XI
Esparta
Anaxandridas hablaba tranquila y pausadamente haciendo que su voz llegase a todos los miembros de la gerusia y a los cinco éforos recién elegidos. Llevaban reunidos desde el mediodía y el sol ya se había ocultado tras el Taigeto, mas nadie daba visos de cansancio.
…y sois vosotros los que debéis dar la orden. Ya habéis escuchado al hijo del honorable Lyches, aquí presente. Para eso estamos reunidos, no se trata de declarar o no la guerra contra Argos, el conflicto ya esta aquí, comenzó cuando ayudaron a Tegea hace unos años, causando la muerte de nuestros hombres y nuestro rey. Hoy estamos aquí para tomar medidas directas contra ellos y no permitir que esta guerra sucia que Argos propone se extienda en el tiempo. Ellos buscan desestabilizar nuestro poder mediante la traición y la mentira, ellos se aprovechan y se valen de un joven confundido por la muerte de su padre para conseguir sus objetivos, pues combatamos esas acciones innobles con la lanza y el escudo.
El silencio que había mientras Anaxandridas hablaba no fue roto tampoco cuando él calló y se sentó junto a los éforos y al rey Aristón. Las miradas de los hombres se cruzaban entre ellas tratando de leer el pensamiento de sus compatriotas, algunos buscaban la respuesta en el suelo, otros cerrando los ojos e invocando a los dioses. Poco a poco un murmullo comenzó a surgir de algunas gargantas y este se fue extendiendo paulatinamente.
¿Y qué pretendes? —el viejo Gelio se puso de pie e hizo acallar los murmullos con su pregunta.— ¿Atacar Argos?
Anaxandridas sonrió al veterano y se puso de pie despacio, mientras masticaba sus palabras. Apenas unos segundos pasaron pero la tensión que había en el ambiente por la seriedad del tema hizo que ese instante pareciese eterno.
No, o mejor dicho, no de momento. Pretendo que estrechemos el cerco, que lo único que puedan dominar del Peloponeso sea su puerto y eso por ahora. Digo que ataquemos a sus aliados, que no tengan más salida que el mar. Digo que recuperemos lo que nos pertenece. Dadme el ejército y yo os daré la victoria.
Todos sabían a que se refería, Tyrea había pertenecido a Esparta hasta la batalla de Hysae, donde Argos los venció y se apoderó de aquella ciudad y de toda la región de Cinuria. Anaxandridas sabía que el orgullo de esos hombres y la gloria obtenida por las recientes victorias, se combinarían haciendo arder el ánimo de los veteranos guerreros al recordarles tácitamente aquella derrota. El nombre de esa ciudad, a la que él aludió sin nombrarla, se escuchó una o dos veces en la sala haciendo que el murmullo surja otra vez de las gargantas. Anaxandridas lo supo entonces, por mucho que tardaran obtendría lo que quería, marcharía hacia el norte, vencería a Argos en la batalla, reconquistaría Tyrea y Esparta sería le única potencia del Peloponeso. Estaba dispuesto a ello, aunque tuviese que dar su vida a cambio, lo haría por sus hijos, por sus hombres y por su ciudad, y por supuesto, lo haría por la gloria.
Argos
- No te preocupes, no es nada. Son sólo unos traidores cuya única patria es su dinero. Por eso no han acudido, por eso te han mentido sobre mí. ¿O acaso el frutero no te protegió? Tú mismo me has dicho la reacción del pueblo cuando pasaron las tropas. Tienen miedo. Olvídate de Brasidas y de los otros traidores. Ya les podrás dar su merecido.
Con esas palabras Macario calmaba a Memmón que regresó hecho una furia a la ciudad. El joven, con el juicio nublado por la rabia y aún cegado por las ansias de venganza, absorbía como una esponja cada una de las palabras de aquel hombre.
- Te lo prometo, tendrás tu venganza. Te lo prometo, ocuparás tu lugar y yo estaré junto a ti para ayudarte y aconsejarte en lo que necesites. Allí estará Argos y su ejército respaldándote y todos juntos nos encargaremos de los enemigos de Tegea, internos y externos.
Esparta
Aquella mañana, el sol se asomó con fuerza sobre el monte Parnón; cada tanto una leve brisa traía el aroma de las flores y árboles que habían en el platanar cercano a la palestra, también unas cuantas nubes que jugaban y corrían raudas en el cielo, ayudaban a aplacar el calor con su sombra.
El gymnasión estaba repleto, algunos hombres corrían en la pista, otros se entrenaban con las armas y otros luchaban o boxeaban, algunas mujeres lanzaban el disco y su risa atemperaba el ambiente cargado de calor y polvo. La noticia encontró a Otriades mientras luchaba con su hermano y éste lo tumbaba contra el suelo. No era la primera vez que Adrastro lo vencía, hacía un tiempo que aquel joven se había convertido en un excelente luchador. Desde el suelo, sus ojos sólo podían ver el cielo y la sonrisa de Adrastro mientras se levantaba riendo, y al incorporse, pudo ver cómo los hombres se acercaban al viejo Gelio, el padre de Cora y Dione, que entraba con lento caminar, pero con paso firme. El rostro de aquel anciano, siempre difícil de leer, traía una expresión donde se mezclaban la serenidad y la excitación. Otriades se levantó y se fue acercando al corro que se iba formando al tiempo que se quitaba el polvo del cuerpo.
- Tyrea, muchachos, será Tyrea. —pudo escuchar la voz de Gelio que hablaba a los demás con voz pausada y en calma.
- ¿Cuándo partiremos? —preguntó alguien.
- No lo sé, una semana, tal vez diez días.
Los hombres seguían sumándose y preguntando, cuando Otriades se alejaba sumido en sus pensamientos. El hijo de Lyches había regresado de Tegea unos cuantos días antes portando importantes e inquietantes noticias que poco tardaron en propagarse. Argos buscaba interponerse entre Esparta y sus conquistas, entre Esparta y sus aliados, tratando de crear una brecha, poniendo a unos contra otros, y por lo que se sabía, quisieron utilizar al joven y proscripto príncipe, jugando con su inexperiencia y ansias y tratar así de recobrar el poder perdido. La sombra de la guerra, en forma de caballo alado84, asomaba en el horizonte y venía desde el norte desde Argos. Thyrea, ese sería el lugar, aquel en el cual los espartanos, en el pasado, fueron derrotados por Fidón.
Otriades se alejaba del bullicio y dejaba atrás la palestra, y mientras lo hacía caminando hacia el rio podía ver a muchachos que aún no se afeitaban riendo y bailando, vaticinando la futura victoria sobre el eterno enemigo. Observaba atónito a las mujeres que se le acercaban y sonreían deseándole suerte, también a algunas viejas matronas que le ofrecían flores y sonrisas con sus mejores augurios. Todo eso era nuevo para Otriades. Cada vez que partió con el ejército era como si un pastor fuese a pasear a sus cabras, era un oficio, una obligación, un arte para el que se había entrenado. Esta vez era diferente, quizás por la historia, tal vez por el enemigo, la ciudad estaba inusualmente convulsionada. Cuando consiguiesen la victoria el poder espartano llegaría a casi todo el Peloponeso y nadie podría hacerle sombra.
Llegó al rio casi sin darse cuenta, sus pasos le llevaron al mismo sitio donde tantas veces se zambullera y donde compartió momentos con sus seres queridos. Dejó sus preocupaciones en la orilla y poco a poco fue metiéndose en el agua haciendo caso omiso de lo gélida de ésta. Era raro, pero no había nadie más por allí, ni siquiera algún grupo de niños que, en plena agogé, solían pasear buscando comida, algo para robar o simplemente jugando. El silencio era roto en contadas ocasiones por algún ave o por algún golpe de viento que soplaba sobre los mirtos. Quedó tumbado sobre el agua, con los brazos abiertos y las palmas hacia abajo, al tiempo que sus piernas colgaban inertes sostenidas por la líquida materia. Tan sólo la cara y el pecho sobresalían del agua mientras flotaba y trataba de alejarse de todo, pero no lo consiguió. Pronto partiría con el ejército hacia el norte, pronto se vería empuñando su escudo y su lanza, marchando junto a hombres mejores que él, a derramar su sangre por Esparta, por los suyos, por su padre y madre, por su hermano y amigos, por su mujer y sus hijos. Con los ojos cerrados pudo ver la mirada firme de su esposa ofreciéndole el gran escudo y repitiendo aquella frase, “Con tu escudo o sobe él”. Como si un golpe le cayera del cielo, pudo ver en su mente los ojos de Cora, esa mirada que podría derretir las nieves del pico más alto del Taigeto. Cada vez que ella pronunciaba esas palabras su mirada se volvía gélida y su rostro se convertía en una máscara pétrea. “Las mujeres de Esparta son más fuertes y valerosas que nosotros” pensó. “nos ven partir y no regresar. Mientras morimos rápidamente frente al bronce, ellas mueren lentamente en soledad viendo alejarse hijos, padres, esposos.”
- ¡Eh! ¡Tú, espartano!
Esas palabras le sacaron de sus pensamientos. Al tener los oídos bajo el agua no pudo identificar claramente aquella voz femenina, y en un solo y rápido movimiento se puso de pie para poder ver quién le hablaba. Sonrió al ver a Cora frente a él, sonrió al pensar que los dioses escuchaban sus pensamientos y alguno se apiadó de su persona enviando a su mujer para sacarlo de esas marañas mentales en las que siempre caía. Ella también le sonrió al tiempo que dejaba caer su quitón para meterse en el agua. Se acercó a él despacio, imitando a una fiera que acecha su presa, él se agazapó en el agua dejando que asomara la mitad de su cara. Cuando parecía que Cora iba a saltar sobre su marido, se quedó quieta un segundo tras el cual, riendo y gritando, empezó a salpicarlo y echarle agua con todas sus fuerzas.
- ¿Cómo puede ser que un guerrero de Esparta sea pillado tan desprevenido? –gritaba ella sin dejar de echarle agua.
Otriades se levantó y en dos pasos largos y veloces acortó la distancia con su mujer, la levantó en brazos y la arrojó lejos de él haciendo que sus risas quedaran sumergidas en las frías aguas del Eurotas. Se quedó mirando el lugar donde ella había caído, mas Cora no emergía, sólo se veían las ondas del agua alejarse en círculos concéntricos. Otriades se fue acercando despacio y cayó de bruces al agua. Ambos salieron riendo y corriendo del rio, él detrás de ella, hasta que cayeron de bruces en la orilla y allí se quedaron un rato agitados, mientras sus risas se mezclaban con el ruido de los pájaros que levantaron el vuelo, alborotados por la pareja. La cabeza de él en la arena, la de ella en su pecho.
- ¿Qué haces aquí sólo? —preguntó Cora recuperando el aliento.— Todos se están reuniendo en el ágora, en los comedores y en la pista. ¿Te has enterado lo que pasa?
- Si, lo sé. Partiremos pronto. Pero no entiendo el por qué de tanto jaleo. Cuando marchamos a Tegea fue como si nos fuésemos de pesca. Cuando partimos hace nada apenas hubo movimiento en las calles. ¿Qué más da que tengamos que salir en otra campaña?
- Si no te conociese, diría que esas palabras provienen de un ateniense o un arcadio.
- ¿Pues sabes qué? —dijo Otriades mientras se sentaba y colocaba la cabeza de su mujer sobre su muslo sin dejar de acariciarle el pelo.— A veces pienso que las moiras se han equivocado conmigo. Tal vez este no sea mi lugar.
Cora se incorporó despacio al escuchar a su marido pronunciar esas palabras. Se quedó observando sus ojos que miraban a algún punto fijo perdido en el rio, hasta que él la miró también. No era la primera vez que Otriades hablaba con su mujer sobre ello. De cómo él se sentía distinto a los demás en cierto sentido, que no tendría problemas en dejar la guerra de lado y vivir en un aislado y lejano lujar siempre que la tuviese a ella y a sus hijos, que no ansiaba gloria, ni poder ni ser el mejor guerrero, que si su madre le hubiese anunciado a él lo que Tetis a Aquiles, él hubiera elegido una vida larga85. Aunque esas palabras y sentimientos desaparecían en el momento de embrazar el escudo y calzarse el yelmo, al tiempo que se convertía en un autómata asesino. El aprendizaje de toda su vida surgía como un instinto animal desde dentro acallando las voces de su cabeza, convirtiéndolo en el arma más mortífera de toda la Hélade, el hoplita espartano.
- No digas eso. —dijo Cora con su aterciopelada voz mientras acariciaba su cara.— Si este no fuese tu lugar nunca nos hubiésemos conocido y no tendrías los amigos que tienes, esos dos locos cabezas huecas; si este no fuera tu lugar quizá no hubieses tenido un mentor como Lyches, que te ha abierto la cabeza a algo más que a tus obligaciones como hombre de esta ciudad; si este no fuese tu lugar, yo no estaría tranquila como lo estoy cuando el ejército marcha a la guerra, sabiendo que tú vas entre ellos.
Él la miró con curiosidad, pues esa última frase le sonaba a disparate, mas Cora no reía, seguía sería, hablándole con voz suave y dulce.
- No estaría tranquila porque a pesar de que sé que cada hombre de esta ciudad moriría en el campo de batalla para proteger a mis hijos aunque no los conociese, también sé que tú, por ellos y por mí, no te rendirías nunca y aplastarías a cualquiera que amenace nuestra libertad o seguridad. Sé que cada gota de tu sudor, de tu sangre y cada lágrima que sé que has derramado no me pertenecen a mí ni a los niños, sino a toda Esparta. Por eso estoy tranquila cuando partes, porque sé que todos los nuestros me protegerán, pero sé que tú lo harás más allá de todos los límites. ¿Cómo podría sentir esa seguridad si tú no fueses espartano?
Once días después del anuncio el ejército partió. A pesar de la lluvia que caía inundando las calles con grandes goterones, todo el pueblo estaba reunido viendo partir a los hombres. Seis mil soldados marchaban en una larga fila, al frente el rey Anaxandridas que avanzaba hablando en forma despreocupada con su hijo Cleomenes, más atrás dos de los cinco éforos electos recientemente, Eucles y Licofrón, seguidos por los trescientos guardias reales, los hippeis, entre los que destacaban por su altura su capitán Filemón y Ajax. Más atrás el resto del ejército entre los que estaba Adrastro, el hermano de Otriades, y cerrando la marcha los ilotas, llevando el equipo militar, la impedimenta, los víveres y los animales para los sacrificios. Todos iban hablando entre ellos y con los ciudadanos que quedaban en Esparta, se escuchaban chistes y bromas, despedidas alegres y palabras de aliento, algunos niños corrían entre la formación de soldados o marchaban junto a ellos, allí estaban los mellizos de Otriades, Aristeo y Nicanor, tirando de la capa de su padre, que alegremente los arrastraba sin esfuerzo por el camino. Finalmente se volvió y acuclilló mirando a los dos chiquillos a la cara.
- Llevadme con mamá —dijo, mientras acariciaba sonriente la cabeza de los dos.
Ahora las tornas se volvieron, los niños eran quienes arrastraban a su padre entre los demás soldados y la multitud, hasta dejar a Otriades frente a Cora para luego salir corriendo en pos de Dimas o algún otro soldado que les hiciese caso.
Cora sostenía en brazos al pequeño Orsifanto envuelto en una sábana de lino, a su lado, Dione, con el vientre abultado se despedía de Ajax. Otriades se acercó a su esposa sonriente, con aire despreocupado. La ropa mojada de su mujer, que se pegaba al cuerpo, dibujaba las curvas de sus senos y dejaba adivinar un vientre plano y terso, el cabello mojado y hacia atrás le daba a Cora un aire adolescente.
- Oye —dijo él.— ¿Qué te parece si aprovechamos que mi mujer no esta por aquí y…?
Ella le dio un empujón hacia atrás y sonrió. Al instante en un rápido movimiento se apretó contra su cuerpo y lo besó, al tiempo que su hermana se despedía del mismo modo de Ajax.
- Espera que me aleje un poco antes de buscarte a otro, eh. —bromeó éste dirigiéndose a Dione.
- Vosotros dos debéis hablar menos con Dimas. —contestó Cora poniendo su dedo índice en el pecho de Otriades.
Las dos parejas reían y los que estaban cerca y entendieron las palabras de Cora rieron también. Un solo segundo pasó y ellas dos callaron mirando a sus maridos, y como si de un movimiento ensayado se tratara se acercaron a ellos y pronunciaron la fórmula de siempre.
- Con tu escudo o sobre él.
Ajax y Otriades asintieron con la cabeza y sin decir nada más volvieron a la formación que seguía marchando lentamente pero sin pausa hacia el noreste, hacia Tyrea. Poco tardaron en ocupar nuevamente su lugar. Como tantas otras veces Otriades miraba a la muchedumbre tratando de buscar las caras conocidas de siempre. Pudo distinguir a Lyches que a pesar de su edad seguía manteniendo un aspecto lozano. El viejo lo saludó con los brazos en alto mientras su esposa Aleteia lo saludaba con un leve gesto de la cabeza.
- ¡Cuida a esos dos cabezas huecas que llevas a tu lado! —le gritó Lyches aludiendo claramente a Dimas y Ajax.
- ¡No te preocupes, viejo! —contestó Dimas.— Cuidaremos los unos de los otros y vendremos pronto a dar buena cuenta de tu despensa.
Anaxandridas y los éforos, al ver la escena y escuchar aquellas palabras, rieron en voz baja y negaban con la cabeza mientras seguían avanzando. El veterano rey avanzaba confiado y tranquilo sabiendo que llevaba lo mejor de su patria, que su ejército era superior al de Argos, y lo único que le preocupaba era saber que los dos éforos que viajaban con ellos en calidad de observadores, fueron en su momento buenos soldados pero malos generales. De todos modos ello quedaba compensado con las palabras del oráculo de Apolo en Amiclea:
“De los hijos de Heracles quedarán menos,
Mas victoriosos se alzarán en el llano
Haciendo suyo el campo de la muerte”
Él no necesitaba más. Apolo nunca le había fallado. Él, Anaxandridas II, decimoquinto rey de la dinastía Agíada, avanzaba como tantas otras veces al frente de sus hombres, sin saber que a más de quinientos estadios de allí los argivos también marchaban a su encuentro. Al frente de ellos, comandando a un ejército de similares proporciones, marchaba Foroneo, el basileus militar, elegido ese año, hombre sensato y capaz, hábil en la guerra y en la política, temeroso de los dioses, quien antes de partir hizo sacrificar a Ares un enorme buey negro como la noche. Los adivinos que interpretaron las vísceras no le dieron más que buenas noticias:
- “Mi señor, puedo ver a los nuestros traer la victoria y felices anunciarla a nuestras puertas”.
Mientras en las cabezas de Anaxandridas y Foroneo resonaban los buenos augurios que los dioses les deparaban, en la cabeza de los demás hombres que marchaban hacia la muerte sólo iba quedando el silencio.
En Esparta, cuando el ejército estaba punto de llegar a las puertas de la ciudad, los adioses y deseos de victoria y buenos augurios que se repetían en boca de todos se iban haciendo cada vez más escasos, y las voces alegres fueron dejando paso al sonido de la lluvia, al repiquetear constante del agua contra la tierra que acompañaba las miles de pisadas de aquellos que marchaban a la guerra. Entre esos sonidos Otriades la oyó una vez más. Era la voz de su mujer que se hacía cada vez más fuerte en su cabeza. Siguió avanzando como si nada, pensando que aquella voz que lo llamaba era el ruido del viento jugando entre los árboles que se confundía con la lluvia e imitaba la voz de Cora. Pero al poco pudo ver que sus compañeros se volteaban a ver y él los imitó. Entonces la vio, ella corría hacia él y él le correspondió haciendo lo mismo, se encontraron en un abrazo que arrancó la ovación de los hombres mientras los esposos se fundían en un beso.