ni siquiera sabía el nombre completo de la mujer cuando se lo pregunté delante de su esposa. Pero sí que lo sabía. Me llamó al día siguiente y me lo dijo. No quería que Angela lo supiera. Investigamos a esa otra mujer y…, ¿dónde está el nombre? Ah, aquí: Marian Laidlaw.
Kate lo anotó y comprobó que lo había escrito correctamente.
—¿Y cómo era? —preguntó Kate.
—Mi sargento fue quien la vio. Dijo que era una mujer agradable y decente de treinta y cinco años. Una enfermera, como la señora Irving. Lo que se suponía que había sido solo un desliz resulta que duró un tiempo, según ella. Nick Irving le había prometido que dejaría a su esposa, pero se acabó cuando Angela lo descubrió.
—¿Enfermera? —dijo Kate, con el pulso acelerado de repente—. Cielo santo. ¿Y sabía quién era Angela? ¿Trabajaba en el hospital de Basingstoke?
—No, por desgracia no —contestó el inspector—. Nos pasó lo mismo que a usted, de repente nos entusiasmamos. Creíamos haber encontrado a alguien sospechoso de verdad. Pero resultó que la señorita Laidlaw tenía una coartada a prueba de bombas. En el momento del suceso estaba cumpliendo su turno en una sala geriátrica de Southampton, a varios kilómetros de distancia, y un montón de testigos lo confirmaron. Otro callejón sin salida.
—De todos modos es interesante —comentó Kate.
—¡Len, la cena está servida! —gritó su esposa.
—Bueno, creo que ya les he contado todo lo que sé —dijo el inspector Rigby.
—Ha sido muy amable —señaló Kate, estrechándole la mano con firmeza—. Supongo que no le importará dejarme esas notas unos días, ¿verdad? Prometo devolvérselas…
—¡Len! —La voz sonó con más insistencia.
—¡Voy enseguida, cariño! —gritó—. Pueden fotografiarlas, pero no se las puedo dejar. Y todo lo que les he revelado pueden utilizarlo como información de respaldo, pero no quiero que me citen. ¿Entendido?
—Tiene usted mi palabra —dijo Kate mientras Joe empezaba a fotografiar las páginas con el teléfono móvil.