CAPÍTULO 65

Sábado, 28 de abril de 2012

Emma

Kate para de hablar en el momento en que confieso haber enterrado al bebé. Puedo oír mi propia voz como si fuera la de otra persona, contándole que enterrarlo fue de lo más sencillo.

—Fue como cuando tenía nueve años y enterré a un conejo que había sido mi mascota. Lo envolví en papel de periódico y luego lo puse todo en una bolsa de plástico, para que no se viera qué era. Cavé un hoyo en el jardín, lo metí dentro y volví a taparlo con tierra. Solo tardé unos minutos en hacerlo desaparecer. Arrastré la gran maceta en la que mi madre había plantado narcisos, la puse encima y regresé a casa.

Recuerdo haber pensado que solo me faltaba tirar la toalla manchada de sangre que había utilizado para que todo quedase como si nada hubiera ocurrido. Como si bastara con eso para volver a la normalidad. Era muy joven. No me daba cuenta de que nada volvería a ser normal. Recuerdo que me puse la mano en la barriga y tuve la sensación de estar tocando un globo blando y arrugado tras una fiesta de cumpleaños. Retorcí la piel fláccida a través del jersey para comprobar que seguía siendo yo, para notar algo. Lo que fuera.

—Por estúpido que pueda parecer, había creído que el peligro desaparecería en cuanto hubiera dado a luz —le cuento a la periodista—. Lo había planeado todo. Casi me entran ganas de reír cuando pienso en lo ingenua que fui. Pero claro, estaba sola. Cuando por fin asumí que llegaría un bebé, decidí que lo abandonaría en la maternidad para que alguna enfermera lo encontrara y lo cuidase. Lo había visto en las noticias: las enfermeras elegían el nombre de los bebés abandonados según la época del año, el nombre del policía que los había encontrado o cosas por el estilo, y siempre aparecían abrazándolos cariñosamente. Luego había familias que los adoptaban y el público veía que todo terminaba bien. Siempre había un final feliz.

»Intentaba visualizar mi vida como si fuera la de una heroína de novela. Todo quedaba arreglado, sin cabos sueltos. Estaba convencida de que sería sencillo. Que el bebé sería como los de las ilustraciones de los folletos. Pensaba envolverlo con una manta de color blanco que había comprado en Boots sin que nadie lo supiera, dejarlo con cuidado en el lavabo de la maternidad y marcharme. Siempre hay gente entrando y saliendo de los lavabos, no tardarían ni cinco minutos en encontrarlo. Pero al final no hizo falta nada de eso. Me limité a envolverlo con papel de periódico y a meterlo en la bolsa de plástico que me habían dado en Boots.

—¡Oh, Emma! —exclama Kate—. ¿Y te has callado todo esto hasta ahora? ¿Hasta que encontraron el cadáver de Alice?

—¡Es mi bebé! ¡El que enterré en el jardín! —me oigo gritar—. ¡Mi bebé!

Veo que Kate está temblando y se agarra al volante para apoyarse en algo. La estoy asustando y me estoy asustando a mí misma. Parezco una loca, será mejor que lo dejemos aquí.

—Tengo que volver a casa, Kate. Y decirle a Harry dónde estoy. Debe de estar de los nervios —le digo.

Kate se ha quedado pálida, y me habla como si yo fuera una paciente en el hospital, en voz baja, poco a poco, intentando tranquilizarme.

—Te llevo a casa, Emma. Debes de estar cansada y tienes los sentimientos demasiado a flor de piel para pensar con claridad. Necesitas tiempo para ordenar tus pensamientos.

Todo suena muy consolador y muy normal. Ordenar tus pensamientos. Eso es lo que debería hacer. Es lo mismo que dice Paul cuando le preocupa algo. Pero yo no necesito ordenar los míos, llevan ahí muchos años.

Cuando volvemos a entrar, Harry está de pie en una silla, buscándome por la pista de baile con las manos entrelazadas, en una pose de clara inquietud.

—¡¿Dónde demonios te habías metido?! —me grita nada más verme—. ¿Por qué te has esfumado de repente? Llevo media hora buscándote.

Pero se queda callada en cuanto me ve la cara. Debo de tener un aspecto horrible, porque me agarra por el brazo y me lleva afuera de nuevo.

—¿Qué te ha sucedido, Emma? —me susurra—. ¿Dónde estabas?

—He estado hablando con Kate, nada más. Siento haberte preocupado —le digo, intentando que mi voz suene serena.

—¿Sobre qué? ¿Sobre qué habéis estado hablando? —me pregunta.

—Eso ahora no importa. Estoy un poco cansada, Harry. Me voy a casa. Kate me llevará en su coche.

Harry vuelve la mirada hacia Kate, que está cerca del coche, hablando con un chico joven al que le da dinero para un taxi.

—¡¿La has molestado?! —grita Harry, y el chico se asusta, porque parece que lo esté acusando a él.

—No, no me ha molestado, Harry —le digo, y solo quiero que se acabe todo de una vez, no puedo afrontar más emociones—. Todo ha sido bastante intenso esta noche. Al ver a toda esta gente me han venido a la cabeza muchos recuerdos, y no todos buenos.

Harry me da un apretón afectuoso en un brazo.

—Lo siento, Emma. No debería haberte obligado a venir. Vamos, te acompaño a casa.

Niego con la cabeza antes de responder.

—Tranquila, estoy bien.

Los hilos de la historia todavía me rondan por la cabeza y me siento incapaz de compartirlos con nadie, ni siquiera con mi mejor amiga. Harry se enfadaría conmigo y luego tendría que ocuparme de sus emociones además de las mías. No comprendería que haya preferido contarle mis secretos a una desconocida, pero el caso es que Kate ha conseguido que me sintiera segura. Casi anónima.

—¡Te llamo por la mañana! —me grita mientras me marcho, y me saluda con la mano, algo abatida.

El camino a casa es largo y serpenteamos un buen rato por calles oscuras antes de quedar deslumbradas por las luces de la autovía.

No hablamos mucho durante el trayecto. Le doy indicaciones: aquí, a la izquierda; sigue recto después de la rotonda. Pero tanto Kate como yo estamos absortas, cada una en su propio mundo. Yo reviviendo la vergüenza. Y hechizada por el miedo.


Cuando entro en casa, todas las luces están apagadas. Paul no ha dejado encendida la del vestíbulo. Me quedo quieta a oscuras un rato, incapaz de poner un pie delante del otro, sobrepasada por los pensamientos que se agolpan en mi cabeza.

—Emma, ¿estás bien? ¿Qué haces ahí abajo? —pregunta Paul con la voz adormilada.

—Nada. Solo me quitaba el abrigo —respondo—. Sigue durmiendo.

Enciendo la luz y me veo obligada a entrecerrar los ojos para protegerlos del resplandor. Vuelvo a abrirlos poco a poco, comprobando si me deslumbra. Todo está como lo he dejado cuando me he marchado a última hora de la tarde: la chaqueta de Paul torcida en un colgador, el correo por abrir encima de la mesa, mis zapatos alineados junto al felpudo. Y, sin embargo, todo ha cambiado.

Lo he contado. La policía no tardará en venir. Necesito tiempo para pensar. Para planear lo que haré.

Me siento como uno de esos antílopes que andan con sigilo por la orilla de un río mientras los cocodrilos los esperan con las mandíbulas tensas. Pienso en huir. En esconderme. Pero consigo controlarme. «¿A tu edad? —pienso—. No seas ridícula». Ha llegado el momento de afrontar la realidad.

Lo planeo como una adulta. No pienso dejar las cosas como están.