CAPÍTULO 5

Miércoles, 21 de marzo de 2012

Kate

Howard Street, por la parte de Woolwich, no estaba precisamente esplendoroso. Un montón de maquinaria pesada bloqueaba los accesos de las casas y levantaba nubes de humo y polvo en el afán de transformar esa zona de Londres.

Kate había huido de la oficina y se había plantado en un extremo de la calle.

Se concentró en elegir las casas que todavía estaban habitadas. Parecía como si solo quedaran dos o tres. En el periódico local había leído que las viviendas habían sido expropiadas tras un largo proceso de planificación. Los trabajos de derribo ya habían empezado y la calle parecía una foto retocada de los bombardeos alemanes. Kate se consideraba afortunada por que su esquina con terraza en el este de Londres hubiera pasado desapercibida a los urbanistas que habían decidido reinventar la capital para convertirla en una serie de villas.

Ella y Steve habían comprado aquella antigua vivienda de protección oficial de Hackney a principios de los noventa. Fueron los primeros profesionales liberales que se instalaron en esa calle. La noche que se mudaron, la vecina de rellano, Bet, los obsequió con un guiso de hígado en una bandeja floreada de pírex como la que tenía la abuela de Kate. Bet merodeó por la cocina inspeccionándolo todo (el hervidor y la tostadora a juego, los ingeniosos imanes de la nevera) e hizo todo tipo de preguntas indiscretas. Sin embargo, sus mundos apenas volvieron a coincidir más allá de algún comentario cordial del tipo «Hola, ¿cómo va todo?».

Cuando invitaban a sus amigos para una barbacoa o una cena bien regada con vino y se ponían a descorchar botellas en el jardín, notaban el recelo silencioso de los vecinos. Aun así, poco a poco fue llegando más gente como ellos, en busca de precios asequibles, y la calle tuvo por primera vez una puerta principal de color negro brillante con un pimentero plantado en una maceta, junto al umbral. El pimentero aguantó intacto una sola noche, pero el mensaje quedó claro.

A esas alturas, Bet y una pareja de ancianos que vivía al fondo de la calle eran los únicos supervivientes de los viejos tiempos, rodeados por una oleada creciente de poda ornamental y persianas romanas. Al parecer, la apertura reciente de un supermercado Marks and Spencer en la esquina que había ocupado el videoclub había sido el golpe de gracia para el barrio antiguo.

«Gracias a Dios no tenemos que soportar todo esto», pensaba Kate mientras observaba el panorama. Con las obras, los interiores de las casas de tres plantas habían quedado a la vista y parecían casas de muñecas de tamaño real en las que las cortinas ondeaban tristemente. El único indicio de vida humana era la luz de una cocina que relucía entre aquella penumbra industrial.

Kate se acercó andando hasta la puerta y llamó al timbre del piso inferior. Había un apellido escrito en boli junto al pulsador: «Walker». Una anciana abrió la puerta e inspeccionó los alrededores con inquietud.

—Hola, ¿la señora Walker? —preguntó Kate, recurriendo a sus dotes interpretativas—. Siento molestarla, pero estoy escribiendo un artículo para el Daily Post sobre los cambios que se están produciendo por esta zona.

Había decidido no sacar el tema del bebé enseguida.

«Vísteme despacio…».

La mujer la miró con detenimiento y luego abrió la puerta del todo.

—Entre, pues. Pero rápido, no quiero que me entre polvo en casa.

Una vez dentro, la anciana apartó un Jack Russell decrépito del sofá e invitó a Kate a sentarse.

—Tiene que disculpar a Shorty. Está cambiando el pelaje —dijo mientras quitaba unos pelos que habían quedado pegados a la tapicería—. ¿Para qué periódico me ha dicho que trabaja?

—El Daily Post.

—Ah, qué bien. Es el que compro yo.

Kate se relajó un poco. Estaba salvada.

Las dos mujeres charlaron sobre los trabajos de construcción que tenían lugar frente a su ventana, levantando la voz cada vez que se oía el rugido de un camión acelerando para superar la cuesta.

Kate se centró en asentir para demostrar su solidaridad y en reconducir, poco a poco, la conversación con la señora Walker hacia el tema de la tumba encontrada entre las obras.

—He oído que los obreros hallaron un cadáver durante las obras —comentó la periodista.

La anciana cerró los ojos.

—Sí, un bebé. Terrible.

—Terrible —repitió Kate, negando con la cabeza en sincronía con la señora Walker—. Me da pena el hombre que lo encontró. Seguro que le llevará su tiempo recuperarse.

—Sí —convino la señora Walker.

—Pero también me plantea dudas la madre —prosiguió Kate—. Quién era, quiero decir.

Había dejado el cuaderno a un lado, para demostrarle a la señora Walker que «solo estaban charlando».

La mujer no era tan mayor como le había parecido al principio. Unos sesenta, supuso, aunque parecía bastante maltratada por la vida. Había algo en ella que parecía una atracción de feria: colores chillones con la intención de distraer la atención de un rostro cansado. Kate se fijó en la pátina pelirroja de un pelo teñido en casa y en el maquillaje que rellenaba las arrugas que se le formaban alrededor de los párpados.

—¿Tiene hijos? —preguntó Kate.

—No —respondió la señora Walker—. No tengo hijos. El único que me hace compañía es Shorty.

Acarició a su mascota en silencio y un escalofrío de placer recorrió el cuerpo del perro.

—Es un perro encantador —mintió Kate. No le gustaban los chuchos. Había tenido ya más de un enfrentamiento por la calle con bestias salvajes que habían intentado morderla y ponían a prueba la resistencia de las correas con que sus dueños procuraban contenerlos. Siempre le decían lo mismo: «No se preocupe, no la morderá». Sin embargo, la mirada que detectaba en los ojos del animal la avisaba de que solo esperaban la oportunidad de hacerlo. Shorty la estaba evaluando, pero Kate se obligó a ignorarlo.

—Bueno, tampoco saben cuándo lo enterraron, ¿verdad? —dijo la señora Walker—. He oído que incluso podría llevar ahí desde hace siglos. Tal vez no lleguemos a saberlo jamás.

—Sí, claro —murmuró Kate para darle la razón mientras asentía con la cabeza ladeada. No era eso lo que quería oír—. ¿Cuándo se enteró de que lo habían encontrado? Estando aquí delante, al otro lado de la calle, debió de verlo todo, ¿no?

—No soy una vieja chismosa —respondió la señora Walker, levantando un poco la voz—. No me meto donde no me llaman.

—Por supuesto que no —la tranquilizó Kate—. Pero también debió de ser difícil ignorar los coches de policía y tanto ajetreo. Desde luego, si sucediera algo así delante de mi casa, yo me moriría por saber qué ocurre.

La anciana se tranquilizó enseguida.

—Bueno, vi cómo llegaba la policía, sí. Y más tarde uno de los trabajadores, John, el encargado de las obras, me contó lo que habían hallado. Estaba muy afectado, tiene que ser horrible encontrar algo semejante. Me pareció que estaba conmocionado y le preparé un té con azúcar.

—Un detalle muy amable por su parte —aseguró Kate—. ¿Cree que su amigo John podría saber más cosas sobre cuándo enterraron al bebé? Tal vez la policía le contó algo, ¿no?

—No se lo sabría decir. John lo vio…, al bebé, quiero decir. Me contó que no era más que un amasijo de huesos diminutos, que no había quedado nada más. Es horrible.

Mientras la señora Walker preparaba una taza de té, Kate aprovechó para sacar su cuaderno y anotar el nombre del obrero y la cita de los huesos diminutos.


Veinte minutos y un té con dos azucarillos más tarde, Kate se dirigió a la oficina de las obras, en el primer piso de una caseta de módulos prefabricados que ofrecía vistas panorámicas sobre el caos desplegado.

Un tipo bajo y fornido con vaqueros la abordó en la misma puerta.

—¿Puedo ayudarla?

—Hola. ¿Usted es John? He estado hablando con la señora Walker, la vecina que vive más abajo, y me ha sugerido que venga a verle.

La expresión del rostro del capataz quedó algo suavizada.

—Es encantadora. Fue modelo o algo así, ¿sabe? Hace mucho tiempo, claro está. Pasa por aquí delante cada día, cuando saca a pasear al perro, y se para a charlar un rato. A veces me trae un trozo de tarta y cosas así. Debe de sentirse sola, ahora que se le han marchado casi todos los vecinos.

Kate asintió.

—Seguro —dijo—. Tiene que ser duro envejecer hoy en día, cuando todo cambia tan deprisa.

La cháchara ya había durado bastante y Kate pensó que el capataz debía de estar preparando una excusa para poder marcharse de una vez.

—Perdone, no me he presentado. Me llamo Kate Waters —se presentó, extendiendo la mano. La gente suele ser más amable cuando te ha estrechado la mano.

—John Davies —respondió él automáticamente—. ¿En qué puedo ayudarla?

—Soy periodista y estoy escribiendo un artículo sobre el cadáver encontrado en la obra. —El capataz hizo ademán de volverse, pero Kate prosiguió de todos modos—. Pensé que debió de ser una verdadera conmoción para usted, pobre —añadió enseguida.

Él se dio la vuelta.

—Pues sí. Perdone que no sea más amable, pero la policía ya estuvo aquí, precintó la escena del crimen y nos impidió seguir trabajando. Los hombres están asustados y encima llevamos mucho retraso.

—Debe de ser una pesadilla —aseguró Kate.

—Así es —convino Davies—. Mire, no debería estar hablando con la prensa. El jefe me cortará los huevos si se entera.

—Igual que el mío, vaya —afirmó Kate con una sonrisa—. Vamos, le invito a una cerveza en el pub que hay aquí arriba. Es hora de comer y solo quiero hacerme una idea del contexto. No tengo por qué citar su nombre.

Davies titubeó un poco.

—Solo me propongo descubrir quién era el bebé. Es terrible que lo enterraran y ni siquiera sepamos su nombre, ¡ni que fuera un indigente de la época victoriana!

—De acuerdo. Pero solo una —dijo él mientras cerraba la verja de las obras con un candado.

—Genial —exclamó Kate con una sonrisa radiante.

John parecía algo incómodo y, al pasar frente a la casa de la señora Walker, Kate saludó a su nueva amiga, que estaba mirando por la ventana de la cocina.