II

Esparta, 552 a. C.

 

Era una mañana fresca a pesar de lo avanzado del verano cuando el joven Otriades se dirigía al templo de Artemis Ortia, donde iba a orar, aunque sólo fuera unos momentos, siempre que sus responsabilidades se lo permitiesen y la ocasión lo ameritase.

Al llegar al desierto recinto, se arrodilló frente a la estatua de la diosa mientras sacaba de su zurrón unos pasteles de higo y miel y los dejaba sobre el altar.

- Oh, tú, Poderosa hija de Zeus, acepta esta pequeña ofrenda y vela por mi padre, que recientemente ha partido con valientes hombres hacia Tegea, para ensanchar nuestro territorio. Protégelo a él y a sus compañeros…

No terminó de decir estas palabras cuando notó a alguien detrás de él: al darse vuelta encontró a Lyches, su amigo y mentor, acompañado por dos miembros de la gerusia11. Su aspecto era magnífico, envuelto en la túnica de lino blanco, pero tenía el semblante serio. No parecía el jocoso hombre que se desternillaba en los comedores comunales con los chistes subidos de tono de sus colegas.

- Pequeño León, —dijo el recién llegado, llamándolo por su apodo de niño mientras avanzando hacia él— ven y caminemos. Tengo noticias frescas que debes saber, cosas que afectan a la ciudad y también a ti.

A pesar de que Lyches se dirigía a él con tono sereno y paternal, se dio cuenta de que algo iba mal, que algo grave había sucedido. El joven lo pudo ver en aquel rostro. Pasaron unos segundos que parecieron eternos. El silencio se podía cortar en el aire

- Tus ojos me dicen que sabes algo de mi padre, ¿verdad? ¿Qué es lo que tienes que decirme? ¿ha caído? —dijo sin inmutarse, clavando sus ojos claros en los de su mentor—.

- No lo sabemos, sólo nos llegaron noticias de que entramos en batalla y que ha sido una derrota desastrosa. Que sólo quedan vivos unos pocos, y no sabemos quiénes son.

El ambiente era tenso, Otriades hacía lo imposible por controlar sus impulsos. Por fuera se mostraba calmo, pero por dentro un torrente de emociones para las que no estaba preparado, corrían dentro de él al igual que un río caudaloso.

- ¿Y qué harán ahora? ¿Enviarán al ejército completo? —dijo sin pensar, actuando como un soldado, sin darse cuenta de la enorme pérdida—.

- No es tan fácil, Otriades. Muchos piensan igual que tú, pero hay varias cosas que tener en cuenta. Los éforos no son de la misma opinión. En breve comenzarán las Carneias12. Tenemos vedado el portar armas. Y bien sabes lo que eso significa, no podemos ir contra las leyes de nuestros dioses. Ven conmigo, el rey ha llamado a la asamblea, y debo acudir. He conseguido permiso para que puedas entrar a pesar de tu edad13. Quédate a mi lado y no abras la boca.

Caminaron despacio, sin intercambiar palabras, hasta llegar al foro, donde ya se están congregando otros ciudadanos. “Las noticias vuelan y las malas, lo hacen más rápido”, pensó.

- Escucha, quiera Zeus que tu padre esté vivo, porque lo aprecio como a un hermano. Pero si es así, sabes que los viejos no permitirán que vuelva. —dijo el mayor refiriéndose a los éforos— No permitirán que ninguno vuelva y se convierta en un recuerdo de la derrota y de la vergüenza. Ya lo sabes bien, más vale morir con las armas en la mano, que ser un tembloroso.

Otriades no se inmutó, caminaba sumido en sus pensamientos, recordando a su padre, el gran Lykaios, “el Lobo”. Venían a él los últimos momentos a su lado, su partida, su madre dándole el escudo y repitiendo la antigua frase: “esposo mío, con tu escudo o sobre el”.

Ya a las puertas de la asamblea, Otriades salió de su ensimismamiento y vio a muchos hombres dentro. Estaban todos ahí, a excepción de los que habían partido hace poco hacia Tegea: pudo reconocer a Aristón, hijo de quien había marchado al mando de la fatídica expedición, el rey Agasicles. El joven príncipe estaba de pie cerca del centro del salón, hablando con uno de los éforos. Al verlo le dedicó una sonrisa de lado y un gesto de aprobación con la cabeza. Todos lo miraban, muchos eran los que lo habían visto crecer y los que habían intervenido en su educación. El constante murmullo que existía fue apagándose cuando apareció Anaxandridas II, el rey. Caminaba con porte regio, con su túnica de un blanco inmaculado, seguido por Cleomenes el mayor de sus hijos. Otriades le conocía bien a él y a sus hermanos, en más de una ocasión se habían liado a puñetazos en el agogé14, habían organizado juntos muchas escapadas para robar comida, alguna vez fueron pillados y castigados, y en varias ocasiones formaron para batallas y escaramuzas en Mesenia derramando la misma sangre. Se apreciaban y respetaban. Anaxandridas reinaba desde hacía casi diez años y lo hacía bien, era respetado por los ciudadanos, querido por sus amigos y compañeros y temido por sus adversarios. Gracias a él, Lykaios había entrado en la guardia personal de los 300 hippeis15 destinados a custodiar la persona del rey y formar junto a él en la batalla.

Anaxandridas llegó al centro de la sala y sus hijos se sentaron con los demás iguales16. El silencio era total mientras el rey recorría el frio salón con mirada y semblante serios, a la vez que hacía un gesto para que Aristón se aproximara a él. Con un potente timbre de voz anunció:

- Compatriotas, amigos, hermanos. —Su voz resonaba fuerte en todo el salón de piedra— Ya sabemos las tristes noticias. Muchos de los nuestros han muerto. Hemos cometido un error fatal, el de enviar pocos al trabajo de muchos, subestimando a nuestros vecinos. O quizá nos equivocamos interpretando el oráculo recibido. O quizás ambos. Pero no estamos aquí para lamentarnos. Los he mandado venir para proclamar a Aristón, hijo de Agasicles, como rey Euripóntida en la diarquía. Él es el mayor de los descendientes de Agasicles. A él le corresponde.

La sala quedó en silencio. Anaxandridas había hablado bien, con pocas y directas palabras, y mientras lo hacía, retrocedió un par de pasos, con lo que el aspirante al trono había quedado solo en medio de la sala. Todos miraban al joven Aristón, quien hacía poco había terminado su instrucción y recibido su capa y escudo. El silencio se convirtió primero en murmullo y luego en palabras de aprobación. Estaba hecho. Aristón ocuparía el lugar de su padre.

Anaxandridas volvió a adelantarse, mientras miraba al suelo frotándose las manos a la altura del pecho, pensativo, tratando de buscar frases cortas y directas, esperando a que volviese el silencio.

- Ahora otros asuntos nos competen. Los éforos y yo hemos recibido, junto con los informes de la derrota, la nueva de que los argivos se han aliado a los tegeos. Debatiremos esto y qué hemos de hacer. Todos los hombres del ejército deberán estar listos y presentarse en breve en cada sisitia17. Concentraos ahí y en breve seréis informados de nuestras decisiones y pasos a seguir.

Los hombres se levantaron para marchar, poco a poco, a sus hogares, donde se prepararían e irían a su sisitia. Algunos se iban en silencio, otros hablando en voz baja, pero Otriades no se movió. Su sangre hervía por la pérdida de su padre, aunque por fuera parecía de hielo. Cuando Cleomenes, el mayor de los hijos del rey, pasó junto a él, se levantó para hablarle:

- Mi padre ha caído en esa batalla. Cuando se decidan los pasos a seguir, habla con el rey en mi favor. Quiero participar, no quiero volver a quedarme al margen —dijo mientras recordaba amargamente que su enomotiai18 fue descartada del grupo que iba a partir—.

El príncipe lo observó, asintió con la cabeza y sin decir nada se dirigió con el joven Aristón a parlamentar con los ancianos.

Dos días pasaron, que a Otriades y a muchos de sus compañeros les parecieron dos meses. Querían combatir para limpiar el honor de sus camaradas caídos, de amigos y familiares que dieron la vida y estaban, seguramente insepultos, en los campos de Tegea.

Otriades, recostado en su camastro, miraba pensativo el techo. Mientras sus compañeros estaban ejercitándose en el gymnasion o en la pista de carreras él pensaba en la guerra, en por qué no había participado en esa expedición, pensaba en que a sus veintidós años tenía experiencia suficiente adquirida contra los mesenios en campañas anteriores. Y pensaba también en su padre. ¿Estaría vivo? El día anterior habían recibido el informe de un espía de que al menos diez o doce espartanos habían sido tomados prisioneros. ¿Habría muerto? ¿Habría vendido cara su vida? Sí, seguro que sí. Su padre era Lykaios, el matador de hombres, el Lobo. Había ganado ese apodo en una cacería donde consiguió abatir a cuatro de esos animales en una jornada. Él no se habría rendido, él hubiese seguido luchando hasta el final.

También tenía sentimientos encontrados. Era la primera vez que perdía en batalla a un ser querido. Sabía lo que era la muerte, había matado y había visto perecer a compañeros, pero ésto era distinto. Estaban educados para aceptar la muerte, abrazarla con honor, mas la idea de la pérdida de su padre dejaba en él un vacio, una sensación amarga que se mezclaba con el orgullo de saber que se fue defendiendo a los suyos.

También lo acosaba el remordimiento: Otriades fue excluido en el último momento de la fatídica expedición, cuando los éforos parlamentaron y decidieron que sólo dos lochas partiesen. Él debería haber estado ahí, ayudando y protegiendo a su padre tal como años antes, en su bautismo de sangre, Lykaios había formado a su derecha y le había brindado su escudo.

No quiso seguir ocupando su cabeza con aquellos pensamientos. Cuando se levantó y comenzó a vestirse, para despejar sus mente con el pancracio19 o entrenando para la carrera con hoplón20, llegó Lyches, su amigo y mentor.

- Tengo noticias. No es lo que esperábamos, pero al menos hay movimiento, —dijo mientras se quitaba la capa y se sentaba en la tosca silla de madera—. Los éforos han decidido pedir una tregua, por lo menos hasta que acaben las fiestas en honor a Apolo. Anaxandridas se opuso, pero Aristón fue fácil de manipular. Pediremos la tregua y negociaremos el rescate de los cuerpos.

- Cobardes, viejos cobardes —el joven masticaba y escupía una mezcla de enfado y frustración en cada palabra—. ¿Y que pasará con los prisioneros?

- Para los éforos no hay prisioneros, digan lo que digan. Pero eso no es todo: pediremos otro oráculo a Delfos. Debo partir mañana hacia allí antes del amanecer —hablaba tranquilo, mordisqueando un pedazo de pan duro y sacudiendo de su poblada barba las migas que le caían.

A Otriades se le iluminó el rostro.

- Dime que puedo ir contigo. Por favor, no puedo quedarme quieto más tiempo. Déjame acompañarte.

- Lo lamento, pequeño León. Para ti hay otra tarea. Preséntate a Anaxandridas, ve ahora, lo encontrarás en su casa, él tiene una misión para ti.

Sin dudarlo, Otriades se puso una túnica de lana limpia y salió en dirección a la casa del rey.

“Pequeño León” pensó, así lo llamaba su padre, porque de pequeño, antes de entrar en el agogé, hubieron de cogerlo por su larga melena castaña, que por su volumen simulaba la de un león, mientras trataba de escapar.

Fue apretando el paso hacia la casa del rey. Pasó frente al templo de Artemis, de quien era devoto, pero ni siquiera miró hacia adentro. Se cruzó con algunas de las muchachas que lo miraban con buenos ojos, Cora y Dione, hermanas mellizas y vecinas suyas, a quienes conocía desde que era niño y con quienes se crió hasta comenzar la agogé. A pesar de que Cora le gustaba mucho, hizo caso omiso de sus miradas y sonrisas y siguió caminando. No supo con cuánta gente se cruzó o si alguien le dirigió la palabra, quería llegar cuanto antes, quería saber qué le había reservado el destino.

Llegó a la morada del rey, casi en el centro de la aldea Limnai21, una de las cuatro en las que se dividía la ciudad de Esparta.

No estaba adosada a otras viviendas, sino aislada y rodeada por olivos. Uno de los ilotas22 que servían al rey lo dejó pasar. Al entrar pudo apreciar un gran salón; apenas un par de ventanas y el fuego del hogar iluminaban el interior. Un tosco mural adornaba el lugar pero Otriades no pudo ver más que la forma de un guerrero o de un dios, ya que estaba demasiado viejo y descuidado y los vivos colores estaban desgastados y sin brillo. Además de eso, tan sólo un par de escudos viejos y gastados con el blasón familiar se exhibían sobre el fuego. Otriades pasó a la otra habitación, caminando con cuidado, sin hacer ruido, hasta encontrarse con la ancha espalda del rey, que hablaba con uno de sus esclavos. Anaxandridas, que estaba supervisando sus armas y entregando las tareas para los días que seguían, no se percató de su llegada.

- Me mandaste llamar —dijo con voz firme.

El rey se volteó para verlo y despidió a su esclavo.

- Sí. Me han llegado algunos comentarios. Algo acerca de que quieres acción.

Otriades asintió con la cabeza.

- ¿Y qué te mueve a eso? Ya debes saber que será una misión diplomática. Incluso, muy probablemente, tengamos que masticar un poco de orgullo. ¿Estás dispuesto a eso? ¿Para qué?

El joven guerrero no quería irse de la lengua, pensaba que era una cobardía no actuar enseguida, poner en cintura a sus vecinos, que no eran más que unos cabreros. ¿Y qué si Argos los apoyaba? ¿Y qué si algunos mesenios rebeldes se les sumaron? Ellos eran el mejor ejército de la Hélade. Él hervía por dentro, le habían enseñado a no demostrar sus emociones, a no actuar por impulso. Callaba cosas que quería decir, hasta que olvidando todo lo aprendido, lo soltó:

- Quiero saber qué fue de mi padre. Quiero traer su cuerpo. También quiero luchar. Lavar nuestro honor.

El silencio golpeaba los oídos del joven que esperaba una respuesta que no llegaba.

- Deberías alcanzar primero los límites de la virtud, antes de cruzar los límites de la muerte —el rey le volvió la espalda dirigiéndose a la mesa para servirse en un pequeño cuenco vino rebajado con agua—. No todo es guerra y muerte, hay que ser también inteligentes. ¿Qué pasaría si fuésemos atacados en las carneias por los tegeos, mesenios y las ratas argivas? Sabes bien que nuestra ley nos prohíbe coger las armas en esas fiestas. ¿Quién lo hará? ¿Los ilotas? Al contrario, esos seguramente nos degollarían a todos si pudiesen. Ahora necesitamos un poco de tiempo, no mucho, hasta que pasen las fiestas. Hasta que sepamos bien que pasó con nuestros hombres; hasta que sepamos que falló con las palabras del oráculo. Ya tendrás tu oportunidad de matar, pequeño León.

Otriades se quedó callado. Comprendía lo que acababa de escuchar, pero su corazón ardía en ese momento en deseos de venganza. Parecía que todo su entrenamiento, todo lo que había aprendido sobre el obedecer y acatar, estaba siendo atacado por un nuevo sentimiento, algo que nunca había notado antes: el odio.

- Prepárate, marchamos a Tegea mañana mismo, antes del amanecer. Yo hablaré con su gente y haré lo que decidieron los ancianos, tú irás al campo y buscarás los cuerpos o el lugar donde están sepultos.

- ¿No habría que esperar a que nos den permiso para eso? —lo dijo en un tono irónico del que pronto se arrepintió.

El rey lo fulminó con la mirada al mismo tiempo que se acercaba a él y le propinaba una sonora bofetada.

- Escucha bien, no creas que ésto me gusta. Es lo que hay que hacer. Tú y tu enomotiai, no más, cuarenta hombres, cada uno con un ilota. Se encargarán de buscar los cuerpos y prepararán todo para traerlos. Si eso no es posible, ahí mismo, amontonadlos, juntad leña y haced una pira. No quedarán insepultos. Y si hay una tumba, rendidles los honores correspondientes y rezad una plegaria a Zeus y Artemis. Ahora vete y prepárate.

Otriades se cuadró, saludó al rey llevándose el puño al pecho y salió de la estancia. Empezó a desandar el camino de la casa de Anaxandridas hacia el cuartel, mientras en su mente buscaba quién se llevaría con él. Rápidamente pensó en sus mejores amigos y compañeros de andanzas, Dimas y Ajax. El primero, ágil como una liebre y capaz de soportar el dolor hasta límites insospechados. Su espalda era un muestrario de cicatrices por los golpes recibidos durante su instrucción. Nunca se le escuchó lanzar un solo suspiro. El segundo, un gigante, era tan grande al nacer que su madre murió en el parto. Su padre, el viejo Pausanias, le puso el nombre del héroe de la Ilíada debido a su tamaño. Este Ajax resultó ganador en boxeo en los últimos juegos olímpicos. En la pelea final mató a su oponente de un golpe en la cabeza, un pobre corintio llamado Filolao. Por eso le retiraron el premio y se vio obligado a pagar una fuerte multa. Desde ese momento ya no boxeaba. Juntos entraron en la agogé, juntos tuvieron su bautismo de fuego en Mesenia, juntos ingresaron en la misma sisitia, “Trueno y Victoria”. ¿Qué mejores compañeros? Eran como hermanos para él y compartirían su pena, lo ayudarían a mantenerse firme al encontrar el cadáver de su padre. Si es que lo encontraba…

Al llegar pudo ver que estaban entrenando: Dimas y un joven efebo atacaban a Ajax con armas de madera, mientras el gigante sólo se defendía con el escudo. Con la pericia de un maestro, en pocos movimientos desarmó al aprendiz y le atizó un buen golpe en la cabeza, luego se enfrento a Dimas y comenzaron un juego de fintas y amagues que no terminaba nunca.

- Lamento interrumpir, niñas —dijo Otriades mientras veía levantarse al efebo con la cabeza sangrante y una sonrisa de oreja a oreja, y dirigirse al lugar donde estaba su ropa.- Tengo una misión y me dijeron que podía llevar a un par de mujeres conmigo. En su lugar, pensé en vosotros.

- Y dime, ¿a qué ilota hay que robarle las gallinas? —Dijo Ajax acercándose a él,— por que no creo que te hayan asignado a ti algo mejor.

- ¿O es que en lugar de eso, tenemos que limpiarle el culo a un par de cabras? —Dimas se reía mientras mojaba su espalda con agua de una crátera.

Otriades, sin perder el semblante, les contó lo que debían hacer, mientras sus dos amigos le escuchaban serios. Claro que irían. Sin perder más tiempo, Ajax y Dimas se dirigieron a los barracones, mientras que Otriades se dirigía a la pequeña casa familiar; había que preparar los pertrechos para el viaje, para una misión desagradable, pero importante.

Al llegar a su morada se sorprendió al ver a su madre, que alternaba el tejido con las órdenes a los ilotas para que mejorasen el aspecto de la propiedad. La besó mientras ella cogía su mano. Hypathia no derramó ni una lágrima por su marido, era una mujer fuerte, aunque el dolor por dentro fuera muy intenso.

-¿Qué pasa contigo? —dijo la mujer clavándole el índice en el pecho— hoy me encontré con Cora y me ha dicho que ni siquiera la has mirado. Dime, ¿cuándo piensas sentar la cabeza y casarte?

Otriades se sintió avasallado, pero no dijo nada, estaba acostumbrado a los desplantes de su madre, incluso su padre, más de una vez, le planteó lo mismo: “debes casarte y tener hijos fuertes, ésa es la base del Estado”

- ¿Acaso no piensas hacerlo nunca? Tus dos hermanas ya me han hecho abuela dos veces cada una. Serán guerreros fuertes y hermosos. Tu hermano Adrastro, a pesar de no haber finalizado la agogé, ya esta prometido, y en cambio tú…

Nada, seguía sin decir nada, se dirigió a una pequeña estancia donde tenía su equipo y empezó a organizarlo todo, mientras Hypathia seguía:

- Además, mira cómo tienes esto, parece mentira que no se venga abajo, si se sostiene sólo por las telarañas. Si tú no estás, para eso tienes a los ilotas. ¿Qué mujer decente querría vivir contigo? Bueno, Cora, pero ella está perdidamente enamorada de ti, a ella no le importaría nada, ni siquiera que fueses horrible como el cíclope Polifemo.

Él seguía sin inmutarse, acomodando las pocas cosas que tenía en esa casa, ya que pasaba casi todo el día en el cuartel o entrenando para el ejército. Allí estaba su vida. Pero cuando iba de campaña, siempre pasaba por su antiguo hogar, donde guardaba las mejores armas para la guerra. A pesar de tener ilotas a su cargo, no dejaba nunca que otro que no fuese él tocase su parafernalia militar. Aunque no era una misión bélica, no omitió ni una sola pieza del equipo: las grebas y muñequeras, el peto y el casco de cimera, todo ello trabajado en el mejor material, y su escudo, regalo de su padre, con un lobo aullando pintado en su centro. Al vestir Otriades su equipo, parecía un espectro de hierro y bronce; el yelmo ocultaba sus ojos, que a pesar de ser claros como el mar, una vez bajo el casco parecían dos pozos negros, vacios, sin alma.

Su madre no dejaba de hablar y de recriminarle, era su forma de decir lo mucho que le quería, era también una forma de no admitir lo que pasaba, que se estaba quedando sola.

Se acercó, mirándola a sus ojos glaucos, mientras ella dejaba de hablar y lo observaba con ternura. Tenía un dolor por dentro tan intenso que se sentía vacía, pero Hypathia era fuerte, era una espartana, y las mujeres de Esparta saben que morir por su país es uno de los honores más grandes que puede recibir un soldado. “Entonces –pensaba ella- ¿debo estar feliz?

- Madre —dijo mientras se arrodillaba frente a la mujer y cogía sus manos- voy a buscarlo. Lo traeré para que pueda descansar en nuestro jardín.

No pudo soportarlo, todo el dolor contenido se derramó como si una presa se rompiese, sus lágrimas rodaban por sus mejillas hasta dar en el cabello de su hijo, que sin interrumpir su llanto, la abrazó fuerte y la besó en la mejilla mientras la levantaba en sus brazos. La llevó a su habitación, y la depositó en la cama. Al rato ella se fue calmando.

- Perdóname…

No la dejó continuar, cerró la boca de su madre con su índice, para luego abrazarla fuerte mientras pasaban unos segundos que parecían eternos.

- No, madre, perdóname tú. Tienes razón, debo casarme. Es que desde tu boda con El Lobo, ya no quedan chicas guapas. ¿Cómo van a interesarme las feas? —Trató de hacerla sonreír y lo consiguió.— Te prometo que lo haré. Cuando vuelva arreglaré todo con Cora y hablaré también con su padre.

Se quedaron juntos, hablando durante horas, él le contó lo que sabía y cuál era su misión, le dijo también que partiría con Ajax y Dimas, a quienes su madre conocía bien.

Hypathia le rogó inútilmente que se llevara con él a alguno de los ilotas, mas Othryades se negó en redondo. Él no llevaría a nadie, quería estar ahí el menor tiempo posible. Finalmente, con todo preparado, se despidió de su madre y se dirigió al cuartel, desde donde partiría al día siguiente.

Allí estaban sus amigos y compañeros de mesa común, Dimas, Ajax y Lyches, además de otros integrantes de la sisitia y compañeros de armas: Alcandor, Meleagro, Lander, Arístides, Malineo y Clito, el más antiguo de la mesa, ya retirado del ejército, con casi 70 años y casi el doble de cicatrices. Todos esperando para “saborear” la especialidad de la casa, el caldo negro23.

Era una noche amarga, faltaban cinco miembros de la mesa, habían caído en la batalla o serían prisioneros, que para el caso era peor. Se cenaba casi en silencio, las bromas o puyas que se echaban siempre unos a otros brillaban por su ausencia, no se entabló conversación con ninguno de los efebos, las horas pasaban lentas, hasta que uno a uno se fue retirando, dejando solos al viejo Clito, con Lyches y Otriades. El anciano empezó a hablar.

- ¿Es duro, verdad?, te enseñan a matar, te enseñan que la patria es lo primero, que morir defendiendo a Esparta es un honor, es un deber. Y que debemos recibir esa muerte agradecidos. Te dicen que si tu hermano muere, debes alegrarte por él. Porque cayó con honor. Matando por nuestras leyes. Por nuestra libertad y beneficio. Matando por tí y por mí.

Clito los señalaba, y los soldados le escuchaban en silencio; ninguno se atrevía a interrumpir a aquel viejo que más de uno pensaba que desvariaba en su senilidad. Se quedó callado, mirando a Otriades fijamente, dejó pasar un par de minutos, como si buscara las palabras o el aire para decirlas, y continuó:

- Te enseñan que no debes llorar por tu padre caído, que debes afrontarlo sabiendo lo que antes te he dicho. Te dicen que debes emularlo y superarlo. Que debes ser mejor que él. Todo eso te lo enseñan nuestras leyes. Desde muy pequeño te lo meten con sangre. Pero no te enseñan a tapar el vacio que su marcha deja. Lo intentas ocupar con la instrucción, con los amigos, preparándote para nuevas pruebas y batallas. Pero en el momento en el que te descuidas ahí está. Yo sé lo que te digo, vi morir a muchos.

Otra vez silencio, pero esta vez Lyches, antiguo aprendiz del viejo Clito le habló a Otriades.

- Lo que debemos hacer es llenar ese hueco con los buenos recuerdos que tenemos de la persona amada. Llena ese espacio de vida y deja la muerte para el campo de batalla. Olvídate de la venganza. La venganza ciega a los hombres, los hace actuar sin pensar, impulsivamente, y es entonces cuando se cometen los errores. Recuerda a tu padre y a tus amigos con alegría, en los buenos momentos que pasaste junto a ellos. Y verás que poco a poco deja de doler, ese vacío va desapareciendo, ¿lo entiendes?

Otriades, sin decir ni una palabra, mirando al suelo, asintió con la cabeza y ninguno de los tres hombres volvió a hablar, mientras los efebos, en silencio y contra la pared, escuchaban y trataban de asimilar lo oído. El viejo Clito los despidió antes de ir a acostarse, y al poco tiempo Lyches le siguió dejando a Otriades solo, rumiando lo aprendido, hasta que le sobrevino el sueño.

Faltaba una hora para que saliese el sol y ya estaban todos reunidos y casi listos para partir, Lyches con su caballo Fuego, el rey Anaxandridas con Filemón y Damen los dos hombres más fieros y recios de su guardia personal; tras de ellos, un pelotón de 40 jóvenes soldados entre los que estaban Ajax, Dimas y Otriades, todos envueltos en sus capas escarlatas a pesar de estar en pleno verano. Más allá, los ilotas de estos se afanaban en acomodar correctamente la impedimenta de sus amos, armas, escudos, petos y grebas en un gran carro que conduciría el escudero de Anaxandridas, ya que en dos días comenzaban las fiestas en honor a Apolo y ellos no tocarían las armas a menos que fuese estrictamente necesario. En ese momento advirtieron una sombra que se aproximaba.

Era Hypathia, y tras ella una figura femenina encapuchada traía unos pequeños paquetes. La dama, sin decir nada, saludó al rey con una leve inclinación y fue entregando un paquetito a cada hombre. Al llegar a su hijo se quedó mirándolo en silencio. La encapuchada se descubrió mostrando el rostro suave de Cora, que se acercó a él y en la abrazadera del escudo le colgó un amuleto, un rayo, el símbolo de Zeus. Luego le besó en la mejilla y se fue corriendo ante el estupor de los presentes, que comenzaron a reír. Recién entonces Hypathia le tendió a Otriades un paquete un poco más grande.

- Son galletas de miel, de las que tanto te gustan. —se acercó a su oído y hablo en voz muy baja.— Además hay algunas piezas de oro y plata, cuídalas. —Le besó, mientras susurró en su oído una frase más— Hijo mío, pequeño León, con tu escudo o sobre él.

Saludó a los presentes uno por uno, no se olvidó de dar un fuerte abrazo a Lyches, ni pellizcarle los morros al gigante Ajax.

- Procuraremos traerlo de una pieza.- dijo Dimas mientras partían.

Hypatia, firme como una estatua de mármol de Atenea, mirando al frente, los observaba la partida como tantas otras veces, rezándo por dentro a la diosa para volverlos a ver.

Con tu escudo o sobre él
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