III
Marcharon en silencio hacia el norte mientras el sol, poco a poco, iba asomando sobre el Parnón24 . Cuarenta y cuatro espartanos que seguían el camino sobre la margen del Eurotas hacia el norte, cuarenta y cuatro hombres con tres misiones diferentes y las tres con el mismo fin, el bienestar y la expansión de Esparta.
Al cabo de un rato de caminar en silencio, Ajax, que iba en ese momento al frente del grupo, señaló la orilla del río dónde, entre unas rocas, como si fuera un milagro de color, aparecía un nutrido macizo de flores que alternaban el morado con el blanco.
- Son jacintos- dijo el gigante- es una buena señal, Apolo nos acompaña.
Nadie habló. Siguieron caminando en silencio hasta que al cabo de un par de estadios Dimas se dirigió a Ajax en tono irónico.
- Oye grandullón, no sabía que te interesaba la jardinería. ¿Acaso es a eso a lo que dedicas tu tiempo libre?
- No, mi tiempo libre lo dedico a zurrarte en el campo de entrenamiento, alfeñique. Esas flores son jacintos, y pertenecen a Apolo.
- ¿Y? , no me malentiendas, Apolo es para mí uno de los dioses más venerables del Olimpo, pero el que tú veas un par de sus florecillas, no creo que signifique que nos acompañe.
Ajax no dijo nada, se quedó en silencio mientras el grupo seguía avanzando sin detenerse y la temperatura empezaba a subir, apenas les refrescaban algunas brisas que llegaban desde el río, sólo se escuchaba el fluir del Eurotas además de algunos insectos y pájaros que iban silenciándose al paso de los hombres.
- Tienes aún mucho que aprender, estimado Dimas.- Lyches habló, como un maestro, como le habla un padre a su hijo.- Los jacintos son las flores amadas por el flechador. ¿No conoces la historia?
Antes de que Dimas abriese la boca, Otriades comenzó a narrar la historia, todos le escuchaban atentos, incluso asombrados a medida que él iba hablando.
- Jacinto era hijo de Clío y del rey Ebalo. Era tan hermoso y atlético que tanto Apolo como Céfiro se enamoraron de él. Ambos le cortejaron y compitieron por su atención. Finalmente, Jacinto eligió a Apolo, haciendo que Céfiro enloqueciera de celos. Dicen que una tarde, cerca de Amiclea, el joven y el divino arquero estaban lanzándose el disco. Apolo, para demostrar su poder e impresionar a Jacinto, lo lanzó con todas sus fuerzas; Jacinto, también para impresionar a Apolo con su destreza, intentó atraparlo, entonces el celoso Céfiro, sopló una ráfaga mortal que desvió el disco y golpeó fatalmente en la cabeza al desdichado príncipe. Jacinto agonizaba, pero Apolo no permitió a Hades que se lo llevase a su reino y de la sangre derramada hizo que brotase una flor. Son ellas las que decoran su santuario en Amiclea. Apolo convirtió a Céfiro en viento y lo echó al norte, a Tracia. Es la flor de Apolo y florece en primavera. Esas flores eran nuevas, ¿has visto dónde estaban? En el medio de la nada. Apolo está con nosotros.
Lyches y Anaxandridas se miraron sin hablar e hicieron un gesto de aprobación con la cabeza. Siguieron avanzando un par de horas más, y salvo por alguna indicación en lo referente al camino, lo hicieron en silencio. Pararon unos minutos para descansar, refrescarse y probar algún bocado, mientras tanto Nicarco, el escudero del rey, un cretense retaco, que fue llevado desde niño a Esparta, cogió un arco y se perdió entre los árboles del monte.
- Dime algo, contador de historias de amor —dijo Dimas a Otriades mientras daba buena cuenta de las galletas de Hypathia— ¿qué pasa con Cora? La vi muy triste por tu partida.
- Me casaré con ella o al menos lo intentaré, tendré que hablarle al volver y tratar de convencerla. Pero no quiero tocar ese tema ahora.
- Pues por lo que vi, no creo que convencerla te cueste mucho.
Otriades estaba recostado bajo un árbol mientras tenía la mirada perdida en el horizonte. Esa marcha no se parecía en nada a las anteriores con sus compañeros, entonces, el buen humor, los chistes y puyas estaban a la orden del día a lo largo de casi todo el camino, ahora esta expedición parecía más un cortejo fúnebre. Sabían a lo que iban, su misión no era precisamente honorable
No tuvo mucho más tiempo de seguir cavilando, Anaxandridas se llevó dos dedos a la boca y dio un fuerte silbido, era la señal para reemprender la marcha. Mientras se preparaban para continuar apareció el cretense, con una sonrisa de oreja a oreja y dos liebres ensartadas en sus flechas. Todos le vitorearon.
Reemprendieron el camino hacia el norte sin pensar en volver a detenerse, ya que se encontraban sólo a unas horas de camino de su meta. Pero los dioses tienen sus propios planes y tras pisar una roca, uno de los ejes del carruaje se partió. Los ilotas cogieron todo y la marcha continuó. Caminaron a buen paso bajo el intenso sol durante un par de estadios, hasta llegar a una casa que se alzaba solitaria en medio de la nada. Desde dentro se escuchaba el golpear de un martillo contra un yunque. Pronto aquel ruido se transformó en silencio. Al cabo e unos instantes, de aquella morada, salió un hombre enorme, de facciones toscas, armado con un martillo de fragua.
- Amigo, somos forasteros en estas tierras, —se adelantó Lyches al saludarle— nos dirigimos hacia Tegea, en embajada oficial de Esparta. Nuestro carro se ha estropeado, rogamos tengas a bien brindarnos tu hospitalidad durante un par de horas, mientras traemos el carro para repararlo. Por supuesto, si nos ayudas, pagaremos por tu trabajo.
El hombre lo miraba fijo. Hacía sólo un par de días que la batalla había tenido lugar. El resentimiento y la desconfianza estaban en él. Más no se amedrentó al ver a aquellos hombres y sostuvo la mirada del veterano soldado mientras hablaba con una sonrisa en la boca.
- ¿Y cómo vais a pagarme, hijos de Heracles25? ¿Con esas horribles y pesadas moneda de hierro que no valen nada y que nadie quiere aceptar?
Entonces Lyches se dirigió a su caballo, y extrajo algo de su alforja. Caminando hacia el gigante, le arrojo una pieza de oro que el herrero cogió al vuelo.
- Por tus manos y tu herramienta, veo que conoces los secretos de Hefestos26. Esto pagará por tu trabajo. Sólo hay que cambiar un eje. Es más, no lo cambies, solamente repáralo. Y además, contribuiremos a la olla.- hizo un gesto y Nicarco avanzó poniendo a los pies del herrero las dos liebres. El hombretón mostró una incompleta dentadura mientras volvía a sonreir.
- Sed bienvenidos amigos. Mi nombre es Argus y han tenido suerte, no hay otro herrero al sur de Tegea, y cierto es también que no hay ninguno mejor en todo el Peloponeso.
- Estimado vecino, brindaré por eso. —dijo Lyches, mientras le daba una palmada en la espalda.
Pensaron que, mejor que traer la carreta, sería más práctico que Argus se dirigiera a ella con alguno de los ilotas y la reparase allí donde había quedado. Nicarco también acompañó al herrero mientras los demás se quedaron descansando bajo la enorme sombra proyectada por un roble que había a corta distancia del local.
La herrería era una pequeña construcción pintada con cal, lo que le confería un blanco radiante, a sus alrededores no se veía ninguna otra edificación. Tenía dos habitaciones, una era el cuarto de Argus, la otra un lugar para comer: el hogar con restos de leños quemados y muchas herramientas amontonadas en los rincones. Afuera había un pequeño corral con un caballo viejo y una mula, también tenía una fragua con su horno en el costado. Lo mejor de todo ese sitio era el árbol donde los espartanos reposaban.
Al cabo de un rato, cuándo faltaban un par de horas para que anocheciera, Argus y Nicarco regresaron sobre la carreta, trayendo a los ilotas, venían hablando entre risas y el herrero seguía mostrando una sonrisa de oreja a oreja en el rostro.
Los ilotas del rey y de sus escoltas, se aprestaban con la comida, el primero preparaba el fuego; el segundo con la precisión de quien ha realizado muchas veces ese trabajo, desollaba y preparaba las liebres. La olla se completó con unos nabos y zanahorias que puso el herrero. No era mucho para tantos hombres, pero bastaría para pasar la noche.
Luego de una merecida comida caliente, disfrutaban de la sobremesa, conversando de cosas triviales bajo las estrellas. Todo transcurría tranquilo y era ameno. Otriades había estado casi todo el día sin hablar, sumido en sus pensamientos, tenía mil interrogantes y ninguna respuesta. Pensó que tal vez Argus supiera algo.
- Dime, –habló dirigiéndose al herrero- ¿sabes algo de la batalla que hubo cerca de Tegea hace unos días?
Argus estuvo pensativo unos segundos, dejó su cuenco en el suelo y se aclaró la garganta con un trago de vino.
- Sé que unos cuantos de los vuestros, pasaron cerca de aquí, y que no volvieron a pasar de vuelta. En estos días, he visto dos grupos de hombres armados venir desde el norte, unas patrullas tal vez. Una de ellas, volvía raudamente sobre sus pasos apenas una hora antes de que vosotros llegarais. Seguramente os habrán visto y fueron a avisar a los demás. —Y concluyó.— Sé que hubo una batalla, pero no sé qué ha pasado, la verdad es que tampoco me interesa demasiado.
Todos estaban atentos al hombretón. Algunos de ellos no lo comprendían.
- ¿Es que no te interesa lo que pasa con tu ciudad? ¿No temes que la arrasen y la quemen? ¿O que todos los ciudadanos pierdan la libertad? —El que hablaba era Ajax, que probaba por primera vez en su vida el vino y se le había soltado la lengua.
- Verás —Argus se reclinó hacia atrás, mientras estiraba las piernas en la hierba- lo que aquí ves es mi ciudad. Yo no respondo a Esparta, ni a Argos, ni a Atenas, ni a nadie. Sólo le rindo cuentas al todopoderoso Zeus, a su hermano Poseidón y por supuesto a mi querido Hefesto, quien me brindó un don. Las guerras van y vienen, algunos mueren, otros sobreviven, yo sigo aquí. Soy un simple herrero, una profesión necesaria en estos días. Ésta es mi ciudad y tiene cuatro habitantes, mi viejo caballo, mi mula, mi perro y yo. Nos manejamos como vosotros, pero en lugar de dos reyes, aquí sólo hay uno, yo. O si lo prefieres, como una democracia ateniense, el perro, mi mula y mi caballo se abstienen y yo voto. Es perfecto.
Los espartanos, contentos con el ingenio de Argus rieron gustosos, también Otriades lo hizo.
- ¿Eres tú el jefe de este grupo? —el herrero se dirigía a Lyches, que era el mayor de todos los presentes.
- Aquí no tenemos jefes. Nosotros somos todos iguales ante la ley. Como bien has dicho antes, tenemos dos reyes. Pero ninguno de ellos se atrevería a salir de nuestra ciudad. Es más, uno es un niñato y el otro un cascarrabias y mujeriego.
Ahora todos estallaron en carcajadas, incluso el propio rey se desternillaba de risa. Argus no entendía nada y una vez calmadas las risas volvió a preguntar:
- ¿Entonces van a Tegea en nombre de su rey?
- No, la situación es así: si las negociaciones que tenemos que llevar a cabo van bien, vamos en nombre de Esparta. Pero si van mal, vamos en nombre de nosotros mismos. —era Anaxandridas el que hablaba y todos asintieron con la cabeza.
Al cabo de un rato de puyas y chanzas similares, salvo los que montaban guardia, uno a uno fueron cayendo en brazos de Morfeo27. Ajax y Dimas dormían uno junto a otro bajo el gran árbol. Filemón y Damen lo hacían sobre el carro, mientras que Nicarco, roncaba bajo él. Aquí y allá se veían hombres acurrucados y se escuchaban ronquidos. El rey, envuelto en su capa, se encontraba tumbado cerca de la hoguera. Lyches, que estaba acostumbrado a dormir poco, Otriades, que no podía conciliar el sueño, y Argus, que estaba encantado con los hombres del sur, seguían despiertos, sin decir nada, mirando al cielo, sumidos en sus propios pensamientos. Finalmente Lyches rompió el silencio.
- Sabes algo, Argus, no comparto tu forma de pensar con respecto a la patria, no sé tampoco qué te impulsó a vivir aquí, solo. Pero te respeto.
El herrero, lo miró y le dedicó una sonrisa. Se acababa de forjar una fuerte amistad.
- Es que no vas a decir nada. —dijo el más joven.
- Cuando no hay nada que decir, hay que dejar que el silencio hable.
Esas fueron las últimas palabras de la noche. Una frase corta, una frase directa, una frase al mejor estilo espartano, en boca de un herrero arcadio.
Se levantaron temprano, aún el sol no había salido. Desayunaron las galletas de miel que quedaban, de las que Argus se enamoró.
Luego de los saludos, promesas de amistad y deseos de protección de los dioses, el grupo siguió su camino dejando atrás a Argus, feliz con la promesa de que pronto recibiría más de esas galletas. En ese páramo entre Tegea y Esparta quedaba, con los brazos en alto, un herrero misántropo. Otriades, mientras se alejaba, pensaba si la soledad no había vuelto loco a Argus. No sabía si era un demente, un huraño o un filósofo. Sólo sabía que era un hombre bueno.
Pocos después del amanecer apareció Tegea, la de los nueve pueblos. Vista desde arriba, en los montes dónde estaban, ya desde lejos se podía apreciar cuan grande era. Tras los muros, se adivinaba lo que parecía una plaza y el templo de Atenea Alea. Fuera de la ciudad, algunos pastores que preparaban sus rebaños para salir a pastar, al ver las capas rojas, inconfundible signo de los lacedemonios, corrieron a alertar a los suyos. Poco tiempo pasó para que un contingente de aproximadamente cien soldados saliese a su encuentro.
En tanto, Lyches se preparaba para seguir su camino rumbo a Delfos. El oráculo le esperaba. Cogió a Otriades por el brazo y lo llevó a parte.
- Cuando encuentres al Lobo, págale el viaje de mi parte. —le extendió una moneda de oro de la más bella factura que había visto alguna vez. Por un lado la figura de Apolo, tensando su arco; del otro un caballo alado.
Otriades la cogió y abrazó a su maestro. Le costó mucho contener las lágrimas mientras Lyches montaba sobre su caballo, el veterano le echó una mirada y le dedicó media sonrisa ladeada.
- Antes de irme, dime, Pequeño León, ¿quién es el mejor de los espartanos?
- El que menos se parezca a ti.
Lyches se fue riendo y saludando a todos los integrantes del grupo. Esas palabras serían las últimas que se dijeran en mucho tiempo.
Al tiempo que el veterano partía, el grupo armado de los tegeos se les fue acercando y finalmente se detuvo a tiro de piedra de los espartanos. A pesar de la reciente victoria, de superarlos en número y de que los lacedemonios estaban desarmados, no se atrevían a acercarse. Finalmente Anaxandridas habló.
- Venimos en paz. Estamos en vísperas de carneias y no queremos derramar sangre. Por favor, llevadnos ante vuestros jefes.
Uno de los soldados, un hombre de unos cuarenta y tantos años, de sienes plateadas, con más aspecto de comerciante que de militar, se adelantó.
- ¿Y a quién debo anunciar?
- Puedes decir que el rey de Esparta esta aquí.
- Eso es difícil de creer —dijo el tegeo, en tono irónico— el rey de Esparta es ahora un esclavo en la granja de uno de nuestros nobles, en el camino de Argos.
Otriades y los demás estaban a punto de explotar, rojos de cólera. Sólo Anaxandridas parecía mantener la calma. Mientras les hacía gestos a sus hombres para que se mantuvieran tranquilos, se aproximó caminando al soldado tegeo que se había burlado de ellos. Detrás de él, sus compañeros aún le reían la gracia. Cuando estuvo a unos pocos pasos, cambió la velocidad y se abalanzó sobre el hombre cogiéndole por el cuello e inclinándolo hacia atrás. Bastaba con que lo soltase para que cayera, bastaba con que apretase para que muriera. Los otros soldados le rodearon y apuntaron con las lanzas, mientras los espartanos obedientes a su rey, se quedaron en su sitio mirando lo que acontecía. Anaxandridas susurró al oído de su presa.
- Escucha, pedazo de mierda, el que no lleve armas y no quiera derramar sangre, no significa que ahora mismo no pueda romperte el cuello. Vas a ir a la ciudad y le dirás a tu gente que el rey Anaxandridas está aquí para tratar de llegar a un arreglo pacífico. Además vas a avisar que estos jóvenes vienen a buscar los cuerpos de los caídos. Esperaremos aquí la respuesta. ¿Has comprendido?
El arcadio, muerto de miedo y con los ojos casi fuera de las órbitas, apenas pudo asentir con la cabeza. En ese momento el rey lo puso de pie, lo peinó un poco y le sacudió amablemente el polvo de la ropa.
- Bien, aquí te esperamos. —dijo y se fue caminando despacio hacia atrás, hizo un bulto con su capa y se tendió bajo la carreta con ella como almohada. Desde ahí gritó- Y debes saber que el único rey espartano por aquí soy yo. El otro está en Lacedemonia, poniéndose al día con las cuestiones de estado. Vosotros no tenéis a ningún cautivo de mi ciudad, ya que si algún lacedemonio se rinde o se deja apresar, deja de ser espartano en ese mismo momento.
No pasó mucho tiempo. Desde dónde ellos estaban podían ver a la ciudad muy alborotada, la gente iba y venía de un lado al otro, los compañeros se juntaron para apreciar mejor lo que en Tegea pasaba.
- ¿Parece que hay movimiento ahí abajo, eh? —dijo Dimas codeando a Filemón.
- Es el miedo; a pesar de que perdimos una batalla, seguimos teniendo el mejor ejército de toda la Hélade. Quizá crean que venimos a buscar revancha.
- Si, nosotros cuarenta y tres. —apostilló Ajax.
- Un momento chiquitín, somos cuarenta y cinco, tú vales por dos.
Todos seguían riendo a Dimas su gracia cuando llegó el maltrecho tegeo de regreso del pueblo.
- Señor mío, quiero pedirte perdón por lo que sucedió antes, fue un error. La asamblea de la ciudad os recibirá. Sólo piden que no bajéis armados. En cuanto a sus camaradas, los hemos enterrado en el mismo lugar del combate, a unos pocos estadios de aquí. Sois libres de ir, si queréis yo mismo os guiaré al lugar.
- Tú y tú, conmigo —dijo Anaxandridas señalando a Filemón y Damen. Luego se dirigió a Otriades— vosotros coged la carreta y que os guíen donde están nuestros compatriotas caídos. Ved la tumba. Comprobad todo. Estudiad el lugar. Quiero respuestas. Si es posible, quemadlos y preparad las cenizas para llevarlas a casa. Os esperaremos aquí hasta que caiga el sol. Si os atrasáis, id directamente a Esparta. -Luego volviéndose a su escudero le susurró al oido— Nicarco, quédate aquí con nuestras armas y estate atento, si no sabes nada de nosotros a final del día vete y avisa en la ciudad que hemos sido traicionados.
El rey, Filemón y Damen, bajaron hacia Tegea escoltados por el grupo de guardias. No necesitarían mucho tiempo, era una de las pocas veces que Esparta pedía tregua, aceptarían sin dudarlo. Era una misión fácil, pero desagradable. Sin embargo la peor parte la llevaban Otriades, Ajax y Dimas y los demás jóvenes que partieron junto al tegeo cuarentón, aquél al que el rey casi descabezara minutos antes y que aún tenía las marcas en su cuello.
Iban a recoger a sus caídos. A sus amigos. A su padre.