CAPÍTULO 1

Martes, 20 de marzo de 2012

Emma

El ordenador parpadea cuando me siento frente a la pantalla, es como si notara mi presencia. Un toque en el teclado y aparece una fotografía de Paul, la que le tomé durante la noche de bodas en Roma. Me mira, embelesado, desde el otro lado de la mesa que compartimos en Campo de’ Fiori. Al verla, intento corresponder a su sonrisa, pero cuando me inclino hacia delante vislumbro mi propio reflejo en la pantalla y me detengo. Odio verme de improviso. A veces ni siquiera me reconozco. Crees saber qué aspecto tienes y de repente te encuentras a esa desconocida mirándote fijamente. A veces incluso me asusto.

Sin embargo, hoy me decido a analizar el rostro de esa desconocida. El pelo castaño, recogido en lo alto de la cabeza con un moño apresurado; nada de maquillaje en la piel; sombras y arrugas que se acercan a los ojos como las grietas que dan fe de un hundimiento.

—Dios, qué mal aspecto tienes —le digo a la mujer de la pantalla.

El movimiento de su boca me fascina, me hipnotiza, y me las arreglo para que siga hablando.

—Vamos, Emma, a ver si haces algo de una vez —me dice.

Le dedico una leve sonrisa y esta vez me corresponde.

—Menudo disparate —dice usando mi voz. Y paro.

«Menos mal que Paul no estaba aquí para verlo», pienso.

Cuando Paul vuelva a casa esta noche, llegará cansado y algo gruñón. Se habrá pasado el día entero soportando tonterías de universitarios y habrá discutido una vez más con el jefe del departamento por culpa de los horarios.

Tal vez sea cosa de la edad, pero me parece que últimamente a Paul le afectan bastante los problemas en el trabajo. Creo que empieza a dudar de sí mismo y ve amenazas a su puesto por todas partes. Y es que realmente los departamentos universitarios son como las manadas de leones: un montón de machos sacando pecho, revolcándose por el suelo y paseándose con aires de grandeza para demostrar su superioridad, exhibiendo los espolones de las patas. Yo intento animarlo diciéndole lo que se dice en estos casos y le preparo un gin-tonic.

Cuando aparto su maletín del sofá, veo que ha traído a casa un ejemplar del Evening Standard. Debe de haberlo recogido en el metro.

Me siento a leerlo mientras él se desprende de las preocupaciones del día bajo la ducha, y es entonces cuando veo el párrafo del bebé.

«Encontrados los restos de un bebé», reza el titular. No son más que unas líneas que cuentan que se ha descubierto el esqueleto de un bebé en una zona de obras de Woolwich y que la policía está investigando el caso. Leo la misma noticia una y otra vez. No termino de asumirla, es como si la estuviera leyendo en un idioma extranjero.

Sin embargo, comprendo la información y el pánico empieza a apoderarse de mí. Me arrebata el aire de los pulmones y me cuesta respirar.

Sigo sentada en el mismo sitio cuando Paul sale de la ducha, empapado y con la cara enrojecida, gritando que algo se quema.

Las costillas de cerdo han quedado negras, calcinadas. Las tiro a la basura y abro la ventana para que salga el humo que se ha acumulado en la cocina. Saco una pizza del congelador y la meto en el microondas mientras Paul se sienta a la mesa en silencio.

—Deberíamos instalar una alarma de humo —comenta, en lugar de pegarme bronca por haber estado a punto de provocar un incendio en casa—. Es normal que se te olviden las cosas mientras lees —me dice. Es encantador, no me lo merezco.

De pie frente al microondas, observo cómo la pizza gira y borbotea, y me pregunto por millonésima vez si me acabará dejando. Debería haberlo hecho hace años. Yo en su lugar lo habría hecho, si hubiera tenido que soportar lo que me ocurre, lo que me preocupa, día tras día. Él, en cambio, no da muestras de estar preparando las maletas, precisamente, sino que revolotea a mi alrededor como un padre abnegado para protegerme ante cualquier mal. Encuentra las palabras justas para calmarme cuando me exalto e inventa lo que sea para levantarme el ánimo cuando más lo necesito, me abraza para consolarme cuando lloro y me dice que soy una mujer inteligente, divertida y maravillosa.

—Si te comportas de este modo es por culpa de la enfermedad —suele decirme—. Tú no eres así.

Pero la verdad es que sí que lo soy. Lo que ocurre es que en realidad no me conoce. Me he asegurado de que así sea, y él respeta mi intimidad cada vez que evito hablar de mi pasado.

—No tienes por qué contármelo —me dice—. Te amo tal como eres.

Cuando finge que no soy una carga para él, le digo que es un santo y él suele hacerme callar.

—No es nada —me dice.

De acuerdo, no es ningún santo, pero ¿quién lo es? Sea como sea, asumo los pecados que él pueda haber cometido como propios. ¿No es eso lo que dicen las parejas mayores? Lo que es tuyo es mío. Aunque en nuestro caso, mis pecados… Bueno, mis pecados son solo míos.

—¿Tú no cenas, Em? —me pregunta cuando le pongo el plato en la mesa.

—He comido tarde por culpa del trabajo. Ahora mismo no tengo hambre, ya comeré algo dentro de un rato —miento. Estoy segura de que se me atragantaría hasta el más mínimo bocado.

Le dedico la más amplia de mis sonrisas, la que reservo para las fotos.

—Estoy bien, Paul. Vamos, come tranquilo.

En mi lado de la mesa no hay más que una copa de vino. Voy tomando sorbitos mientras finjo escuchar lo que me cuenta sobre cómo le ha ido el día. El tono de su voz sube y baja, hace una pausa para masticar la bazofia que le he servido y reanuda el relato.

Yo asiento de vez en cuando, pero no oigo nada. Me pregunto si Jude habrá leído el artículo.