II

No sabía cuánto tiempo había estado en la cama, el tiempo parecía no pasar y él seguía abrazado a Cora, la poca iluminación que entraba en el cuarto le impedía darse cuenta de en qué momento del día estaba. Moviéndose despacio, tratando de no despertar a su esposa o a sus hijos, se apeó lentamente del lecho hasta quedar al fin a sus pies, desde donde pudo apreciar a su familia y elevó una corta plegaria de agradecimiento a los doce dioses por la fortuna que había tenido.

Se asomó por la pequeña ventana y pudo ver que el sol estaba alto en el cielo, lo que significaba que estuvo tumbado toda la mañana, algo impropio de un espartano. Pero se sentía a gusto, ver a sus hijos le hacia estar en una nube, incluso pensar si no sería mejor ser un mero pescador en alguna isla perdida del Egeo, despreocupado de la guerra, pensando tan sólo en su familia y su bienestar. Recordó a Argus, el herrero, que vivía a algunas horas de allí, y cuya única obligación era para con su pequeño negocio y sus animales. Al cabo de unos instantes se ruborizó de vergüenza, temiendo que sus antepasados pudiesen escuchar sus pensamientos: de ser así, su padre estaría ahora revolviéndose en la tumba.

Salió del cuarto sin hacer ruido y comprobó que Lyches se había ido. Le había gustado verlo, aunque fuese sólo unos instantes. Extrañaba al viejo soldado, sus consejos y sus bromas, hubiera querido ir a por él en ese momento, preguntarle por la situación en Mesenia y Arcadia y por sus viajes por el Peloponeso, buscando los restos de Orestes. Sus pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de Dione, su cuñada, que entraba a la casa inundándolo todo con su alegría. Tenía el cabello rubio como el de Cora, en cambio su nariz, ligeramente respingada, era diferente de la de su hermana; tenía además un pequeño lunar, una manchita apenas, bajo su ojo izquierdo. Salvo por esos dos detalles, las hermanas eran idénticas para muchos y cuando se vestían igual todos, salvo sus padres, las confundían, mas no Otriades, que podía identificarlas sin problemas, sólo con mirar los ojos y encontrar la luz en los de Cora.

- ¡Enhorabuena! —dijo su cuñada acercándose y abrazándolo.— ¿Estarás feliz, verdad?

- Más que eso, estoy lleno. —repuso el soldado mientras sus brazos abarcaban el grácil cuerpo de Dione.

- He venido a ver cómo estaban Cora y los niños, no sabía que estabas aquí. Quizá deba irme.

- No, no lo hagas. Tu hermana está durmiendo, pero pronto los niños despertarán, y a ella le gustará verte. Ven, siéntate un poco conmigo. —dijo Otriades deshaciendo el abrazo e invitando a Dione a sentarse en la mesa mientras cogía un par de vasos y una crátera con agua.

No llegaron a sentarse cuando comenzaron a escuchar el llanto de los niños. Fueron sólo unos instantes, y pronto la habitación volvió a quedar en silencio. Ambos se dirigieron prestos al cuarto y vieron a Cora, sentada en la cama, amamantando a los dos niños a la vez. Su cara denotaba cansancio y felicidad cuando Dione se aproximó a besarla. Las hermanas hablaban y hablaban mientras Otriades observaba cómo sus hijos, ajenos a todos y a todo se alimentaban con ansia voraz hasta saciarse y recaer una vez más en un sueño profundo.

- Acompáñame. —Dijo el espartano a Dione al tiempo que cogía a sus hijos en brazos y depositaba a uno de ellos en los brazos de su cuñada.

Ninguna de las mujeres dijo nada, padre y tía cargaban a los niños en brazos con sumo cuidado, antes de salir de la habitación. Otriades besó la frente de su esposa y ella acarició la cabeza de su hijo con dulzura, sin dejar en ningún momento de mirarse a los ojos.

- ¿Sabes ya cuáles serán sus nombres? —preguntó ella ladeando un poco la cabeza.

- Sí, lo he pensado mucho y ya sé cómo se llamarán. —contestó dirigiéndose a la puerta, y girando antes de salir del cuarto para ver a Cora una vez más.

- Seguro que serán nombres dignos de la estirpe del Lobo.

Sin hablar más, Otriades y Dione salieron del cuarto y de la casa, y al hacerlo ella arrancó con rapidez unas cuantas flores silvestres del jardín. La claridad del día amenazaba con despertar a los bebés, por lo que avanzaban por las calles de la ciudad cubriendo el rostro de los pequeños y buscando la sombra de árboles y casas. Los ciudadanos, al verlos, felicitaban a Otriades por los dos niños y por la fortuna que había tenido, y muchas hacían también alusión a su Lykaios o a Gelio. Él agradecía los cumplidos, los recuerdos y los deseos de buena suerte mas no se detenía, siguió avanzando por las calles alborotadas de la ciudad hasta llegar al templo de Artemis. Al entrar, Otriades y Dione se arrodillaron frente al altar de la diosa, y mientras Dione dejaba sobre el altar las flores que había recogido, él rezaba en un murmullo, con ojos cerrados, agradeciendo a todo el Olimpo por escuchar sus plegarias e iluminar su vida, no con uno sino con dos hijos, y por preservar la salud de su mujer. En ese lugar sagrado todo era silencio, paz y tranquilidad, y aunque le hubiese gustado quedarse, sabía que tenía sus obligaciones como padre y ciudadano. Una vez más, al salir al exterior, la luz y la claridad del día molestaban a sus ojos y amenazaban con despertar a los pequeños que, a pesar del paseo y los gritos de felicitación dirigidos a su padre, seguían sumidos en un sueño profundo. Finalmente llegaron a la magistratura, y se dirigieron a un tosco mostrador donde fueron recibidos por uno de los miembros de la gerusia.

- Bienvenido, Otriades. —dijo el hombre mientras extendía sus manos para saludarlo.— Las noticias vuelan, enhorabuena. ¿Has venido a inscribirlos?

- Si. No quise esperar más.

- Pues no lo hagas y dime sus nombres. —El viejo le hablaba con una sonrisa en la boca mientras cogía una tablilla de cera y un punzón.

- Este es Aristeo, hijo de Otriades, hijo de Lykaios —mostraba al niño que llevaba en brazos— y este es Nicanor, su hermano —dijo señalando al bebé que cargaba Dione.

- Pues está hecho, pequeño León, sabes bien lo que toca ahora, con la próxima luna los inspeccionarán, pero por lo que parece tus hijos estarán a la altura.

Otriades y su cuñada se retiraban felices mientras Aristeo empezaba a despertarse.

- Y tú hija, de Gelio, espero ver pronto por aquí a algún espartano inscribiendo a tus hijos. —dijo el funcionario un segundo antes de que ella llegase a la salida.

Dione giró y mientras esbozaba una sonrisa al viejo, se inclinó ligeramente en forma de saludo.

- Que Artemis te escuche y que algún hombre que valga la pena se fije pronto en mí.

Salieron del recinto, cada uno sumido en sus propios pensamientos: Otriades en la prueba a la que se verían sometidos sus hijos en breve, Dione en sus últimas palabras y en las manos de un hombre, con quien en ocasiones se encontraba en secreto, recorriendo su cuerpo y abarcándola toda.

Los días pasaban y la fecha se acercaba. Si bien la salud de los pequeños era excelente, ambos padres examinaban los cuerpecitos una y otra vez, buscaban en vano algún defecto, algún signo de debilidad. Para mejorar aún más el aspecto vigoroso de los bebés, los bañaban periódicamente en vino o le untaban algún emplasto hecho con hierbas medicinales.

- Dejadlos ya. —Decía Hypathia en tono maternal.— Mis nietos son fuertes y perfectos, ¿Es que no lo veis?

- Basta de mala sangre, hijos míos. —Apostillaba Gelio.— Relajaos un poco y disfrutad de ellos ahora que podéis. Sobre todo tú, Cora, en siete años un pastor de niños46 vendrá a por ellos para llevarlos a la agogé.

Ambos familiares recordaban con agrado el haber sentido la misma sensación de miedo y ansiedad cuando sus hijos habían nacido, y en vano trataban ahora de tranquilizar a los jóvenes padres.

La ley espartana era tajante, todos los recién nacidos debían ser inspeccionados, y si mostraban algún defecto, por minúsculo que fuera éste, había que deshacerse de ellos. Lo más común era despeñarlos en un precipicio del Taigeto llamado Apotetas47, otros en cambio los dejaban en algún bosque lindero para que los animales salvajes hiciesen el trabajo. Esparta no permitía personas que, más tarde o más temprano, serían una carga para el estado.

El día ansiado y temido llegó. Al alba emprendieron juntos el camino hacia laLesca,48 en la Casa de Bronce49. Allí sus hijos serían examinados. A pesar de que sus amigos y familiares les tranquilizaban con palabras de aliento, ambos tenían miedo por alguna jugada del destino, quizá algún vecino celoso por su felicidad les echaba el mal de ojo, tal vez un dios esperaba para vengarse por alguna afrenta del pasado. El camino se les antojó corto, al acerarse al santuario Cora quería que éste se alejase. Al llegar vieron que no eran los únicos, había ya otras cuatro parejas para hacer evaluar a sus hijos y pronto llegarían otros más. Un poco más allá, junto a un robusto roble, Otriades pudo ver un pequeño retén de soldados, que serían los encargados de realizar el trabajo sucio cumpliendo con las leyes de su patria. Entre los más jóvenes pudo distinguir a su hermano Adrastro. Qué cruel es el destino, si permite que mi propio hermano tenga que matar a uno de mis hijos, pensó. Mientras esperaba su turno, Otriades trataba de recordar cuántas veces había estado él en el lugar de Adrastro, a cuántos niños había matado en aras de las leyes. Ahora, mientras sentía el peso de su hijo en brazos, mientras miraba sus ojos grises y veía como agitaba las manitas, por primera vez en su vida, se sintió sucio por realizar su labor.

Su turno había llegado, siete de los nueve éforos estaban ahí, uno de ellos cogió de brazos de Cora a Nicanor, le quitó la pequeña mantilla que lo envolvía y lo levantó por encima de su cabeza. El niño movía sus manos y reía, lo que provocó un murmullo de asentimiento entre los presentes. A continuación, el éforo apoyó a Nicanor en el frio suelo de la estancia y el pequeño, a pesar del cambio de temperatura, seguía sin llorar, finalmente lo volvió a aupar y acercó su dedo índice a las manos del bebé quien lo cogió con fuerza. El viejo asentía, mientras volteaba al pequeño hacia uno y otro lado examinando cada centímetro de su piel. Cuando Cora pensó que el suplicio había terminado, el éforo propinó al pequeño Nicanor una fuerte nalgada que le arrancó un fuerte grito seguido por el llanto. La madre se desesperó, quería coger a su hijo cuanto antes y salir de allí, y tuvo que morderse la lengua para controlarse.

- Perfecto. —Dijo el éforo mostrando el niño a sus iguales.— Tiene fuerza en manos y pulmones, su cuerpo no presenta defecto. Digno descendiente de ambas estirpes.

Otriades no se inmutó, ningún músculo de su cuerpo presentó emoción alguna, todas ellas iban por dentro corriendo a raudales cual río en época de deshielo.

El proceso se repitió con Aristeo con el mismo resultado, ambos hijos estaban perfectos y tanto Cora como Otriades respiraban aliviados saliendo del recinto. Ya fuera del mismo pudo ver, a los pies de Adrastro y los demás soldados, y bajo el roble donde se encontraban, un par de cestas de mimbre, con dos pequeños bebés, uno con piel cetrina, el otro que no paraba de llorar, “descartados”, pensó, mientras en su mente divisaba lo que iba a venir: su hermano y los demás soldados se encaminarían hacia el Taigeto, seguidos por un par de ilotas que cargasen las cestas y de un magistrado que debía asegurarse de que la ley se cumpliera. Llegados al sitio, uno de los soldados rompería el cuello a los pequeños y los despeñaría. Ésa era la suerte que les esperaba en Esparta a los “no aptos”. Veía todo eso en su mente y se sintió feliz porque no le tocase a él perder a sus pequeños, luego se avergonzó de sus pensamientos y pidió perdón a los dioses por su egoísmo, no sucediera que alguno de los olímpicos quisiera ponerlo en su sitio.

Esa tarde Otriades volvía con sus camaradas a la sisitia, ya no dormiría en su casa, salvo en las ocasiones en las que pudiese escaparse para ver a sus hijos y hacer el amor con su esposa buscando agrandar la familia, al menos hasta que cumpliese treinta años. Esa noche, como tantas otras, cenaron el típico caldo negro, esta vez un poco mejor, pues le habían agregado unas zanahorias y un par de cebollas. Además no se probó el vino, sólo Lyches y Clito bebieron alcohol rebajado en cinco partes de agua. Todo era ameno y se sucedían los comentarios sobre la suerte que Otriades había tenido al ser padre por partida doble, mientras los efebos que servían, muchachos en su último año de instrucción militar, permanecían atentos no sólo a atender las necesidades y requerimientos de los comensales, sino también a sus palabras, a sus comentarios, a la moderación con la que comían y bebían. Esa también era parte de su educación, ellos podían ser puestos a prueba en cualquier momento y por cualquiera de los presentes. Se trataba de peguntarles sobre cualquier tema relacionado con Esparta, la guerra y la condición humana, podían incluso regañarlos, insultarlos y burlarse de ellos de forma cruel y despreciable. El sentido de esto era temperar el espíritu de los jóvenes, prepararlos para soportar las vejaciones verbales y la presión psicológica. Que a un insulto o a una bravuconada pudieran responder con chistes y bromas en lugar de hacerlo impulsivamente, con miedo o con vergüenza. Así como los ejercicios militares servían para mejorarlos físicamente, este tipo de instrucción servía para fortalecer su mente y espíritu. Al fin y al cabo, estaban todos del mismo lado. Esa noche, Adrastro era uno de los jóvenes presentes.

Clito, el más antiguo de la mesa, llamó al hermano de Otriades. Adrastro era uno de los efebos del último año, en unas cuantas semanas recibiría su escudo y su capa roja. El muchacho era más alto que su hermano mayor y tenía el mismo aspecto atlético. Era gracioso verlo de pie en medio de la sala, con las manos atrás y mirando al suelo, ya que no era digno de mirar a la cara a ninguno de los integrantes de la mesa.

- Te veo sediento. —dijo Clito.— ¿Quieres beber un poco de vino?

- No señor, no bebo.

- ¿Y por qué no lo haces? Con lo bien que le hace a uno en las noches de frio. ¿Nunca has bebido en una noche invernal? ¿Cómo hacías para evitar congelarte? ¿Dormías con tu hermana? ¿O lo hacías abrazando a una cabra?

- No bebo porque debo estar alerta y el vino embota los sentidos. —El joven contestaba rápido y de memoria, cosa que no le gustaba a Clito, ni a Lyches que no le dejó terminar de responder.

- ¿Alerta de qué o de quién? ¿Somos nosotros el enemigo acaso? —Lyches continuaba el interrogatorio con un tono de voz severo.

- Siempre debo estar alerta para proteger a mi ciudad y a su gente, señor, el honor de Esparta...

- ¿Y tú solo vas a proteger a la ciudad? ¡Pedazo de mierda! ¿El honor de Esparta? ¿De que coño me hablas? ¿Cómo un hijo mío puede ser tan tonto?

Lyches se puso de pie y apoyando las manos en la mesa le gritaba a Adrastro escupiendo en cada frase, tratando de ser lo más soez posible. El joven al escuchar esa última frase, levantó la cabeza y le clavó los ojos al viejo soldado. Otriades no intervino en ningún momento, sólo miraba a su hermano con una sonrisa en la boca mientras recordaba cómo, años atrás, lo habían torturado a él de modo similar en más de una ocasión.

- ¿Cómo osas mirarme a la cara, excremento de rata? Sí, soy tu padre, no el cornudo de Lykaios, yo pasé a la puta de tu madre por la piedra más de una vez y tú eres el resultado de esos revolcones, de haberlo sabido hubiese usado la puerta trasera ¿Me explico?

- Pues si soy un tonto y un trozo de mierda de gaviota, ya sé a quién se lo debo. —Adrastro dijo esto mientas bajaba nuevamente la mirada y se tragaba el orgullo. Lo dijo con un tono moderado, no había odio en él.

Eso era lo que buscaban. Ni bien dijo esas palabras, Lyches lo despidió y llamó a otro y la tortura a los jóvenes continuó durante gran parte de la noche. Otriades fue duro con los efebos, igual que Lyches, Clito, Dimas y los demás, que antes habían sufrido las mismas vejaciones. Es preferible sangrar en esta sala, que hacerlo en el campo de batalla, había dicho más de una vez el difunto Lykaios.

Al final, los integrantes de la mesa fueron despidiendo a los efebos uno a uno y dándoles consejos antes de partir. El último en hacerlo fue Adrastro, al que Otriades se dirigió con amor fraternal.

- ¿Sabes tú por qué hemos de tener hijos?

- Para ser muchos y poder tener un ejército numeroso.

- ¿Es qué acaso no somos bastantes ya? ¿Cuántos son los espartanos? —Otriades preguntaba y sus compañeros lo escuchaban atentamente, querían ver a que llevaba todo eso.

- Nunca somos bastantes, pero en este momento sí somos suficientes.

- ¿Suficientes? ¿Suficientes para qué?

- Suficientes para acabar con los enemigos. —El joven Adrastro respondía sin amedrentarse, parecía que su lengua cobró vida después del rapapolvo que le pegó Lyches.

- ¿Y quiénes son ellos?

- Los que amenacen nuestra libertad y nuestras leyes y los que sean feos como tú o alguno de estos. —Adrastro señalaba detrás de su hermano a los demás compañeros de la Sisitia “Trueno y Victoria”.

Los comensales comenzaron a golpear la mesa con sus nudillos en sentido de aprobación, Otriades estaba sorprendido por las respuestas de su hermano y a la vez orgulloso: Adrastro había aguantado bien todas las puyas de antes y ahora contestaba aún mejor a sus preguntas. Finalmente el hermano mayor se puso de pie, pidió silencio con las manos y se dirigió una vez más a su pariente.

- Pues has hablado bien, nunca somos demasiados, así que el consejo que te daré como mayor y como soldado de Esparta, es que te cases pronto y engendres hijos que el día de mañana se puedan unir a nuestro ejército. El consejo que te doy como hombre y como un hermano que te quiere bien, es que te cases y tengas hijos porque el tener una familia te hará un hombre completo. Puedes irte.

Adrastro saludó llevándose la mano al pecho, giró sobre sus talones y salió del salón. Todos, a excepción de Ajax, del que nadie sabía dónde se había metido, estaban en silencio, mirando a Otriades que aún seguía de pie con los brazos en jarra y mirando hacia abajo. Un golpeteo de nudillos sobre las tablas de madera de la mesa se empezó a escuchar: era Clito, que aprobaba lo que Otriades había dicho. El ruido por los golpes se hizo más fuerte, Lyches primero y uno a uno todos los compañeros de la mesa, se fueron sumando a la aprobación del anciano. Ese repiqueteo se fue convirtiendo paulatinamente en un estrépito de golpes, y con cada uno la mesa saltaba y con ella las copas y cubiertos. Desde fuera sólo se escuchaba el golpear de las manos contra la mesa y un poco más tarde, como casi todas las noches, las obscenas canciones de guerra y campamento inundaron el lugar.

Con tu escudo o sobre él
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