CAPÍTULO 51
Viernes, 13 de abril de 2012
Jude
No reconoció la voz cuando respondió al teléfono, y durante unos maravillosos instantes pensó que tal vez sería Will. Pero no, era Paul. El marido de Emma.
«¿Qué quiere este ahora?», pensó contrariada.
—Hola, Jude —saludó.
«Bueno, como mínimo no me ha llamado Judith», pensó.
—Hola, Paul. Menuda sorpresa.
—Mira, siento llamarte de este modo tan inesperado, pero Emma me tiene preocupado.
Jude se sentó, aferrada al auricular.
—¿Qué ha pasado?
Su yerno titubeó mientras buscaba las palabras adecuadas.
—Em se está alterando por el descubrimiento de un bebé en Woolwich.
—¿El bebé de Howard Street? —preguntó Jude—. Sí, me habló de ello. Es la calle en la que vivíamos.
—Sí, ya lo sé —murmuró Paul, pero se quedó callado de nuevo.
—Es evidente que intentas contarme algo. Escúpelo de una vez —dijo Jude. No se había propuesto responder de un modo tan brusco, pero la estaba poniendo de los nervios con aquellos silencios que no auguraban nada bueno.
—Lo siento… Sí, bueno… Emma cree que es su bebé.
Jude soltó una exclamación de asombro.
—¿Su bebé? ¡Pero qué tontería! Ya lo han identificado, se llamaba Alice Irving.
—Lo sé, pero la policía ha revelado más información. Dicen que lo enterraron durante los años ochenta… Y al parecer ha entrado en pánico nada más oírlo.
El comentario consiguió frenar en seco a Jude, aunque solo un segundo.
—¿De verdad? Eso no lo he oído, pero sigue pareciéndome una tontería. Mira, Paul, tú no la conoces desde hace tanto tiempo como yo. Mi hija siempre ha tenido una relación frágil con la realidad.
—¿Crees que se lo está inventando?
—Por supuesto que sí. Para serte franca, solía inventarse un montón de cosas cuando era más joven. Mentiras estúpidas sobre su padre y sobre mi novio. No es necesario entrar en detalles, pero es posible que esté alterada porque cuando vino a comer la semana pasada estuvimos hablando sobre los viejos tiempos, que en nuestro caso no fueron precisamente buenos.
—Eso no me lo contó —dijo Paul.
—¿No? Bueno, seguramente no quiere que te enteres de lo terrible que fue cuando era más joven. ¿Sabías que al final tuvimos que pedirle que se marchara de casa?
Se produjo un silencio al otro lado de la línea.
—¿Paul?
—Sí, estoy aquí. Pobre Emma. No lo sabía. En realidad nunca me ha hablado sobre su infancia. Pero has dicho «tuvimos». Creía que Emma y tú vivíais solas. Me dijo que no sabía quién era su padre. ¿Quién más vivía con vosotras?
—Mi novio, Will. Seguro que Emma te ha hablado de él.
—No, creo que no —respondió Paul.
—Qué extraño. Bueno, en cualquier caso no deberías decir «pobre Emma». Pobres de nosotros, más bien. No te imaginas lo que era —dijo Jude. El argumento de la defensa—. ¿Por qué no le dices a Emma que me llame? —prosiguió—. Hablaré con ella sobre todo esto, tal vez consiga tranquilizarla.
—Quizá se lo sugiera, Judith. Adiós.
Jude se levantó y cogió una foto de Emma de la repisa de la chimenea. En la foto tenía dos años y llevaba puesta una faldita a cuadros. Se la había traído de recuerdo tras pasar unos días de vacaciones en Escocia, y su hija aparecía sonriendo ampliamente a la cámara. «Esa carita».
En realidad, cuando soñó con tener un bebé, Jude no se había planteado nada más allá de la etapa de la cuna, no había pensado en el impacto de tener a otra persona en su vida. Se había centrado en la imagen de sí misma como madonna. Pero Emma creció, se apartó de sus brazos y se convirtió en una persona autónoma.
Hubo algunas cosas que indicaron lo que tendría que afrontar más adelante, cuando Emma cumplió dos años, esa edad terrible: fue un período breve e infernal con pataletas a diario mientras todavía vivían en casa de los padres de Jude. A continuación llegaron las preguntas continuas de una Emma que a los cinco años ya demostraba una gran inteligencia y el placer que sentía de ayudarla a descubrir el mundo de los libros.
Jude creía conocer a su hija; sin embargo, el cambio radical que experimentó al llegar a la adolescencia fue toda una revelación. Emma floreció en cuestión de semanas, pero al mismo tiempo también le crecieron espinas. Todo en el peor momento posible, cuando Jude estaba empezando a salir con Will.
Su novio se portó muy bien cuando sucedió lo de Darrell Moore. Jude se quedó helada al enterarse. Em tenía solo trece años, no era más que una niña.
Había querido contarle a la policía lo de Darrell.
—Es prácticamente un pedófilo —le había dicho a Will. Sin embargo, él le había aconsejado que no hiciera nada con el argumento de que sería demasiado para Emma. Siempre pensando en Emma. Al fin y al cabo, Jude sabía que le harían demasiadas preguntas, y en cuanto empezaran a preguntar…
Sea como fuera, lo descubrieron antes de que Emma pudiese arruinarse la vida con ese depravado.
«Will fue un regalo del cielo ese verano de 1984», pensó Jude. Fueron buenos tiempos; duraron poco, pero fueron buenos. Emma acababa de salir del cascarón.
Recordaba el cuidado con el que Will las trataba a las dos. Siempre estaba allí para ayudarlas, para hacerlas reír y arreglar las cosas.
Jude se había permitido creer una vez más que él era el hombre adecuado, el futuro para las dos. Pero por algún motivo todo salió mal. Bueno, por algún motivo no.
Por culpa de Emma.
El cambio que la convirtió en una insolente airada llegó casi de la noche a la mañana, y el humor de su hija golpeó su hogar como una apisonadora.
Emma se encerraba en su habitación, tenía colgado un rótulo de PROHIBIDA LA ENTRADA en la puerta y apenas les dirigía la palabra a menos que fuera imprescindible. Perdió el interés en casi todo, excepto en la comida. Comía siempre en su habitación, apilando un plato tras otro. Jude recordó lo mucho que llegaba a atiborrarse su hija, que durante esa época engordó muchísimo. Quiso creer que era la típica barriguita infantil, pero la verdad era que parecía más bien algo deliberado. Como si se hubiera propuesto sabotearse a sí misma.
Emma se retiró de un modo casi absoluto. Le pasó un poco como a Barbara. Se encerró en sí misma y nunca quiso contar lo que le parecía tan mal. Will encontraba muy inquietante la situación y convenció a Jude para que obligara a Barbara a buscar otro lugar donde vivir.
Sin embargo, no podían hacer lo mismo con una chica de catorce años. Tuvieron que esperar dieciocho meses más, y durante ese tiempo Jude ya había pasado de temer el cambio que había experimentado su hija a considerarlo un acto de egoísmo y de cinismo.
—No merezco que me trate así —le decía a Will—. Tengo derecho a ser feliz.
Y Will le daba la razón y la animaba a no tomárselo tan a pecho.
—Forma parte de esta etapa de crecimiento, Jude —le decía—. Te está poniendo a prueba. Es lo que hacen los adolescentes. Le pasará con la edad. Tenemos que respetar su espacio.
Por eso empezaron a pasar cada vez menos tiempo en casa: salían al teatro y a cenar, y así dejaban el problema en casa. Los meses fueron pasando y Jude recordaba haberse sentido culpable de vez en cuando, cuando oía llorar a Emma por la noche, por ejemplo; aun así, la quisquillosa de su hija no se dejaba consolar y rechazaba cualquier muestra de afecto. Al menos dejó de comer de esa forma tan compulsiva, aunque siguió castigando a Jude con su indiferencia, de modo que su amor de madre sufrió un desgaste gradual.
Y durante todo ese tiempo Will siempre estuvo allí, ofreciéndole a Jude un hombro sobre el que poder llorar.
—Hoy está muy tonta, probablemente tenga el período. Déjala, Jude —le decía él, atrayéndola a la cama. Jude había aceptado encantada dedicar todas sus energías a la parte buena de su vida: Will.
«Cualquiera habría hecho lo mismo, ¿no?».
Sin embargo, las cosas empeoraron cuando decidieron casarse. Bueno, lo decidió ella y Will accedió, llevado por la emoción del momento.
—Ya es hora de que siente la cabeza —había dicho él mientras compartían un cigarrillo postcoital. No fue precisamente la declaración romántica que ella había estado esperando, pero le bastó.
Lo que la inquietó mucho fue comunicárselo a Emma. Todavía recordaba el silencio que reinó en la habitación cuando le soltó la noticia.
—Me hace muy feliz —le había dicho Jude. «No como tú», había añadido el susurro que sonaba dentro de su cabeza.
La noticia desató algo en su hija y aquellos silencios incómodos fueron sustituidos por portazos y explosiones de carácter histriónico. La insolencia adquirió una dimensión vocal y desafiante. Emma empezó a mostrarse abiertamente maleducada con Will, a acusarlo de tratar a las mujeres como a objetos y de ser un cerdo chovinista que soltaba gruñidos obscenos cuando entraba en casa.
Al principio, Will se había reído de todos esos insultos y acusaciones, pero Jude se daba cuenta de que esa nueva Emma lo incomodaba mucho. Era como manipular una bomba que había caído sin llegar a estallar.
Todo era cada vez más amargo. Jude y Will estaban siempre como el perro y el gato, manteniendo discusiones susurradas en el salón para que Emma no los oyera, y él empezó a ausentarse durante varios días seguidos para aparecer luego como si nada hubiera ocurrido. Cuando le dio el ultimátum, «Emma o yo», Jude quedó consternada, pero él tenía mucha labia.
—Sería lo mejor para Emma. Apartarla de esta situación que para ella es tan desafiante le ofrecerá la oportunidad de madurar —dijo Will. Y le pareció que tenía sentido cuando se lo dijo. Por supuesto, fue Jude la encargada de trasladar el mensaje a su hija.
—Creemos que deberías ir a vivir con los abuelos durante un tiempo, Emma —le había dicho—. Todos necesitamos descansar de esta situación. Lo ves, ¿no? No podemos seguir así.
—Pero mi casa es esta —había protestado Emma—. ¿Por qué me echas a mí? ¿Ha sido idea suya?
—No. Bueno, estoy de acuerdo con él —había respondido Jude, y al ver la sonrisa de superioridad de su hija perdió los nervios por completo—. ¡Eres tú quien nos ha obligado a tomar esta decisión! —le había gritado—. ¡Estás alejando a Will de mi lado! No se quedará conmigo si tiene que seguir aguantándote. No pienso dejar que me arruines la vida. Fuiste un tremendo error desde el principio.
Todavía podía ver la cara de Emma. Se quedó blanca del susto.