I

Tegea, 550 a. C.

 

Todavía, a pesar de ser ahora un prisionero, un esclavo, mantenía el aspecto regio. A pesar de trabajar de sol a sol, de arar los campos de sus enemigos, de vivir con grilletes y cadenas, seguía manteniendo la mirada alta y, disimulando su enfermedad, no daba visos de sumisión. A pesar de los dos años de cautiverio, de que parecía que su patria y los dioses lo habían olvidado, seguía rezando devotamente a Apolo. No rezaba por la liberación, tampoco por la venganza. Rezaba por ver cumplido el oráculo del Dios, aquel que años antes le vaticinara la pitia en Delfos.

Sabía, a pesar de las recriminaciones diarias de los pocos prisioneros que quedaban, que no se había equivocado, que la interpretación que había hecho era correcta, que en efecto Tegea caería ante la falange espartana. Que las cadenas no eran las que ahora él llevaba, sino las que Esparta usaría para rodear toda la Arcadia.

Todas las noches rezaba al divino arquero1 que le permitiera ver ese momento; pero todas las noches recordaba también. Recordaba en vívidos sueños la masacre de sus compatriotas, de sus hermanos. ¿No hubiese sido mejor morir con los demás? ¿No hubiese sido mejor morir con las armas en la mano en lugar de vivir con un arado?

Esa noche de invierno, después de trabajar bajo la lluvia toda la tarde, no sería la excepción. Al principio, mientras, una vez más, la tos machacaba su cuerpo y el frio se cebaba con él, pensó que no podría dormir. Que esa noche la imagen de sus camaradas muriendo no lo acosaría, pero poco a poco, el cansancio lo abrazó. Era una sensación nueva, distinta, por un lado sentía desesperación por no poder respirar, por toser sangre en cada espasmo de su cuerpo, por un dolor tan intenso que el pecho se le desgarraba; pero a la vez, paradójicamente, fue una sensación de bienestar la que comenzó a invadirle, el cuerpo le pesaba, los ojos se cerraron; pero no llegó la oscuridad ni la paz tan deseada, no. Una vez más lo vio.

Era una mañana temprana cuando partieron, eran mil dos cientos ochenta, suficientes teniendo en cuenta el enemigo, pensaron los éforos2. Según los informes recibidos por sus espías, en Tegea apenas había en esos momentos dos mil hombres capaces de portar armas. Los de Esparta eran suficientes teniendo en cuenta el oráculo recibido tan sólo una semana antes. Tegea caería. Sus fértiles tierras, sus campos rodeados de montañas, su tierra toda sería suya. Y desde ahí, afianzarse en Mesenia, dominar Pilos, conquistar Argos. Y luego la gloria. Él, comparado con Aquiles u Odiseo. Su nombre recorriendo el mundo a través de sus hazañas bélicas. Incluso podría compararse con los Olímpicos3. Eran mil dos cientos ochenta espartanos, dos lochas4 y un rey. Hombres que ignoraban que jamás volverían a ver su amada ciudad, a bañarse en el frío Eurotas o cazar en el Taigeto.

Al principio la batalla fue tal como lo esperaban, los enemigos eran poco más numerosos que ellos, casi les igualaban. La máquina asesina espartana iba avanzando.

Apenas volaban algunas jabalinas hacia ellos, altas, muy altas. El hombre con miedo apunta alto. Lo que tenía enfrente ya lo había visto antes, una turba, más que soldados parecían un montón de pastores armados con espadas viejas y lanzas improvisadas. No tardarían mucho en reducirlos. No habría enfrentamiento, los espartanos avanzaban en silencio y los tegeos retrocedían gritando insultos e invitándolos a venir con gestos obscenos. Finalmente fue una desbandada general, los hombres de Tegea huían y en su desesperación lo hacían hacia una hondonada, un lugar del que no podrían escapar.

- Estos brutos no conocen ni su propio territorio, —pensó— ¿cuánto más difícil hubiese sido pelear en el pequeño bosque que se veía a penas a un par de estadios5?

La victoria estaba ahí, al alcance de su mano. No podía vacilar. Miró a su izquierda y se sintió orgulloso de liderar tan buenos soldados. Ordenó el paso veloz y fueron tras ellos. Quería una victoria rápida, los obligaría a rendirse, quizá no perdiera a ninguno de sus hombres, quizá el Hades no pidiese hoy sangre espartana. ¡Qué equivocado estaba!

- Oye —le dijo Lykaios, uno de los oficiales— no nos metamos ahí, quizá luego nos cueste salir. Dejemos al menos una pentecostis6 fuera.

- No, esto se acaba hoy. Hoy se cumple el oráculo de Delfos. ¡Hombres! Apolo está con nosotros. ¡Nike7!

Ninguno contestó, siguieron avanzando. Incluso Lykaios lo hizo, aún pensando que era un error, siguió a su rey al fondo de la hondonada y a su destino

A poco de entrar en aquel sitio el último espartano, se oyó a sus espaldas el sonido de un cuerno de caza. Se giró y lo que vio le heló la sangre. Miles de hombres aparecieron de detrás de las laderas, de detrás de los árboles del bosque, de la nada. No supo cómo, pero estaban rodeados. De un minuto a otro los perseguidos se dieron vuelta y plantaron cara al invasor. Los cazadores eran ahora los cazados.

Flechas y jabalinas volaban hacia los lacedemonios por un frente. Por el otro el violento choque de los tegeos que defendían sus amadas tierras fue estremecedor. Poco a poco fueron cayendo, morían matando, pero la superioridad numérica era abrumadora. Enemigos a un lado y a otro. Un gigante, protegido sólo por un casco alto y un escudo de cuero se acercó velozmente hacia él, agitando su espada como si fuera un molino, segando vidas a su paso; el espartano se puso de perfil, plantó firmemente los pies, apuntó con su lanza al pecho de la mole de carne que se le venía encima y justo antes del choque se agachó un poco. El gigante se ensartó solo, la velocidad que traía y su peso contribuyeron a que la punta de hierro se adentrara más hondamente en su carne. Lo levantó un poco del suelo y la lanza se arqueó tanto que a punto estuvo de partirse en dos. Cuando el arcadio se desplomó, el arma estaba tan clavada en él que no pudo sacarla. Desenvainó la espada. Habían pasado más de tres horas. Muchos habían caído ya. Sin lanza y cubierto de sangre peleaba en primera fila, xhipos8 en mano. Buscaba a Lykaios y sólo veía sangre. Los mil eran ya menos de doscientos. Estaban extenuados y los tegeos, se dio cuenta en ese momento, seguían viniendo. No sólo estaba luchando contra Tegea, había ahí hombres de Argos y Mesenia. Los arcadios se habían unido para resistir a Esparta. Un dolor agudo en su pierna le hizo volver a la realidad, tenía el asta rota de una lanza clavada en uno de sus muslos. Apenas tuvo tiempo de levantar su escudo y cortar la cabeza al hombre que estuvo a punto de matarlo. Cogió la madera que salía de su pierna y dio el tirón para sacarla. El grito de dolor que salió de su garganta pareció paralizar la lid, pero fue sólo una ilusión. Un grito que fue apagado por un golpe en su cabeza. Cayó de rodillas primero y trató de levantarse. Con su maltrecho escudo desvió hacia su hombro un ataque que iba a su corazón. La hoja penetró cortando la carne. Otro golpe. Esta vez cayó de costado, solamente barro a su alrededor, hecho de la sangre y los orines de los muertos y heridos agonizantes que le rodeaban, sólo piernas que avanzaban y otras que aguantaban. Sus ojos se cerraron.

Todo volvía a su cabeza en las noches, y esa no sería la excepción. A pesar de que el frío y la enfermedad habían invadido su ser, las imágenes de esa batalla lo acosaban. Resurgían las visiones de sus hermanos muertos en el campo, tendidos, cubiertos de sangre, el recuerdo de los pocos sobrevivientes humillados bajo cadenas. Objeto de burla de la chusma arcadia.

Recordaba y se mortificaba; rezaba cada día al hijo de Zeus. Y esa noche, en sus horas últimas el dios lo escuchó.

Oyó su nombre, una dulce voz que lo llamaba. Una voz que le devolvió calor y color a sus mejillas. Al abrir sus ojos, no daba crédito a lo que veía: sentado frente a él, tañendo una lira de la más hermosa factura se encontraba Apolo. ¿Seguía soñando tal vez? ¿Estaba ya muerto acaso?

- No, no estás muerto. Aun. Pero poco tiempo te queda. —habló el dios mientras sacaba unas dulces notas de su instrumento.

Él no pudo articular palabra alguna, estaba muy débil incluso para eso, volaba de fiebre y tenía la garganta seca e irritada de tanto toser.

- Tú siempre me has venerado, pero también has sido ignorante y tonto, ¿realmente pensaste en compararte conmigo o con alguno de mis hermanos? Has sido arrogante y pretencioso y caro lo has pagado.- los dedos de Apolo empezaban a cobrar velocidad en la lira, la música tenía un efecto sedante sobre él.

- Por favor, si este es el final, permíteme morir tranquilo, bastante he pagado ya, no al llevar estas cadenas, sino al ver morir a mis amigos, al sentir el olvido de mi patria, al vivir con el desprecio de los pocos compatriotas que aquí me quedan. —El moribundo hacía un esfuerzo sobrehumano para hablar.

– Es verdad lo que dices: fui un tonto, fui un ciego, pero ni en los peores momentos de mi vida dejé de adorarte, sacrificaba siempre un poco de la miseria que obteníamos para comer para poner en tu altar. Sólo te pido que te apiades de este pobre viejo y le permitas morir en paz.

- Sea. —Apolo cerró los ojos y sin dejar de hacer sonar su instrumento acompañó al maltrecho rey en su último viaje.

Ninguno de los dos volvió a hablar, lo único que se escuchaba era la música de la lira que inundaba el aire. Ya no podía abrir los ojos, pero la melodía lo hacía volar. Recorrió las laderas nevadas del Taigeto, se vio nadando en el Eurotas siendo joven aún. Recordaba con amor a su hijo y esposa. Su instrucción, sus amigos, volvió a ser el rey victorioso que otrora fue. Revivió su último viaje a Delfos, el oráculo, y una vez más las palabras de la pitia resonaron en su cabeza:

“¿La Arcadia pides? Eso es demasiado.

Concederla no puedo, porque en ella,

De la dura bellota alimentados,

Muchos existen que vedarlo intenten.

Yo nada te la envidio: en lugar suyo

Puedes pisar el suelo de Tegea,

Y con soga medir su hermoso campo.”9

A partir de ahí, la música se aceleró, vio sólo manchas borrosas que pasaban a su lado a una velocidad increíble, pero en esas manchas, a intervalos pudo divisar un ejercito escarlata, marchar y abarcar el Peloponeso todo. Vio batallas sangrientas donde Esparta se alzaba triunfante; invasiones descomunales y resistencias heroicas de pocos contra muchos, vio victorias por todo lo alto y mientras la piel se le erizaba al sentir en carne propia esa felicidad que invade a uno al darse cuenta de que ha logrado una hazaña heroica, pudo divisar un campo lleno de cadáveres, con sólo un hombre en pie. Ya no vio nada más, sus ojos se velaron y así, en un día frio y oscuro, en un campo olvidado de la vecina Tegea, moría, con una sonrisa en los labios, Agasicles, décimo cuarto rey de Esparta de la dinastía Euripóntida10.

Con tu escudo o sobre él
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