CAPÍTULO 35
Lunes, 9 de abril de 2012
Angela
Había sido un fin de semana complicado, pero por fin había terminado. Nick volvería al trabajo y ella podría dejar de andar de puntillas por la casa. Tal como había previsto, su marido había reaccionado a gritos cuando por fin se había decidido a contarle que había ido a Londres para someterse a un análisis de ADN.
—¿Qué? ¿Que te escabulliste sin contármelo? —había rugido. Angela tenía la esperanza de que los vecinos no estuvieran en casa.
—Deja de gritar, Nick —le había dicho ella—. Nos oirán los vecinos. Mira, tú estabas tan ocupado y preocupado por tu trabajo que no quería añadirte más estrés.
Él la había mirado fijamente intentando detectar si mentía, pero ella había mantenido en todo momento su cara de señorona.
—Es que no quiero que vuelvas a emocionarte con eso —había añadido Nick—. Lo digo por tu bien, Angie.
En condiciones normales, ella le habría sonreído y le habría agradecido que se preocupara tanto por ella. Pero en esa ocasión no pudo. Todo estaba revuelto dentro de su cabeza, y la esperanza, el dolor y la traición afloraron de nuevo a la superficie después de tantos años.
—No me emocionaré, Nick. Pero debo hacerlo, por Alice.
Ante la mención de ese nombre, Nick se encerró en el garaje y solo salió para las comidas, que transcurrieron en silencio.
Angela había limpiado la casa para ahuyentar la rabia que sentía, blandiendo la aspiradora como un arma, golpeando con ella los rodapiés y puertas, que quedaban descascarillados a su paso por las habitaciones. Por dentro, iba gritando sus acusaciones: «Jamás quisiste a Alice. Fue el precio que pagaste por tu infidelidad. Eso es lo que sentías».
«Apuesto a que volviste a ver a esa mujer».
Se odiaba a sí misma por pensarlo, pero sus broncas internas casi siempre terminaban así, no podía evitarlo. Esa idea estaba siempre presente, esperando para torturarla. Jamás se lo habría dicho en voz alta a Nick. ¿Qué sería de ella si llegaba a admitirlo? Mejor no saberlo.
El sábado por la noche habían dormido espalda contra espalda sin siquiera desearse las buenas noches. Ella se había tendido desvelada, intentando sofocar sus pensamientos, hasta que por fin se dejó llevar por un sueño de lo más agitado. Cuando se despertó, Nick estaba acostado a su lado con los ojos muy abiertos, observando el techo.
—Hola, amor mío —le había dicho ella, por la fuerza de la costumbre.
Él había reaccionado con un gruñido.
—Patrick traerá a los niños esta mañana. He pensado que podríamos llevarlos al parque —dijo, decidida a ganar por resistencia.
Nick gruñó de nuevo sin apartar la mirada del techo.
—¿En qué piensas, Nick? —preguntó ella.
—Que esto no terminará jamás —contestó con un tono de voz neutro—. Que esto no se marchará jamás.
—¿Esto? ¿Te refieres a tu hija? —le había dicho ella, incorporándose hasta quedar sentada. Nick se había apartado de ella rodando sobre sí mismo, pero Angela no estaba dispuesta a dejar las cosas así.
—Es nuestra hija. Nick, necesito saber si Alice y yo podemos contar contigo.
—Por el amor de Dios, Angie, ¿qué se supone que significa eso? Diga lo que diga la policía, serán malas noticias: si no es Alice, te quedarás destrozada, y si lo es, significará que nuestro bebé murió. Mira, Angie, todo esto no nos la devolverá. No necesitamos pruebas: nuestro bebé está muerto, desapareció. En el fondo de tu corazón lo sabes, ¿verdad? No necesitamos tumbas, ni huesos, ni policías. Es demasiado tarde para eso. Tenemos que pasar página.
—Puede que tú te sientas de ese modo, pero yo necesito saberlo, Nick. Necesito saber con toda seguridad dónde está, para poder encontrar algo de paz y despedirme de ella como corresponde. El hecho de que tú no quieras me entristece, pero no me detendrá —dijo Angela, abrazándose a sí misma para protegerse de la tormenta—. Ya sé que tú nunca sentiste lo mismo que yo por Alice —prosiguió, y notó cómo su marido se enervaba.
—¿Qué quieres decir con eso? —exclamó él. Sin embargo, ella no tenía ninguna duda de que él lo sabía. Hacía mucho tiempo que no tenían aquella discusión, pero su legado era tan instantáneamente tóxico como un invierno nuclear—. No pienso discutir, Angela. Joder, sucedió hace cuarenta años. Fue una sola noche, y ya te dije que lo sentía. No puedo añadir nada más. Hacerme sufrir no te devolverá a Alice. No fue culpa mía. No fui yo quien la dejó sola.
La exclamación ahogada que soltó ella lo hizo callar. Nick se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. Demasiado. Le cogió las manos a su esposa y deshizo los puños que mantenía cerrados.
—Dios mío, Angie, ¿por qué haces todo esto? ¿Para que acabemos diciendo cosas que luego lamentaremos? Ya sabes que no te culpo. Por supuesto que no.
—Ya lo sé —dijo ella. Pero no era cierto. Al fin y al cabo, había dejado sola a Alice.
Los gritos quedaron acallados en cuestión de segundos, como siempre ocurría: era su forma de discutir, aunque el silencio posterior se alargó mucho más que de costumbre. Esas peleas excepcionales los dejaban a los dos destrozados, así como incapaces de pensar en nada más.
Fue Angela la primera que se levantó de la cama, se puso la bata y fue a prepararse un té.
Con la llegada del lunes, se había declarado una paz a regañadientes: los nietos obligaron a los abuelos a poner buena cara. Él le había cogido la mano mientras iban hasta el parque de juegos y Angela preparó el plato preferido de Nick para cenar.
—Adiós, amor mío —le había dicho él esa mañana, besándole la frente.
—Te llamo luego —le había contestado ella.
Angela intentó sentarse a leer una revista, pero fue incapaz. Estaba atascada y leía la misma frase, las mismas palabras, una y otra vez. Preparó varias tazas de té que terminaron enfriándose formando una hilera a su lado. Se notaba los latidos del corazón.
No le había dicho a Nick para cuándo esperaba los resultados del análisis de ADN, solo le había contado vaguedades. Primero tenía que asimilarlo ella.
La policía le había explicado que tardarían dos días en tener los resultados, y justo ese día se cumplía el plazo. Bueno, cuatro días, si contaba el fin de semana. Pero no tenía que contarlo, ¿no? Así pues, jueves, viernes y lunes. Tenían que llamarla ese día.
Comprobó de nuevo el teléfono para asegurarse de que no se había apagado ni lo tenía silenciado. La pantalla vacía la miraba de un modo acusador. Decidió llamar a Kate.
—Hola, me preguntaba si te habían dicho algo —se oyó decir a sí misma.
Kate no sabía nada, pero podía llamar para preguntarlo e intentar enterarse de cómo iban las cosas.
Angela se sentó con el teléfono en la mano.
Cuando sonó, cinco minutos más tarde, soltó un grito de sorpresa y rechazó la llamada por error, presionando el botón equivocado mientras intentaba contestar. Volvió a sonar de inmediato.
—¿Kate? Lo siento. ¿Qué te han dicho?
—Dicen que es probable (y me han dicho «probable», no me han prometido nada más, Angela) que tengan los resultados mañana.
Angela agarró el teléfono con más fuerza.
—Dijeron dos días, Kate. ¡Eso serán tres! ¿No te han dicho si ya tienen alguna idea de cómo saldrán los resultados?
—No, lo siento, pero no han querido mojarse. Mira, ya sé que esto debe de ser horrible para ti, pero no podemos hacer nada más que esperar.
Angela sabía que tenía razón, aunque la idea de esperar sentada un día más la puso enferma.
—¿Por qué no sales a distraerte? Puedes ir a mirar escaparates o visitar a alguna amiga —propuso Kate—. Pero sobre todo asegúrate de que llevas el teléfono en todo momento, por si tengo que ponerme en contacto contigo.
—Sí, quizá sí. Me llamarás en cuanto sepas algo, ¿verdad? Prométemelo —dijo Angela, odiando sonar tan apurada. Tan desesperada.
—Por supuesto —respondió Kate.