V
- Ese es el lugar. Ahí debajo, entre esos dos montes.-
El tegeo señaló el lugar a Dimas. Este pudo ver cuatro túmulos de tierra que se levantaban en el lugar señalado.
- De aquí en adelante seguimos solos. —Era Otriades el que hablaba.- ¿Ese es el lugar donde han muerto? ¿O los han movido hasta ahí para enterrarlos?
- Ese es el lugar. Pelearon bien, como leones, como fieras salvajes, pero éramos muchos más y también teníamos flechas.
- ¿Has matado a muchos?
La pregunta de Otriades descolocó al tegeo, pero esté no dudo en contestar.
- A dos. Peleé durante cuatro horas o más antes de que me relevaran. Sólo maté a dos. Muchos de los nuestros murieron también.
El espartano no lo miraba, veía el lugar y trataba de imaginar qué había pasado. Buscaba las razones de la derrota, ¿qué errores se cometieron? ¿Fue acaso designio de los dioses? Quizá las Moiras30 tenían sus tijeras preparadas desde hacía mucho para ese día.
- Gracias, ya lo has oído, desde aquí, seguimos solos.
Ajax despidió con respeto al guerrero de Tegea. Al fin y al cabo, esa gente también luchaba por su patria.
Los soldados se acercaron despacio, caminaban tratando de no hacer ruido, como si no quisieran molestar a los muertos. Antes de llegar a los túmulos balo los cuales los suyos estaban sepultados, observaron bien el lugar. Sabían que al llegar a Esparta serían interrogados por la Apella y los éforos. Dimas, Ajax y Otriades permanecían con los ojos cerrados, abstrayéndose, grabando cada detalle del terreno en su memoria. Imaginaban la batalla. Cuando por fin llegaron al centro de la hondonada y vieron los alrededores, el pequeño bosquecillo al fondo, las laderas altas a los costados, las montañas más atrás, todo quedó claro. Imaginaban al ejército entrando ahí, en esa ratonera, cegados por el hambre de la victoria. ¿Cómo se pudo cometer un error tan grave? ¿Cómo no advirtieron algo que cualquier mocoso que llevara tres o cuatro años en el agogé podría haber previsto? ¿Cómo no dejaron un grupo en la retaguardia?
Otriades lo comprendió casi instintivamente, un señuelo que hizo entrar al ejercito y luego “el tapón del ánfora”. Divisó arqueros que disparaban sin cesar, jabalinas que volaban segando vidas. Sintió la desesperación de saberse rodeado. Su corazón latía cada vez con más fuerza. Se vio ahí, junto a su padre, golpeando a diestra y siniestra, acabando con enemigos hasta la extenuación. Siendo cada vez menos. Su padre no se habría rendido. Aunque sólo quedase él. Aunque estuviese desarmado, seguiría luchando. Matar o morir. Superando el miedo a las tinieblas por el amor a su familia y a su patria. Las lágrimas caían gruesas y redondas sobre sus mejillas mientras trataba de imaginar el final del Lobo.
- Empecemos.
Eso fue lo único que dijo desde que entró en la hondonada. Tardaría mucho en decir algo más.
Los espartanos observaban el trabajo de sus ilotas que comenzaron a cavar en la misma fosa. Con mucho cuidado y sin herramientas. Sólo usaron sus manos, la tierra aún estaba fresca y no querían dañar los cuerpos más de lo que ya pudiesen estarlo. Poco a poco fueron apareciendo. Sin sus armas, ni sus capas, desnudos, sólo provistos de los taparrabos. A algunos los reconocieron sin problemas, otros estaban desfigurados. Uno a uno los fueron sacando.
Arion fue el primero. Era miembro de la mesa común a la que los tres jóvenes jóvenes soldados pertenecían. Dimas sintió que la pena lo inundaba. Eran muy amigos, amantes dirían otros. Al verlo, apartó de un empujón al ilota que jalaba de su cuerpo y con ayuda de Ajax terminó de desenterrarlo. Con cuidado lo depositó en el suelo. Acomodó sus cabellos y acarició su cara. Ese fue todo el homenaje.
Había mucho trabajo por hacer. No querían que la noche los sorprendiera con los cuerpos de sus camaradas a la intemperie, con animales salvajes rondando la zona. Había que seguir. Los soldados apartaron del trabajo a los esclavos y ocuparon su lugar, serían ellos quienes con celo y respeto atenderían los cuerpos de sus mayores. Paulatinamente fueron apareciendo más cadáveres, cada vez con mayor rapidez. Thanos, Xylon, Eustace… Y seguían cavando. De otros no sabían los nombres pero sí los motes de cuartel. Reconocieron a Rojo por su cabellera cobriza. Exhumaron también a Hormiga y a Barba, que seguía con el rostro lampiño. Todos fueron puestos con mucho cuidado fuera de la tumba. Los que tenían el rostro desecho fueron identificados por la costumbre de escribir en un trozo de madera su nombre y colocarlo en una pulsera del mismo material. Veían las heridas abiertas, lanzazos, flechazos, brazos cercenados. Encontraron dos cuerpos sin cabeza. Más abajo, uno al que le faltaba la mitad de la cara. En él reconocieron a Agatone, uno de los dos altos oficiales junto a Lykaios. Algunos cuerpos estaban tan hinchados que parecían obesos. Otros, por el efecto del calor, comenzaban a mostrar los primeros signos de la descomposición.
A pesar de los años de preparación para matar, de saber lo que era la muerte, a pesar de soportar cosas indecibles en entrenamientos y campañas, ninguno de esos jóvenes estaban preparados para aquello. Dimas tuvo que retirarse unos metros para vomitar. No fue el espectáculo lo que le produjo náuseas, fue el olor. Un olor tan penetrante que aun horas después de haber abandonado ese lugar lo seguía sintiendo como si hubiera penetrado en su propia carne.
Ajax no podía contener las lágrimas, seguían sacando cadáveres. Él los conocía a todos, sus compañeros también. Cada uno de esos soldados había tenido que ver, de una u otra forma, en sus vidas.
Todos esos jóvenes estaban destrozados por dentro, aunque sus músculos atléticos siguieran cavando y recuperando cuerpos. Con cada cadáver un trozo de ellos moría también.
Las horas pasaban. Se separaron para tratar de finalizar antes. El único que no mostraba ningún síntoma de abatimiento o de debilidad era Otriades. Él seguía buscando a su padre. La duda le asaltaba. ¿Y si Lykaios era uno de los prisioneros? ¿Habría sido capaz el Lobo de traicionar a sus camaradas y rendirse? ¿Habría preferido su existencia al bienestar de su patria? Las dudas le asaltaban y él se odiaba por dudar. No sabía qué sería mejor. Enterrarlo con todos los honores en Esparta o saberlo vivo y prisionero. Esclavo. Aunque escapase, no podría volver. Aunque comprase su libertad, no podría volver. ¿Con qué lo haría? ¿Con esas inútiles monedas de hierro? Lykaios, un tembloroso. Se odiaba por dudar. En esas horas que parecían eternas, mientras junto a sus compañeros desenterraba los cadáveres de los soldados lacedemonios, buscó y rebuscó en su corazón la respuesta a sus dudas. ¡Qué no daría por tener a su lado en esos momentos a Lyches o a Clito!
Siguió trabajando. Ya no pensaba. Era una máquina. Un autómata. Sólo continuaba removiendo tierra en busca de su padre. Habían liberado los cuerpos de tres túmulos. Está era la última tumba y ya llegaban al final. Ajax lo encontró. Lo vio boca abajo. Aún no se divisaba su cara pero lo reconoció por una cicatriz en el antebrazo izquierdo. Una de las marcas hechas por un lobo el día que ganó su apodo. Salió del foso con él en brazos y lo puso al lado de su amigo, que estaba arrodillado tratando de desenterrar uno de los últimos cuerpos.
Otriades, al verlo, por fin se relajó. Ya no había lugar para las dudas. Abrazó el maltrecho cadáver de su padre pero ni una lágrima brotó de sus ojos. Por el contrario, Ajax, Dimas y muchos de los soldados que allí estaban lloraban como niños.
Rodeados de cadáveres amontonados, tenían la sensación de estar en el Hades. La muerte estaba en el aire. La podían sentir, incluso respirar.
El cielo, poco antes despejado, se cubrió rápidamente de nubes, y cayó el agua en ellas contenida. Quizá eran los dioses, que conmovidos por tanto dolor, lloraban, y esa lluvia lavó la tropa inerte de Lacedemonios. Llovía como si el cielo quisiera vaciarse. Otriades no soltaba a su padre. Le sostenía la cabeza con una mano y con la otra lavaba su cuerpo. Finalmente abrazó su cabeza contra el pecho y lloró. Un llanto que era una sucesión de gemidos y balbuceos. Palabras ininteligibles. Toda la frustración, todas las dudas, todo el dolor, la sensación de pérdida por el ser querido y los amigos muertos, todo eso se convirtió de pronto en un grito que nació desde el fondo de su ser hasta vaciar sus pulmones una y otra vez. Un grito que lo abarcaba todo. Otriades gritaba abrazado al cuerpo de su padre, el Lobo.
Un par de horas después cesó la lluvia. Se secó los ojos y vio que su misión iba a ser imposible. No podría llevar los cuerpos de vuelta a Esparta. Eran más de mil. Incluso para quemarlos debería de talar medio Peloponeso.
Aprovechando que la tierra estaba húmeda por la reciente lluvia, los ilotas hicieron más profundas las tumbas. Cavaron durante mucho tiempo sin detenerse. Uno a uno y con el mayor cuidado posible, los jóvenes soldados devolvieron los cuerpos a las fosas. Estar enterrado en el lugar de la batalla era considerado un honor. Ellos lo merecían.
Al terminar la extenuante labor, usaron las pocas monedas que tenían para distribuirlas por las cuatro tumbas. Pidieron a Ares31 que intercediera ante Caronte 32 para que aceptara ese humilde y magro pago como precio por llevar a los valientes al otro lado del rio. Juraron que a la vuelta sacrificarían un toro blanco en su honor.
Cuando cubrieron las fosas cuidaron que ya no sobresalieran tanto como antes. Las habían hecho más profundas para que los animales no se alimentaran de sus camaradas.
Finalmente, a pesar del hambre y del cansancio provocado por horas y horas de trabajo, Otriades comenzó a talar un árbol. La fatiga no había hecho mella en su cuerpo, aunque las imágenes vistas y el dolor vivido, le habían arrebatado el alma. Ajax lo envolvío con sus brazos para separarlo del trabajo mientras Dimas obligaba a los ilotas a que lo reemplacen. Pero otriades se zafó del grandullón y derribando a un esclavo de un puñetazo, siguió destrozando la carne del árbol. Los ilotas cesaron. Sus amigos lo miraban incredulos. Golpe a golpe el tronco se fue debilitando hasta caer. Las manos le sangraban cuando trataba de convertir aquel enorme tronco en leña. Sin decir nada sus amigos y los demas compañeros, en lugar de tratar de apartarlo, comenzaron a ayudarle. No muchas veces, por no decir nunca, se vio a un grupo de espartanos realizar tareas manuales mientras los ilotas los observaban. Al acabar la faena, sin detenerse, Otriades comenzaba a preparabar una pira. Lykaios no tendría que esperar para cruzar. Él se iría esa misma noche.
Los esclavos amontonaron hojarasca bajo la pira y remataron el trabajo arrancando algunas maderas viejas de la carreta. Necesitaban madera que prendiese rápido. Ajax y Dimas fueron distribuyendo los trozos del carro en diferentes lugares de la hoguera. Soplaba una brisa suave, como un beso de los dioses. Otriades ungía el cuerpo de su padre con aceite. Gracias a la reciente lluvia pudo lavar todo su cuerpo y su pelo. Contó siete heridas de lanza o espada en su cadaver. La más grave, un lanzazo a la derecha de su cuello. Al menos la muerte había sido rápida. Colocó la moneda dorada que le dio Lyches en su boca. A todos los dioses les pedía que acompañaran a su padre a su destino final.
Cuando la pira estuvo lista, Otriades depositó sobre ella el cuerpo de Lykaios, al mismo tiempo Dimas se acercó con una antorcha hecha con una de las maderas de la carreta e impregnada en aceite. El hijo del soldado la cogió y acercó a la hojarasca. Se alejaron los tres, unos pasos nada más, tras ellos el resto de espartanos estaban firmes y sus capas hondeaban gracias a la brisa que soplaba suavemente.
- Está todo mojado. No va a prender. —Ajax hablaba a sus compañeros sin dejar de mirar el cuerpo sin vida del padre de su amigo.
- Prenderá. —Fue lo último que Otriades dijo.
La suave brisa poco a poco fue convirtiéndose en viento. Las llamas comenzaron a crecer tímidamente. Pequeñas lenguas de fuego se fueron convirtiendo en llamaradas rojas, azules y amarillas. El humo de la madera mojada ascendía blanco hacia la noche, ahora estrellada.
Dimas comenzó a cantar el peán de Cástor33. Ajax le siguió y luego los demás. Empezaron cantando en voz baja y poco a poco las gargantas se fueron llenando de voz. El fuego seguía creciendo, como si algún dios tuviese algo que ver con el homenaje. La humedad de la madera parecía no afectar a las llamas que seguían subiendo. Pronto llegarían al cuerpo. Otriades también se sumó al canto. Del mismo modo que con los otros, su voz empezó con un murmullo vacilante, mientras las lágrimas comenzaban a caer nuevamente por su rostro. Al igual que el calor y el fuego, la voz del hijo seguía creciendo. Quería así rendirle honores a su padre y a sus compañeros por última vez. Se despedía del Lobo. Esperaba que su voz acompañase a Lykaios la mayor parte del camino.
Ninguno de los hombres se dio cuenta de las figuras que observaban la ceremonia desde lejos. Cuatro espectros de la noche envueltos en sus capas, a la distancia, en lo alto de una sierra, observaban la cremación. No hacía falta acercarse. Podían apreciar cada detalle de lo que sucedía allí abajo. Inclusive, si se esforzaban un poco, verían las caras de Otriades y sus compañeros, aunque no podían distinguir los surcos dejados por las lágrimas, ni ver los ojos secos de tanto llorar. Ni tampoco podrían saber nunca el dolor que atravesaba a cada uno de ellos en ese momento y el que los había lacerado a lo largo de esa tarde infernal. Las voces de los jóvenes espartanos llegaban hasta ellos. Y ellos también cantaron. Ninguno recuerda cuánto tiempo pasó, si unos minutos o quizás horas. Uno a uno, por fin, los espectadores fueron retirándose.
Antes de irse y volver a su ciudad, el último de ellos, sacó de una pequeña bolsa que llevaba al cuello un puñado de tierra. Oró unos minutos en voz tan baja que sólo aquel dios a quien iba dirigida la plegaria podría haberlo escuchado. Se puso de pie.
- Adiós amigo mío. —dijo Anaxandridas mientras soltaba la tierra al viento. Tierra que esperaba llegase al cuerpo. Tierra de la ciudad a la que Lykaios ni ninguno de sus compañeros volvería a ver. Tierra de Esparta.
Lykaios abrió los ojos. Se encuentra solo a la vera de un río. Alrededor de él todo se ve borroso. ¿Dónde está? ¿Sería el Eurotas? ¿Qué hace en este lugar?
Una barca acaba de atracar. Hay alguien sobre ella. No puede verle la cara. Lleva la cabeza cubierta por una capucha. Lykaios lo mira. El encapuchado le hace señas para que se aproxime y él obedece. Con cada paso que da, va recordando. Y con cada paso, primero intuye y luego recuerda.
Llega a la barca, se queda de pie en la proa, mirando hacia adelante, y sólo dice una palabra, mientras arroja al barquero una brillante moneda de oro.
- Llévame.
Mientras la nave avanza sobre las aguas, le parece escuchar una canción conocida. También llegan a él las queridas voces familiares.
Ese fue el último viaje de Lykaios, el Lobo Espartano. Se iba entonando el peán de Castor, que tantas veces, junto a sus compañeros de armas, cantó antes de entrar en combate.
Lykaios, el Lobo. Marido y padre. Oficial, compañero y amigo. Un hombre valiente.