XV
Argos
Era bien entrada la noche cuando llegó un mensajero desde Tyrea. Inmediatamente fue conducido a la casa de Macario pues allí se encontraba el basileus Foroneo, jefe del ejército. Macario entregó unas monedas al hombre que raudamente se había trasladado desde el lugar de la contienda hacia Argos e indicó a uno de sus sirvientes que se le alimentase y diese cobijo. Finalmente el dueño de la casa se quedó a solas con Foroneo. El mensaje estaba allí sobre la mesa y esperaba ser abierto. Ambos hombres se miraron en silencio hasta que el militar cogió el paquete, que traía en su interior una tablilla de cera. Sólo una frase se leía en ella: “Vencimos”. La sonrisa le iluminó el rostro. No sabía cuántos hombres habían quedado, tampoco le importaba. Algunos de ellos no eran más que mercenarios, feroces y excelentes combatientes, pero mercenarios. Sólo la victoria le interesaba, sólo el saber que se hallaba un poco más cerca de su meta. Además, trescientos hombres era un precio muy bajo para derrotar a Esparta y seguir con sus planes de gobernar Argos en solitario.
- Lo conseguimos. —dijo Macario al tiempo que escanciaba vino en dos copas de finísima factura— el pueblo te seguirá a donde quiera que vayas. Esto es grandioso.
- Tú debes alegrarte más que yo, ¿cuántos hombres pueden decir que participaron en dos derrotas de Esparta?
Foroneo levantaba la copa en honor a su compinche, recordando la victoria de Tegea sobre los lacedemonios unos años atrás. Brindaron y festejaron, mientras trataban de dilucidar cuáles serían sus próximos pasos, cómo se harían con las riendas de la ciudad, cómo, a través del comercio y de un buen ejército, controlarían el Peloponeso. Poco a poco el vino fue soltando sus lenguas y las voces fueron subiendo sin importarle, o sin darse cuenta, de que algún siervo los escuchase o de que Memmón, que dormía en una habitación cercana a la sala dónde estaban aquellos dos hombres, oyera algo inoportuno.
- …y lo de Tegea será simple, —afirmaba Macario mientras de su copa caían algunas gotas que le manchaban la túnica— el chico lo conseguirá. Volverá como el victorioso héroe que derrotó a Esparta y el pueblo se unirá a él. Luego no será ningún problema, lo manejaremos como lo hemos hecho hasta ahora, todo rey necesita un buen primer ministro y consejero, ¿quién mejor que aquel que le recibió con los brazos abiertos y lo protegió de los males y atrocidades que le esperaban? Y si todo falla, siempre podemos recurrir al ejército de Argos y tomar la ciudad por la fuerza.
Mientras aquellos hombres brindaban, bebían y reían festejándose mutuamente, Memmón se encontraba en ese punto entre el sueño y el despertar y escuchó algunas de aquellas palabras, atribuyéndolas todas y cada una de ellas a una pesadilla, a un mal sueño que, como tantas otras veces desde la muerte de su padre, le llegaban para perturbarlo. Ya estaba acostumbrado a ello, sólo necesitó girarse y cambiar de posición para dormir otra vez profundamente. Esta vez el dios del sueño le llevó visiones de su tierra, de su gente, se vio frente a la casa de su infancia, corriendo hacia la puerta y entrar de un empujón en ella, pudo sentir el aroma de canela y tomillo que venía de la cocina, pudo escuchar el ir y venir de los sirvientes y allí, en el fondo de la sala, vio a su hermano, más atrás a su madre que lo observaba sonriente, y se abrazó con ellos. Esa noche, después de mucho tiempo, después de años, durmió plácidamente.
Tyrea, campo de batalla.
Los rayos del sol lo encontraron de pie y haciendo un enorme esfuerzo para no caer, y manteniendo el equilibrio ayudado por la lanza, Otriades aguardaba la llegada de su ejército. El fresco despertar del día, con la ayuda del rocío, había hecho un efecto analgésico en él, y aunque sentía la cabeza hinchada en más de un sitio y la cara deformada por el brutal golpe recibido, el dolor le había dado una tregua, aunque respirar le costaba cada vez más y más.
No mucho tiempo después de que los primeros rayos iluminaran el campo, dejando ver claramente la locura del día anterior, Otriades pudo escuchar gritos que provenían desde la ciudad. Esforzó un poco la vista, mientras sus ojos tardaron en enfocar, y pudo ver en la muralla a dos o tres personas que señalaban hacia su posición, haciendo gestos y dando voces, lo que atraía cada vez a más personas.
“Menuda sorpresa les he dado, eh”, pensaba el espartano mientras esbozaba una sonrisa. “Sólo un poco más, he de aguantar un poco más, dame fuerzas padre.”
Unos momentos más tarde las puertas de la ciudad se abrían y un grupo de hombres se dirigían al campo de batalla. Poco tardaron en llegar. Otriades no se movía, mientras disimulaba su debilidad y dolor con gesto serio e impasible. Contó cuatro personas que se aproximaban a él, y pudo reconocer a uno de ellos: era uno de los soldados argivos, aquel al que le faltaba la mano. Los ojos de ese guerrero rebozaban odio y sorpresa. Entre los otros hombres, había dos con túnicas viejas pero limpias. El cabello y la barba arregladas le dieron la impresión de que se trataba de dirigentes de aquella ciudad o personas importantes. Uno de ellos era un hombre mayor, en el que Otriades creyó reconocer en ese momento al mismo que se entrevistó con Anaxandridas en la víspera de la batalla. No reconoció al otro, unos veinte años menor, pero por el parecido pensó que era un hijo o quizás un sobrino; por último, el cuarto hombre, llevaba por prenda tan sólo un corto quitón militar al estilo macedonio. Esa ropa dejaba ver innumerables y frescas heridas en brazos y piernas y supo que se trataba del otro sobreviviente.
Los cuatro hombres estaban en silencio, cruzando sus miradas entre ellos al tiempo que observaban al espartano. Recorrieron lentamente aquel sitio, paseando entre los cadáveres argivos, entre la formación de soldados espartanos muertos y alrededor del precario altar que Otriades había erigido. Finalmente, el grupo quedó otra vez frente al lacedemonio. Arión se acercó a él y lo examinó con la mirada de arriba abajo, caminando en torno a él como si fuese un caballo o un buey al que va a comprar y no un hombre.
- ¿Y tú quien eres? —preguntó Arión.— ¿Eres un dios? ¿O cuál de ellos te da la fuerza para estar aquí? Porque, por lo que veo, no entiendo que sigas vivo.
- Soy Otriades, hijo de Lykaios, hijo del Lobo, sólo un hombre, anciano. Y la fuerza la saco de mi patria, de mi familia y de mis amigos. La fuerza la saco de Esparta, yo soy Esparta.
Mientras esas palabras surgían de la boca del lacedemonio, Alcenor no podía creer lo que veía. No entendía cómo, aquel hombre que él mismo vio agonizante y al borde de la muerte, estuviese allí en pie. ¿De dónde había sacado las fuerzas para pasar la noche o para erigir el altar o acomodar los cuerpos? Alcenor podía ver la cabeza hinchada y amoratada, la cara deformada, heridas en todo el cuerpo, miraba los ojos de aquel hombre y veía a la muerte que se asomaba en ellos, y sin embargo estaba en pie, firme, custodiando el campo. Con los brazos en jarra comenzó a negar con la cabeza mientras miraba el suelo y mostraba una tonta sonrisa en los labios. Se maldijo a sí mismo por no haberlo matado la noche anterior cuando se lo pidió, miró a Cromio y lo notó furioso y exaltado, apretando con fuerza la empuñadura del puñal que llevaba en el cinto. En ese momento, también lo maldijo a él. De no haber sido por la actitud impiadosa de su amigo, ahora ningún espartano seguiría vivo. ¿Qué dios o diosa amaba tanto a ese hombre para mantenerlo con vida? ¿Qué dios o diosa lo odiaban tanto a él para jugarle esa broma?. Esas eran las cavilaciones de Alcenor, cuando vio que Arión se dirigía a su hijo y le hablaba en voz baja.
Arión, el hombre más respetado y querido de Tyrea, el representante más sabio de aquel pueblo, intercambiaba palabras en voz baja con su hijo, mientras éste sólo escuchaba y asentía. Finalmente, el mayor hizo un silencio, giró su cabeza hacia Otriades, le echó una última mirada al espartano, sonrió mientras le hacia una breve reverencia y partió hacia la ciudad.
- Como podéis ver —comenzó a hablar el hijo de Arión— el campo está en manos de este hombre al que los dioses y la palabra dada por mi padre y vuestro jefe, protegen. Esperaremos a que vengan los representantes de ambas ciudades para…
No pudo seguir. Alcenor comenzó a reír inclinándose hacia adelante y apoyando las manos en sus rodillas. Su carcajada llenaba aquel valle de muerte dándole una apariencia más macabra todavía.
- ¿Estás diciendo que este mierdecilla es considerado victorioso? —vociferaba Cromio cogiendo por el brazo al muchacho al tiempo que señalaba con su muñón al lacedemonio.— ¿Éste que nos suplicaba por la muerte?
- Yo no digo nada. —dijo el joven soltándose de un tirón.— Es deseo de mi padre que ambos jefes se pongan de acuerdo en cuanto a eso. En lo particular, creo que deberían haberlo matado, y esto no estaría pasando ahora.
A ninguno de aquellos hombres le importó que Otriades estuviese de pie frente a ellos, y tampoco él se inmutó. Seguía concentrado en no caer. El dolor volvía a sus miembros y a su cabeza, le costaba horrores respirar y sus ojos se nublaban cada tanto en busca de descanso. Alcenor, sin dejar de reírse, se giró y se fue caminando hacia la ciudad abriendo los brazos y mirando al cielo buscando una explicación a lo sucedido. Pronto le siguió el hijo de Arión, quedando solos en el campo Otriades y Cromio. El mercenario, lleno de rabia y cegado por la impotencia, cogió su puñal y se dirigió sin vacilar hacia el espartano, que no se movía. Iba a hacer lo que el cansancio, el dolor y el odio no le permitieron hacer la noche anterior. Atrás podía escuchar la voz de aquel joven presuntuoso que le gritaba, que le ordenaba que se detuviera, pero era demasiado tarde, él no había dado su mano por nada. La victoria sería suya.
Fue entonces, a sólo tres pasos del espartano, cuando otro sonido llegó a sus oídos. Era un zumbido, pero diferente al de las moscas que rondaban las heridas, bocas y ojos secos de los muertos. Era más penetrante y crecía, y pronto ese zumbido se convirtió en un golpe seco en la tierra que lo hizo frenar en su carrera hacia Otriades. Cromio pudo ver a sus pies una flecha, luego otra y otra más. Buscó con los ojos el lugar de donde provenían aquellas saetas, y cuando sus ojos miraron al sur, observó a un solo hombre que tensaba su arco una vez más. El mercenario dudó un segundo en actuar y jugarse la vida o retirarse hacia la ciudad. Ya no podría luchar, ya no tenía vida. Tardó un latido en decidirlo, pero ese tiempo fue suficiente para que tanto el hijo de Arión como su compañero Alcenor se acercaran a él y lo llevaran a rastras.
Mientras se iba insultando y maldiciendo, mientras luchaba por zafarse del brazo de su amigo que lo arrastraba en silencio, vio como de aquella elevación desde donde el arquero lo había frenado, surgían otros hombres, todos envueltos en capas rojas y luciendo yelmos de altos penachos. El ejército espartano había llegado al completo. Al mismo tiempo, Alcenor, que hacía un esfuerzo sobrehumano para no atizarle un buen par de golpes a su amigo para callarlo, pudo ver cómo una enorme nube de polvo se levantaba detrás de Tyrea, era el polvo levantado por miles de pisadas de hombres y cascos de caballos, era el polvo que levantaba el ejército de Argos al llegar a la ciudad.
Nicarco, aún armado con el arco y listo para disparar, fue el primero en llegar hasta Otriades. Los ojos del escudero cretense no podían abarcar tanta muerte, su boca abierta y su cara de consternación lo decían todo. Se acercó al único sobreviviente y vio cada una de sus heridas, miró con atención la gruesa línea que marcaba su frente y el color en su cabeza y cara, un color púrpura que señalaba que algo estaba roto allí dentro, un color violáceo que sugería una muerte lenta y dolorosa.
Otriades ni se inmutó al verlo, en realidad hacía un rato que sólo veía sombras y manchas borrosas, pero sonrió al reconocer la voz del escudero del rey.
- Bebe. —dijo al tiempo que le acercaba a la boca una pequeña cantimplora con agua y vino.
Otriades bebió y el vino aguado se llevó el sabor de la sangre y vómito que llevaba desde hacía mucho tiempo dentro de su boca.
- ¿Dónde está el rey? ¿Los hombres? —preguntó Otriades mirando a un punto fijo en el vacio.
- Ya llegan, ya están aquí. Deja la lanza, ven, suéltala. Descansa un poco.
Nicarco cogió el arma y la clavó en la tierra al tiempo que ayudaba a aquel valeroso soldado a no caer. Lo acercó despacio al suelo y con el escudo de Otriades y un casco argivo que había por allí, improvisó un apoyacabezas para que el espartano descansase mejor. Después de tumbarlo, con su cuchillo cortó las correas de la armadura que aprisionaba su cuerpo. Cuando cortó las protecciones de lino que cubrían su pecho vio la mordida del hierro en su carne y cómo un leve silbido surgía de aquella herida cada vez que el pecho subía y bajaba.
- Tranquilo, estarás bien.
- Mentiroso. —sonrió Otriades.
Nicarco sonrió sabiendo qué poco le quedaba a Otriades, y que él lo sabía. El cretense había visto morir a muchos hombres, pero muy pocos reían o bromeaban aceptando el momento. Apoyó la mano sobre la herida del pecho y luego palpó el enorme hematoma que Otriades mostraba en su cabeza. Retiró rápidamente las manos al ver el gesto de dolor, al tiempo que sus ojos buscaban a Anaxandridas. El rey se acercaba escoltado por un grupo de veinte soldados y el éforo Licofrón. Había dejado a Eucles en Esparta, ya que se negó a que viniese con el ejército alegando su total incompetencia en asuntos de guerra. El resto del ejército quedó a tan sólo un estadio de allí, formado al completo y listo para realizar cualquier acción.
La escolta caminó sin inmutarse tras el rey y el éforo, hasta quedar quietos y a una distancia prudencial de ellos, mientras Anaxandridas avanzaba lentamente mirando a uno y otro lado, reconociendo los cuerpos de sus hombres tendidos en el campo da batalla. Tenía los ojos llenos de lágrimas que pugnaban por salir cuando paseaba entre los cuerpos de aquellos bravos, lágrimas que comenzaron a surcar sus mejillas cuando quedó frente al altar construido con las armas y escudos de sus enemigos.
- Yo debería haber estado aquí. No ellos. —fueron las palabras del rey, palabras que pronunciaba a todos y a nadie.
- De haber estado tú aquí, quizás estuvieras también muerto y hubiésemos perdido, además de a estos hombres, a un buen rey.
El puño cerrado de Anaxandridas cerró la boca del éforo con un brutal golpe, echándolo dos metros hacia atrás. Licofrón cayó aturdido, sacudía la cabeza para despejarse y su mano limpiaba la sangre que manchaba su barba y su quitón.
- Vete de aquí. —dijo Anaxandridas.— Todo esto es por tu culpa y la del imbécil de Eucles. Vete, no mereces pisar siquiera este terreno.
Licofrón, después de pensarlo unos segundos, se fue masticando rabia y farfullando imprecaciones de todo tipo mientras el rey se acercaba a Otriades y cogía su mano. Anaxandridas, al igual que Nicarco antes que él, pudo comprobar el estado del joven soldado espartano. Quiso llamar al físico, pero no lo hizo, pues comprendió que no duraría mucho más. En cambio, ordenó a uno de sus escoltas que trajese al hermano del moribundo.
- Pequeño León, Otriades, hijo del Lobo, cuéntame qué ha pasado.- Fueron las palabras del rey mientras sostenía la cabeza del único sobreviviente espartano y acomodaba el poco y mal cortado pelo que cubría la mancha violeta de muerte que se extendía por su cráneo.
Otriades contó todo, no omitió nada, ni una sola de las acciones realizadas la infame tarde anterior. El sacrificio de las trenzas de Filemón, el canto del peán, la muerte que caía sobre todos, la pelea de Ajax y los hombres que cayeron bajo sus armas, de la sangre que cubría su cuerpo y su rostro, sangre propia y ajena. Contó todo y contó también cómo, por ayuda de algún dios, los argivos ganaron terreno, las piedras que cayeron, el dolor que sintió en la cabeza y la oscuridad en la que se sumió luego. Narró su despertar y el darse cuenta de la derrota, el dolor que lo invadió, el suplicar la muerte y los sueños que lo visitaron, y cómo la noche trajo el descanso merecido para aquellas almas. Nada omitió, nada guardó en su interior, sabía que no tenía mucho tiempo y quería irse en paz.
- …yo, no me retiré. No me escondí, mi rey, lo juro por mi padre, lo juro por mis hijos… joder, mis amigos, yo, yo debí morir.
- Si tú hubieses muerto, habrías privado a tu pueblo de una gran victoria. Si tú hubieras muerto los tuyos no sabrían de tu valor. Tú quedaste en posesión del campo de batalla, la victoria es tuya. El Oráculo lo predijo, nos avisó que de los nuestros quedarían menos pero la victoria sería nuestra. Y sí que lo es. Gracias a ti, Esparta ha vencido.
Otriades lloraba como el niño pequeño que teme ser regañado por su padre, pero en esta ocasión el padre lloraba también. Anaxandridas abrazó el maltrecho cuerpo de su soldado y juntos derramaron lágrimas de dolor.
Las puertas de Tyrea se abrían dando paso al ejército de Argos, que escasos minutos antes había cruzado la ciudad entrando por la puerta norte. A la cabeza, marchaba altivo Foroneo junto a Macario y a otros oficiales. Ni bien llegar, recibieron la noticia del espartano sobreviviente, mas no le importó. De los suyos habían quedado dos, y si aquel lacedemonio no había muerto, era por la piedad que demostraron sus hombres al perdonarle la vida. Con este argumento convenció a Arión y a los demás hombres de la ciudad, y ese mismo argumento sería la baza que usaría para reclamar la victoria sobre Esparta.
Una vez formada la hueste argiva, Foroneo, Macario, los dos sobrevivientes Alcenor y Cromio y un grupo de veinte oficiales, entre los que se encontraba Memmon, se dirigieron a una zona neutral del centro del valle y allí aguardaron. Sólo faltaba que el rey Anaxandridas, que se encontraba a tan sólo treinta pasos de ellos, se acercara a admitir su derrota.
Mientras esto ocurría Adrastro llegó al sitio donde se encontraba Otriades y, relevando al rey, se agachó junto a su hermano. El joven soldado llegó sorteando los cuerpos de los lacedemonios caídos, sin inmutarse al pasar junto a ellos. Cogió la mano de su hermano mayor al tiempo que observaba en silencio las heridas y el rostro deformado de éste, mientras trataba de endurecer su corazón para que nadie se diera cuenta de su dolor. Pero al sentir que Otriades le daba un fuerte apretón que poco a poco se iba debilitando, toda la dureza desapareció.
- Prométeme que cuidarás de mis hijos.
Adrastro no hablaba, sabía que si lo hacía la voz se le quebraría, tan sólo asentía con la cabeza.
- Háblales de mí, háblales también del Lobo, que sepan de donde vienen, que deben estar orgullosos de su patria y de su familia. Joder… no puedo más. Me gustaría haberla visto otra vez.
La mirada de Adrastro iba desde su hermano al cielo. Cada vez que levantaba los ojos, los cerraba con fuerza y pugnaba porque las lágrimas no se escapasen de él cual cascada.
Anaxandridas, escoltado por los guardias con los que bajó al valle y seguido por Nicarco, se acercó al grupo de argivos. Sus ojos ni siquiera se posaron en Foroneo, sólo miraron de arriba abajo y con desprecio a un sonriente Macario y se sorprendían al ver a Memmon embrazando un escudo argivo. El rey sabía que el odio no era bueno a la hora de enfrentarse a un enemigo, ya sea con la espada o con la palabra. El ardor y el actuar sin pensar le podían jugar malas pasadas, por eso no dijo nada. El silencio entre ambos bandos era tan tenso que se podía cortar con un cuchillo, tan sólo algunas aves carroñeras emitían sonidos de placer y gozo al ver el festín que les esperaba cuando aquellos hombres dejaran el campo.
- Ya ves, —dijo Foroneo después de unos instantes.— dos de mis hombres han sobrevivido. La victoria es nuestra y espero que, como el hombre de honor que mienten que eres, lo aceptes.
Anaxandridas no hizo caso al insulto, siguió en silencio avanzando unos pasos y quedando frente a los dos mercenarios sobrevivientes. Los miraba de arriba abajo, igual que escrutaría a un caballo o a un esclavo para su compra. Alcenor y Cromio no se inmutaron y se quedaron quietos, incómodos, pero quietos, incluso devolvían una altiva mirada cada vez que sus ojos se cruzaban con los del rey.
- Las condiciones eran claras, aquel que quede en posesión del campo será el vencedor.
La voz de Anaxandridas sonaba tranquila y segura, no denotaba las ganas que tenía de arrancar la cabeza de sus enemigos. El rey se movía con seguridad al tiempo que se acercaba al altar levantado por Otriades.
- Cuando llegué aquí pude ver este altar, está construido con armas y escudos argivos, no espartanos. —Anaxandridas abría los brazos tratando de abarcar con ellos el pequeño e improvisado monumento, luego se giró y señaló hacia Otriades.— Cuando llegué aquí, tan sólo un hombre había en pie, era ese valiente, y dime, ¿es de los tuyos?
Foroneo, irritado por las palabras del espartano, se adelantó apoyando su mano en la empuñadura de la espada que llevaba sujeta al costado. Habló al rey con desprecio mientras le apuntaba con un dedo acusador.
- Si ése está vivo es porque mis hombres le permitieron vivir. De los nuestros quedaron dos, de los vuestros sólo uno y míralo, morirá pronto por las heridas de nuestras armas.
- Sí, es cierto, quedaron dos argivos y un espartano, pero en el campo, sólo hay un espartano. Los tuyos han huido, el campo de batalla tiene un solo dueño. Y te daré un consejo, no vuelvas a apuntarme con el dedo o lo perderás.
Alcenor y Cromio estaban rojos de rabia e ira al ser tachados de cobardes, y Foroneo se quedó paralizado unos momentos por la amenaza que acababa de recibir. Se acercó más a Anaxandridas, echándole una mirada intimidante al tiempo que su mano seguía apretando fuertemente la empuñadura de su espada, tanto que sus nudillos estaban blancos. Abrió la boca para hablar pero la mano en alto del rey espartano lo detuvo.
- No sé qué hago hablando contigo. Ya te lo he dicho, nuestro hombre quedó en poder del campo. Hemos vencido, vete ahora y salva la vida y la de los tuyos.
A su espalda, Foroneo escuchaba cómo sus hombres hablaban y cuchicheaban entre ellos, desaprobando su actitud pasiva. En un segundo vio que podía perder su poder, y también de que si retrocedía, sus planes y todo por lo que había luchado, se echarían a perder. Su mirada se encontró con la de Macario y en silencio le pidió ayuda, pero lo único que encontró en él era un asentimiento tácito, y en aquellos ojos hundidos pudo leer la palabra: “Hazlo”.
Fue apenas un suspiro. El basileus desenvainó su espada y atacó a Anaxandridas. Los hombres de los dos bandos se enzarzaron en una pelea mortal, cayeron algunos de uno y otro lado. Los ejércitos, que se hallaban lejos, al ver la riña se precipitaron al combate al grito de “traición”. Pero no llegaron al choque, la pequeña revuelta dejó de serlo en un abrir y cerrar de ojos. Los hombres se separaron después de escuchar el grito de ambos comandantes dando la orden de alto. Y entonces todos pudieron ver a Foroneo, de rodillas, mientras Anaxandridas sostenía la espada del argivo y la apoyaba en el cuello de su dueño, al tiempo que lo cogía por el cabello. Nadie se movió, los hombres poco a poco fueron retirándose sin darse la espalda, algunos heridos fueron retirados por sus compañeros, mientras nuevos cadáveres regaban el valle.
Memmón, al ver a su jefe rendido, supo que todo había acabado. Nunca más tendría una oportunidad como aquella. Lo había perdido todo. El corazón y las entrañas se lo pedían, la sangre le hervía dentro del cuerpo, él había usado la espada en varias ocasiones, sabía lo que era dar muerte. Todos sus sentidos se nublaron, todo su ser rezumaba odio y pedía que se le devolviera lo que le creía que era suyo, el derecho de la venganza. Sólo había una manera. Estaba cerca, tenía una oportunidad. Desenvainó su espada y corrió hacia Anaxandridas, hinchando sus pulmones y gritando para llenarse de valor para dar el golpe mortal. Sintió cómo su filo penetró la carne, y su grito de valor se convirtió en un grito de victoria. Pero tan sólo duró unos segundos, los suficientes para darse cuenta de que alguien se había interpuesto entre él y el rey. “¿Quién es este retaco moreno al que he atravesado?” Fue lo último que cruzó por su cabeza mientras sus ojos se encontraban con los de Anaxandridas, luego sintió que le faltaba el aire, que la sangre le subía por la boca, que la cabeza se le iba hacia atrás. Cogió su cuello, allí donde le ardía, y sintió el torrente de sangre que manaba de él. Luego todo fue oscuridad.
Nicarco se había interpuesto entre la espada asesina y el monarca, fue el cretense el que recibió el filo cayendo pesadamente a los pies del rey, quien atónito vio como su fiel amigo le salvaba la vida. Al verlo caer y darse cuenta de lo que pasaba, levantó los ojos en busca de su agresor y al encontrarse con ellos, pudo reconocer al príncipe resentido. El odio se apoderó de él, fue un segundo donde perdió el control de sí mismo. En un rápido movimiento de su mano armada, cortó la tráquea de Memmón. Cuando este cayó y pudo verle bien la cara, supo que su promesa se había roto y que los dioses, en el momento menos pensado se lo reclamarían.
- ¡Eres un estúpido! —gritaba el rey al joven que se retorcía tapándose la herida.— Ahora acompañaras a este valiente al que no mereces, siquiera, mirarlo a la cara. Cuando veas a tu padre, dile de mi parte que te lo has buscado.
Así, sin que nadie en su tierra, a excepción de su madre, se acordara de él, murió el príncipe heredero de Tegea. Un joven confundido y engañado, un hijo en busca de una venganza que no se consumó, un títere de poderosos, uno más en un campo lleno de cadáveres.
El rey, aun furioso, seguía teniendo en sus manos la vida de Foroneo. Nadie se movía, sólo los soldados lacedemonios que, silenciosamente y bajo la triste mirada de su comandante, retiraron el cuerpo de Nicarco para llevarlo a la retaguardia. Alentado por Némesis87, el rey espartano buscó entre los argivos que no habían caído y encontró al que buscaba: allí se encontraba Macario, la rata que, en parte, era responsable de lo que acababa de pasar.
- Tú. —decía al tiempo que lo miraba fijamente y su brazo armado comenzaba a apuntarle.
Macario intento retroceder unos pasos pero se topó con los escudos argivos que estaban detrás de él. Su piel se puso lívida cuando un soldado de Argos lo empujó unos pasos hacia adelante, quedando así expuesto ante el rey que pronto dejó de mirarlo y se centró en su presa.
- Ese pedazo de mierda se quedará conmigo, tiene asuntos pendientes en Tegea. En cambio tú, ahora te irás. —Anaxandridas, que en ningún momento había soltado a Foroneo, le hablaba con odio, sus ojos echaban chispas al mirarlo.— Si aprecias en algo tu vida y la de los tuyos, volverás a Argos y te quedarás allí. Si me entero de que un solo soldado argivo pisa nuestra tierra o la de nuestros aliados con ánimo belicoso, atacaré tu ciudad y no dejaré piedra sobre piedra. Te mataré a ti y a tus padres si siguen vivos, a tus hermanos, mataré a tu mujer y a tus hijos y a todo aquel que tenga algo que ver contigo. No dejaré rastro de ti o de tu estirpe.
El rey levantó a Foroneo y lo arrastró hasta el altar levantado por Otriades, clavo allí la espada argiva con la que lo tenía aprisionado al tiempo que desenvainaba su xiphos, y siguió arrastrándole hasta donde estaba aba el cuerpo agonizante de su soldado.
- Nuestro hombre quedó en posesión del campo. Nuestra es la victoria.
- Tu hombre morirá. —decía Foroneo mientras reía.— Tu hombre morirá por las heridas de mis soldados y tu victoria quedará maldita a ojos de los dioses. Mátame si quieres. Los olímpicos vengarán esta afrenta y esta traición al juramento que has prestado ayer en este mismo lugar.
La risa del jefe argivo no cesó hasta que el moribundo levantó su mano hacia el cielo.
- Eso no pasará, argivo. —la voz de Otriades sonaba cansada y sin fuerzas. Cogió a su hermano del pecho y le suplicó.- Dame tu cuchillo.
Adrastro sabía que no le quedaba mucho tiempo y aceptando el último deseo de Otriades, lo incorporó y le puso su puñal entre las manos. El único sobreviviente espartano cogió el arma, y con sus últimas fuerzas escribió algo sobre su escudo. Luego levantó la vista hacia donde intuía que estaba el jefe argivo y dijo:
- Yo soy Otriades, hijo de Lykaios el Lobo. Yo he quedado en posesión del campo y la victoria es mía. La vergüenza y el dolor de ser el único de los míos me sobrecoge y por ello doy aquí mi vida y mi cuerpo, para que descanse con el resto de estos hombres valientes y mejores que yo.
Dicho eso cortó la carne de su muñeca izquierda y la sangre manó oscura y espesa. Segundos antes de que todo se oscureciese su vista se aclaró y dejó de ver sombras, vio la cara de su hermano sobre él, vio a Anaxandridas que cogía por el cuello a aquel hombre, vio que los dioses los obsequiaban con una mañana soleada y azul. Su mano ensangrentada cogió por la nuca a Adrastro y le sonrió mirándolo a los ojos antes de que sus ojos se perdiesen en un punto fijo.
- Están todos aquí, ¿los puedes ver? Ajax, Dimas, Filemón, Damen, todos. ¿No los ves? Sí, están todos... Padre…ya voy mamá.
Adrastro no pudo contener las lágrimas y apoyó su cabeza contra la de su hermano mientras apretaba con fuerza su cuerpo y escuchaba la última palabra que surgió de la boca de Otriades con su último suspiro.
- Cora.