CAPÍTULO 41
Martes, 10 de abril de 2012
Kate
Era el día de la marmota en el Royal Oak. Dolly todavía cantaba sus súplicas a Jolene por los altavoces y las espaldas que formaban el muro habitual en la barra eran las mismas de siempre. Kate notó que los obreros ya la trataban como a una clienta habitual cuando la saludaron asintiendo con la cabeza, sin decir nada. Quería hablar con el propietario una vez más, pero tendría que esperar a que se calmaran las cosas. Él la vio entrar.
—¡¿Lo de siempre, Kate?! —gritó por encima de las cabezas de la multitud.
Ella se rio y pidió la bebida.
—¿Podremos hablar un minuto? —añadió, dejando las gafas sobre la barra.
—Claro. Pero mi señora todavía no ha llegado. Deberías hablar con ella, que es la que se entera de todo.
Kate y Joe ocuparon la misma mesa que la última vez y él se concentró en su teléfono mientras ella observaba los rostros que tenía a su alrededor. Le encantaba detectar detalles reveladores: los pantalones manchados que revelaban una vida negligente, las marcas de chupetones que delataban una lujuria adolescente, la mano temblorosa que se ocultaba, la mirada perdida, el peinado hacia atrás de alguien que se aferraba a su juventud.
—Kate —dijo Joe de repente.
—¿Sí, Joe? —contestó ella, volviendo su atención hacia él.
—La señora Walker. Todavía no hemos ido a verla.
—Cierto, tenemos que ocuparnos de eso —comentó Kate, dejando sobre la mesa el vaso a medias—. No sé si la policía habrá hablado ya con ella.
Efectivamente, habían hablado con ella. La señora Walker estaba hecha un manojo de nervios cuando los dejó entrar en casa.
—Han venido dos agentes de policía. Me han dicho que han encontrado a Alice Irving. Es increíble que esa niñita haya estado enterrada en Howard Street todos estos años.
—¿Se acuerda del caso, señora Walker?
—Por supuesto. Bueno, tuvieron que recordármelo un poco, pero sabía de lo que estaban hablando.
—¿Y cómo cree que Alice fue a parar ahí? —preguntó Kate.
—No tengo ni idea —respondió la señora Walker—. Por lo que me dijeron los agentes, es un verdadero misterio.
Joe se inclinó hacia delante en su silla para mostrarle la pantalla de su teléfono móvil.
—Estas personas vivieron aquí durante los sesenta y los setenta, señora Walker. Una de las familias se apellida Walker, ¿son parientes suyos? —dijo mientras le mostraba la lista.
Ella se puso unas gafas sucias y se fijó en la pantalla, pero se la devolvió enseguida.
—Lo siento, no leo nada —se disculpó.
Kate sacó su bloc de notas.
—Por suerte, yo he utilizado papel —dijo ella, levantando una ceja hacia su colega en un gesto triunfal.
La señora Walker leyó atentamente los nombres.
—Ah, sí —reconoció—. Son mi tía y mi tío. Vivieron muchos años en el número sesenta y uno. El hermano de mi padre y su esposa. Nosotros vivíamos al otro lado de la South Circular, a la altura de Charlton. Pero yo pasé unos meses en el número sesenta y tres de Howard Street, durante los ochenta. Le alquilé una habitación a una amiga del trabajo.
—Guau —exclamó Joe—. O sea que debe de conocer a toda la gente de la lista, ¿no?
Kate se recostó en su asiento y se limitó a observar. Joe lo estaba haciendo muy bien.
La señora Walker leía poco a poco, y de vez en cuando desviaba la mano para acariciar a Shorty, que estaba sentado a su lado.
—Bueno, conocía a todas las familias de la finca porque iba a tomar el té con mi tía casi todos los domingos, cuando era joven. Y los nombres de algunos inquilinos me suenan, aunque se mudaban tan pronto que tampoco tenía la oportunidad de llegar a conocerlos bien.
—¿Todavía mantiene contacto con alguna persona de la lista, señora Walker? —preguntó Kate—. Nos encantaría hablar con ellos sobre cómo era la zona por aquel entonces. Puede que sepan algo.
—Oh, vaya. Mi tía y mi tío murieron hace mucho tiempo y no tuvieron hijos. Los Smith tenían un hijo mayor que yo, pero se mudaron hacia el norte, que yo sepa. Los Speering y los Baker todavía viven por aquí. Aún veo a June Speering la mayoría de las semanas en la cooperativa. Y a su hija Sarah.
Joe fue anotando los nombres en su bloc de notas.
—¿Quién era el propietario de las casas en los años setenta, señora Walker? —preguntó Kate—. Cuando eran pisos y estudios de alquiler.
—Por favor, llámame Barbara, querida —pidió la señora Walker—. Las compró un hombre horrible, muy arrogante. Se jactaba de conocer a toda la gente importante. Soames, se llamaba, como el de La saga de los Forsyte.
—Así pues, ¿no era santo de su devoción, Barbara? —preguntó Kate.
La señora Walker parpadeó con vehemencia.
—No —exclamó en un tono tajante—. Era un canalla. Se consideraba un regalo del cielo. Venía a menudo, siempre intentaba ligar con las chicas que vivían en los estudios de alquiler, se las daba de donjuán. Pero tenía unos tipos que se encargaban de pasar cada semana a cobrar el alquiler en su lugar, y que Dios se apiadase de quien se retrasara con los pagos. Te destrozaban los muebles. Y cosas peores.
—Suena espantoso —dijo Kate. «Apuesto a que ese hombre tendrá listas de inquilinos con los datos de contacto», pensó—. ¿Y qué ha sido de él? —preguntó.
—¿Quién sabe? Espero que haya muerto —soltó la señora Walker.
—¡Por Dios! ¿Qué le hizo? —exclamó Kate.
—Nada, nada —respondió la señora Walker, algo inquieta—. Pero bueno, vendió las casas antes de que subieran de precio. Apuesto a que se puso furioso por no haber esperado.
Kate consultó su reloj.
—Será mejor que nos marchemos, Barbara. Tenemos mucho trabajo por hacer.
—Gracias, Barbara —dijo Joe—. Nos ha ayudado muchísimo. Tiene que ser extraño vivir en el centro de la noticia.
—Sí. Y ya empiezan a venir curiosos. El domingo vino una mujer y se quedó mirando la cerca un buen rato. Supongo que vendrán más a partir de ahora.
—Es probable —agregó Joe poniéndose el abrigo.
—Volved cuando queráis —les dijo la señora Walker mientras se marchaban—. Me gusta tener compañía.