CAPÍTULO 4

Miércoles, 21 de marzo de 2012

Emma

El tema del bebé me ha tenido en vela casi toda la noche. He arrancado la noticia del periódico y pensaba tirarla a la basura, pero al final, no sé por qué, me la he guardado en el bolsillo de la chaqueta. Me había propuesto no hacer nada al respecto y tenía esperanzas de olvidarme del tema.

Dentro de mí una vocecita susurraba: «No hagas como la última vez».

Y hoy el bebé sigue ahí, insistente, reclamando que alguien le haga caso.

Paul todavía está en la cama, casi despierto, y empieza a mover las piernas, como si estuviera comprobando que siguen ahí. Espero a que abra los ojos.

Y lo temo. Temo la decepción y el agotamiento que veré en su rostro cuando se dé cuenta de que vuelven los días malos.

Así es como solíamos llamarlos, para que sonase como si no fuera culpa mía. Hace mucho tiempo desde la última vez, y sé que él creía que sería la última. Se esforzará en intentar no demostrarlo cuando me vea, pero tendré que cargar con su ansiedad también. A veces tengo la sensación de que quedaré aplastada bajo el peso de mi sentimiento de culpa.

Dicen que lo que no te mata te hace más fuerte. Te lo dicen cuando has vivido algo terrible. Mi madre, Jude, siempre lo decía. El caso es que no acaba de ser cierto: en realidad, te rompe los huesos y te lo deja todo destrozado y mal curado con vendas mugrientas y esparadrapo amarillento, de manera que el resultado es frágil, rechina a la más mínima, y sobrevivir resulta agotador. Hay veces en las que incluso preferirías que te hubiera matado.

Paul se despierta y me trae las pastillas y un vaso de agua del baño sin mediar palabra. Luego me acaricia el pelo y se sienta en la cama mientras me las tomo, tarareando una melodía en voz baja, como si todo fuera de lo más normal.

Intento pensar «Todo pasa», pero se me cuela un «Esto no terminará jamás» antes de que pueda evitarlo.

El problema es que, con el tiempo, un secreto puede cobrar vida propia. Antes creía que si no le daba más vueltas a lo ocurrido se marchitaría y acabaría muriendo, pero no ha sido así. Continúa viviendo, envuelto por un embrollo cada vez mayor de mentiras e invenciones, como un moscardón atrapado en una telaraña. Si digo algo ahora, lo destrozaré todo. O sea que será mejor que me calle y lo proteja. Me refiero al secreto. Es lo que llevo haciendo todos estos años: mantenerlo a buen recaudo.


Paul me habla mientras desayunamos, pero no me he enterado de nada.

—Perdona, cariño. ¿Qué decías?

Intento concentrarme en él, lo tengo sentado enfrente.

—Decía que si no compramos papel higiénico tendremos que limpiarnos con el periódico.

Nada, no lo consigo. Algo sobre el periódico. «Dios mío, ¿lo habrá leído?».

—¿Qué? —exclamo, levantando demasiado la voz.

—Papel higiénico, Emma —me dice en voz baja—. Solo te lo recordaba, nada más.

—Vale, vale. No te preocupes, iré yo. Tú prepárate para ir a trabajar mientras termino de tomarme el café.

Me sonríe, me besa y pasa unos diez minutos removiendo cosas en su estudio. Aprovecho para tirar mi desayuno a la basura y pasar un trapo por la encimera. Últimamente estoy limpiando mucho. «Fuera, maldita mancha».

—Bueno —dice frente a la puerta de la cocina—. ¿Estás segura de que te encuentras bien? Todavía te veo pálida.

—Estoy bien —respondo, y me levanto enseguida. «Vamos, Paul, márchate»—. Que tengas un buen día, cariño. Acuérdate de ser amable con el jefe del departamento. Ya sabes que vale la pena.

Le quito unas pelusas del hombro, él suspira y recoge su maletín.

—Lo intentaré. Oye, puedo llamar, decirles que no me encuentro bien y quedarme contigo —me ofrece.

—No seas tonto, Paul. Me lo tomaré con calma. Te lo prometo.

—De acuerdo, pero te llamaré a la hora de comer. Te quiero —me dice.

Lo saludo desde la ventana, como siempre. Él cierra la puerta de la verja, da media vuelta y yo caigo de rodillas sobre la alfombra, sola por primera vez desde que he leído la noticia. Fingir que todo va bien ha sido devastador; veía el titular del periódico mirara donde mirase, como si fuese un rótulo de neón omnipresente. Necesito cinco minutos para reaccionar y me echo a llorar a moco tendido, de un modo incontrolable. No lloro a la inglesa, esforzándome en evitarlo y tragándome las lágrimas, sino que doy rienda suelta al llanto, hasta que se agota del todo, y me quedo sentada en el suelo, en silencio.

Cuando suena el teléfono me percato de que ha pasado una hora y no me siento las piernas. Al intentar levantarme, todo son hormigueos, cosquillas y calambres. Debo de haberme dejado llevar por el sueño. Me encanta la imagen que esa expresión evoca en mi mente: la de tenderse en una barca y dejarse llevar por la corriente. Como Ofelia en el famoso cuadro. Aunque ella estaba loca. O muerta. «Basta. Coge el teléfono».

—Hola, Emma. Soy Lynda. ¿Estás ocupada? ¿Puedo ir a tomar un café?

Quiero decirle que no. Lynda me cae fatal, pero no consigo evitar que lo que sale de mis labios sea un «sí». La cortesía inculcada ha vuelto a ganar la partida.

—Perfecto. Llego dentro de diez minutos.

—Iré calentando el agua —me oigo decir. Parece como si estuviera en una obra de teatro.

Me froto las rodillas para recuperar la sensibilidad y saco del bolso un cepillo para el pelo. Más vale que me encuentre presentable o se dará cuenta de lo que me pasa.

El marido de Lynda imparte clases en la misma universidad que Paul, aunque en otro departamento. A menudo toman el mismo tren por la mañana. Al parecer, para Lynda eso nos convierte en casi hermanas.

Pero a mí no me cae bien, con esos dientes torcidos hacia dentro, como los de los tiburones, y ese carácter insistente. Ella y otras EDA (Esposas de Académicos, que es como las bauticé cuando me uní a sus filas) cotillean sobre mí, lo sé. Pero no puedo hacer nada al respecto. Ignorarlas. Mantén la calma y sigue adelante.


Lynda se me cuela en casa nada más abrir la puerta. Ha llegado llena de energía, debe de tener buenas noticias sobre Derek. Ojalá no se quede mucho rato.

—Pareces cansada, Emma. ¿Has pasado mala noche? —me pregunta, lo que demuestra que todos mis intentos por arreglarme han sido en vano. Ella se encarga de preparar el café y yo me quedo plantada como una mema en mi propia cocina.

—Mmm…, sí, muy inquieta, le estaba dando vueltas a un fragmento complicado del libro que estoy editando —miento.

Eso la ha contrariado. No soporta el hecho de que yo tenga trabajo y considera un insulto personal que lo mencione. Lynda no trabaja. «Ya tengo demasiadas cosas que hacer en casa, solo me faltaría tener que trabajar», responde cuando le preguntan por qué. Y normalmente suele acompañarlo con una risa crispada.

En cualquier caso, decide ignorar el desaire que implica mi comentario y me cuenta la noticia que la ha traído hasta aquí. A Derek le conceden otro cargo, de esos con un añadido entre paréntesis, por lo que parece. Eso significa más importancia y algo más de dinero. Está entusiasmada y no disimula su autocomplacencia.

—El jefe de departamento quiere que asuma más responsabilidades. Será director adjunto de asistencia al alumnado, paréntesis, universitario, cierra paréntesis, a partir del trimestre que viene —me dice. Parece que lo esté leyendo en un comunicado de prensa.

—¿Asistencia al alumnado? Dios mío, se mete de lleno en el mundo de las drogas y las enfermedades de transmisión sexual —digo, regocijándome en la idea de que Derek, el hombre más pomposo del mundo, tenga que ocuparse de gestionar las máquinas dispensadoras de condones.

A Lynda se le anquilosa el gesto cuando me oye mencionar el sexo e intento disimular la satisfacción que me produce ese triunfo insignificante.

—Genial, Lynda —digo—. Creo que la leche ya está… derramada sobre los fogones.

Nos sentamos a la mesa de la cocina y dejo que parlotee sobre cómo va todo en el departamento. Sé que al final rematará el tema mencionando las «pequeñas dificultades» que está teniendo Paul, y que con ello se referirá a las broncas con el jefe del departamento. Sin embargo, no estoy dispuesta a facilitarle las cosas. Sigo saliendo por la tangente con la esperanza de agotarla: noticias internacionales, retrasos ferroviarios, el precio del café… Aun así, se muestra imperturbable.

—¿Y qué? ¿Cómo va la relación entre Paul y el jefe de su departamento? ¿Ha mejorado? —pregunta, intentando sonreír con cordialidad.

—Ah, nada del otro mundo —digo.

—¿De verdad? Pues yo he oído que el doctor Beecham se lo toma muy en serio.

—No, es una nimiedad. El doctor Beecham pretende eliminar de la programación el curso más popular de Paul para sustituirlo por uno propio. La verdad es que ese tipo es un poco gilipollas.

Los ojos de Lynda se abren como platos al oír la palabra. Queda claro que no se le habría ocurrido jamás para referirse al jefe de departamento.

—Bueno, a veces hay que hacer concesiones. Quizá la clase de Paul acusa el cansancio.

—Estoy segura de que eso no es cierto, Lynda. ¿Te apetece una galleta de jengibre?

Se ha apaciguado mientras mastica y cambiamos de tema para centrarnos en su hija, Joy («Es nuestro tesoro, una verdadera joya. Por eso le pusimos ese nombre…»), y en los hijos de esta. Al parecer, tiene un montón. Me doy cuenta de que Lynda no se refiere a ellos como sus nietos cuando relata sus defectos y fechorías. Son «demasiado independientes», según dice, lo que en su asfixiante mundo sin duda supone un pecado terrible.

—El otro día, Josie me dijo que me ocupara de mis asuntos —me cuenta, exasperada—. ¡Con nueve años y le dice a su abuela que se ocupe de sus asuntos!

«Bien dicho, Josie», pienso, pero opto por algo más ambiguo.

—¡Pobre!

Volvemos a la casilla de salida.

—Claro, tú no tienes esa clase de preocupaciones —dice Lynda—, al no tener hijos…

Trago saliva y desconfío de lo que pueda llegar a responderle, por lo que decido mirarme el reloj.

—Lo siento, Lynda. Me ha encantado que nos hayamos puesto al día, pero tengo una entrega pendiente y debo ponerme a trabajar de nuevo.

—Muy bien, trabajadora —dice, aunque no logra que suene cordial. Parece decepcionada, pero sonríe con su Gran Sonrisa Blanca y me pone las manos en los hombros para despedirse con un beso. Cuando se retira, imposta una voz de preocupación exagerada—. Deberías volver a la cama, Emma.

Por dentro, las mando a las dos a la mierda: a ella y a su falsa preocupación.

—Felicita de nuestra parte al nuevo director adjunto de asistencia al alumnado, paréntesis, universitario, cierra paréntesis —digo mientras la acompaño hasta la puerta—. Que tengas un buen día —añado.

«Basta —pienso—. Pareces una de esas dependientas que fingen disposición e interés cuando en realidad les importa todo una mierda».

Subo al piso de arriba, a mi despacho, y me siento con el bebé del periódico en la cabeza, sobre el regazo y a mis espaldas.