CAPÍTULO 23

Lunes, 2 de abril de 2012

Angela

Había estado esperando ese momento. Lo había temido, pero le apetecía contar la historia de nuevo. Cuando revivía el doloroso momento de la pérdida, Alice le parecía más real.

Le contó a Kate Waters lo plácida que había sido la tarde que una enfermera le había llevado a Alice a la habitación para que le diera el pecho y que Nick se había llevado a Patrick a casa, porque el pequeño estaba muy cansado y había empezado a llorar.

«Os dejamos solas», le dijo Nick. A continuación, las besó a las dos, sentó a Paddy sobre sus hombros y se marcharon.

El beso y los aullidos de su hermano habían inquietado a Alice, de modo que Angela tuvo que cogerla en brazos y llevársela de nuevo a la cama. Intentó amamantarla, pero el bebé no quiso agarrarse al pecho y dio un poco de guerra antes de volver a dormirse.

Angela no se preocupó: Alice era el segundo bebé que daba a luz y no tenía que enfrentarse a los miedos típicos de las primerizas. Sabía que probablemente todavía le afectaban los medicamentos que le habían dado para soportar los dolores del parto y que podría darle de comer más tarde, cuando Alice estuviera más dispuesta.

Volvió a envolver a su nueva hija con la sábana blanca y suave del hospital para que no pasara frío ni se sintiera insegura, la dejó otra vez en la cuna que tenía junto a su cama y cogió el neceser y la toalla. Salió hacia las duchas, caminando poco a poco, con mucho cuidado.

—Cuando me vio salir de la cama un rato antes, Nick me dijo que me parecía a John Wayne —le dijo a Kate, y añadió que recordaba haberse reído, pensando en el tiempo que hacía que no veía a su marido tan contento. Que tuvo la esperanza de que Nick acabara teniendo razón y que Alice contribuyera a reconstruir su relación. Mientras recorría el pasillo con dificultad había pensado que quizá empezaban a remontar.

La periodista la miraba atentamente.

—Lo siento —se disculpó Angela—. Es que resulta muy doloroso recordarlo.

Kate le acarició el brazo.

—Tómate el tiempo que necesites, Angela. Sé que debe de ser muy duro para ti.

—El caso es que no recuerdo si volví a mirar a mi hija antes de dejarla en la habitación —dijo Angela con voz temblorosa.

Kate Waters levantó la mirada de su cuaderno y buscó los ojos de la mujer.

—¿Viste a alguien en el pasillo? —preguntó con cordialidad.

—Creo que había unas cuantas personas que estaban ahí de visita, gente que salía de la maternidad…, pero la verdad es que no me fijé mucho. Quería tomar una ducha rápida antes de que Alice se despertara.

Tuvo la impresión de permanecer bajo el agua caliente durante unos dos minutos, aunque la policía dijo que fueron más bien diez. El tiempo se percibe de un modo extraño en un hospital. A veces alarga los minutos hasta convertirlos en horas; en cambio otras pasa volando.

Y cuando regresó a la habitación, húmeda y fatigada, el bebé ya había desaparecido.

En la cocina reinó el silencio. Lo único que se oía era el paso del segundero de un reloj eléctrico. Angela bajó la mirada hacia la mesa. Notaba que el pánico crecía en su interior, como la primera vez, con ese picor agudo en la piel. De repente, la náusea y la parálisis. Cerró los puños con fuerza sobre su regazo y continuó, desesperada por llegar al final sin desfallecer.

—Quise convencerme de que debía de haber sido una enfermera quien se la había llevado. Intenté mantener la calma. Recuerdo haber dicho en voz alta: «Se la han vuelto a llevar a la nursery». Creo que llamé a una enfermera, pero el personal le dijo a la policía que me habían oído gritar y acudieron enseguida. «Mi bebé, —les dije—. ¿Dónde está mi bebé?». Al ver que se quedaban lívidas y que intercambiaban miradas, como si estuvieran perdidas, me di cuenta de que ellas tampoco lo sabían. No lo sabía nadie salvo la persona que se la había llevado.

Le contó a Kate cómo fue la búsqueda frenética por todas las habitaciones y salas de la maternidad, y que solo sirvió para extender un terror generalizado. Nadie había visto nada. Estaba anocheciendo y las madres primerizas se habían acurrucado ya con sus puntos de sutura y sus calambres, vigilando temerosas a sus recién nacidos mientras las más veteranas chismorreaban y cacareaban sobre partos. Habían empezado a correr las cortinas que separaban las camas en las habitaciones para que pudieran dormir y estaban invitando a marcharse a casi todas las visitas.

—Y mientras tanto —dijo Angela— alguien entró en la habitación. Entró y se la llevó.