CAPÍTULO 49
Viernes, 13 de abril de 2012
Kate
Cuando por fin salieron del apartamento de Soames, Kate y Joe se quedaron en la acera como dos corredores rivales recuperando el aliento tras una carrera.
—Dios mío, ¡ha sido horrible! —exclamó Joe.
—Bienvenido a mi mundo —dijo Kate—. Venga, larguémonos de aquí.
Ya en el coche, ella pasó diez minutos garabateando notas sobre la conversación. No había querido subir al piso con el cuaderno para que Soames no pensara que sus palabras quedarían escritas, por si eso lo cohibía.
Había encendido la grabadora dentro de su bolso nada más entrar por la puerta, aunque no estaba segura de lo que había quedado registrado en la cinta. Todos se habían movido mucho, entrando y saliendo de las habitaciones. Aun así, tal vez se hubiera grabado algo. Pensaba comprobarlo más tarde.
Kate no solía confiar en las grabadoras, consideraba que eran criaturas temperamentales; en el peor momento se atascaban los botones o se agotaban las baterías. En una ocasión creyó haber grabado una entrevista entera, pero al intentar reproducirla no encontró más que una hora de silbido estático.
Prefería el arte ancestral de la taquigrafía, una habilidad que los nativos digitales consideraban ridículamente analógica. Kate la había aprendido cuando apenas empezaba a dar sus primeros pasos en el periodismo. Se la había enseñado un antiguo prisionero de guerra japonés, un hombre diminuto y risueño cuya habilidad especial consistía en entrar en una habitación y encender la luz con una patada voladora. El caso es que aquel ninja consiguió que Kate llegara a las cien palabras por minuto.
Ella y Joe habían pasado dos horas y media en el apartamento, pero tenía buena memoria y estaba acostumbrada a recordar conversaciones completas. No era únicamente algo esencial para su trabajo, sino que además resultaba especialmente útil en casa, cuando discutía con sus hijos.
«Es que nunca olvidas nada, mamá —le había dicho Jake durante una bronca reciente acerca de su futuro—. No dejas pasar ni una».
Y tenía razón. Kate era capaz de recordar lo que la gente decía como si viera las palabras escritas con luces de neón en su cabeza.
Soames había utilizado unas cuantas expresiones fabulosas. En los márgenes del cuaderno dibujó asteriscos junto a nombres y lugares que habían aparecido durante la conversación.
«Nos gustaba la juerga…». «Teníamos un gran repertorio de piropos…». «Y si no funcionaban, siempre encontrábamos algún recurso», escribió Kate. Al lado añadió «¿Alcohol? ¿Drogas? ¿Rohypnol?».
Joe también había sacado su cuaderno y anotaba cosas, pero con la misma mirada de concentración incómoda que ponían los hijos de Kate cuando hacían los deberes en la mesa de la cocina. Steve se encargaba de controlar los deberes de matemáticas y ciencias y ella de la ortografía y las redacciones. Era un trabajo de equipo.
—Anota todo lo que recuerdes, Joe —ordenó Kate—. Luego compararemos las notas.
Ya en la oficina, Kate abrió el sobre y sacó un puñado de fotografías. Entre ellas, las polaroids que había encontrado calzadas tras el armario.
Las imágenes estaban ligeramente descoloridas, el papel fotográfico había perdido definición con el paso de las décadas, pero el contenido quedó claro enseguida. Extremidades desnudas, ropa esparcida, rostros confundidos, inconscientes.
Las cogió enseguida y se las llevó al lavabo para poder mirarlas sin interrupciones. Las manos le temblaban sin parar mientras examinaba las caras de aquellas mujeres y chicas. «Todas fueron la hija de alguien —pensó—. Me alegro de haber tenido solo niños. ¿Cómo puedes proteger a una hija?».
Sin duda alguna estaban drogadas, pensó Kate mientras examinaba los ojos medio cerrados, medio exánimes de las fotos.
—Pareces tan joven, no eres más que una niña —le dijo a una de las chicas.
Y de vez en cuando aparecía también el autor de las fotos: un hombro, una mano, el perfil de la cara de Soames, claramente reconocible. Esas fotos eran un verdadero trofeo de caza.
Kate intentó fijarse más, forzando la vista para detectar en la imagen algún detalle capaz de contar toda la historia, pero no había más que lo que ya había visto. Cada cuadradito era una prueba, como las teselas de un mosaico. Extendió todas las fotografías por el suelo.
Nina, la secretaria de la redacción, se la encontró arrodillada y rodeada de las imágenes esparcidas por el suelo cuando entró a hacer pis.
—Joder, Kate, casi me caigo encima de ti. ¿Se puede saber qué haces? ¿Es la llamada a la oración o qué?
Nina se jactaba de ser la persona más políticamente incorrecta de la oficina.
—Lo siento, Nina. Quería echarles un vistazo a estas fotos sin fisgones. El contenido es delicado.
Nina se agachó al lado de Kate.
—Mierda, mis rodillas. ¿Qué es todo esto? —dijo.
—Eso mismo me preguntaba yo hace un momento —replicó Kate—. Diría que alguien drogó y violó a estas mujeres.
—¡No! Menudo cerdo —exclamó Nina—. ¿Y se llevó a su fotógrafo personal?
Kate se la quedó mirando. Tenía razón. Había estado tan concentrada mirando las imágenes que no había caído en ese hecho tan evidente: que tenía que haber dos personas implicadas. El fotógrafo y el hombre que aparecía en las imágenes. No se trataba de selfies. Uno posaba y otro encuadraba la foto.
—Nina —dijo—, nunca dejas de sorprenderme.
La secretaria de la redacción pareció confundida, pero también complacida.
—Hago lo que puedo. Y ahora ayúdame a levantarme.