Epílogo.

Termópilas, verano 480 a. C.

 

“… Eso es todo. Podría contar muchas más cosas de aquellos días, aunque yo no los viví. Escuché tantas veces esta historia que es como si hubiese estado allí. Podría narrarles que el ejército argivo se retiró como un perro apaleado y con el rabo entre las piernas. O que Foroneo fue depuesto y apedreado por su pueblo. Contaría cómo hace cuarenta años murió el viejo rey Anaxandridas, rodeado de los suyos y sin separarse de sus armas, a pesar de su edad. También les diría cómo Nicarco fue honrado como un soldado espartano, enterrado en el campo de batalla, compartiendo la gloria con los caídos ese día. Les podría contar que Argos nunca se resignó a aquella derrota y siguió reclamando a Tyrea como propia, hasta que el rey Cleomenes, hijo de Anaxandridas, les propinó una tremenda paliza catorce años atrás, batalla durante la cual más de seis mil argivos perdieron la vida. Pero no haré eso, ya no queda mucho más tiempo. Llevamos aquí tres días esperando pero, como os he dicho, hoy comenzará. Además ya no queda vino. ¿Quién…? ¿Macario? A ése lo llevaron a Tegea y sus propios conciudadanos se encargaron de él. Nunca recuerdo si fue apedreado o empalado, de todos modos, recibió lo que se merecía. No queda mucho tiempo, así que tan sólo diré que al regreso del ejército, los padres, las madres y esposas de aquéllos que cayeron valerosamente, obteniendo la victoria, recibieron las pequeñas urnas de madera con las cenizas de sus seres queridos. El rey y Adrastro llevaban el escudo de Otriades sobre el que descansaba aquella caja. Ella nunca me lo dijo; se fue cuando yo era muy joven. Pero otros que estaban allí me lo confirmaron: cuando Cora recibió la urna, lo hizo en silencio, con tranquilidad, aceptando el destino de su esposo. Los dos mellizos se aferraban a sus piernas, mientras Gelio sostenía al pequeño Orsifanto. Fue entonces cuando Lyches, con lágrimas en los ojos, se acercó a ella, cogió la caja con los huesos de Otriades y la dejó en manos del mismísimo rey para abrazar a la viuda. Evágoras me lo dijo hace tiempo, sólo una vez vio a su padre con una expresión de dolor semejante, y fue cuando le avisaron que su primogénito había muerto. Eso sólo lo vio él y puedo imaginarme lo que habrá sentido aquel viejo loco. Pero lo que todos vieron fue cómo, mientras Cora y Lyches se fundían en un abrazo y él la apretaba con fuerza, la cara de ella se fue transfigurando en una máscara de dolor, y su llanto silencioso se convirtió en un lamento agónico que sobrecogió a todos en aquel lugar. Cora se atrevió a romper la tradición, y aferrándose al cuello del viejo, vació sus ojos de lágrimas.

Poco tiempo queda ya, tres días que llevamos apostados en las Puertas Calientes. Como aquella vez, hoy también sólo somos trescientos. Trescientos espartanos comandados por nuestro rey Leónidas, al frente de otros seis mil griegos que están aquí para defender su libertad. Del otro lado muchos miles, un ejército que nos supera en cien a uno, espera para cruzar. En Esparta tuvimos buenos y grandes poetas como Alcman, Terpandro o el cretense Tales de Gortina. Yo no soy como ellos, no soy poeta, no sé tocar la lira y apenas sé leer o escribir. Sólo sé usar la lanza y el escudo. Por eso no escribo yo y únicamente narro los acontecimientos, esperando que esta historia, la historia de mi abuelo, sea conocida. Cerca de mí está mi hermano Alfeo preparando sus armas. Lo veo claro, éste será un día largo y sangriento. Ojalá mis palabras y este cuento no queden en el olvido. Ojalá mis nietos puedan narrar algún día la historia de la batalla que se librará aquí. ¿Que no me crees? ¿Que me lo he inventado todo? ¡Ya quisieras tú! Y antes de terminar, antes de sostener mi lanza para ir a machacar persas, aquí tienes mi hoplón: el escudo que fue de Lykaios y que pasó a manos de Otriades. Luego, fue confiado a sus hijos y de éstos, el último en sostenerlo fue Orsifanto, quien cuando dejó el ejército me lo pasó a mi, su hijo mayor. Y como puedes ver, aún hoy se llega a leer lo que Otriades escribió ese día para ellos.

“Papá ha ganado”

No hay más que decir, eso es todo. Juro por los dioses que no todo lo que narrado es mentira.

Tú, escriba, apunta bien mi nombre y, si sales de ésta, trata de que mi historia se conozca. Ya me voy. Ojalá que esta noche nos encontremos nuevamente aquí y podamos seguir con esto. ¡Brindo por ello!

Marón, hijo de Orsifanto, hijo de Otriades, hijo de Lykaios, el Lobo.”

Con tu escudo o sobre él
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