VIII
La noche caía sobre Esparta, la luna enorme y blanca iluminaba las casas y las laderas de los montes, aquí y allá se podían escuchar a grillos y búhos, y más , alejados, perdidos a los pies del Taigeto, a los dos amantes que se daban un banquete de besos y caricias. Tendidos sobre la capa roja del ejército, lejos de miradas de celosos centinelas, Otriades y Cora se amaban, teniendo como testigo tan sólo las estrellas y los dioses. Eran violentos al principio, como dos animales en celo, recorriéndose con manos, boca y lengua, mordiéndose, lamiéndose, bebiendo el uno del otro, entrelazando sus cuerpos. La puso boca abajo y se subió sobre ella, la montó como si de una yegua se tratase, ella con sus manos buscaba acercar su cuerpo al de él, quería sentirlo dentro, pudo aferrar su nuca y acercar su cara y besarlo, morderlo. Otriades dejó de besarla en los labios para, sin dejar de hacerle el amor, comenzar a recorrer su cuello y su espalda con la boca, mientras una de sus manos se aferraba a su cadera y la otra recorría los turgentes pechos de su mujer. El desenfreno y la pasión culminaron cuando él se derramó dentro de ella. Cora, en un desplazamiento hábil, sin dejar que él saliese de su interior, se dio la vuelta y con sus piernas lo envolvió en un hábil y felino movimiento, a pesar de ser ella menor en edad y en tamaño, Cora era fuerte, y su fuerza, junto a la lujuria que la envolvía, no le dejó escapar. Cual un baile, ahora sus cuerpos se movían suavemente, en un rítmico ir y venir. La espalda de Otriades sangraba por los rasguños que su mujer le hacía, los besos y caricias no paraban, así como no disminuía su pasión. La respiración de Cora fue haciéndose cada vez más agitada, él aumento el ritmo de su cadera hasta que finalmente ella se abandonó en un suspiro prolongado. Otriades no se quedaba quieto, la besaba y recorría con sus dedos todo su cuerpo, su cara, sus orejas, su cuello, volvía a subir a su boca, su pecho. Sus fuertes manos, callosas de coger la lanza, palpaban su vientre y sus tersos muslos, quería detener el tiempo ahí mismo, que nada existiese fuera de ellos dos, y retener ese momento, con el ruido del Eurotas que fluía a poca distancia de allí y ellos que fluían con él. Sin separarse se giraron y Otriades quedó sobre el suelo, con Cora sobre él. Ahora era ella quien lo besaba, su boca se perdía en su cuello mientras con sus manos mecía los cabellos de su hombre. Ella lo montó suavemente, el placer se notaba en su cara y en su cuerpo que se mostraba completo a la luz de la luna. Las uñas que marcaron antes la espalda de Otriades se clavaban ahora en su pecho. Ella ya no lo miraba, tenía los ojos cerrados y su cara apuntaba al cielo estrellado, sólo se escuchaban su respiración agitada y el río. Él cogió sus pechos y los abarcó con sus manos, como si fuese un alfarero dando forma a unas vasijas. Quiso acercarla, bajar su boca a la de él, pero ella no lo permitió, siguió moviéndose rítmicamente adelante y atrás, arriba y abajo. Finalmente, Otriades se incorporó, y quedó sentado, con ella sobre su cuerpo. Cora lo miró a los ojos y le sonrió. Sus ojos, su boca, su cuerpo todo desprendía lujuria. Se besaron una y otra vez, abrazados y en la posición en que estaban. El acto se prolongó, sus movimientos eran más lentos pero más profundos, paulatinamente, las caderas de ella fueron aumentando la velocidad, la respiración otra vez fue agitándose en los dos, el sudor corría por sus cuerpos haciendo de lubricante entre ellos, los gemidos de ambos fueron subiendo de tono, hasta que los amantes esposos llegaron juntos a la cima del placer mezclados en dulces gemidos, besos y caricias. Quedaron abrazados largo rato, inmóviles, él palpitando aún dentro de ella, ella apoyando su cara en el pecho de él, tratando de respirar normalmente. Al cabo de un rato, se miraron y sonrieron, se besaron una vez más y, sin decirse nada, durmieron abrazados. Ella se dejó llevar por Morfeo. Los dioses le regalaron primero hermosos sueños, mientras les llegaba una tenue brisa que traía aroma de flores y rocío los fue envolviendo. Los dedos de él, perdiéndose en la sedosa y rubia cabellera que siempre resplandecía, fuera al sol o a la luna, recorrían su cabeza. Sus ojos, que investigaban el cielo, pronto se cerraron, pero al hacerlo, como tantas otras veces, en lugar de la oscuridad, apareció la cara de Cora como si verla a ella fuera haber visto mucho tiempo el sol: cerraba los ojos y seguía percibiéndola.
Pocas horas después, Otriades despertó. Ella seguía igual, dormida y abrazada a él, apoyando la cabeza en su pecho. Con mucho cuidado se incorporó para no despertarla, vistió su túnica militar y la levantó en brazos, envolviéndola en su capa para que el frio no le afectara, y así, sucio de tierra, manchado con su propia sangre y con las marcas de su mujer en su cuerpo, volvió a la ciudad. Ningún centinela le dio el alto, pues todos le conocían, aunque más de un guardia se sorprendió al verlo pasear con Cora en brazos, exhibiendo una tonta sonrisa de oreja a oreja. Poco tardó en llegar a su casa, donde el olor a hierbabuena y tomillo del jardín le llenó los pulmones. Entró y se dirigió directamente a su habitación, dejó a Cora en la cama, arrebujada en su capa militar, y no pudo evitar ver a sus hijos dormidos en sus pequeñas cunas al lado de su lecho. Respirando fuertemente, con los puños cerrados, se tumbó junto a su mujer sabiendo que pronto debería volver a su sisitia. Trató de dormir pero no pudo, y en cambio soñó despierto, sueños en donde el amor de su mujer y de sus hijos eran los protagonistas.
A pesar de que la primavera había comenzado, la temperatura por las noches era fresca, el invierno no quería irse, y esa madrugada no era la excepción. Antes de que saliese el sol, cansados y sucios de barro y sangre, envueltos en la bruma matinal como si de dos fantasmas del inframundo se tratara, Nicarco y Adrastro se aproximaban a la ciudad. Espías y centinelas los habían divisado hacía mucho, pero en lugar de ayudarlos, se limitaban a informar a los reyes y a los éforos de la situación. Sus rostros y cuerpos daban muestras de la fatiga y del hambre. Adrastro era el que peor se encontraba: sus brazos mostraban heridas defensivas, tenía algunas quemaduras, y una fea raja que no terminaba de cicatrizar cruzando toda su espalda.
Luego de escabullirse de la ciudad debieron ocultarse de las patrullas tegeas que los buscaban. Viajaban sólo por la noche, ocultándose el resto del día en cuevas o sobre los árboles. Más de una vez estuvieron a punto de ser descubiertos, pero la suerte o el favor de los dioses lo impidieron. La primera noche y el primer día de la huida no comieron ni bebieron nada. Se ocultaron al norte de la ciudad, sabiendo que si los buscaban lo harían hacia el sur. Dieron un gran rodeo para no ser descubiertos, mas cuando finalmente pusieron rumbo a Esparta, el peligro los acompañó casi todo el camino. Siempre avanzaron despacio y sigilosamente, prefiriendo la seguridad a la rapidez. Cinco noches tardaron en recorrer un camino de menos de dos jornadas. Las pocas flechas que le quedaban a Nicarco las desperdició tratando de cazar unas liebres. Hacía mucho que el cretense no fallaba con su arco y eso los desmoralizó un poco, pero no lo suficiente para amedrentarlos: debían llegar a la ciudad, narrar lo sucedido en la casa de Macario y las maquinaciones del odioso hombrecillo.
Estaban cansados, pero cada paso que daban los acercaba más a la meta. Hacía un par de horas que divisaban la ciudad y se aproximaban a ella con paso cansino pero constante, y las espinas de los arbustos y algunas piedras filosas seguían magullando la carne de esos hombres que sólo querían cumplir su misión.
Los primeros rayos del sol asomaban sobre el Parnón cuando llegaron a la ciudad, donde una escolta de cuatro hombres los esperaba. Nicarco pudo reconocer a Filemón y a Damen bajo sus cascos, los más destacados hombres entre los trescientos, y se dio cuenta de que no hacía falta anunciarse. Al encontrarse, Filemón avanzó un poco hasta quedar frente a la pareja, ya escasos pasos de ellos les tendió una cantimplora con agua fresca. Adrastro la cogió y dio a penas un sorbo para enjuagarse la boca y pasársela a Nicarco que sí bebió con avidez.
- Los estábamos esperando. Los reyes y la Apella los aguardan. —dijo Filemón mientras le echaba un ojo a Nicarco que siguió bebiendo hasta vaciar la cantimplora.— ¿Están bien? ¿Pueden caminar?
- Sí, llévanos ante ellos. —Adrastro, haciendo caso omiso de todos los dolores que sentía, habló tratando de que los ruidos de su hambriento estómago no taparan el sonido de su voz.
Los soldados rodearon a Nicarco y Adrastro y comenzaron su andadura hasta la asamblea, y mientras avanzaban no pocos ojos se posaban en los rostros de los recién llegados. Alguno juró que aquel muchacho se parecía mucho al hijo menor de Hypathia, pero no podía ser él, ese no era un muchacho, era un hombre.
Antes de llegar al recinto de la asamblea, el grupo se separó: los dos escoltas más jóvenes se dirigieron con Nicarco a la casa de Anaxandridas, el escudero esperaría allí al rey, ya que el cretense no podía participar en la Apella, pues a pesar de los muchos años que llevaba en la ciudad, era un extranjero. Adrastro, conducido por Filemón y Damen, llegó a su destino con la cabeza alta, caminando marcialmente, luciendo con altanería las recientes cicatrices, sin dar muestra alguna de las fatigas sufridas para llegar allí. Al entrar, los dos escoltas se quedaron detrás, mientras Adrastro avanzaba hasta el centro de la sala, desde donde todos los presentes lo podían observar. Su mirada recorrió rápidamente el lugar y pudo ver caras conocidas, entre ellas el viejo amigo de su padre, Lyches, quien le hizo un guiñó a modo de felicitación y reconocimiento. Sus ojos se encontraron también con los del joven rey Aristón, apenas unos años mayor que él. Estaba junto a Anaxandridas, y los dos, con los éforos repartidos a uno y otro lado. Los rayos del sol apenas penetraban en el salón. El frio recinto de piedra estaba completamente en silencio, y se podía escuchar perfectamente lo que afuera ocurría.
- Habla. —dijo Anaxandridas rompiendo el silencio.
Sólo ante esa palabra, el joven Adrastro narró todo, sin obviar ni el más mínimo detalle. Su partida, su cambio de aspecto para pasar inadvertido, el encuentro con el enorme oso, la separación del cretense, cómo entró en la ciudad, dónde se escondió, las cosas que había escuchado y que coincidían con las que Nicarco había también oído. Hizo especial hincapié en la reunión que se celebró en la casa de Macario y lo que allí se dijo. Recordaba cada detalle del complot asesino y sugirió la implicación de Argos en todo aquello. Contó cómo había matado a los hombres presentes y cómo permitió tontamente que Macario escapase. Todos escuchaban atentos mientras Adrastro explicaba su entrada en la ciudad y los desmanes que provocó en ella. Contó también que de no haber sido por Nicarco ahora mismo estaría junto a su padre en el Hades. Finalmente no se extendió mucho en el regreso a la patria: se limitó a decir que dieron un rodeo para despistar a posibles perseguidores.
Al callar, la sala nuevamente quedó muda. Los cinco éforos miraban al valiente muchacho. Finalmente Clearco, el mayor de ellos, se puso de pie.
- ¿Te das cuenta que has dejado pasar una gran oportunidad para eliminar a un enemigo de Esparta como es esa rata de Macario? —El tono de su voz no era de reproche, parecía la voz de un maestro dirigiéndose a su discípulo.— Deberías haberlo tratado como a los demás, tu demora pudo traerte la muerte y, quién sabe, hasta puede causarnos problemas si es que atan cabos adecuadamente.
- Lo siento, me dejé dominar por la ira.
- Vete ahora pues, que traten tus heridas, pronto podrás resarcirte.
Adrastro salió seguido por Filemón y Damen. Al cruzar el umbral la luz del sol cegó un poco al muchacho, que usó su mano para cubrir sus ojos, y así pudo ver, a pocos metros de allí, a su hermano con sus dos inseparables amigos.
- Bueno, bueno, mira quién ha vuelto a casa —Dimas miraba de arriba abajo a Adrastro mientras se apoyaba en el hombro de Otriades.— Veo que te han tratado bien.
- Uff, más de lo que te imaginas —contestó el joven que exhibía con orgullo sus cicatrices.
- Si no os importa, lo llevaremos nosotros —Otriades se dirigió a los hombres de la escolta. Filemón y Damen se miraron y se encogieron de hombros antes de dar media vuelta y partir.
Otriades se acercó a su hermano y mirándole a los ojos pudo ver que, a pesar de la apariencia que Adrastro quería dar, apenas se podía mantener en pie. Sin decir nada lo cogió por debajo de un brazo y Dimas hizo lo propio por el otro lado. Ajax les abría el paso caminando unos pasos más adelante.
- ¡Estoy bien! ¡Estoy bien! No necesito que me ayuden a caminar. —bramaba Adrastro girando su cabeza a uno y a otro lado mirando a su hermano y a su amigo.
- Ya lo sabemos, no te estamos ayudando, estamos abrazándote y festejando que hayas vuelto sano y fuerte como cuando partiste.- replicó Dimas.
El camino se le antojó corto, pues estaba tan cansado que casi no sentía las piernas. No sabía lo que pasaba a su alrededor, apenas percibía la voz de su hermano o de los demás. De pronto la luz del sol desapareció y su nariz pudo detectar esa mezcla de olores, humedad, sudor y caldo negro. Habían llegado, estaban en una sisitia. Sus huesos fueron a dar a un tosco catre de madera y así tumbado, boca abajo, pudo descansar su maltrecho cuerpo. Cayó en un sueño profundo donde los gritos y el olor a quemado de aquella noche en Tegea lo acompañaron, desde ese día y después, hasta el día de su muerte.
Tegea estaba convulsionada. Nadie entendía bien qué había pasado o quién era el responsable. Un grupo de hombres y mujeres se afanaban en restaurar el templo y en retirar los escombros que quedaban de los edificios que no se pudieron salvar, mientras otro grupo, guiados por un sacerdote de Atenea, realizaban los últimos ritos funerarios despidiendo a los que habían muerto esa noche. La primavera había llegado, pero en lugar de traer la vida y la prosperidad de los últimos años, esta vez llegó con caos y muerte. Tres días llevaban los nobles buscando explicaciones a lo que había pasado, pero todo era muy confuso. Muchas preguntas había en el aire: ¿Cómo habían penetrado en la ciudad? ¿Podría un solo hombre causar ese desastre? ¿Estaba relacionado con lo ocurrido en la casa de Macario? ¿Quién era el responsable?
Aleo dudaba de si la intromisión y sabotaje era obra de los espartanos o si Macario estaba detrás de todo aquello, pero incluso esa rata había sufrido la pérdida de su más preciada propiedad y la muerte de sus aliados políticos. Además no había huido, se encontraba ahí mismo, discutiendo con el resto de los nobles tratando de acercarlos a su causa. Por otro lado, el haber visto a aquel asesino escabullirse bajo la protección de Nicarco, el esclavo llegado de Esparta, le hacía pensar que Lacedemonia estaba detrás de todo aquello. No se atrevía a decirlo en voz alta, por temor de perder todo el poder, aunque no era eso lo que le asustaba: lo que Aleo temía era que si él perdía el control de la ciudad, éste recaería seguramente sobre Macario, y Tegea sería, poco a poco, absorbida por Argos.
Los hombres gritaban y discutían a viva voz mientras él estaba sentado en su trono de piedra, con las manos sosteniéndole la cabeza y sumido en sus pensamientos.
- ¡Tú! ¡Tú eres el responsable de esto! —gritó Macario interrumpiendo sus pensamientos, mientras lo señalaba con el dedo. Los demás hombres callaban observando la situación.— Has enviado un asesino por mí y al fallar lo has querido disimular atacando tu ciudad y a tu propia gente.
Aleo se puso de pie de un salto y a grandes pasos se acercó a Macario hasta quedar frente a él. Todos estaban atentos a lo que pudiese pasar, y todos esperaban que Aleo descargase su furia contra Macario, mas nada de eso sucedió. El rey tan sólo se limitó a recorrer con la mirada de arriba abajo a su rival, luego negó con la cabeza e hizo un gesto de desprecio con la mano mientras volvía a su trono. Esta muestra de indiferencia arrancó algunas risas entre los nobles, mientras Macario, rojo de ira, comenzó a acusar nuevamente a Aleo.
- ¿Me ignoras? ¿Tan poco te importa tu pueblo que lo ignoras?
- Tú no eres mi pueblo. Tú eres de Argos, cada palabra tuya apesta a Argos, cada una de tus acciones viene dictada por esa ciudad. ¿Y sabes algo? Aquí estamos para tratar los problemas de Tegea, no los de Argos o sus intereses. No sé quién pudo atacarnos, no sé si fue algún loco, o algún enviado de Esparta, o quizás de aquella ciudad a quien tú, rata inmisericorde, tanto amas, pero sí sé que discutiendo aquí no lograremos nada. No creo que podamos aclarar lo sucedido, mas si enmendarlo. —Aleo hablaba ahora para toda la asamblea.— Hoy, o mañana a más tardar, habremos finalizado con las reparaciones y la limpieza de la ciudad, y debemos estar preparados. Todos los hombres en edad de luchar deberán presentarse armados en la plaza. Nos entrenaremos, sacaremos lustre a nuestras armas y estaremos listos para recibir a cualquiera que quiera quitarnos nuestra libertad. —Algunas voces de aprobación se dejaban oír, pero Aleo las acalló hablando más alto.— Tal vez, ésto ha sido un castigo de los dioses por no dedicar más tiempo a nuestro entrenamiento militar y dejarnos estar abrazando la buena vida. La tregua con Esparta ha expirado, Argos quiere anexar nuestras tierras para comenzar a expandirse, o tal vez haya sido un ataque de ultramar, persa o siracusano que quieren asentarse en nuestro territorio y piensan que somos una ciudad débil, pequeña, desunida. —Voces en alto se escuchaban negando esas afirmaciones.— Pero no es así, quizás todo lo que pasó fue una coincidencia, y a lo mejor, mientras nosotros vivamos, no veremos otra vez la sombra de la guerra cernirse cerca de Tegea. Pero si lo ocurrido es una llamada de atención de los dioses, un aviso de nuestra querida Atenea ante un posible ataque, entonces, ¡estaremos preparados!
Los más jóvenes aclamaban al rey, los mayores lo aplaudían y los ancianos asentían con la cabeza. En medio de todo ese barullo Macario seguía de pie frente a Aleo, que lo observaba sentado ahora desde su trono. El hombrecillo clavaba sus ojos hundidos en el rostro del monarca. Su corazón estaba acelerado, las manos le temblaban, ya nadie se fijaba en él. La humillación sufrida no le permitía articular palabra. Volvió a señalar con su dedo a Aleo y éste lo miró con una sonrisa socarrona. El dedo que le apuntaba se dirigió al cuello de su dueño y, sin que nadie más que el rey lo advirtiese, recorrió la garganta de Macario de izquierda a derecha. Aleo dejó de sonreír y se puso de pie, serio como una estatua. Era la primera vez que lo amenazaban de ese modo, pero no tuvo tiempo de reaccionar. Macario dio media vuelta y se retiró rápidamente de la sala. Los que lo vieron salir de la ciudad decían que partió en un carruaje, llevando consigo lo poco que había salvado de su propiedad. Iba en dirección este, en la dirección de Argos. Aleo nunca más lo volvió a ver.
La Apella estaba de acuerdo: atacarían Tegea, limpiarían el honor de la ciudad mancillado tres años atrás. Esta vez no serían descuidados, habían seguido las palabras del oráculo de Delfos, y harían los sacrificios necesarios hasta que los dioses les sean propicios. Tegea se doblegaría a Esparta o sería borrada de la faz de la tierra.
- Como vosotros sabéis —Anaxandridas hablaba de pie mirando a sus compatriotas.— yo ya he estado en la ciudad, soy el mayor de los reyes y tengo más experiencia en combate, por eso les pido que me permitan dirigir esta campaña.
Todos los ojos se posaron en Aristón, el joven rey, que quedó mirando a Anaxandridas boquiabierto.
- ¿Y qué haré yo? —preguntó impetuosamente el joven— ¿Quedarme aquí mientras mis compañeros vengan la sangre de mi padre?
- Tus motivos son egoístas —le recriminó Anaxandridas.— Buscas la venganza y no reflexionas, aún no tienes hijos, ¿qué pasará si caes? ¿quién reinará en tu lugar? O mejor ¿qué pasará si morimos los dos?
- ¡Pues entonces quédate tú, yo marchare hacia Tegea y traeré a cada uno de sus ciudadanos cargando cadenas!
Anaxandridas calló mientras observaba a Aristón, que estaba agitado y rojo de ira. El rey buscó apoyo entre los éforos y lo encontró en Clearco.
- Joven Aristón, si tenemos una diarquía es para que si el rey muere en batalla, que en la ciudad no haya un vacío de poder. Por eso es que no podéis ir los dos. Por otro lado, es cierto que Anaxandridas tiene más experiencia en combate; es más, tú no tienes ninguna —mientras Clearco hablaba, Aristón bajó la mirada y sus ojos se clavaron en el suelo.— Tus motivos están inspirados por la sed de venganza y eso no es bueno, nublarán tu juicio. Quédate aquí y protege a nuestra ciudad, tu tiempo de batallar ya llegará.
Dicho esto, el viejo éforo se sentó nuevamente y Aristón hizo lo mismo, desairado, sabiendo que la apella le daría la razón a Clearco y Anaxandridas. Pocos temas más se trataron ese día. En cuanto a los hombres que habían regresado, a ambos se les concedería un premio al valor, y a Adrastro también un castigo, veinte azotes por dejar escapar a aquella rata confabulada con Argos. En cuanto a la guerra, Anaxandridas dispondría de poco más de cinco mil hombres, todos ellos entrenados para matar y soportar mil calamidades. Cinco mil de los mejores soldados de la Hélade marcharían sobre Tegea.
De todo eso Aristón no escuchaba nada, sumido en sus pensamientos, indignado por tener que quedarse, viendo cómo la muerte de su padre sería vengada por otros. La sangre le hervía, las venas de su cuello y su sien estaban a punto de estallar, pero nadie notaba su enfado. Todos seguían atentos a las decisiones que habían de tomar. La mirada del joven monarca seguía clavada en un punto perdido del suelo, sin atender a nada ni a nadie, cuando poco a poco su sus ojos fueron levantando la mirada y su cabeza comenzó a asentir muy despacio mientras se ladeaba a la derecha, y paulatinamente una sonrisa se esbozó en su rostro. Nadie lo notó, nadie percibió ese brillo en él y, por supuesto, nadie supuso lo que tenía en mente.
Las heridas de Adrastro tardaron varios días en cicatrizar, en especial la de la espalda, ya que no descansaba y no dejó de entrenar con las armas. Esa noche era especial para él: había sido aceptado en la sisitia “Trueno y Victoria”, la misma a la que perteneció su padre y a la que pertenece su hermano. Los lugares dejados vacantes por aquellos que murieron en Tegea, fueron siendo ocupados poco a poco por jóvenes prometedores. Con el ingreso de Adrastro, la sisitia volvía a contar con quince integrantes. La elección tuvo lugar la noche anterior. El joven había sido invitado a cenar y sometido a ciertas pruebas ocultas, sin que él lo supiese. Mientras cenaban se le preguntaba por sus logros militares, a los que se refirió con modestia y humildad. Se le pidió su opinión sobre la situación política y bélica de la región y no estuvo desacertado, supo encajar bien las bromas y las pullas que le echaban los mayores, y a pedido de Clito, se le sirvió el caldo negro de peor sabor preparado jamás, y él lo devoró como si fuese su última cena. Finalmente, lo invitaron a retirarse y votaron por su inclusión o su rechazo. Un ilota pasaba entre los miembros de la mesa llevando una crátera vacía, y cada uno de los espartanos arrojaba en ella un trozo de miga de pan: si la miga era aplastada significaba el rechazo, de lo contrario, su aceptación. Si un solo trozo estuviese aplastado, Adrastro no sería aceptado. Pero no fue éste el caso: para alegría de Otriades, Lyches y sus amigos, cuando voltearon el recipiente, pudieron ver que ninguno de los trozos de pan estaba aplastado.
Esa noche, como algo excepcional, en lugar del caldo negro, se sirvió cordero asado, acompañado por nabos y cebollas. Anaxandridas fue invitado especialmente para la ocasión. Dimas, a pesar de que el rey ya lo conocía, presentó al joven, nombrándolo a él y a todos sus antepasados inventando nombres y hazañas hasta llegar a Heracles. Bromeaba sobre los logros obtenidos por Adrastro, haciendo mordaz hincapié en aquella vez que debió de cubrirse de excrementos para que un oso no atacara. Todos se reían a viva voz, Clito cayó de su silla y el rey, mientras bebía, no pudo contener una enorme y fresca carcajada que causó que el líquido le saliese por la nariz, empapando su barba. Se hizo un silencio profundo mientras los presentes miraban lo que había ocurrido, pero en breves segundos y al unísono todos estallaron en renovadas risas, hasta que poco a poco la cena volvió a desarrollarse normalmente.
Para terminar, y como muestra de valor, Adrastro recibiría allí mismo el castigo de veinte azotes que le impuso la asamblea por fallar en el asesinato de Macario. Él podría elegir quien le propinara los golpes. Se paseaba de un extremo a otro de la mesa con la vara con que lo azotarían, y finalmente quedó frente a Dimas, Otriades y Ajax. Todos esperaban que el correctivo lo aplicase el hermano mayor, pero Adrastro eligió a Ajax, el más fuerte de los presentes. El gigantón, sin decir nada, cogió la vara y se puso de pie, realizando algunos movimientos que su brazo entrara en calor. Mientras, el nuevo miembro de la mesa se despojaba del quitón y se aferraba a un poste que sostenía parte del techo. Todos pudieron ver las marcas que traía de Tegea, y el largo costurón que cruzaba su espalda que aún no había cicatrizado del todo. Ajax, después de cerciorarse de que Adrastro estaba listo, propinó los veinte golpes sin saña, pero con violencia. Al final la sangre manaba de las antiguas heridas y de las nuevas. Dos ilotas iban a ayudar a Adrastro a ponerse en pie pero éste los rechazó. Él solo se incorporó y abrazó a su verdugo dándole las gracias, se acercó a la mesa, cogió una crátera con agua y, luego de darle un trago, vació su contenido sobre su maltrecha espalda. Los nudillos de los hombres golpeaban la mesa en señal de aprobación. Adrastro volvió a su sitio y la cena continuó entre chistes y chanzas de todo tipo. Finalmente, uno a uno los hombres se fueron retirando, hasta quedar solos Adrastro, y los tres mayores, Clito, Lyches y el propio rey.
- ¿Sabes por qué te han castigado? —Preguntó Clito.
- Por no haber hecho mí trabajo.
- No. —Intervino Lyches después de unos segundos de silencio.— No es por eso, es por haber dejado que la furia te llevará. Por lo que nos has contado, pudiste haber matado allí a todos, en cambio te detuviste con ese hombre, quizás porque lo consideraste responsable de la muerte de tu padre, o tal vez por estar urdiendo un plan contra nosotros. ¿Porqué necesitabas que te mirase a los ojos? Deberías haberlo despachado como a los demás, sin dejar que nada interfiriera.
- Y no sólo eso, —agregó Anaxandridas— Si hubieses muerto, no sabríamos lo que ahora sabemos. Además, marcharemos en breve contra Tegea y nos hubieras privado de tu espada. ¿Lo comprendes?
Adrastro asentía con la cabeza sin decir ni una palabra. Lo único que se escuchaba eran los ronquidos de los hombres que dormían. Finalmente Clito se dirigió al rey rompiendo el silencio.
- ¿Entonces tú comandarás el ejército?
- Sí, Aristón no se lo tomó bien, pero creo que es la mejor decisión. Él está cegado por sus deseos de venganza o por su temperamento juvenil. Nos podría llevar al desastre, está muy verde aún.
Lyches y Clito asentían con la cabeza, uno rascándose la blanca barba y el otro tragando un último sorbo de agua.
- ¿Y cuándo partimos? —preguntó Clito.
Anaxandridas se le quedó mirando atónito, Lyches escupió el agua y comenzó a toser, Adrastro seguía callado pero miraba al anciano de costado en una mezcla de asombro y admiración.
- Ya no sé qué edad tengo, sé que muchos años, serví a esta ciudad en todos los puestos posibles, a excepción del de rey. Luche en mil batallas, con estas manos maté a muchos hombres y salvé a otros tantos. —decía Clito mientras alzaba los brazos llenos de cicatrices.— Mis hijos, mis nietos y biznietos son fuertes y sanos, los he visto crecer y convertirse en hombres, conocí a la mejor mujer que un hombre pueda desear. Ya estoy viejo, no quiero morir en la cama, consumido por la edad o por las fiebres. Nadie puede elegir cómo viene al mundo, pero sí como dejarlo. Y yo quiero hacerlo con la espada en la mano, marchando con mis compatriotas mientras entonamos el peán. Así que, dime ¿Cuándo partimos?
El rey lo miraba y negaba con la cabeza. Sabía muy bien quién era Clito y todo lo que había hecho por Esparta: coronado en Olimpia en tres ocasiones, había sido un animal salvaje en el campo de batalla. Muchos huían tan sólo al ver el emblema de su escudo con la Gorgona sonriente en él, pero ya estaba viejo.
- Clito, amigo mío. —Anaxandridas hablaba mientras cogía la mano del viejo con las suyas— Tu lo has dicho, eres demasiado viejo, ¿Cuánto tiempo soportarás el peso de la armadura?
- El suficiente.— replicó el anciano.
- ¿Cuánto aguantará tu brazo el escudo con el que cubrirás al de tu izquierda?
- El necesario.— Volvió a contestar Clito, mostrando esta vez una sonrisa desdentada.
- ¿No ves que nadie querrá situarse a tu lado?
- Pues entonces marcharé solo, al frente del ejército, guiándolos hasta el enemigo.
- Yo iré a tu izquierda —dijo Lyches, poniéndose en pie y colocando una mano en el hombro de su antiguo mentor, mientras a éste se le caían las lágrimas y le daba las gracias.
El silencio que reinó en el salón duró unos segundos que parecieron eternos. Los tres hombres se miraban sin decir nada, pero no lo necesitaban, sus ojos hablaban por ellos. Anaxandridas, sonriendo y negando con la cabeza, sentenció:
- Partimos en una semana.