IV
Casi dos lunas estuvieron Otriades y sus camaradas en Tegea. Estaba cerca del hogar y a la vez tan lejos. Cada atardecer, haciendo guardia desde la muralla, veía caer el sol y pensaba en los suyos, en sus hijos que crecían rápidamente, en su madre y en su hermano que ya se había convertido en un hombre, pero casi todos sus pensamientos volaban al lado de su mujer. Esas sensaciones que tenía cuando recordaba sus ojos o su piel eran anormales para él, el hormigueo en su vientre, el pulso acelerado, nunca en batalla se sintió así: en la lucha él era un hombre tranquilo, frio y sereno, que miraba cara a cara a la muerte, y sin embargo, cuando de ella se trataba, era un niño indefenso y no lo entendía. No podía explicar qué le ocurría, y además, ¿con quién podría hablar de ese tema? Le avergonzaba contarlo, y temía que se rieran de él. El soldado espartano sólo tiene dos preocupaciones: prepararse y entrenar para ser el mejor guerrero y obedecer a sus jefes en la batalla, aunque eso le lleve a la muerte. Con las mujeres, la obligación es tener tantos hijos como fuera posible, y si éstos eran varones, mejor aún, pues de ese modo siempre habría soldados.
Una fresca noche, mientras él y Lyches caminaban por las desiertas calles de la ciudad, se atrevió a contar lo que le pasaba, y el viejo soldado, en lugar de mofarse de él, lo escuchó atentamente. De esa noche Otriades recordaba poco y nada, sólo las últimas palabras que su mentor le dijo antes de continuar el paseo en silencio.
“Lo que nos han enseñado de pequeños, que uno más uno es dos, no siempre es así. En ocasiones uno más uno es uno, y hay una palabra para eso y para describir lo que a ti te pasa: es amor. No debes avergonzarte de ello, el amor por la patria, el amor por el honor, el amor por un hijo, lo sintió tu padre, lo siento yo y lo sienten muchos. Nace de pequeño, y lo vas mamando desde los primeros pasos. En cambio, el amor por una mujer surge de repente, sin previo aviso, como cuando tu padre vio por primera vez a tu madre. Joder, aún veo sus ojos clavados en ella, y eso es lo que a tí te pasa, la quieres, la deseas y deseas estar a su lado, y no debes avergonzarte de ello, Por el contrario, debes usarlo. Úsalo en la batalla, usa ese amor para pelear y entregarlo todo, sabiendo que cuando lo haces, no sólo luchas por Esparta, sino también por ella y los tuyos.”
Casi dos lunas estuvo el ejército espartano en Tegea, supervisando la reconstrucción de los edificios que fueron quemados, el entierro de los muertos, evitando revueltas y que poco a poco todo fuera volviendo a su cauce. La vida normal de la ciudad se fue restaurando paulatinamente, los comerciantes y vendedores fueron retomando sus actividades, las tabernas una a una fueron abriendo nuevamente y poco a poco Tegea se fue recuperando. Aún había miradas de odio y resentimiento en algunos de los habitantes; nadie puede olvidar a un hijo o a un marido muerto, pero no era raro en épocas de guerra perder a seres queridos. En la ciudad aún había mucho por hacer y Lyches fue designado como regente temporal. Su labor consistía en resolver disputas de sucesiones, designar a los que tomarían las riendas de la ciudad cuando él hubiera partido, dejando tras de sí a hombres que no fomentasen la sedición. Poco a poco esto se lograría y Tegea sería nuevamente una ciudad libre, pero a la vez, bailaría la música que Esparta tocase. Para respaldar a Lyches, Anaxandridas dejó con él a seiscientos cuarenta hombres, una locha completa, soldados que no sólo velarían por la seguridad de aquella ciudad y los intereses de Esparta ante enemigos externos e internos, sino que también enseñarían y entrenarían a los nuevos reclutas que de ella se obtuvieren.
El ejército espartano volvía ahora a su patria, con la satisfacción del deber cumplido. En la cabeza de Otriades las palabras de aquella última conversación con Lyches resonaban una y otra vez con cada paso que daba, y con cada paso también estaba más cerca de donde quería estar. Avanzaban al son de cítaras y tambores. La música iba acompañada por un sonido acompasado y rítmico, un sonido lúgubre como el de las aguas del mar cuando rompen contra la orilla y se retiran luego lentamente. Era el sonido de miles de pisadas que marchaban de vuelta a casa. Bajo el yelmo, los olores del campo y del rio se mezclaban con el olor acre del sudor, caminaban apoyándose en la contera de la lanza, rítmicamente, con una sincronización perfecta, con las piernas enfundadas por las grebas, las corazas cubriendo los anchos pechos y los ojos ocultos tras la celada de los yelmos. Anaxandridas iba al frente, sin lanza, portando su escudo en el brazo izquierdo y sosteniendo su viejo casco con crines rojinegras bajo el derecho. Cada hombre iba cubierto por su capa roja, exhibiendo en brazos y piernas cicatrices viejas y heridas nuevas. El polvo del camino se levantaba como una capa de brumosa niebla al paso de tantos hombres, y se pegaba en el cabello y la barba que sobresalían por debajo de algunos cascos. Otriades pudo ver al fin la ciudad. Sus ojos ardían por el sudor, pero no le engañaban. Sus otros sentidos tampoco le fallaron, el sonido del agua del rio Eurotas que bajaba fría de las montañas, el aroma de hierba mojada y flores silvestres, todo eso lo envolvía mientras a cada paso su ciudad se hacía más grande ante sus ojos. A lo lejos pudo ver cómo la gente comenzaba a agolparse para recibirlos. Su familia estaría entre ellos, y como la suya la de tantos otros que marchaban a su lado y la de aquellos que dejaron la vida en la batalla o en las postrimerías de ésta. A ellos, les llevaban las cenizas de los suyos, envueltas cuidadosamente en sus capas y colocadas con celo sobre sus escudos. Los huesos, al igual que los huesos de su padre, fueron enterrados en el mismo sitio donde tres años antes tantos habían caído. Aquella hondonada maldita ya no era un campo de derrota sino el sitio donde Esparta se reencontró con la victoria.
Los hombres entraron en la ciudad bajo la atenta mirada de soldados, mujeres y ancianos que habían dejado atrás su tiempo de armas. El ejército, precedido por Anaxandridas, avanzó por las calles de Esparta, flanqueado a uno y otro lado por los habitantes de la ciudad, que sabían de la victoria, pero no de quiénes habían caído y quiénes no. Muchos pudieron reconocer a los suyos en la formación, y muchos pudieron reconocer a los suyos entre quienes los vitoreaban. Ajax vio a su padre Pausanias en la multitud, y por supuesto, el viejo hombre lo reconoció a él: una mirada y el asentimiento mutuo con la cabeza fue todo lo que se cruzó entre ellos. Lo mismo les ocurrió a muchos, mas el ejército no se detuvo, y siguió marchando hasta llegar al templo de Artemis Ortia. A sus puertas Aristón, los éforos y el sacerdote los esperaban. Anaxandridas se acercó hasta ellos y brindaron en silencio en honor a la diosa, y agradecidos por su favor, le sacrificaron cinco bueyes inmaculadamente blancos. Luego se otorgó a Filemón, el capitán de los trescientos que comandó el asalto a la ciudad, el premio al valor. Justo entonces los hombres se dispersaron. Como excepción, a los menores de treinta años se les otorgó un permiso para poder dormir esa noche fuera de los cuarteles y comedores comunes. Los hombres se despedían entre risas y chanzas, se abrazaban entre ellos y a los suyos, despidiéndose hasta la nueva jornada o reencontrándose después de una larga ausencia. También se pudo distinguir a personas que se retiraban solas, o en grupos de tres o cuatro, pero sin que hubiera entre ellos ningún militar. Se retiraban portando un escudo que los oficiales y el propio rey distribuían. Mientras aquellos se retiraban en silencio, algunos sonriendo, otros con el rostro serio, pero todos con la cabeza alta, los soldados callaban y bajaban la mirada a su paso: frente a ellos pasaban los restos de un guerrero mejor, un patriota que dio su vida con honor por su tierra. Una de aquellas personas era la mujer de Clito. Iba delante de sus hijos, y regresaban al hogar portando el hoplón con las cenizas de su padre. El propio Anaxandridas se acercó a aquella vieja mujer que en silencio, tan sólo esbozó una sonrisa mientras el rey le ofrecía los restos de su marido. Se fue caminando en silencio, y junto con su familia enterró los restos de su marido frente a su sisitia. Una sobria y pequeña lápida de piedra adorna el sitio, y se puede leer en ella: “Clito, a las puertas de Tegea.”
Otriades se encontró con Adrastro, y al verse los hermanos se fundieron en un fuerte abrazo. Se separaron unos pasos y jugando empezaron a forcejear como si estuviesen luchando, y luego los dos acabaron en el suelo entre risas.
- ¿Dónde está Cora? —preguntó Otriades jadeante después de comprobar que la fuerza de su hermano había crecido.
- En tu casa, te está esperando.
Se ayudaron mutuamente a levantarse y se volvieron a abrazar, un par de ilotas cogieron las armas de Otriades y en silencio lo siguieron por la ciudad. Al llegar a la casa, despidió a su hermano y ordenó a los esclavos que limpiasen sus armas y que las llevasen a su sisita. Ahora él no las necesitaba.
Antes de entrar se fijó en el olivo que crecía firme en el pequeño jardín y exhibía una buena cantidad de aceitunas. Se acercó a él y tocó sus hojas, y se quedó quieto dejando que el aroma del tomillo y la hierbabuena lo envolvieran mientras aspiraba profundamente y dejaba que sus pulmones se hincharan con aquel aroma tan diferente al que había sentido unas semanas atrás, aquel aroma a sangre, orines, sudor y humo.
- ¿Es que no vas a pasar a tu casa? ¿No quieres ver a tus hijos? ¿O es que prefieres desfogar tus instintos con tus compañeros de cuartel que con tu esposa?
Otriades levantó la vista y hubiera jurado que quien le hablaba era la misma Afrodita bajada a la tierra. Cora estaba hermosa, la vio apoyada en el quicio de la puerta, con los brazos cruzados, mirándolo de costado y con una sonrisa socarrona. Tenía el cabello suelto que le caía suavemente cubriéndole el hombro izquierdo, vestía una túnica corta blanca con pequeños adornos azules en los bordes. El rubor de sus mejillas hacia resaltar sus preciosos ojos verdes. Detrás de ella, Dione, su hermana, sostenía a los hijos de ambos. Se asomó con cautela y luego salió rápidamente llevando a los pequeños junto a su padre, que se hallaba ya cerca de la puerta, con los ojos abiertos como platos.
Otriades, al ver a sus hijos, se acercó rápidamente hasta su cuñada y los cogió, y pronto pudo sentir el calor de cada uno de ellos en su pecho. Abrazó a ambos y los apretó contra sí, y así se quedó unos segundos besándolos en la cabeza a uno y otro y mirando a su mujer, que sonreía.
- Ven —dijo ella extendiendo su mano.— Debes estar cansado.
Otriades devolvió sus hijos a Dione y entró a la casa seguido por Cora. Cuando se volvió, su cuñada había desaparecido con los niños, dejando sola a la pareja. Dentro el fuego del hogar calentaba una marmita, la luz que entraba por las ventanas jugaba con el blanco de la habitación, iluminándola. Otriades se volvió hacia ella, que se detuvo a dos pasos de él. Se acercó rápidamente y la abarcó con sus fuertes brazos, la besó suavemente en la boca, mientras acariciaba su cara. Ella lo separó, cogió su mano derecha y se la apoyo sobre el pecho, a la altura del corazón. Él quiso acercarse y besarla otra vez, pero ella lo impidió y bajo la mano de él desde el pecho hasta su vientre.
Otriades no entendía, la miró a los ojos frunciendo el seño, preguntando sin hablar, y la respuesta la obtuvo de aquella sonrisa en forma de medialuna. Su corazón se llenó de júbilo y alzó a Cora con ambas manos por encima de su cabeza. Mientras reía, se besaron una y otra vez. Estaba feliz, había luchado bien, había vuelto de una pieza, sus niños crecían fuertes, estaba con la mujer que amaba y ahora, como un regalo de los dioses, esperaba otro hijo.
Macario había recurrido al único amigo que tenía, Foroneo, hombre hábil en la política, que en Argos buscaba ascender peldaños rápidamente. Juntos habían trazado los planes para enriquecerse y gobernar. El argivo era un miembro prominente de su ciudad, con muchos contactos y recursos. Era con Foroneo con quien Macario ordenaba sus ideas y maquinaciones. Ahora que en Tegea estaba todo perdido, era él quien le daba refugio. El argivo sabía que Macario, a pesar de haber perdido el poder en su ciudad natal, era un hombre de muchos recursos, dueño de una lengua capaz de vender arena en el desierto, y por eso le dio cobijo, porque suponía que más temprano que tarde le sería útil. Esa tarde su inversión comenzó a dar réditos. Fue cuando el zorro tegeo reconoció en un joven sucio y maloliente al hijo del difunto rey Aleo, aquél que sucumbió bajo la lanza de Anaxandridas.
Mucho se había dicho del príncipe. Que se había suicidado, que lo habían matado unos bandidos, que se había hecho a la mar para convertirse en pirata. Fábulas. Historias que cuentan marineros borrachos en tabernas de mala muerte. El joven llevaba más de una semana rogando en el cuartel que lo aceptaran como recluta o mercenario. Apestaba, estaba en los huesos, hasta tenía costras de mugre en algunas partes de su piel. La suciedad del cuerpo mostraba los rastros del hambre y los surcos dejados por las lágrimas. Nadie sabía quién era, él nunca mencionó su nombre o el de su padre aunque, tal cual estaba, nadie le hubiese creído. Macario y Foroneo nada hicieron por buscarlo. Sólo pasaron por la puerta del cuartel esa mañana, cuando un mal rayo de Atenea iluminó la vista del tegeo. Únicamente así se explica que pudiera reconocer a Memmon bajo esa mata hirsuta de pelo. Ni un instante tardó en comentárselo a su amigo. Los ojos de ambos destellaron la revancha.
El sol comenzaba a caer cuando Otriades se presentó en la casa de Hypathia. Ella, avisada por un esclavo de la visita de su hijo, salió a recibirlo. Lo cogió de la mano y quiso hacerlo pasar, pero él, sin soltar a su madre, se dirigió a la parte trasera de la casa, donde bajo la sombra del viejo olivo descansaban los restos de su padre. Sobre la hierba que cubría aquella tumba, Otriades dejó caer un poco de tierra de Tegea. Tierra testigo de la victoria, manchada con la sangre de ambos bandos. De una alforja que llevaba colgando en bandolera extrajo una pequeña cantimplora y derramó su contenido sobre aquella tierra. El preciado néctar de Dionisio fue absorbido rápidamente. Finalmente, sacó también del zurrón una paloma. El ave, nerviosa, no paraba de temblar en las manos de su captor. Otriades oró en voz baja y le arrancó la cabeza rápidamente, dejando caer la roja sangre sobre la tumba de su padre. Luego, él y su madre se abrazaron unos momentos en silencio, ella le cogió de la mano y lo llevó hasta la casa. El ambiente en la sala era cálido gracias al fuego del hogar, y como si Hypathia supiese que él vendría había dispuesto sobre la mesa un cuenco lleno de galletas y pasteles de higo y miel, a los que Otriades asaltó sin mucho preámbulo. Luego de comer en silencio un par de ellos, su madre le acercó un cuenco de leche de cabra.
- ¿Estarás contento, no? —preguntó ella mientras miraba a su hijo comer.
- No, no estoy contento, estoy feliz.
- Él estaría orgulloso de ti. ¿Lo sabes, verdad?
Otriades no dijo nada. Sólo asintió con la cabeza, mientras miraba a su madre y sonreía.
Un par de horas estuvieron hablando, él le contó sobre la batalla, sobre sus compañeros, de las hazañas que vio, de Lyches, de la ciudad, de sus miedos, de la sorpresa y la satisfacción por el embarazo de Cora. Ella le escuchó, le contó de su alegría por saber que iba a ser abuela otra vez, porque Adrastro se casaría en la próxima estación y de los diversos cotilleos de la ciudad. A pesar de haberla visto por última vez dos lunas atrás, vio en su madre más arrugas y un par más de canas. Ella empezaba a notar el paso de los años y el estar sola, pero sus penas las guardaba bajo llave. Cuando estaba con sus hijos siempre estaba alegre y vivaz, sobre todo en días como este, cuando volvía dela guerra sano y salvo.
Las estrellas cubrían el cielo cuando él se dirigió a su sisitia. A pesar de tener el día libre, sabía que sus compañeros estarían allí cenado y no se equivocó: no faltaba nadie, solamente Lyches que se encontraba en Tegea y Clito, caído en la batalla. Al entrar, el olor a vinagre y sudor lo golpeó de frente inundando sus pulmones. Las risas de sus amigos resonaban en todo el comedor, sobre todo la de Ajax que se retorcía en el suelo gracias a un chiste de Dimas. Cuando vieron entrar a Otriades lo vitorearon y levantaron sus copas en su honor. Adrastro, que también estaba ahí, hizo correr la voz del embarazo de Cora.
- Enhorabuena, gusano, menuda suerte has tenido ¿eh? —Le dijo el grandullón mientras se levantaba y le palmeaba la espalda y le tendía una copa de vino rebajado con agua.— Esta cena exquisita es en honor al recuerdo de los que han caído y en honor a los que vienen en camino. —dijo señalando el aromático caldo negro.
- Enhorabuena sólo si se parece a su madre, porque si el crio sale feo como el padre, seguro que lo despeñan en el Taigeto —apostilló Adrastro, mientras todos reían.
- ¿Por qué dices eso, si yo soy precioso? —culminó Dimas, a los que todos rieron con más fuerza y a carcajadas, incluso Otriades a quien se le escapo por la nariz el sorbo de vino que estaba bebiendo.
Pasaron siete meses. En precaución de lo ocurrido cuando nacieron sus primeros hijos, Otriades no estaba en la casa ese día. Se encontraba en la palestra, junto con sus inseparables amigos. Intentaba centrarse entrenando con la lanza, y luego con la espada. Dejó sus armas y se enfrentó con Dimas en la lucha y con Ajax en el pugilismo, pero estaba tan distraído que más de una ocasión recibió golpes que lo tumbaban una y otra vez. Finalmente, convencido por sus compañeros, se lanzaron por la pista en una frenética carrera cargando con los escudos. Ajax tenía la fuerza, era una enorme mole de carne, Dimas la resistencia, podía aguantar cualquier marcha y cualquier dolor, Otriades tenía la velocidad. Cuando comenzó la carrera se separó inmediatamente de sus amigos, parecía estar dotado de las sandalias aladas de Hermes. Los hombres y mujeres que estaban allí detuvieron sus actividades para ver la carrera y vieron a Ajax y Dimas tragando el polvo que Otriades levantaba, al parecer sin ningún esfuerzo. No corría, volaba. Mientras lo hacía el viento intentaba frenarlo o hacerle perder el equilibrio del lado del escudo, pero era en vano. Al llegar a la meta, los otros dos estaban aún lejos. Se volvió y sonrió al verlos mientras jadeaba. Fue en esos instantes cuando Otriades pudo dejar de pensar en su mujer y en el inminente parto, eran unos momentos de paz para su cabeza.
- ¿Por qué habéis tardado tanto? —Les preguntó riendo cuando llegaron sus amigos.
Ajax, demasiado agitado para responder, le pegó un empujón que lo hizo dar tres pasos hacia atrás entre risas. Fue entonces cuando vio a uno de los ilotas de su madre, que lo esperaba mirando el suelo. Otriades se acercó despacio, secándose el sudor de las manos y la frente con un sucio trapo, hasta que se detuvo frente al esclavo.
- Mi señor, su madre, la dama Hypathia, me ha mandado llamarle. —dijo el ilota sin levantar la vista del suelo.
Otriades, con una sonrisa en la boca, dejando todas sus cosas en la pista, salió disparado hacia su casa. No parecía que acabara de correr, no notaba la fatiga ni los saltos que daba su corazón, ni la sangre que era bombeada con más fuerza por sus arterias y venas, sólo notaba la necesidad imperiosa de llegar, de ver a su hijo, de estar con su esposa. Cuando estuvo a menos de un estadio de su destino, pudo ver a algunas personas en su jardín, mas no reconoció a ninguna. Llegó a su casa, donde la puerta estaba abierta y entró como una tromba y no se detuvo hasta la habitación, donde estaba Cora, con la cara demacrada por el dolor y la frente perlada por el sudor. Otriades se acercó a la cama sin reparar en nada y tiró a una de las esclavas que llevaba las sábanas manchadas con sangre y desperdicios. El se sentó a la vera de su mujer y con un dedo recorrió suavemente el puente de su nariz. Ella abrió los ojos y sonrió, él besó suavemente su frente antes de que Cora volviese a cerrar los ojos.
- ¿Es que no quieres ver a tu hijo? —La voz de Hypathia resonó a sus espaldas.
Otriades se giró y vio a su madre que, flanqueada por su suegra Hypolita y su cuñada Dione, sostenía un pequeño bulto. Se acercó despacio, abrió la manta que lo envolvía y vio unos enormes ojos que se posaban en los suyos, cogió al recién nacido de las manos de su madre. Era un niño. Lo sostuvo sobre su cabeza mirándolo y sonriendo mientras el bebé lloraba a puro pulmón y movía sus manos. Entonces aparecieron Gelio, el padre de Cora, que llevaba a sus nietos aupados uno en cada brazo, seguido por Ajax y Dimas, quienes, fulminados por la mirada de Hypathia, se acercaron en silencio a su amigo y se quedaron como tontos observando al pequeño vástago.
Otriades acercó al niño a su pecho y se sentó en la cama junto a Cora, y mientras su familia y sus amigos lo miraban en silencio, él habló en voz baja con el pequeño
- Tú serás fuerte y comandarás ejércitos. Tú y tus hermanos darán orgullo y honor a las familias de las que provenís y tendrán hijos que serán mejores que sus antepasados. Te llamaré Orsifanto, y cuando se diga tu nombre todos sabrán de dónde vienes y tus enemigos temblaran.
La mano de Cora se apoyó en su espalda cuando él terminó de decir estas palabras, él se giró y sus ojos se encontraron. A pesar de estar cansada y dolorida, la sonrisa de ella iluminó la habitación y él sintió en esa sonrisa la bendición de los dioses.