CAPÍTULO 11

Domingo, 25 de marzo de 2012

Jude

Había encendido el fogón demasiado temprano, seguramente porque estaba impaciente por ver a Emma, y por el olor supo que el guiso se le estaba pegando. El aire viciado por el hervor de las lentejas había empañado la ventana cuando Jude entró en la cocina, retiró la cacerola del fogón eléctrico y la dejó en el escurridero para recalentarla cuando llegara Emma.

Miró por la ventana de la sala de estar una vez más. Estaba inquieta, preocupada. No se había dado cuenta de lo mucho que deseaba ver a su hija, por gruñona que fuera. Habían pasado al menos seis meses desde la última vez, tal vez nueve. No sabía por qué se molestaba en seguir intentándolo. Estaba claro que Emma no compartía su entusiasmo.

Desde el momento en el que había llegado a casa con Emma por primera vez se había propuesto establecer con ella un vínculo diametralmente opuesto a la tensa relación que ella había mantenido con su propia madre. Había actuado más bien como una hermana mayor y la había tratado como a una adulta y no como a una niña, aunque la táctica le había explotado en la cara.

La terrible adolescencia. Jude apoyó la frente en el frío cristal de la ventana mientras la cabeza se le llenaba de imágenes de Emma chillando y dando portazos. Y del silencio que había quedado cuando se marchó de Howard Street arrastrando los pies, cargada con dos bolsas de la compra llenas que le desencajaban los hombros. Se encorvó como si aún las llevara y cerró los ojos. Todavía notaba el sabor de ese temor seco y agrio que la invadió al ver que su hija se marchaba de casa.

Se había visto obligada a echarla, ¿no?

«Es un monstruo entre nosotros dos», le había dicho su novio, Will.

«Ya pasó —se repetía Jude con determinación, aunque notaba que las dudas amenazaban con volver a superarla—. Ahora Emma es una mujer adulta y las dos hemos pasado página».

Se centró en lo bien que lo pasarían y puso un CD de Leonard Cohen para mantener la mente ocupada cantando aquellas letras que tan bien conocía, apilando libros y papeles de modo que no se viera todo tan caótico.

Sin embargo, cinco minutos más tarde volvía a estar en la ventana, mirando hacia la calle, buscando a su hija con los ojos.

—Qué ganas tengo de que llegue —dijo Jude de repente, en voz alta. Cada vez hablaba sola más a menudo, y le parecía una costumbre indeseable, propia de dementes y de ancianos. Aun así, las palabras salían de su boca antes de que pudiera evitarlo.

Es extraño lo que llegan a cambiar las cosas.

Hubo un tiempo en que habría pagado dinero para conseguir librarse de Emma durante una tarde entera. Era una verdadera cotorra, no hacía más que hablar y hablar hasta que a Jude le dolía la cabeza. Y no paraba de hablar sobre su padre, del cabrón de su padre. «Resulta irónico que la ausencia aumente el cariño —pensó Jude—. Ojos que no ven…».

Recordó cómo Emma solía inventar historias sobre él. Siempre le otorgaba el papel de héroe, por supuesto. Valiente, amante de los animales, atractivo, y una vez, a los ocho años, en una redacción para la escuela con el título «Mi familia», incluso lo convirtió en miembro de la realeza.

La maestra convocó a Jude para contarle que su hija tenía una imaginación impresionante, pero que había que ir con cuidado para que esa imaginación no rebasara los límites y empezara a contar mentiras. Esa maestra la llamaba «señora Massingham», aunque sabía que no estaba casada.

El rostro de Jude se ensombreció al recordar cómo había encajado aquellos comentarios. Le entraron ganas de arrancarle la cabeza a la maestra, pero no quiso llamar todavía más la atención sobre sí misma. Ni sobre Emma. Sin embargo, recordaba con claridad la ira que sintió al llegar a casa. Emma estaba en casa de una vecina, la señora Speering, haciendo los deberes.

Regañó a su hija por ir diciendo que su padre era un príncipe y la señora Speering se rio pensando que se trataba de una broma, pero se calló de repente en cuanto se percató de que iba en serio.

—Te oí decir que se llamaba Charlie —le dijo Emma a su madre, mirándola con descaro—. Y ese es un nombre de príncipe.

A Jude le entraron ganas de retorcerle el pescuezo, pero optó por asegurarle que su padre no era ningún príncipe. Que no era nada.

Emma se quedó hecha polvo, y Jude sospechaba que fue a partir de entonces cuando su hija se propuso descubrir la verdad.

Jude, en cambio, consideraba que la verdad estaba sobrevalorada. Le dijo a Emma que podía tener significados muy distintos para diferentes personas. El caso es que eso acabó alimentando la misión de su hija. Su obsesión. Jude habría preferido que Emma ni siquiera hubiera pensado en su padre. No había hecho nada por ella, literalmente nada. Las había abandonado en cuanto había podido.

Sin embargo, a medida que Emma fue creciendo, se aferró a cualquier figura masculina que se cruzaba en su vida: al dueño de la tienda de la esquina, a uno de los profesores de la escuela o al padre de su mejor amiga, Harry. Y a los novios de Jude. Se inventaba historias sobre ellos, fantaseaba sobre la posibilidad de que fueran su padre y, en alguna ocasión, Jude se había visto obligada a quitarle de la cabeza a manotazos esa mentira tan absurda y otras que vinieron después.


El zumbido rabioso del timbre de la puerta sobresaltó al gato, que corrió a esconderse bajo el sofá.

Jude pulsó el botón para abrir la puerta y, hecha un manojo de nervios, esperó a que apareciera Emma.

—Hola, Jude —exclamó su hija en voz alta, intentando que su saludo se oyera por encima del gruñido grave de Leonard Cohen, antes de estamparle un beso en la mejilla.

—Lo siento, enseguida bajo el volumen —dijo Jude—. Lo estaba escuchando mientras te esperaba. Te lo has tomado con calma.

—Pero si solo pasan diez minutos de las doce —respondió Emma en voz baja.

—Ah, bueno. Creía que era más tarde —dijo Jude.

Se dio cuenta de que había respondido con un tono irritado e intentó contenerse. No lo había planeado de ese modo, había previsto que se sentarían a charlar mientras tomaban una copa de vino, riendo, compartiendo alguna broma. Incluso con complicidad, como dos amigas. En cambio, le había hablado con el tono cortante acostumbrado. Su conversación parecía discurrir por surcos profundos con un espacio de separación en medio.

La frustración no tardó en convertirse en cansancio y, por un instante, deseó que Emma no hubiera ido a verla. Pese a ello, le tendió a su hija el regalo que le había comprado. Era una biografía de David Bowie elegida especialmente para ella.

—Me encanta, gracias —dijo Emma mientras la abrazaba. Jude prolongó el abrazo un segundo más de lo necesario y notó cómo su hija tomaba la iniciativa para apartarse.

—Pensé que te gustaría. ¿Recuerdas el póster que tenías en la habitación? Incluso le dabas un beso antes de acostarte. ¿Te acuerdas?

—Sí —dijo Emma riendo—. Fue mi primer amor. Todavía conservo ese póster.

—¡No me digas! Pero si a estas alturas tiene que estar hecho polvo —dijo Jude.

—Bueno, nada que la cinta adhesiva no pueda arreglar —respondió Emma.

«Esto es estupendo», pensó Jude mientras se levantaba de la silla para servir el vino que había metido en el frigorífico.

—¿Quieres que sirva ya la comida, aprovechando que me he levantado? —preguntó, y Emma asintió mientras contemplaba las fotografías del libro.

En la cocina, Jude calentó la comida y la sirvió en dos platos.

—Estofado de lentejas —dijo—. Era tu plato favorito.

—Gracias —murmuró Emma con una sonrisa.

Jude se fijó en que Emma apartaba la comida hacia los bordes del plato para fingir que comía. «Los mismos trucos de siempre», pensó, aunque optó por no decirle nada.

Estaba a punto de hablar cuando de repente Emma se le adelantó:

—¿Te has enterado de que han encontrado el esqueleto de un bebé en Howard Street?

—¿De veras? —preguntó Jude—. ¿Justamente en Howard Street? Es horrible. ¿Y dónde lo han encontrado? Apuesto a que fue uno de los drogadictos que vivían al final de la calle. ¿Te acuerdas de ellos?

—No —respondió Emma—. Ah, ¿te refieres a aquella casa que por fuera estaba llena de basura y de botellas de leche vacías?

—Exacto. ¿Y cómo te has enterado? —quiso saber Jude mientras se servía otra copa de vino.

—Salió en el periódico.

—¿Pero qué ocurrió? ¿Fue un asesinato?

—No lo saben —respondió Emma antes de meterse unas cuantas lentejas en la boca.

Jude la imitó y esperó hasta que hubo tragado el bocado para añadir:

—Bueno, tampoco es que sea muy agradable hablar sobre bebés muertos, ¿no? —comentó, y desvió la conversación al trabajo de Emma.

—¿Aún mantienes contacto con Will? —quiso saber Emma, cortándola a media frase.

—¿Con Will? —La pregunta la cogió por sorpresa—. Bueno, pues sí. De vez en cuando. De hecho, me llamó inesperadamente hace unas semanas para hablarme sobre un acto benéfico de la universidad. Estuvimos charlando un poco —contestó, buscando en el rostro de Emma algún indicio de su reacción. Pero no detectó nada—. ¿Por qué me preguntas por Will? —preguntó con inquietud. Ni en sueños habría pensado en decirle que había recuperado el contacto con Will. Sabía que era un tema tabú, aunque había sido ella quien lo había sacado.

—Simplemente me lo preguntaba —repuso Emma, y durante un rato reinó un silencio que solo rompieron los sonidos de las cucharas en contacto con los platos.

—Durante casi diez años fue una parte importante de mi vida, Emma —se defendió Jude, con el rostro sonrojado por el alcohol—. Y de la tuya también. Durante unos cuantos años al menos.

La cara de Emma quedó petrificada.

—Bueno, ya sé que teníais vuestras diferencias… —prosiguió Jude—. Pero eso sucedió hace mucho. No me digas que te enfadarás ahora por eso, ¿verdad?

Emma levantó la mirada del plato, aunque sin mediar palabra.

«Está celosa —pensó Jude—. Siempre estuvo colada por él».

El tema aparentemente quedó zanjado y la decepción de Jude absorbió toda la energía de la habitación. Su hija se ofreció sin muchas ganas a ayudarla con los platos. Las dos sabían que se marcharía en cuanto surgiera la ocasión.

Ante el fregadero, Emma se dedicó a secar los platos que Jude iba lavando. Habían encendido la radio para no tener que afrontar el silencio.

—Debería regresar a casa, Paul no tardará en volver —le dijo Emma a su madre, que estaba de espaldas—. Gracias por el libro, me ha encantado. Y por la comida.

—Pero si no has comido —replicó Jude por encima del hombro—. No creas que no me he dado cuenta. A mí no puedes esconderme nada, Emma.

Emma besó a su madre en la mejilla una vez más y se marchó, cerrando la puerta sin hacer más ruido que el chasquido del cerrojo.