CAPÍTULO 26
Lunes, 2 de abril de 2012
Emma
Se supone que estoy dando los últimos toques al libro que estoy reescribiendo, pero no consigo más que distraerme. Mi jefe está nerviosa, me ha mandado un correo electrónico para contarme que el tema aparecerá en el periódico del domingo y pedirme que me dé prisa, para que los editores puedan vender los derechos a la prensa.
Le he respondido con otro correo para decirle que se lo mandaré mañana a última hora, pero no consigo concentrarme. Es como si mis ojos resbalaran una y otra vez de la pantalla. Me levanto, me preparo una taza de té y me vuelvo a sentar, decidida a continuar. Sin embargo, el té se enfría y el protector de pantalla vuelve a activarse mientras me pregunto si todo habría acabado de otro modo si Harry y yo hubiéramos encontrado a mi padre en 1984. Si la historia hubiese terminado en Brighton.
Pero claro, no fue así.
Casi me echo a reír cuando me acuerdo de cómo empezó, como una de esas aventuras de colegialas, aunque en realidad no tiene nada de gracioso. Harry se encargó de planificarlo todo. Falsificamos un justificante para el dentista para mí y ella fingió ponerse enferma.
—Estamos en clases distintas, no tienen por qué atar cabos —me dijo—. Diré que me duele la barriga por culpa del período. La señora Carr no soporta hablar sobre ese tema.
Pobre señora Carr, debía de tener unos cien años. Ser la tutora de Harry tuvo que ser una cruz terrible para ella.
Harry eligió un jueves para que pudiéramos marcharnos a la hora de comer, de manera que ahí estábamos, en la estación de trenes, a punto para empezar las pesquisas. Imagino la pinta que teníamos, todavía éramos unas niñas. Yo era la que no hablaba, la que estaba concentrada en el plan e intentaba no pensar en lo que diría. Me pasaban tantas cosas por la cabeza que creía que me desmayaría en cualquier momento.
Harry me dijo que solo era el primer paso, que no me hiciera demasiadas ilusiones. Yo respondí que no esperaba nada, aunque en realidad era inevitable que tuviera expectativas.
El caso es que hacía tantos años que mi padre existía dentro de mi cabeza que me costaba no pensar en él como en una persona real. Solía preguntarme sobre la posibilidad de que nos pareciéramos y observaba mis rasgos en el espejo con detenimiento, preguntándome en qué habría salido a él.
Hay quien dice que me parezco a Jude, pero yo nunca lo he creído. Sus amigas insisten en que tenemos los mismos ojos. Bueno, las dos los tenemos azules.
No habría sabido explicar lo que sentía mientras buscaba a mi padre. Estaba entusiasmada, sí, pero también asustada. Muy asustada. No se lo conté a Harry, solía burlarse de la gente que se comportaba de un modo inmaduro.
Por encima de todo, lo que me asustaba era la posibilidad de que no quisiera conocerme, tal como me había dicho Jude, aunque me dediqué a imaginar que me abrazaría, como en las historias en las que la gente vuelve a reunirse después de muchos años. Como en Heidi. Cuando pensaba en ello me recorría un hormigueo y me entraban ganas de llorar, por lo que decidí escribirlo en mi diario. Me sentía mejor cuando lo veía escrito, era como si en la página estuviera seguro.
A Harry no le iban las cosas «seguras». Le encantaba que hubiera un poco de emoción, que surgiera algún problema. Y normalmente estaba bien que así fuera, porque en esas ocasiones yo me limitaba a mirar y le ofrecía mi hombro para llorar cuando las cosas se torcían. Como cuando empezó a salir con un motorista. Su padre se enfadó mucho y le dijo al motorista que avisaría a la policía si volvía a verlo cerca de su hija de catorce años. Harry se pasó dos días llorando. Sin embargo, ese día de enero de 1984, ese jueves que no fuimos a clase, la protagonista fui yo. Harry me dijo que era mi «gran día», pero creo que yo habría preferido compartir ese honor.
Recuerdo que en el tren a Brighton sacamos la comida que llevábamos preparada para el instituto: ella, rebanadas de pan blanco con jamón y ensalada de repollo; yo, un ladrillo de pan integral hecho en casa con hummus. No hablamos mucho, la cosa iba en serio y sentíamos cierto vértigo.
—¿Y si es gordo y calvo y bebe directamente de las latas? —dijo Harry.
—¿Y si es un millonario? ¿O un motorista? —dije yo.
Harry me fulminó con la mirada.
—¿Y si tiene diez hijos y vive en un piso de protección oficial? —replicó ella.
Harry podía llegar a ser bastante conservadora, a pesar de su reputación de rebelde; creo que debía de ser por influencia de su madre. Jude decía que la señora Harrison era de las que «llevan abrigo de pieles, pero sin bragas». En esa época yo no estaba muy segura de lo que quería decir con eso, pero me reía de todos modos.
En cualquier caso, no solté ningún comentario como «¿Y si no quiere verme?» a pesar de que lo pensaba, y al final acabé tirando mi bocadillo en la papelera del lavabo.
Cuando el tren se detuvo en la estación no podía levantarme. Parecía como si tuviera las piernas de gelatina, Harry tuvo que ayudarme enlazando su brazo con el mío.
—Venga. Vamos a ver quién vive allí. No le diremos a nadie que estás buscando al padre que perdiste hace años si no te sientes preparada. Y si no nos gusta la pinta que tiene, iremos al embarcadero y nos compraremos algodón de azúcar. ¿De acuerdo?
Respondí asintiendo.
La dirección indicada era la de una casa enorme en una calle pija que quedaba apartada del paseo marítimo. Sin embargo, no era como las otras casas. Las ventanas estaban tapadas con tablones y el jardín estaba muy descuidado y lleno de botellas vacías.
—Aquí no vive nadie, Harry. Ya nos podemos marchar —dije, complacida al ver que aquella dura prueba había terminado antes incluso de que empezara de verdad. Pero ella no estaba dispuesta a dejarlo ahí.
—No te cagues ahora. Hemos llegado hasta aquí. Al menos deberíamos llamar a la puerta.
Y eso hizo. Mientras tanto, yo me quedé temblando junto a la verja, preparada para salir corriendo ante el más mínimo contratiempo.
—¡No contestan! —me gritó.
Estaba a punto de dar media vuelta cuando la puerta se abrió y apareció un hombre muy alto, frotándose los ojos como si acabara de levantarse.
—¿Sí? ¿Qué quieres? —dijo.
—¿Conoce usted a Jude Massingham? —preguntó Harry sin dilaciones.
Él la miró y soltó una carcajada.
—¿Jude Massingham? Dios, pero hace una eternidad. Deben de haber pasado más de diez años, tal vez veinte. Era la novia de un amigo. Uno de los ángeles de Charlie. ¿Y tú quién eres?
El hombre era bastante delgado y llevaba unos pantalones negros ajustados y un cinturón marrón grueso con una hebilla vistosa que le quedaba debajo del ombligo. A pesar de que hacía mucho frío, llevaba una camiseta de un tejido tan delgado que dejaba entrever una especie de medallón que llevaba colgado del cuello con un cordón de cuero.
Conocía a Charlie. «Conoce a mi padre», me susurró una voz dentro de mi cabeza.
Harry se puso a charlar con él. Le contó a ese desconocido que yo era la hija de Jude y que estaba buscando a mi padre. Entonces fue cuando él me miró y yo me pregunté qué debía de pensar. Ninguno de los tres dijo nada durante unos instantes.
—Me llamo Darrell, por cierto —dijo al fin—. Será mejor que entréis.
Y eso hicimos.
Todavía recuerdo el olor de esa casa: años de aceite de pachuli recubiertos de mugre, almizclado y sofocante como el viejo abrigo de un hippy. Y estaba tan oscuro que no paraba de tropezar con bultos que ni siquiera sabía si eran humanos, por lo que me asusté.
—Me han vuelto a cortar la luz —dijo Darrell—. Alguien se olvidó de pagar la factura.
—¿Por qué están las ventanas tapadas con tablones? —preguntó Harry.
—Para que no vengan a saquear la casa —explicó riéndose—. Es una casa ocupada, cielo.
—Ah, nunca había estado en una casa ocupada —comentó Harry en tono familiar.
Yo no abrí la boca en todo el rato que estuvimos en la casa. No se me ocurría nada excepto «¿Sabe dónde está ahora mi padre?». No paré de repetirme esa frase mentalmente, para ver si me atrevía a decirla. Darrell nos llevó a una cafetería que estaba en esa misma calle para hablar y no pude dejar de mirarlo. Cuando la camarera nos trajo las bebidas, él empujó mi Coca-Cola hacia mí y dijo:
—Emma. Es un nombre muy bonito. Me acuerdo muy bien de tu madre, era preciosa. Siempre me gustó, pero era la chica de Charlie.
No sé por qué, pero empecé a llorar, y Harry se murió de vergüenza.
—Para ya, Emma —me pidió, pasándome un fajo de servilletas del dispensador. Sin embargo, no podía parar, por lo que salí y me quedé en la acera con ella mientras Darrell pagaba la cuenta.
—Vamos —me indicó él, cogiéndome la mano—. Vamos a dar un paseo y a hablar un rato sobre Jude.
Harry me miró mal. Eso la excluía, y no le gustaba nada que la dejaran de lado. Normalmente era yo quien se quedaba colgada cuando ella se esfumaba con el novio de turno.
—Pues entonces nos vemos aquí dentro de un rato. Tenemos que coger el tren de vuelta a las cuatro —siseó Harry.
—Te la devolveré a tiempo —le dijo Darrell.