V
Llevaban un par de días esperando el momento oportuno para partir. Hasta entonces, los sacrificios hechos por los sacerdotes a los dioses no habían sido propicios. Tres días consecutivos se prepararon y fueron al templo junto a los reyes y los éforos, y en las tres ocasiones el hígado de las victimas no era claro o era desfavorable. Todos se retiraban decepcionados, Aristón el que más, pero era la voluntad de los dioses. Este día sería distinto, en una mañana que amaneció gélida y nublada, con una fina capa de escarcha posada sobre la hierba. Alrededor del templo, en torno al altar, los éforos, los reyes Anaxandridas y Aristón, y quienes serían enviados: Lyches, Otriades y el joven Critias, miraban expectantes al sacerdote que con sumo cuidado y celo pedía a los dioses que aceptasen la ofrenda. El religioso tenía sus ojos cerrados mientras sostenía una daga dorada que exponía con sus manos elevadas hacia el cielo. La cabra no emitió ningún sonido cuando el cuchillo acarició su cuello. Mientras la sangre manaba espesa manchando el suelo de un oscuro rojo, el animal apoyó primero las rodillas delanteras para caer luego de costado. Ni bien lo hizo, el sacerdote sajó su vientre y del interior humeante extrajo el hígado para comenzar a examinarlo en su plenitud. Todos estaban impacientes, el hombre sagrado se demoraba más que en los días anteriores, pero finalmente elevó el órgano animal con sus manos y oró en voz alta al más poderoso de los olímpicos.
- Oh, victorioso Zeus, he visto lo que me has mandado, sólo te imploro que tengas piedad de estos hombres, descendientes tuyos al ser ellos descendientes de Heracles, que tu hijo Apolo vele por su seguridad y los guarde, guíalos a su destino. —Volviendo los ojos a los éforos agregó.— Deben partir, los dioses están con nosotros.
Otriades no entendía qué podría haber cambiado de un día al otro, ni él ni los demás presentes, pero los dioses obran de maneras misteriosas y, en ocasiones, caprichosas. Los tres soldados, sin cuestionar nada, cogieron sus cosas y partieron. Iban a pie, arrebujados en túnicas de lana gruesa y cubiertos por unas viejas capas negras. Llegarían a Argos disfrazados de mercenarios espartanos exiliados, serían soldados buscadores de fortuna. No podían fingir otra cosa, el acento y las formas los delataban. Tampoco podían aparecer en esa ciudad como soldados lacedemonios en búsqueda de algo, ya que lo único que encontrarían serían problemas. El que Esparta no estuviera en guerra declarada con Argos, no significaba que las dos ciudades no se odiaran a muerte y pugnaran por el control del Peloponeso. Ellos eran el último grupo que se enviaba en búsqueda del cuerpo de Orestes, el hijo de Agamenón, pastor de hombres y líder de los argivos en la guerra de Troya. Esperaban que al hacerlo, la predicción del oráculo se hiciera realidad y pudieran así tomar Tegea. Todo el Peloponeso había sido recorrido y registrado, la antigua Micenas fue inspeccionada de cabo a rabo, Corinto, Olimpia, Pilos, Mantinea, cada ciudad, cada pueblo, cada palmo de tierra, y aún así ni una idea sobre dónde seguir buscando. En su fuero interno, muchos dudaban de que se pudiera encontrar resto alguno del héroe. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde su muerte? ¿Quinientos años? ¿Seiscientos? ¿Habrá existido en realidad? Todas esas dudas rondaban las cabezas de muchos, incluso de alguno de los hombres que ahora partían, o de aquellos que habían partido con anterioridad. Sólo quedaba buscar en Argos y Tegea, hacia donde apenas una semana antes habían marchado Adrastro y Nicarco y de los que aún no había noticia alguna. En su hermano pensaba Otriades cuando la lluvia comenzó a caer despacio sobre ellos. Lo hizo suave, apenas unas finas y frías gotas que empezaron a mojar la parte superior de sus capas.
El camino era conocido y practicable. Lyches lo había recorrido últimamente muchas veces, cumpliendo las misiones asignadas por los éforos. Cada vez que regresaba, a los pocos días debía volver a partir. No recordaba un periodo similar, con tanta inactividad para el ejército. Esperaba tener éxito ahora, pero si no fuera así, tenía al menos la tranquilidad de saber que éste sería el último viaje en busca de los restos de Orestes. Lo encontrasen o no, el ejército espartano caería sobre Tegea, y de ser así, sería la primera vez que su ciudad hiciese algo sin cumplir puntillosamente con el oráculo.
Otriades también conocía el camino. La última vez que lo había recorrido fue el fatídico día en el que encontró los restos de su padre y los demás espartanos caídos junto a él. Los recuerdos eran amargos, traían con ellos una sensación de vacío que sólo llenaba pensando en Cora y en sus hijos que crecían sanos y fuertes, augurando buenos soldados para la ciudad. Él era escéptico en cuanto a su misión, no creía que su búsqueda tuviese éxito, pensaba que buscaban un fantasma. Nadie sabía dónde había sido enterrado el hijo de Agamenón, nadie sabía cómo era su tumba, ni siquiera nadie sabía si realmente había existido o si era sólo un personaje. Los únicos datos que tenían señalaban que Orestes había muerto en Arcadia, por la mordedura de una serpiente, y que era muy alto, incluso más que su padre. Eso era lo único que sabían y sólo a través de cuentos y narraciones que habían pasado de generación en generación; pero la desconfianza de Otriades no impedía que cumpliese con sus órdenes.
Critias salía de la ciudad por primera vez. Hacía poco que había recibido su escudo junto a sus compañeros, entre los que se encontraba Adrastro. Todas las veces que el muchacho había abandonado la ciudad fue hacia el sur y en pelotón. Ésta era su primera misión, y le fue encomendada por casualidad. Quien estaba designado originalmente era Ajax, pero tres días antes el hombretón fue herido por un toro que iba a ser sacrificado en el templo de Apolo al sur de la ciudad. Critias estaba ahí, y lo que ocurrió ese día estaba grabado en su mente y era para él una de las más grandes hazañas vividas en Esparta. El animal, como si tuviese conciencia de lo que iba a pasarle, unos segundos antes de ser inmolado arremetió con fuerza sobre uno de los pastores que lo guiaban, empitonándolo y levantándolo por los aires. Acto seguido, el bruto se disparó llevándose por delante todo lo que se interponía en su camino. Ajax comenzó a correr detrás de él, y a pesar de ser un hombre grande y pesado, sus pies volaban ágiles y raudos tras el animal hasta alcanzarlo y asirlo por los cuernos para derribarlo. Al caer al suelo, el toro se giró y sacudió su cabeza, Ajax debió soltarlo para no hacerse daño y se pusieron de pie. Ambos, hombre y bestia, estaban separados por unos pocos pasos. Muchos pensaban que aquel animal estaba poseído por algún dios: cabeceaba en dirección a Ajax al tiempo que rascaba la tierra del suelo con la pata delantera, mientras el espartano lo esperaba atento con las manos abiertas. No fue más que un instante, la bestia arremetió contra Ajax quien en un abrir y cerrar de ojos se hizo a un lado y descargó un terrible golpe con su puño cerrado, que cayó como un mazazo sobre la cabeza del astado. El animal dobló sus rodillas, Ajax también cayó, atravesado por el pitón izquierdo en el brazo homicida. Los ciudadanos presentes se acercaron a auxiliar al caído, pero él se puso en pie solo y sin decir nada, mientras de su brazo manaba profusamente la sangre. Nadie se atrevió a tocarle, sólo una mujer, Dione, una de las hijas de Gelio, quien se quitó una cinta del pelo y le hizo un torniquete. Esas escenas estaban grabadas en la retina de Critias. Él sabía que reemplazaba quizá al hombre más fuerte de Esparta, que el rey le brindaba la oportunidad de demostrar lo que valía, y él no iba a defraudarlo, esa era su primera misión y él estaría a la altura de sus compañeros de viaje y del héroe herido que quedó en la ciudad.
Poco a poco, a medida que avanzaban, la lluvia fue aumentando su intensidad, dejando de ser un suave chubasco para convertirse en una cortina de agua que caía del cielo, mientras que el frio viento que llegaba del norte no mejoraba la situación. Sólo se escuchaba el repiquetear de las gotas sobre el suelo, el río y el ruido de sus pies avanzando entre charcos de agua y barro. Se movían en silencio sin cuestionarse siquiera lo que estaban haciendo, en sus mentes buscaban algún cálido recuerdo donde refugiarse del agua helada, que colándose entre sus ropas los calaba hasta los huesos. Ninguno de los tres daba muestras de fatiga, frio o desánimo, sólo avanzaban. Critias empezó a cantar, sólo conocía el peán y las canciones que se entonaban en honor a Apolo en las Gymnopedias57. Su voz resonaba fuerte en el valle, Otriades y Lyches, sin dejar de avanzar, cruzaron sus miradas y sonrieron y sus voces comenzaron a acompañar a la del joven. Cantaban y el hacerlo les hizo mucho más llevadero el viaje, la distancia recorrida parecía no pesar en el cuerpo, no importaba el vendaval que soplaba, no pensaban en Orestes y sus huesos, cantaban y el ruido de la lluvia parecía respetar los tiempos y el compás de la música, cantaban y se sentían cerca de los dioses. Cuando un luminoso rayo llenó el cielo y el ruido del trueno acalló el canto de los hombres, los tres espartanos se quedaron inmóviles, aguardando escuchar una vez más la voz de Zeus. Poco tuvieron que esperar para que otra vez la luz de un relámpago lo iluminara todo. El ruido de la descarga fue como una explosión que hizo temblar el suelo bajo sus pies, y como si en ello le fuera la vida, Lyches alzó sus puños al cielo y gritó, los otros dos lo siguieron y vaciaron sus gargantas con él, era un grito de desahogo, era un grito de victoria.
Habían caminado ya un largo techo, Tegea estaba cerca, debían rodearla y llegar a Argos entrada la noche o, como muy tarde, por la mañana. El barro hacía que el camino fuera pesado y difícil: cada vez que daban un paso sus pies se hundían hasta los tobillos. Avanzar costaba el doble, mientras el cielo seguía soltando agua como si de una cascada se tratase y no daba visos de mejora.
- Vamos a parar un rato, al menos hasta que deje de llover. —La voz de Lyches sonó profunda y segura en la oscuridad.— Conozco un buen sitio por aquí cerca y pienso que las galletas que le pedí a tu madre me abrirán las puertas de ese lugar.
Otriades no dijo nada y siguió avanzando, esbozando una sonrisa y recordando al gran Argus, aquel herrero que juró que las galletas de Hypathia competían con la ambrosía del Olimpo.
Siguieron caminando bajo la lluvia, los relámpagos que surcaban el cielo mostraban los negros nubarrones e iluminaban el sendero que seguían los hombres. Avanzaban como si un sexto sentido los guiara, y nada los detenía, ni el agua, ni el barro y tampoco el ruido de los truenos. Al cabo de un rato, a lo lejos, se pudo divisar una pequeña construcción blanca y a su lado, alto y majestuoso, un enorme y centenario roble. Otriades pudo verlo de lejos y también la fragua y el corral, y se acordó con cariño del herrero. Calculaba cuánto tiempo había pasado desde aquella tarde noche en la que habló con él por primera y última vez, cuando el ladrido de un perro lo trajo de nuevo a la realidad. Ya estaban cerca, y en la puerta de la casa se podía divisar la figura de una persona sosteniendo al perro. Lyches detuvo a sus compañeros, que vieron cómo el veterano soldado los dejaba atrás y se acercaba a aquel hombre. Poco faltaba para que llegase a la puerta cuando el perro se soltó y corrió hasta él. Tanto Otriades como Critias pensaban que el animal atacaría al soldado y empezaron a correr en su ayuda, pero para su asombro el perro llegó a los pies del soldado y se tumbó en el barro moviendo el rabo, esperando unas caricias que no se hicieron esperar. Unos segundos después, Lyches y el hombre se fundían en un abrazo. Otriades, al acercarse, pudo ver a Argus, con algunas arrugas más y con muchas canas en su pelo. Pero sus brazos fuertes y su espalda seguían sin acusar el paso del tiempo. Argus, al verlo, tardó unos segundos en reconocerlo, mas cuando lo hizo también lo abrazó, y así Otriades no sólo vio que los brazos del herrero seguían igual que antaño, sino que también pudo sentir la fuerza de éstos en su cuerpo.
Los tres soldados entraron y se quitaron la ropa mojada. El herrero les dejó algunas viejas prendas que a los tres les quedaban enormes, pero que servirían mientras las otras se secaban al fuego del hogar, donde de una marmita salía un aroma delicioso, nada parecido al caldo negro al que estaban acostumbrados.
La lluvia no cesaba, el repiquetear de las gotas en el techo se hacía escuchar intensamente. Critias tiritaba frente al fuego sosteniendo un cuenco con caldo de pollo caliente, mientras Lyches, Otriades y Argus conversaban y se ponían al día.
- ¿Otra vez de paseo? ¿Y adónde vas ahora? —preguntaba el herrero mientras escanciaba vino a sus huéspedes en unas viejas copas de madera.
- Pues esta vez, a Argos, el último sitio que me falta conocer del Peloponeso. —Lyches sonreía con las piernas estiradas mientras cogía una de las copas.
- Ah, veo que la falta de guerra te está haciendo buscar emociones fuertes, lo digo por lo bien que os lleváis los argivos y los espartanos.
- Pero, amigo mío, ¿cuál es el problema en hacer una visita al vecino? Si sólo vamos a ver que tal están y si necesitan algo. Nosotros sólo somos buenos vecinos. ¿No es así? —Preguntó Lyches a Otriades.
- Brindo por eso. —Dijo el joven soldado levantando su copa y sonriendo, mientras los otros dos hombres lo imitaban.— Buenos vecinos.
- En serio, ¿tan importante es eso que buscas, que debes meterte en esa ciudad? Vosotros me agradáis, y tú, Lyches, no pareces espartano, contigo se puede conversar. Te considero un amigo y por eso te lo pregunto, ¿vale la pena meterse en una ciudad donde os odian, y siendo además sólo tres? Bueno, dos y medio, porque ese cachorro está muerto de frio. —dijo Argus señalando a Critias, que tosía junto al fuego.
- Aunque esté solo, entraría en el mismísimo Hades y me enfrentaría con Cerbero si mi patria me lo pidiese, yo no sé vivir de otro modo. Quizá no esté de acuerdo con algunas cosas, pero yo no soy ni rey, ni político, soy sólo un soldado y cumplo órdenes. —Lyches se puso de pie y se dirigió al fuego, dejando sentados a Argus y Otriades separados por la crátera de vino.
- ¿Y tú qué? ¿Has sentado cabeza ya? Me dijo Lyches que te has casado y tus hijos son hermosos y fuertes. ¿Quieres a tu mujer?
Otriades asintió con la cabeza y sonrió, el vino le devolvía un poco de color a sus mejillas y calor a su interior. Sin decir nada su mirada se paseó por todo el cuarto para posarse nuevamente en los ojos del herrero.
- Ellos te traerán felicidad. El amor y los hijos te cambian la vida. Yo sé cómo son vuestras leyes, para vosotros la patria es lo primero, pero dime, y habla con sinceridad, ahora tu familia es lo más importante para ti. Lo veo en tu mirada.
Otriades, envuelto en una extraña mezcla de sensaciones, que abarcaban desde la vergüenza hasta el valor, dudo unos segundos, pero en ningún momento dejó de mirar a Argus a los ojos.
- Muchas veces me he planteado eso. He pensado en ti, en vivir como tú, aislado, lejos del campo de batalla, viendo crecer a mis hijos. Pero entonces decepcionaría a mucha gente, a hombres que me brindaron su escudo como protección, a hombres que murieron para que yo esté aquí hoy. Mi familia ocupa el primer lugar en mi corazón, tienes razón, y es por eso que nunca le fallaría a mi patria.
- ¡Brindo por eso! —Gritó Lyches, mientras la holgada túnica que vestía caía al suelo dejándolo completamente desnudo.— Ahora bebamos un poco más, que esto no es un funeral, debemos partir en poco tiempo y afuera sigue lloviendo.
Un par de horas habían pasado ya, la ropa que habían puesto cerca del fuego parecía estar seca y los hombres comenzaron a vestirla aprestándose a reanudar su marcha.
- Debéis iros ya. —Dijo Argus mirando por la ventana.— Ha parado, pero las nubes que llegan del este vienen cargadas con la ira de Zeus y anuncian más lluvia.
- Amigo mío, —Lyches le hablaba colocándole una mano en el hombro.— Nos veremos a la vuelta. Siempre es un honor compartir contigo una copa de vino y una buena charla.
- Eso, nos veremos a la vuelta, así que procura volver de Argos y cuidar a estos dos. Siempre serán bienvenidos aquí, sobre todo si traen esas galletas. —Dijo el herrero sonriéndole a Otriades, que le devolvió la sonrisa y el abrazo.
Los espartanos partieron, sin importar que fuera una noche fría y que la lluvia amenazara caer con más fuerza que antes. Nuevamente avanzaban hacia la ciudad de Argos, marchando lo más rápido que el terreno lo permitía. Aunque el barro no les ayudaba mucho, ayudándose entre ellos, pisando raíces o piedras, mantenían un ritmo constante. La casa de Argus fue haciéndose cada vez más pequeña a sus espaldas, Critias se volvía de tanto en tanto y podía comprobar así cuánto avanzaban. Estaba muy agradecido al herrero, a la pequeña parada: el calor del fuego, el vino y el caldo caliente, dieron un nuevo vigor a su cuerpo que ahora se movía como si la marcha empezase en ese mismo momento, y seguramente lo mismo ocurría con Otriades y Lyches, aunque este último, sobre todo, y debido a su veteranía, estaba más acostumbrado a las privaciones.
Al cabo de un rato, el llano por el que avanzaban se convirtió en un leve ascenso. Apoyados en sus lanzas para no resbalar, seguían el irregular sendero que aparecía frente a ellos, llevándolos de elevación en elevación, mientras la fría brisa traía un rico aroma de hierba mojada. En la cima de un pequeño cerro, aflojaron el paso. Desde ahí se podían ver algunos fuegos de Tegea, aún les quedaba un largo techo hasta su meta. Los hombres avanzaban formando un triángulo invertido, Otriades y Critias en la delantera y Lyches cerrando detrás. De pronto, una de las gordas y pesadas nubes dejó pasar una breve ráfaga de luz lunar, que iluminó algo en la oscuridad. Critias lo vio, también lo hizo Otriades: era como si dos luciérnagas se encendiesen a la vez, era un destello de un color entre verde y amarillo, al igual que dos monedas de oro que brillaban al fuego. Los dos se detuvieron, y les bastó con mirarse para entenderse, El más joven avanzó abriéndose hacia la izquierda, trazando con sus pasos una trayectoria circular hacía aquellas luces, Otriades se retraso un poco y le comentó brevemente lo que vio a Lyches, y sin esperar una respuesta se dirigió a dar apoyo a Critias, trazando el mismo movimiento de acercamiento, pero hacia la derecha. Lyches dudó unos instantes: esas luces bien podrían ser nada, el reflejo de la luz de la luna en alguna piedra o en algún charco de agua, hasta que cayó en la cuenta de que también podría ser el reflejo de la luz en unos ojos. Sosteniendo su lanza con fuerza se apresuró, tan sólo habían pasado unos segundos. No le preocupaba que hubiese algún hombre delante, su temor era otro. Pudo divisar más adelante la sombra de Otriades, que seguía avanzando sigiloso, y éste, al ver a su mentor corriendo hacia él empuñando firmemente la lanza, se lanzó también a la carrera. Unos pocos pasos dieron cuando un estridente rugido inundó el aire, en el mismo instante en que un rayo cruzó el cielo y su luz hizo posible distinguir la silueta de un oso enorme de pie frente a Critias. El joven soldado espartano se medía a la bestia lanza en mano. A medida que Lyches se acercaba, sentía que su meta estaba cada vez más lejos. Otriades iba por delante, y sin dejar de correr, a gritos le pedía que se detuviera, pero su voz no era escuchada, ya que la lluvia empezó a caer una vez más.
El más joven se sorprendió cuando frente a él se alzó con majestuosidad el enorme oso, tan cerca que cuando la bestia rugió pudo oler su apestoso aliento. Retrocedió y apuntó la lanza hacia el corazón del animal. No tenía miedo, estaba tranquilo, deseoso por demostrar su valía a sus compañeros de viaje. Sabía que lo mejor, lo menos arriesgado, era esperar por los otros hombres, pero entonces tendría que compartir el honor. Obnubilado por el ansia de gloria, Critias avanzó hacia el oso y aferrando con fuerza el asta de su lanza atacó a la bestia, que también se lanzó contra él. El avance simultáneo de la fiera hizo que la estocada no atravesase su corazón, sino un costado. El animal, con un rugido espantoso, y con la lanza clavada en su cuerpo, se abalanzó sobre el espartano. Éste reaccionó tarde, y la garra de la bestia desgarraba el cuello del joven soldado, que cayó soltando su lanza y aferrándose la herida con ambas manos, mientras la sangre manaba a borbotones por entre sus dedos. Todo eso vio Otriades al tiempo que corría hacia el lugar del encuentro. Llegó mientras Critias se revolvía en el suelo, y dando gritos de furia llamó la atención del oso que ahora se volvía hacia él. El animal, aún con la lanza clavada, rugía tratando de intimidar al espartano. Antes de que alguno de los dos se moviese Lyches apareció desde un costado, dejó caer la lanza a sus pies y empezó a gritar desaforadamente, mientras con sus manos elevaba su capa por encima de su cabeza, distrayendo así la atención de la fiera, que se giró hacia él y se paró en dos patas, con la lanza de Critias aún clavada. Otriades iba a avanzar, pero Lyches, mientras seguía gritando y agitando la capa, le hizo una señal para que desistiera. El oso, cegado por el olor de la sangre y por el dolor de su herida, atacó al veterano soldado, abalanzándose hacia él agitando sus garras y gruñendo. Lyches, en un abrir y cerrar de ojos, soltó la capa y se agachó, cogió la lanza, y quedó en cuclillas con su pie izquierdo adelante, alineado con el animal. A pesar del barro, sus pies estaban bien firmes en el suelo, asió el asta de su arma, apoyando la contera58 en tierra, para ganar mayor seguridad. Todo el peso de su cuerpo caía sobre su pierna derecha, la lanza apuntaba recta al pecho del animal que se abalanzaba contra él, y el oso, en su frenesí asesino, cayó sobre el arma, donde su propio peso y la inercia hicieron el resto. La bestia cayó muerta sobre el cuerpo de Lyches, quien necesito la ayuda de Otriades para salir de debajo del animal. A poca distancia, el cuerpo sin vida de Critias era lavado por la lluvia. Lyches lo observaba con una mezcla de pena y enojo, veía las marcas de las garras sobre el cuello del muchacho mientras se acercaba a él y se acuclillaba a su lado.
- ¡Tonto! —Le gritaba al difunto, mientras miraba sus ojos sin vida.— ¡¿Por qué no nos has esperado?! —Luego, poniéndose de pie y girándose hacía Otriades, mientras recuperaba el aliento y la calma, siguió hablando— Este hombre ha sido un necio, por buscar la gloria personal ha privado a nuestro ejército de su escudo y su espada. Buscaba escribir su nombre con eco en la historia y sin embargo ya ves. Se lo dije al rey, le dije que era muy joven, le dije que…
- No podemos dejarlo aquí. —Interrumpió Otriades.— Será mejor que volvamos, al menos a casa de Argus, ¿no has dejado con él una vez los restos de tu amigo el navegante?
- No podemos retrasarnos más, bastante nos ha frenado el tiempo y esta bestia, lo enterraremos aquí junto a sus armas, lo cubriremos con tierra y piedras.
- Haré lo que tú decidas, pero creo que tardaremos menos en ir hasta lo de Argus y volver que cavando aquí con este tiempo y juntando rocas para cubrir su tumba. Dejarlo a la intemperie sería un sacrilegio, su espíritu nos perseguiría y no nos dejaría en paz.
Lyches asintió con la cabeza y una sensación de pérdida le invadió, recordando a su amigo Odiseo. También le llegaron imágenes de su hijo muerto y de Lykaios, todos arrebatados por el Hades. Ahora el joven Critias yacía sin vida a sus pies y los dioses miraban desde lo alto, mientras el cielo oscuro se iluminaba de tanto en tanto por los rayos que Zeus lanzaba sobre la tierra haciendo temblar el suelo.
Otriades se encargó de construir una rudimentaria camilla con las lanzas y la capa del muerto. Comenzaron a desandar el camino y esta vez fue mucho más difícil, la lluvia intensa que caía sobre ellos les dificultaba seguir el sendero, el terreno cedía a cada paso bajo sus pies. Mientras avanzaban trabajosamente llevando el cuerpo de Critias, Otriades recordó cuando, en una hondonada no muy lejos de allí, sostuvo los restos de su padre bajo la lluvia. Se veía otra vez en ese maldito lugar rodeado de cadáveres, y maldecía su suerte por revivir algo similar, a la vez que agradecía a los dioses por que el cuerpo que era trasladado no era el suyo.
Era bien entrada la noche cuando llegaron, y una vez más el viejo y fiel perro alertó al dueño de la casa de que alguien se aproximaba. Argus estaba afuera, observando el roble derribado por uno de los rayos que cayeron esa noche. Fue un milagro que el gran árbol no aplastara la casa, y en su base aún se veía la cicatriz del arma del más grande de los dioses. Cuando los espartanos se aproximaron, Argus no daba crédito a lo que sus ojos le mostraban: Otriades y Lyches cargando con el cuerpo sin vida de su compañero. Sin decir nada les abrió la puerta y se apartó para no estorbar el paso. Depositaron los restos mortales sobre la mesa frente al fuego, y en ese lugar, gracias a la luz de las velas de cebo y las brasas del hogar, pudieron apreciar con claridad el daño causado por el oso: las marcas de sus garras empezaban a la altura de la sien derecha y bajaban por el rostro hasta llegar al cuello, donde se podía ver la destrucción causada.
- ¿Qué ha pasado? —preguntó Argus asombrado.
- Un oso, una enorme bestia que apareció de la nada. —Contesto Otriades mientras Lyches se sentaba frente al fuego, con la mirada perdida en las rojas brasas.
- Pero si aún no acaba el invierno, ¿un oso? —El herrero no daba crédito a las palabras del joven soldado y buscó en vano los ojos de Lyches.
- No me preguntes cómo o por qué, sólo sé que estaba ahí. Este pobre tonto, queriendo emular a Héctor o a Aquiles se abalanzó sobre el animal y murió, el cuerpo de la bestia está a unas horas de aquí. —Otriades se acercó al fuego para calentarse un poco mientras hablaba.
El silencio reinó en el aire, mientras los hombres en torno al hogar se secaban poco a poco. Lyches pensaba salir a primera hora de la mañana; ya no faltaba mucho para eso, y pensaba que Argus podría acompañarlos con su carro y dar buena cuenta del animal abatido. Pero lo que más ocupaba su mente era la muerte del joven Critias; él había conocido a su padre, que había caído en la guerra contra Mesenia. Su linaje había muerto esa noche, sólo quedaban la madre y una hija. Se levantó de su silla y se acercó al cuerpo sin vida del espartano, lo desnudó y con un paño le fue quitando poco a poco el barro y los restos de sangre. Al poco tiempo, Otriades se sumó a la tarea, también él sabía que debían partir pronto. Una vez limpio, envolvieron los restos usando como mortaja la negra capa que horas atrás Critias había vestido.
Poco faltaba para que amaneciese, la mañana se presentaba fría como la anterior, aunque el cielo no estaba totalmente cubierto, y aquí y allá algún hueco entre las nubes permitía ver el cielo. Fuera, Argus retiraba, con la ayuda de su mula y su caballo, los restos del gran árbol caído. La parte del roble que aún estaba en tierra estaba a medio levantar, enseñando en gran medida sus largas raíces. Al verlo, Otriades y Lyches salieron de la casa y entre todos pudieron mover la mole de madera, que el hacha de Argus pronto la convertiría en leña. Tres hombres y los dos animales trataban de arrancar lo que quedaba del tronco en tierra, y mientras el caballo y la mula tiraban de sogas que rodeaban los restos del roble, Argus los guiaba, Otriades y Lyches empujaban el tronco desde atrás en la misma dirección que las bestias, utilizando unas grandes varas a modo de palanca. Poco a poco las raíces fueron cediendo hasta que, finalmente, todo fue arrancado de cuajo. El agujero que quedó en la tierra era mucho más grande que el diámetro del tronco, y los tres hombres se acercaron para evaluar la profundidad y el tamaño del cráter. Lyches fue el primero que lo vio, apenas una punta, y por el color parduzco, pensó que era una roca. Argus también lo vio, y dejándose caer en el hueco dejado por el árbol, con sus manos limpió esa punta, que resultó ser el vértice de una caja. La madera estaba podrida y se deshacía en las manos, por lo que los tres hombres continuaron quitando la tierra con cuidado, mientras seguían las líneas de la caja de madera, que se iba partiendo por la podredumbre. Ese trozo de color parduzco, que parecía ser una piedra, resultó ser el vértice de un ataúd, un ataúd de siete codos de largo. Al abrirlo, pudieron ver dentro un esqueleto humano.
- ¡Este hombre sí que ha sido grande! —murmuró Argus.— Menos mal que estabais aquí para ayudarme, solo hubiese tardado una eternidad en quitar el árbol y desenterrar esto.
Los espartanos se miraron y los ojos de Lyches brillaban mientras recordaba las palabras de la pitonisa:
- “En un llano de Arcadia está Tegea;
Allí el viento sopla impelido
Por una fuerza poderosa y luego
Hay golpe y contragolpe y la dureza
De los cuerpos se endurece mutuamente.
Allí del alma tierra en las entrañas
Encontrarás de Agamenón al hijo;
Llevárosle contigo, si a Tegea
Con la victoria dominar pretendes”
El oráculo nunca hablaba claro, y aunque todos sus vaticinios era complicados de entender, Lyches creyó comprenderlo todo en ese instante. Los fuelles de la fragua de Argus eran el viento, el martillo y el yunque el golpe y el contragolpe, y en la maniobra de batir el hierro descubría el mutuo choque de los duros cuerpos. Otriades, aún con la boca abierta, sin haber hecho toda la conexión que había tejido Lyches en su cabeza, también se imaginó que esos restos bien pudieran ser los de Orestes.
Los espartanos hablaron con Argus y le contaron cuál era su misión, pero nunca mencionaron la guerra contra Tegea o Argos, sino que buscaban el cuerpo de Orestes para rendirle tributo en su ciudad y lavar así las faltas de Esparta hacia los dioses, ya que ése era el mandato del oráculo. Argus, desconfiado como siempre, al principio dudaba en dejar que su amigo y su compañero se llevaran esos enormes huesos, pero al poco desistió.
- Lo único que te pido —decía el herrero a Lyches— es que esto no traiga la guerra.
- Sabes que no puedo prometerte eso, pero sí puedo decirte que la guerra no llegará aquí.
Luego de despedirse del herrero, la mula de Argus, cargando con los restos de Critias y los huesos de Orestes, llevaba a Lyches y Otriades en dirección a Esparta.
¿Quién hubiera dicho, —pensaba el mayor— que después de cruzar casi todo el Peloponeso, lo que buscaba estaba bajo mis narices?
Al llegar a Esparta, los hombres narraron lo ocurrido a los reyes y a los éforos, ensalzando las acciones del joven Critias, para que tuviera un funeral honorable y le permitieran a su madre poner su nombre en una lápida. Los reyes lo consintieron, los éforos lo apoyaron, y ellos ya tenían lo que querían. Inmediatamente la orden llegó a todos los miembros del ejército: irían a Tegea, no unos pocos hombres como la última vez, todo el ejército caería sobre aquella ciudad, nueve mil espartanos envueltos en sus capas rojas, marchando al son del peán, con su paso rítmico y marcial caerían sobre sus vecinos. Se despacharon mensajeros a las ciudades vecinas y aliadas. La sangre y la muerte volverían al campo, y las moiras ya preparaban sus tijeras para ese día.
Pasados los años, mucho se dijo de ese día, por ejemplo que no hubo tal tormenta o un árbol tan grande, que Argus estaba haciendo un pozo para sacar agua cuando encontró el ataúd, que Lyches apareció después y robó los restos abusando de la confianza del herrero. Nadie mencionó a Otriades, ni al enorme oso que Argus encontró muerto cerca de Tegea, pero lo más triste, fue que nadie mencionó a Critias.