V
Argos, verano 549 a. C.
Ahora, mientras cenaba en la casa de Foroneo y sus ojos se perdían en el azul profundo de aquel ancho mar que se veía desde la terraza, Memmón volvía el tiempo atrás y recordaba lo mal que lo había pasado hasta llegar allí.
Después de ver por última vez a su familia y separarse de ellos, mientras las palabras de su juramento le golpeaban y retumbaban en la cabeza, se dirigió a su casa para coger unas pocas pertenencias. En un zurrón metió pan, queso, frutas y aceitunas; llenó una cantimplora con agua, cogió las armas que su padre le había regalado y rápidamente huyó de la ciudad.
No había vuelta atrás, no se arrepentía. Lo único que lamentaba era no haber tenido siquiera un pequeño cuchillo para mandar a la tumba a aquél que lo había separado de su progenitor. Ahora ya no podía volver, pero buscaría la forma. Se enfrentaría a Anaxandridas y le arrancaría la vida con su espada. Él sabía hacia dónde debía dirigir sus pasos: a Argos. Era aquella ciudad la que ya había vencido a los lacedemonios, la que los había apoyado tres años antes y, aunque no entendiera bien por qué, la que no los había auxiliado ahora. No conocía el camino, pero lo encontraría.
Marchó bajo el caliente sol durante toda la jornada, el llanto silencioso y el dolor en las plantas tiernas de sus pies eran sus únicos compañeros. Cuando se sentó a descansar y sintió esa humedad en su calzado nunca imaginó que sería sangre. Llagas y ampollas se cebaban con sus pies, él no estaba acostumbrado a eso, pero no le importó, se lavó con el agua fresca de su cantimplora, hizo girones su quitón y se vendó para seguir su camino. Quería llegar cuanto antes. Su venganza no podía esperar.
Los días pasaban. El sol salía día tras día, ardiendo sobre su cabeza, las lunas lo veían dormir aterido, apenas protegido por su manto, pero Argos no aparecía. Se mantenía alejado de los caminos para evitar así a los posibles espías espartanos y, de paso, a los ladrones. Comenzó a pasar hambre, intentó en vano cazar corzos y ciervos. Probó también con presas menores como las liebres o las aves. Todo fue en vano. Se alimentaba de algunos frutos que encontraba, aquéllos que sabía no eran venenosos, mas eso no bastaba. En su desesperación, comenzó a comer insectos. Cuando ya no pudo más tomó la decisión. Se acercó al camino para tratar de asaltar a algún desprevenido viandante y obtener así algo para llevarse a la boca. Se agazapó tras unos matorrales y esperó. Y esperó durante mucho tiempo mientras sus tripas crujían. Nada. Ni un alma pasó por allí. Recordó entonces una vieja granja que había dejado atrás el día anterior y volvió sus pasos hacia aquel lugar.
Aguardó a la noche. Cuando todos los fuegos estuvieron apagados, se aproximó despacio, sin hacer ningún ruido. Sigilosamente, abrió la puerta del corral. Había allí muchas gallinas, quizá podría hacerse con alguna y con un par de huevos, hacia tanto que no los probaba que se había olvidado el sabor de aquella comida. Se le iba haciendo agua la boca pensando en el festín que se daría, cuando un perro comenzó a ladrar. Al instante las gallinas que dormían en sus nidos, sin saber del príncipe pero intuyendo un fin cercano, empezaron a agitar sus alas y hacer un ruido insoportable. Memmón cogió unos huevos, tres con cada mano y se dirigió hacia el mismo lado por el que había entrado. Pero al asomarse, una gran mano lo cogió por el cuello y lo levantó tres palmos del suelo mientras él se retorcía buscando aire para respirar. Aún recordaba aquella sensación de asfixia oscura estrechando sus pulmones, aún recordaba los golpes sordos y certeros que recibió mientras el perro lamía y mordisqueaba sus pies sangrantes, aún recordaba el aliento a vino y el olor a sudor ácido del hombre que, como castigo por su osadía, lo violó esa noche antes de atarlo, como si fuese una cabra.
Nunca le diría a nadie el deshonor y la indignación que mordió noche tras noche en esa cabaña cada vez que lo violaba. Gritaba y maldecía, se resistía con uñas y dientes, pero entonces llegaban los golpes, el sabor de la sangre en su boca mientras lo penetraba una y otra vez. Tres noches iguales, tres noches de llanto, golpes, dolor y sangre. Pero en la cuarta madrugada, cuando el ebrio granjero volvía a desgarrarle las entrañas sin piedad, un golpe de viento derribó la lámpara de aceite. El artefacto se hizo añicos contra el suelo y sus llamas no tardaron en extenderse por todo el lugar. Fue entonces cuando Memmón vio su oportunidad. Cogió del suelo un trozo de la lámpara rota y lo clavó en el cuello de la bestia, que a pesar de las llamas, -en ese sopor de alcohol y de lujuria-no terminaba de salir de su interior. Lo vio cómo caía retorciéndose en el charco de su propia sangre. Vio cómo las llamas lo iluminaban todo e iban devorando cada trozo de madera del casucho, mientras los animales desesperados trataban de huir. Allí se quedó Memmón, acuclillado, con odio en sus ojos, viendo como el fuego apagaba la vida del granjero.
Poco más recordaba de esa noche. Los huevos que cargó, las dos gallinas que cogió del cuello y el baño que se dio en el riacho que pasaba cerca de allí. Atrás, las llamas crecían altas en la noche.
Ahora, en la terraza de Foroneo, sus recuerdos rodaban hacia allí, hacía esas noches desgraciadas, a su llegada a la ciudad, al desprecio de la gente, al hambre, al miedo, al rechazo. Hasta el momento en que apareció Macario y lo salvó. Parecía que nada le pedirían a cambio, sólo que se mejorara, que creciera, que se uniera en la lucha contra el enemigo de la Hélade, contra el enemigo de Argos, contra su enemigo, Esparta. Y todo lo que había sufrido, todo aquello que callaba, hacía que esa animadversión creciese dentro de sí, haciendo más fuerte el deseo de venganza.
Esparta.
El tiempo pasó, las estaciones se fueron sucediendo unas a otras y la vida en Esparta transcurría sin ninguna novedad, salvo alguna boda, el nacimiento de algún niño o la muerte que llega a algún anciano. Fue un día claro y luminoso el día en que Clearco, el mayor de los éforos, fue llamado para rendir cuentas en el Hades. Murió mientras escuchaba a sus bisnietos cantar en coro en las Gymnopedias en honor a Apolo. Aquel anciano de manos callosas por la las armas y el cabello fino y ralo por calzarse tantas veces el yelmo, aquel que dejó la lanza para entregarle a Esparta su juicio y experiencia, se cogió el pecho con la mano izquierda, abrió la boca sin dejar escapar un sonido, y cayó fulminado como si el rayo de Zeus lo hubiese alcanzado.
Cuando ocurrió, Otriades, Dimas y Ajax estaban entre el público. Lo primero que vieron fue el remolino de gente que se formó cerca de los reyes, y luego, con una mirada que bastó para que se entendiesen, y temiendo un atentado, se acercaron rápidamente al lugar. Ajax avanzaba a empujones con la gente, mientras Otriades y Dimas lo seguían de cerca. Nadie podía resistir al enorme espartano, y se quitaban a su paso o eran arrollados y apartados, hasta que finalmente llegaron al sitio y pudieron ver a Anaxandridas y Aristón arrodillados junto al cuerpo inerte de Clearco.
Mucha gente lamentó el fallecimiento de aquel que tanto hizo por Esparta, mas ni una lágrima se derramó. Ningún discurso, y un entierro sencillo. A pesar de que el Estado se ofreció a realizar un gran funeral, ya que grande era la fama de Clearco y el respeto que despertaba en la ciudad, su familia no lo permitió. Se iría como había vivido, sobriamente. Sólo ellos y los viejos amigos del éforo estaban presentes el día que lo enterraron bajo una lápida sin nombre. A la distancia, Otriades vio al pequeño grupo en torno a la fosa, y mientras lo hacía recordó la última vez que vio a aquel hombre con vida.
Fue un día al final de la primavera, aún antes de que saliera el sol, cuando viendo el cielo se podía adivinar que sería un día de luz y calor. Otriades dejó temprano su sisitia para ir a su casa y recoger a su mujer y a su hijo menor. El aroma a rocío y hierba mojada inundaba las calles de la ciudad cuando llegó nuevamente el momento para que él y Cora presentaran su hijo a los éforos. Estaban más tranquilos llevando a Orsifanto a la prueba que decidiría si era apto o no para convertirse en ciudadano espartano. Habían visto al niño fuerte y bien formado, al igual que sus hermanos mayores, y la experiencia que habían vivido con ellos les brindaba ahora la seguridad que no tuvieron entonces. De todos modos, al llegar a la Casa de Bronce, un escalofrío recorrió la espalda de Otriades al ver al grupo de soldados que esperaban las decisiones de la Lesca con canastas de mimbre a sus pies. Cuando entraron, juntos como la primera vez, el miedo y las ansias los abrazaron a ambos. Ella cedió a su hijo con unos ligeros temblores en las manos que delataban sus miedos.
- Tranquila. —dijo el éforo Clearco mientras cogía al niño y le sonreía a Cora.— Déjamelo a mí.
Al igual que con sus otros hijos, la revisión fue breve y la decisión unánime: el niño era perfecto. Ambos salieron con una sonrisa en los labios y sin detenerse para ver la suerte de las otras parejas que aguardaban allí, se retiraron en silencio, pero orgullosos.
En aquel día claro y luminoso, mientras una suave brisa daba un respiro del calor trayendo el aroma de las flores que crecían a la vera del rio, para alegría de los padres y de la ciudad, ninguno de los ocho niños presentados fue descartado.
Aquella fue la última vez que Otriades había visto al viejo éforo. Mucho tiempo había pasado de eso, pero él lo recordaba bien ya que fueron pocas las veces en su vida que sintió miedo.
Las Gymnopedias continuaron a pesar de la muerte de aquel hombre insigne de Esparta. Niños, efebos y jóvenes adultos danzaban y cantaban en coro en el ágora, alrededor de las estatuas de Leto y de sus hijos Apolo y Artemisa. Sólo los ilotas y los solteros mayores de treinta años eran excluidos, pero a estos últimos se les tenía preparada una fiesta aparte. Los espartanos debían casarse y tener hijos que serían futuros soldados o futuras madres, con lo que el porvenir de la ciudad y de sus costumbres estaba asegurado. Había un duro escarmiento para los mayores de treinta años que aún seguían solteros.
Aquel día, a pesar del calor, mucha gente estaba allí. El último grupo de niños había finalizado ya sus bailes y cantos en honor a Apolo, aunque nadie había abandonado el ágora. Al cabo de unos instantes, la multitud hizo silencio y se abrió una pequeña calle por la que aparecieron seis hombres, todos ellos de treinta años. Bajo la mirada de miles de ojos, escuchando las burlas de sus compatriotas, debieron desnudarse por completo y dar cinco vueltas al ágora, y mientras lo hacían se escuchaban frases amables como “Ven, que te voy a enseñar lo que es un hombre” o “búscate una mujer, y deja de poner el culo en pompa en el cuartel” y recibían de todos lados verduras y frutas en mal estado, además de escupitajos y algunas frescas boñigas de perro. Otriades, Ajax y Dimas estaban entre el público y en primera fila.
En la última vuelta que daban los seis desdichados, Otriades y Dimas reían a más no poder cuando vieron al rey Anaxandridas pegarle un cachete en el trasero a uno de los corredores. Cuando éstos acabaron, los dejaron partir en paz, pero en parejas, llevándose unos a otros en andas, como jinete y caballo: ese fue el último acto de humillación y desprecio.
El sol empezaba a caer y el público se dispersaba, mientras un grupo de ilotas esperaba en silencio y con la cabeza gacha para limpiar todos los desperdicios y la suciedad que había quedado. El trío de amigos, sin decir nada, se encaminaron en la misma dirección que los desafortunados y humillados hombres, que aún a la distancia podían verse en parejas uno sobre otro, dirigiéndose al rio. Allí también iban ellos tres: habían planeado dormir fuera, a los pies del Taigeto, como cuando eran niños y se paseaban desnudos de un lado al otro tratando de conseguir comida y afrontando las duras pruebas de la educación espartana. Caminaban en silencio, pero había una diferencia entre ellos: mientras Otriades y Dimas avanzaban relajados, sintiendo la hierba bajo sus pies, dejando que el ruido del rio los guiara hasta él, Ajax en cambio iba con la mirada perdida, sus pies se arrastraban en lugar de andar y su rostro era duro como una piedra.
Cuando llegaron al rio, eligieron para bañarse el lugar de siempre, un recodo que hacía que el agua se arremolinara cuando bajaba con fuerza desde la montaña en la época del deshielo. A pocos metros de ellos, un poco más arriba, aquellos desdichados que instantes antes fueron presa de las risas y agravios de los demás, se bañaban y lavaban su cabello, quitando toda aquella inmundicia de su cuerpo. Dimas y Otriades dejaron caer sus quitones y se abalanzaron al agua del Eurotas, que a pesar del calor, estaba helada como siempre. Pocos segundos después, Ajax hacía lo mismo y se sumergía hasta el fondo. Aquel hombretón no disfrutaba del baño como sus amigos, le costaba desviar la mirada de aquellos seis hombres que acababan de asearse y se retiraban en silencio a la ciudad. Estaba distraído, absorto en sus pensamientos, cuando una rana le impacto de lleno en la cara.
- ¡Despierta! —le gritó Dimas después de arrojarle aquel pequeño animal a su amigo.
Ajax, en lugar de gritar, insultar o devolver el ataque, sonrió en silencio y salió del agua, cogió su quitón y se dirigió al sitio, en la base del monte, donde pasarían la noche, todo bajo la mirada estupefacta y atónita de sus dos camaradas. Pocos instantes después, Otriades, aún con la boca abierta, se giró para ver a Dimas y lo que vio en su lugar era la misma rana que dio en el rostro a Ajax, aun atontada por el golpe, volando hacia su cabeza. La esquivo rápidamente y se lanzo contra él, que reía a más no poder y no pudo eludir sus puñetazos, que lo hundieron en el agua riendo también.
Luego de cenar unas piezas de fruta, un poco de queso y los exquisitos pasteles de la madre de Otriades, los tres hombres estaban junto a un pequeño fuego, bajo los árboles y las estrellas de un cielo despejado que anunciaba un buen día para la próxima jornada. El fuego no era para darles calor, sino para iluminarlos. Los rostros relajados de aquellos hombres miraban el centro de la pequeña hoguera hipnotizados, en silencio. Los únicos ruidos que se oían eran los correteos aquí y allá de animales nocturnos y el estallido de algunas piñas que Otriades arrojada para alimentar las brasas.
- ¿Qué es lo que te pasa, amigo? —le preguntó Dimas a Ajax rompiendo el silencio.— Esta mañana estabas feliz por venir a este sitio como cuando éramos críos, es más, fue idea tuya venir aquí. Y ahora, no pareces tú, es como si tu cuerpo estuviese aquí, pero tu cabeza no.
El silencio se hizo más profundo cuando Dimas calló. Otriades giró su cabeza para ver la cara de Ajax y éste, con el rostro rojo, iluminado por la luz del fuego, los miró a ambos.
- Hoy he visto a aquellos hombres, vi cómo los humillaban y despreciaban, como toda la ciudad se metía con ellos y les arrojaba cosas. Y no quiero llegar a eso. No podría soportarlo.
- ¿Pero qué dices? —lo interpeló Dimas acercándose a él.— Si aún nos falta para llegar a los treinta, tienes tiempo, te preocupas demasiado, quizá mañana tengamos que partir a la guerra y caigas en ella, tal vez se desplome el muro del cuartel sobre tu cabeza mientras duermes y ya no te despiertes, entonces, no deberás preocuparte por ese festival, ni por encontrar a una mujer que te aguante, ni por casarte antes de los treinta. Disfruta ahora, vive.
- ¿Y si muero qué quedará de mi familia? Nada, mi padre es viejo, morirá más pronto que tarde, mi linaje morirá conmigo. Me gustaría poder tener hijos, que se conviertan en hombres.
Otriades escuchaba a sus compañeros sin opinar. Él era el único casado de los tres y era padre también. Entendía a Ajax y su anhelo de que el viejo Pausanias viera un nieto antes de morir, también comprendía a Dimas y su amor por la vida y el disfrute, aquel hombre lo daría todo sin dudarlo por su patria o por sus amigos, y por eso buscaba las cosas alegres que le rodeaban y bromeaba a todas horas, pues aquello se podía acabar en cualquier momento.
- Además —continuó Ajax— ya he encontrado a la mujer y ella me ha dicho que sí.
- Aaahhhh, pícaro, por ahí viene la cosa. Desembucha, ¿quién es la desdichada y loca que te ha dicho que sí? —preguntó Dimas, acercándose aún más a su amigo y dándole un pequeño empujón en el hombro.
Otriades sabía la respuesta y se incorporó, temiendo lo que pudiese pasar. Se acercó a sus amigos fingiendo cara de asombro y estar interesado en lo que Ajax iba a decir, cuando en realidad estaba preocupado por la reacción que Dimas pudiese tener.
- Es Dione, —dijo Ajax mirando a Dimas a los ojos.
Dimas bajó la mirada unos instantes para levantarla luego y fijarla nuevamente en los ojos de sus amigo. Esbozó entonces una pequeña y ladeada sonrisa mientras asentía despacio. Él y Ajax, desde pequeños, rivalizaron por el amor de Dione. Todos sus juegos, todas sus competencias, en todo lo que hacían buscaban impresionarla, mas ella nunca pareció interesarse por ellos, pero ahora se daba cuenta de lo equivocado que estuvo. Por dentro lo invadía un torrente de emociones. Nunca se había sentido así, era una mezcla de alegría por su amigo y tristeza por él, de amor y dolor, de amistad y de odio. Recordó la primera vez que vio a Dione con ojos de hombre: tendría unos catorce años y se bañaba en el rio. Cuando ella pasó por allí sin fijarse en él, sus ojos la siguieron y su corazón fue detrás de ellos.
Dimas se puso de pie y Ajax lo imitó. Quedaron enfrentados mirándose, sin decir nada. Sólo dos pasos los separaban, mientras un poco más atrás Otriades estaba atento a lo que pudiera pasar. Él era un testigo mudo en ese momento, pero estaba listo para intervenir si se iban a las manos. Dimas colocó su mano derecha sobre el hombro izquierdo de su amigo y le dijo sólo cuatro palabras antes de abrazarlo:
- Me alegro por vosotros.
Ajax devolvió el abrazo, apretando contra su corpachón a Dimas y así se quedaron en silencio unos instantes que parecieron eternos. Luego, los tres volvieron a sentarse en torno al fuego.
- No sabía cómo decírtelo, yo sé que tu también la quieres y…
- ¡Ey! Para, no te preocupes, como si no quedaran mujeres guapas en Esparta que se derritan como el metal en el horno del herrero por este cuerpo. —dijo Dimas entre risas, mientras Ajax bebía un poco de agua de una cantimplora.— De verdad, amigo mío, me alegro que seas tú. Eso sí, si te costara tener hijos o si ella se ríe al ver tu insignificante miembro que no va en proporción a tu cuerpo, no la metas en la cama de Otriades esperando que él la confunda con Cora y te haga el favor, avísame a mi, que con gusto te daré hijos fuertes.
Otriades no aguantó la risa y cayó de costado mientras se carcajeaba, Ajax tampoco aguantó y el agua que bebía se le escapo por la nariz y la boca. Mientras, le daba un golpe cariñoso a Dimas en la espalda.
La noche transcurrió tranquila, no hablaron del futuro sino del pasado, de sus días en el agogé, de sus padres, de la guerra, mientras la luna trazaba su camino en el cielo lenta e inexorablemente, acompañada por el extenso manto estrellado. A lo lejos, si la vista se esforzaba un poco en esquivar a los árboles, más allá del rio, se veía el monte Parnón. Tras él, el cielo se iba aclarando y pronto estaría naranja por la luz del amanecer.
Antes de eso, Otriades cayó dormido y después de mucho tiempo pudo soñar con algo que no fueran las imágenes de sangre y muerte de la batalla en Tegea. Soñó con el pasado, con la primera vez que vio a su padre volver de la guerra, imponente con su yelmo, con sus armas relucientes y portando aquel gran escudo con el lobo en el centro. Durmió tranquilo, apaciblemente, y sólo la luz del sol lo hizo despertar.
Ajax cayó rendido poco después que Otriades. Morfeo lo llevó al futuro, se vio con un pequeño niño en brazos, vio a Dione recogiendo flores y a sus amigos junto a él. Vio también la sagrada ciudad de Olimpia y a él compitiendo en nombre de Esparta ante las otras polis de la Hélade, como años atrás. Durmió como un bebé, roncando a pierna suelta y con una sonrisa en los labios.
Dimas quedó mirando el cielo de aquel color azul intenso y profundo, con la luna resaltando en su centro y el manto de estrellas acompañándolo. Recordando aquella noche de campaña en marcha a Tegea, extendió su brazo y trato de coger alguna estrella, su mano se elevaba hacia el cielo y se movía lentamente a uno y otro lado, hasta que, en un movimiento, al girarla, la palma de su mano quedó frente a él, y al verla vacía una lágrima recorrió su rostro.
Dimas no durmió esa noche. Tenía un agujero en medio del pecho que se lo impedía. Dimas, que tantas cicatrices tenía en su cuerpo, esa noche sumó una más, pero ésta no se podía ver, tan sólo él la podía sentir.