II
Las puertas de la ciudad se hallaban abiertas. Desde fuera se podía ver algunos edificios arder y a los prisioneros alineando junto a uno de los muros del templo de Atenea Alea los cuerpos de los defensores caídos en la batalla, bajo la atenta mirada de los conquistadores que se mantenían en guardia a la espera de su rey. El olor a humo se mezclaba en ocasiones con el olor de la sangre o de la carne quemada. Algunos cuervos se posaban silenciosos sobre las almenas de la muralla y en los techos e los edificios, imaginando un futuro festín.
Anaxandridas, espada en mano, iba al frente de sus hombres. No se detuvo ante nada hasta llegar a la ciudad, no paró para ver siquiera si estaba herido, no paró ante el cuerpo de Clito aún clavado al suelo por una lanza y lleno de heridas de espadas, no se detuvo tampoco a los pies de la muralla, donde muchos caídos disimulaban la sangre gracias a las capas rojas. Ya desde lejos y antes de entrar en la ciudad, pudo ver la silueta de Nicarco sobre la almena levantando su mano a modo de saludo. Cruzó la puerta de la ciudad seguido por un nutrido grupo de espartanos con las armas preparadas. Esta vez no venía a pedir tregua, esta vez no era un enviado de su patria a negociar, ahora era un conquistador.
Pocos pasos después de atravesar la puerta, Anaxandridas vio a Filemón, encargado del ataque sorpresa a la ciudad, que lo esperaba inmóvil y serio. Se acercó y ambos se fundieron en un fuerte abrazo. Al separarse, el rey le dio un par de palmadas en los hombros y se alejó un poco para mirarlo de arriba abajo y comprobar que la sangre que manchaba el cuerpo de su oficial no era suya sino de los enemigos caídos bajo su brazo.
- Veo que estás bien y eso me alegra. —dijo Anaxandridas mientras sus ojos recorrían el movimiento de los hombres en la ciudad.
- Veo que tú también. Y eso a mí y a tus hombres nos alegra aún más. Nos has llevado a la victoria. —contestó Filemón señalando a los soldados que estaban detrás del rey.
- ¿Bajas?
- Algunas pocas. No nos esperaban. Tenemos a la reina y los príncipes bajo custodia. Por lo que relatan los prisioneros, los pocos nobles que había en la ciudad cayeron con las armas en la mano.
- ¿Dónde esta la familia de Aleo? He de enviarlo con ellos.
- En el templo de Atenea. —Contestó rápidamente Filemón mientras señalaba el sitio con un movimiento de cabeza.
Anaxandridas llamó con la mano a uno de sus hombres y le dijo algo al oído, y pocos instantes después cuatro fornidos espartanos trasladaban el cuerpo sin vida de Aleo sobre el gran escudo del rey espartano, que se apartó unos pasos para dejarles pasar. Detrás de ellos, los sobrevivientes tegeos avanzaban con la cabeza gacha, con las marcas de la lucha tatuadas en la piel a través de heridas y golpes. Esas marcas no eran lo peor de su aspecto, sino los ojos inyectados en sangre y los surcos dejados por las lágrimas a través de la suciedad de sus caras. Lágrimas de dolor por los caídos, por la pérdida de su ciudad, por la vergüenza.
Los prisioneros que estaban en el interior de la ciudad, al ver el cortejo, dejaron lo que estaban haciendo y se acercaron hacia los recién llegados, formando un pasillo por el que los cuatro espartanos pasaban cargando el cuerpo de Aleo. Los viejos y las mujeres descubrían sus cabezas al paso del cadáver, los llantos comenzaron a oírse y a mezclarse con plegarias a los dioses. Luego, al ver a los sobrevivientes de la lucha que se trabó en las afueras, unos y otros comenzaron a reconocerse, madres y padres que se encontraban con sus hijos, mujeres que buscaban a sus maridos, mientras algunos se paseaban por la fila de los supervivientes, buscando alguna cara conocida para preguntar por su ser querido. El llanto por la emoción del reencuentro se mezclaba con el llanto de la pérdida, de saber que el ser amado no volvería. Hombres cabizbajos que se retiraban a rumiar su pena en soledad, mujeres que arrodilladas se arañaban el rostro y rasgaban sus ropas entre gritos de desesperación.
Finalmente el cortejo llegó al templo y los cuatro hombres, bajo la estupefacta mirada de su familia, colocaban el cuerpo de Aleo sobre el altar, y quedaron luego en posición de firmes junto al cadáver, a modo de guardia de honor. La reina soltó a sus hijos y corrió para abrazarse al cuerpo frio y sin vida de su marido. Timandro, el hijo menor, se acurrucó en un rincón del templo, sin decir nada, ocultando la cabeza entre sus brazos y piernas. Memmón quedó solo en medio de la sala, viendo el cuerpo de su padre inerte sobre el frío mármol. Podía observar las innumerables heridas que exhibía en el rostro, en sus brazos, en sus piernas, y pudo ver también la terrible herida mortal en su bajo vientre, mientras el cabello de su madre caía sobre la armadura y sus lágrimas limpiaban la sangre coagulada. Se fue acercando poco a poco, sin permitir que se le escapara un solo detalle del cuerpo del difunto rey. Llegó hasta el altar y vio que los ojos de su padre lo miraban fríos y sin vida, como hablándole con la mirada. Ni su madre ni su hermano se dieron cuenta de aquello, los guardias que estaban allí parecían no estar, como si en lugar de hombres fuesen estatuas. Memmón, con las lágrimas surcándole las mejillas, cerró los ojos de su padre mientras hablaba al oído del cadáver.
- Yo te vengaré, padre. Juro por Zeus, Apolo, Atenea y Ares, que no cesaré hasta que Esparta pague cara tu sangre, aunque la vida me vaya en ello.
Hablaba sin darse cuenta de que el tono de su voz no era lo suficientemente bajo y que su madre dejó de llorar mientras lo escuchaba. Sus ojos se cruzaron y contestó a la mirada de súplica de su madre con una frase corta.
- Debo hacerlo. —dijo, mientras despojaba a su padre del anillo de monarca.
El llanto de la mujer comenzó a hacerse sentir, Era un balbuceo ininteligible, una canción de amor, una canción de cuna, unas plegarias a los dioses, frases sin contexto ni significado que dio paso a un terrible aullido de dolor, lanzado hacia la figura de la diosa a pocos pasos del altar. Mientras sus ojos se cerraban con fuerza exprimiendo las lágrimas de sus ojos, las aves que se encontraban en el techo del templo levantaban el vuelo.
Mientras todo ello ocurría, fuera, Filemón y Anaxandridas veían como los prisioneros volvían al trabajo obligados por los soldados.
- Hay algo más. —dijo el jefe de los trescientos sin dejar de mirar hacia adelante.— Los hombres no lo saben, pero tú deberías.
El rey le hizo un gesto para que se acercase más y acercó su oído a la boca del oficial para que nadie pudiera escuchar. Los ojos de Anaxandridas se abrieron como platos mientras Filemón hablaba, el color de la piel del rey se fue de golpe, pero volvió poco a poco, y la blancura de su rostro por la sorpresa fue cambiando al rojo de la ira.
Fuera de la ciudad, los soldados espartanos que quedaban fueron reconociéndose en el campo y abrazándose a medida que lo hacían. Algunos se arrodillaban y daban gracias a los dioses, otros caían exhaustos con los músculos tan agarrotados que hasta soltar la lanza les costaba demasiado. Aquellos hombres que sólo temían a sus leyes y a los inmortales, lloraban como niños al encontrarse con el amigo, con el camarada que lo cubrió fieramente durante la batalla.
Allí estaban abrazados Otriades, Ajax y Dimas, cubiertos de heridas superficiales y sangre seca, sin hablar, solamente mirándose los unos a los otros con los ojos encharcados y sonriendo. A la distancia, Lyches miraba a aquellos muchachos y musitaba una breve oración a Apolo y al espíritu de su amigo, Lykaios, el lobo, que seguramente desde el inframundo veló por la seguridad de su hijo y de la suya. Al terminar, su vista recorrió el campo y pudo ver de lo que era capaz el ejército de Esparta. Centenares, miles de hombres muertos, amontonados unos contra otros, algunos exhibiendo las heridas en cuellos, espaldas y vientres, otros sin el menor rastro de sangre, muertos por el aplastamiento de sus propios compatriotas empujados por los lacedemonios. Aquí y allá algún herido se arrastraba clamando por un poco de agua, mientras que otros estaban tan mal, que lo único que pedían era la muerte. Los ilotas caminaban entre los cuerpos caídos de los tegeos, separando muertos de vivos por orden de Anaxandridas y llevándolos a un improvisado hospital de campaña, donde los cirujanos de uno y otro lado trabajaban a destajo, tratando de evitar hemorragias, evitar amputar miembros y salvar vidas. Muchos, hombres de uno y otro lado, vivieron gracias a ellos.
Los soldados lacedemonios, no permitieron a los ilotas recoger los cuerpos de sus muertos. Lo hacían ellos mismos, tratando a cada uno de los caídos como si fuesen frágiles niños recién nacidos. Los colocaron unos al lado de los otros, dejándoles sus escudos y sus armas en las manos. Lyches también observaba el rostro de los muertos en busca de su amigo Clito. Al cabo de una hora de levantar y mover cuerpos, Dimas se acercó por detrás.
- Debes venir conmigo. —Le dijo poniendo su mano en el hombro.
El veterano, al verlo, lo miro extrañado, pero sin preguntar nada fue con el joven soldado. Salieron de la hondonada dejando atrás un campo sembrado de muerte, donde los cuervos y otras aves esperaban pacientes algún descuido de los hombres para mutilar a los cadáveres con sus afilados picos. Los signos de la batalla estaban por todos lados, huellas de cascos de caballos, armas rotas, algún yelmo, charcos de sangre y excrementos que se mezclaban. Lyches caminó mirando a uno y otro lado, siguiendo a Dimas, recordando cómo lo había visto luchar y sintiéndose orgulloso. Pronto divisaron la parte alta de las almenas de la ciudad, y un poco más adelante ya vieron las murallas en todo su esplendor. Una fresca brisa traía con ella el olor a humo que venía de Tegea, olor que se mezclaba con el aroma de las flores silvestres pisadas por los hombres y bestias que pasaron antes por ese mismo sitio. Entonces lo vio. Allí estaba ante él, el cuerpo empalado de Clito el viejo, y junto a su cadáver, Otriades y Ajax, cansados, sucios y sudorosos, pero firmes como si les fuese la vida en ello, custodiándolo a uno y otro lado. Lyches avanzó más rápido y dejó atrás a Dimas mientas dejaba caer el yelmo de sus manos. En un abrir y cerrar de ojos, el veterano soldado se encontraba frente al cadáver de su amigo, mirando su cuerpo martirizado por lanzas y espadas en innumerables heridas y aún así, mostrando una sonrisa en el rostro y sosteniendo con fuerza la espada.
- Viejo amigo. —dijo con los ojos encharcados y rojos, pero sin soltar ni una lágrima. —Haz conseguido lo que buscabas, te vas lleno de gloria y en la victoria. Que los dioses te acompañen en tu última aventura.
Sin decir más, se acercó al cuerpo y lo cogió con sus brazos. Mientras, Ajax partía la lanza que clavaba a Clito al suelo y lo mantenía en pie. Lyches depositó con cuidado el cuerpo de su amigo en la hierba y en vano trato de separar el arma de sus manos. Sus dedos parecían tener aún vida y apretaban el xiphos con fuerza. Usaron el escudo de Dimas para llevar el cadáver entre los cuatro al campamento, para que descansara junto a los demás caídos. A medida que pasaban, los hombres de Esparta, tanto los soldados curtidos en la guerra como los nóveles guerreros que acababan de recibir su bautismo de sangre, callaban y se cuadraban ante el hombre más feroz de Lacedemonia, invicto en mil batallas, Clito el viejo, quien se iba del modo más honorable que conocían, luchando por Esparta y con las armas en la mano.
La luz del sol se volvió rojiza a medida que el tiempo transcurría. Los únicos cadáveres que quedaban por recoger eran los caídos a los pies de las murallas. Los cuerpos de los espartanos sin vida fueron identificados y trasladados rápidamente con los demás, pero quedaban cerca de cuatrocientos muertos, amasijos de carne sanguinolenta, atravesados por incontables flechas, con las cabezas y los miembros aplastados por rocas. Eran los esclavos liberados antes de la batalla por Anaxandridas, aquellos que lucharon y murieron para ganarse la libertad. Los ilotas que no fueron escogidos y los pocos que salieron ilesos del combate, estaban allí recogiéndoles uno por uno, las raídas capas rojas que les fueron asignadas a cada recluta, servían como parihuela para transportar los cuerpos lejos de allí.
Algunos lacedemonios miraban el ir y venir de los esclavos llevando a aquellos que cayeron por una patria que no era la suya. No había comentario alguno, lo único que se escuchaba eran los ruidos que venían desde dentro de la ciudad, las pisadas de los hombres y los graznidos de los cuervos. El silencio entre los espartanos era total, y así, sin decirse nada, como entendiéndose con el pensamiento, ellos también se sumaron para recoger a los ilotas muertos. Algunos seguían utilizando las capas, otros en cambio usaban los propios escudos para trasladarlos. Al final de la tarde, todos los cuerpos se hallaban juntos. Si en ese momento alguien hubiese visto la muralla de Tegea, salvo por alguna que otra flecha que se hallaba clavada en el suelo, o por algún trozo de carne del que aun no habían dado buena cuenta los pájaros, jamás hubiera pensado que se acababa de librar una batalla ese mismo día en aquel sitio.
La noche llegaba anunciando lluvia, el cielo se fue cubriendo poco a poco, pero aun resistiría un par de horas más. La luna se dejaba ver entre las numerosas nubes jugando al escondite. Salvo un pequeño destacamento que quedó en la ciudad, la mayoría del ejército espartano se encontraba en la hondonada, a unos pocos estadios de Tegea, el lugar de su victoria, aquel sitio donde tres años antes perecieran muchos lacedemonios, y donde tres grandes túmulos de tierra daban fe de aquella derrota. Ahora, alrededor de ellos, varias piras se levantaban listas para arder.
El ejército se hallaba formado, pero en algunos sitios, entre hombre y hombre, había algunos espacios vacios. Eran los lugares de aquellos que habían caído valerosamente en la batalla y se encontraban muertos o muy malheridos. Frente a ellos su rey Anaxandridas, sin su armadura, vestido tan sólo por un quitón para que todos pudieran ver las marcas de la batalla en sus brazos y piernas. Fue nombrando uno a uno a todos los hombres, que daban el presente con un grito, y cada vez que el nombre de un caído era mencionado, el silencio se apoderaba de la escena. Al finalizar, repitió los nombres de todos los ausentes. Eran cuatrocientos treinta y ocho, de los cuales tan sólo cuarenta y dos espartanos habían caído, el resto eran esclavos liberados. Mientras los nombraba, un grupo de ilotas llevaba a los cuerpos sin vida hasta las piras, para que pudieran realizar su último viaje. Cada nombre que Anaxandridas mencionaba era acompañado por los golpes de las lanzas que los hombres daban contra su propio escudo. No hubo discurso, no hubo celebración por la victoria, tan sólo una breve plegaria a los dioses. A pesar del triunfo muchos habían muerto, y en cada sobreviviente aparecía siempre la sombra de la duda, ¿Qué hubiese pasado si me hubiese esforzado un poco más? ¿Qué hubiese pasado si lo hubiera hecho un poco mejor?
De menos a más, las piras empezaron a arder y como un susurro el peán comenzó a brotar de las voces de los hombres. El fuegofue subiendo poco a poco y envolviendo a aquellos que derramaron su sangre en esa tierra. Las caras de los hombres que estaban en las primeras filas estaban iluminadas por el amarillo de las llamas, que en más de uno hacía brillar sus ojos. El fuego alcanzó alturas desproporcionadas, y mientras consumía la carne, los truenos y relámpagos hacían temblar la tierra e iluminaban el cielo anunciando una lluvia que no llegaba: era la voz del mismísimo Zeus que llamaba a aquellos valientes a su lado. Todo era ya silencio, se escuchaba nada más el crepitar de las piras. Fue cuando Anaxandridas se volvió a sus hombres, y en el mismo momento en que un rayo cruzaba el firmamento, infló sus pulmones y descargó un grito que acalló la voz del dios que aún retumbaba, un grito que insufló ánimo en el corazón de sus compatriotas e hizo que ellos también lo acompañen uniendo sus gargantas a la suya
- ¡ESPARTA!