IV

Ciudad de Tegea

 

Anaxandridas caminaba con porte regio, secundado por su escolta. Aun desarmados, metían miedo en el cuerpo a quienes los cruzaran. Parecían hijos de Ares.

La gente salía de sus casas a mirarlos, los niños correteaban a su alrededor. Algunos hombres temerarios se atravesaban en su camino, los miraban fijamente y escupían a su paso en señal de desprecio. Los espartanos seguían sin detenerse. Mirando al frente, escoltados por los guardias tegeos.

A pesar de no girar la cabeza, no perdían detalle de lo que veían. Antes de entrar, pudieron advertir que la ciudad era grande. Una muralla fuerte, de la altura de tres hombres, la rodeaba en su totalidad. Quizá quince o veinte mil personas. Unos cinco o seis mil soldados si estuviesen reunidos todos los hombres capaces de portar armas.

“¿Por qué enviamos a tan pocos?” Los pensamientos de Anaxandridas se mezclaban con los datos que mentalmente apuntaba. Casas bajas e irregulares, adosadas unas con otras. Algún corral con unos pocos caballos. Un par de puestos en el mercado hacían que el aroma a pescado se mezclara con perfumes de especias traídas desde lejos por vía marítima. También un cuartel, se escuchaba ruido de armas chocando en un entrenamiento. A pesar de ser tan temprano, había mucho movimiento. Querían impresionarlos. “Después de tantas refriegas y batallas no nos conocen”- pensó el rey espartano- “Creen que nos pueden amedrentar mostrando su ciudad, sus soldados. No nos conocen aún”.

Ellos avanzaban abarcándolo todo con la mirada. Todos los detalles de ese lugar debían quedar en sus cabezas.

Estaban llegando a una especie de plaza, donde se levantaba el templo de Atenea Alea, lugar que daba refugio a los ilotas que de Lacedemonia escapaban.

En el lugar los esperaba un hombre ataviado con una túnica blanca de bellísima factura, bordada con hilos de oro y púrpura.

- Soy Aleo, rey de Tegea. Bienvenidos sean, nobles enemigos, si venís en paz.

- Soy Anaxandridas, hijo de León, de la dinastía Agiada. Rey de Esparta. Agradezco tu bienvenida y tu hospitalidad. Me envían los éforos en importante misión. Tengo una oferta de mi gente.

- Aquí no. Aún no. Camina conmigo.

Los dos reyes avanzaron en silencio a través de la plaza. En un extremo del predio se observaba un hemiciclo. Muy similar al sitio donde la gente de Esparta formaba la Apella28.

- Al igual que tú, y a pesar de ser rey, mis poderes están limitados. Tú mandas en tu ciudad, pero los éforos y la gerusia deciden. Aquí es similar. Hay ochenta aristócratas, que hacen y deshacen según les convenga. A ellos deberás hablarles. Mi poder es más bien militar.

Anaxandridas y Aleo llegaron al sitio. Filemón y Damen quedaron fuera. Las voces de los presentes se acallaron bruscamente, y muchos pares de ojos se clavaron en el rey extranjero. Poco a poco cada uno ocupó su lugar. Quedaban algunos sitios vacíos, pero no eran muchos.

- Padres de la patria —empezó Aleo— aquí se presenta ante vosotros Anaxandridas, de Esparta. A pesar de ser rey, viene en calidad de embajador, en obligación con sus leyes, portando una oferta de los éforos lacedemonios. Es mi humilde opinión que debemos oírle.

El silencio era sepulcral. El espartano avanzó, e hizo una pequeña inclinación con la cabeza a modo de saludo a los presentes. Iba a empezar a hablar cuando un grupo de cinco hombres entró al hemiciclo. Todos venían ricamente vestidos, con túnicas de lino egipcio y elegantes capas, a pesar de estar en pleno verano. Todos miraban altaneramente a uno y otro lado, saludando a los tegeos que ya estaban en el lugar. Hicieron caso omiso de Anaxandridas, como si no estuviera ahí. Sólo el que iba en el centro, y que parecía el jefe, un hombre delgado de pelo negro con ojos hundidos y profundos, lo miró con sorna. El rey no dijo nada, simplemente se limito a mirarlos mientras se sentaban. Se sentía molesto, aunque no dejó que se notara. Paulatinamente el enojo dio lugar a la sorpresa. Comprobó que tres de esos cinco hombres llevaban capas rojas. Eran capas espartanas. No podía creer lo que veía. Y no era el único. A las puertas del hemiciclo Filemón y Damen hervían de rabia e impotencia mirando el interior. Aleo se dio cuenta de lo que pasaba por la cabeza del espartano y lamentó para sus adentros lo inadecuado de la indumentaria de los recién llegados. Él era un hombre de paz, no quería la guerra, y menos aún la guerra con Esparta. Una cosa era defender su territorio; otra, muy distinta, tratar de despertar a un león hambriento, de acorralar a una fiera herida.

- Macario, ¿has acabado ya? —el rey tegeo se dirigía al que parecía ser el jefe.— Llegas tarde.

- ¡Oh! Lo siento mucho, excelentísimo —contestó en tono irónico- bien sabes que mi finca queda en las afueras de la ciudad. Además, en cuanto me enteré de que teníamos otra vez a un rey espartano por aquí, quise ponerme mis mejores galas.

Todos, salvo Aleo, le festejaron la gracia. Todos, salvo los dos reyes, reían. Cuando las risas fueron acallando, Macario se levantó.

- Perdóneme estimado vecino, por esta brusca interrupción y mis modales. —dijo mientras hacia una burda reverencia— veo que estamos todos, podemos empezar. ¿Verdad?

Aleo estaba rojo. Hubiese querido atravesar ahí mismo el vientre del osado aristócrata. Anaxandridas permanecía impasible, como si corriera hielo por sus venas. Avanzó dos pasos hacia los escaños y comenzó a hablar.

- Me envían los éforos de mi pueblo. Lo que ocurrió fue un terrible error.

- ¡Y que lo digas! —Macario lo interrumpió y a alguno de los presentes se les escapó una risa.

- No hemos sabido interpretar al sabio oráculo de Delfos, que nos incitaba a la paz y lo confundimos con la guerra.

- ¡Pues menuda confusión! Cierto es también que no sabéis leer muy bien, ¿no es así?- El aristócrata seguía interrumpiendo y lanzando desafíos y puyas al espartano.

- Vengo a ofrecer una tregua.

- ¡No vienes a ofrecer nada! —Esta vez Macario se levantó de su asiento y se dirigió a Anaxandridas señalándole con el dedo— vienes a pedir una tre…

No pudo terminar la frase. El rey espartano avanzó hacia él, y cuando todos temían que iban a llegar a las manos, se detuvo en seco, a un metro escaso del provocador. Volvió a hablar, pero esta vez lo hizo con una voz tan potente que retumbó en toda la sala. Era una voz firme, la voz de mando de quien comanda ejércitos en la batalla.

- ¡Vengo en paz! Vengo a ofrecer una tregua porque mi pueblo no quiere ofender al Dios. Pero no duden que si la guerra continúa nos presentaremos aquí con todo el ejército espartano, finalizadas las carneias. ¡Piensen en nueve mil capas escarlatas avanzando hacia Tegea! Piensen en sus mujeres e hijos. No importará si Argos os brinda o no su ayuda. Asolaremos todo.

- ¿Capas escarlatas como éstas? —Macario caminaba en círculos alrededor del rey, que hacía un esfuerzo enorme para no arrancar la cabeza de ese hombrecito fatuo y engreído.

- Ya es suficiente, Macario. Este hombre es mí invitado e invitado de la ciudad. No podemos mancillar la ley de hospitalidad. Deja ya tus impertinencias. —Aleo habló en un tono enérgico que no daba lugar para la réplica.

- No tengo más que decir. Esperaré la respuesta. —dijo Anaxandridas mientras se dirigía a la salida del lugar. Justo antes de llegar, Macario lo azuzó una última vez.

- Quizá no tengas nada más que decir, pero sí hay un tema más que tratar. El rescate de los prisioneros. Incluso tenemos a un rey…

Anaxandridas se detuvo. Se volvió para escrutar otra vez la cara del tegeo.

- Para nosotros, todos los soldados y oficiales que partieron hacia aquí hace unos días, están muertos. Esperaré la respuesta en el templo de Atenea Alea. Le rogaré a la diosa para que aclare tu mente. Y da gracias a Apolo por estar en las vísperas de sus sagradas fiestas.

Una vez más se dirigió a la salida. Allí Damen y Filemón le esperaban. Una vez que salió ellos le flanquearon fueron junto a él.

- ¿Y qué si no? ¿Nos atacarán otra vez? ¡Venid nuevamente! ¡Volveréis a morir! —gritaba Macario, buscando enardecer los ánimos de sus compatriotas. Pensaba que Tegea era el centro del mundo, pensaba que era invencible.

Los tres espartanos se dirigieron al mercado, siempre seguidos por un ejército de niños que revoloteaban a su alrededor. También los seguían, aunque a más distancia, un grupo de soldados tegeos, más que nada para que nadie importunara a la embajada extranjera con insultos o recriminaciones. Estuvieron de un lado a otro, mirando con escaso interés artículos que no iban a comprar. Llegaban aromas de comida recién hecha, fragancias de canela y cardamomo. Algunas mujeres cogían a los niños por las orejas y los alejaban de los extranjeros. Finalmente en uno de los puestos que aceptó sus monedas de hierro más por curiosidad que por lucro, se hicieron con un poco de fruta, pan de higos, queso y aceitunas. En otro tenderete intercambiaron algo de aquello por un par de palomas y se dirigieron al templo de Atenea Alea.

Al cruzar el pórtico y la columnata no imaginaban lo que verían dentro. El templo era magnífico. Tenía esculturas y representaciones de los dioses de la factura más fina. Estatuas de jóvenes que representaban a la diosa; un enorme friso, pintado en vivos colores, ilustraba el nacimiento de Atenea, saliendo armada de la cabeza de su padre Zeus. Parecía cobrar vida con los cambios de luz y sombras. La estatua de la diosa se alzaba en el fondo del tempo, majestuosa, su figura en mármol, adornada con oro y marfil. Su cara era hermosa, cada línea de su cuerpo estaba tallada con el cuidado y la precisión que sólo el célebre pintor Ageladas podía haberle dado. Nadie se habría asombrado si en ese momento Atenea hubiese bajado de su pedestal y caminado rumbo al monte Olimpo. A sus pies se podían ver hermosas y fragantes ofrendas florales. También algunos rizos de pelo rubio y un par de muñecas, de alguna joven quizá que le ofrendaba su niñez a la diosa. El pequeño altar no presentaba ni una mancha de sangre de las víctimas allí sacrificadas. Cada una de las piezas que ahí había, era más bella que la otra.

Anaxandridas, hombre temeroso de los dioses, se acercó al ara de piedra blanca. Elevó las palomas ante la diosa, como buscando su aprobación, y las inmoló sobre el altar. Filemón y Damen colocaron también parte de los víveres recién adquiridos. Los tres hombres estaban solos en ese lugar sagrado. Querían que las negociaciones llegasen a buen término. El silencio, que lo envolvía todo, era un silencio que daba paz. Era un silencio que limpiaba sus culpas. Pasó el tiempo sin que lo notaran. El rey espartano y sus soldados rezaban allí donde los ilotas pedían asilo.

Finalmente salieron, cruzaron el pórtico y las columnas y tardaron unos segundos hasta acostumbrarse nuevamente a la luz del día. Al hacerlo, vieron desde lejos acercarse a Aleo. A una mirada de Anaxandridas, Filemón y Damen se alejaron. El rey espartano esperó al tegeo apoyado sobre una columna.

- Quiero disculparme por lo que ocurrió ahí dentro —dijo Aleo con voz sincera.— Ese hombre es un imbécil.

- No te preocupes, siempre hay uno o dos de esos en todos lados. ¿Quién es él?

- Macario; es el hombre más rico de la ciudad. Su padre era un comerciante de Argos; su madre, la hija de uno de los aristócratas más prominentes. Posee muchos negocios, casi todos de importación. También tiene varios espías a su servicio. Por ellos supimos que venían. Quiere controlarlo todo y a todos.

- Si, entiendo, logra sus propósitos gracias a su dinero, ¿verdad?

- Dinero y conexiones.

Anaxandridas pensaba, su rostro no mostraba expresión alguna, las estatuas del templo parecían tener más vida que él cuando se abstraía de ese modo.

- ¿Y qué pasará ahora? —rompió el breve silencio mirando a Aleo con media sonrisa en la cara.

- Pues se está debatiendo aún. Muchos quieren la paz. En la última batalla gente querida ha muerto. El pueblo quiere prosperar y eso se logra sin guerra…

- ¿Pero?

- Pero el perro de Macario está incitando al consejo a rechazar la propuesta. Dice que junto a Argos, y levantando Mesenia, podemos venceros. También yo creo lo mismo. Pero ¿a qué precio la victoria? ¿Cuántos de nosotros moriremos? Además, lo que Macario no dice es que él se enriquecería trayendo armas y mercenarios. Además, más lucha traerá más muertes y Argos lo aprovechará. O nos invadís vosotros o lo hacen ellos. La gente está dividida. Al final del día tal vez tengamos una respuesta.

Anaxandridas asintió en silencio. Seguía rumiando sus pensamientos. Había malos elementos en ese consejo. Meros obstáculos que se podían quitar del camino como si de una piedra se tratase.

- Me gustaría ofrecerte mi casa mientras esperas. Tú y tus hombres podéis pasar ahí el día. Permíteme ese honor.

- El honor será mío.

Ambos reyes y los dos soldados espartanos se dirigieron al hogar de Aleo, para lo que tuvieron que cruzar casi toda la ciudad. Al alejarse el mercado y la plaza, las casas eran cada vez más grandes. Vieron grandes fincas con viñedos y árboles frutales. Los colores de la hierba y el de las montañas que rodeaban el lugar jugaban en los ojos de los visitantes, mientras los reflejos del sol daban distintas tonalidades de verdes, marrones, azules dependiendo de dónde se posaban.

La casa de Aleo era una hermosa finca, rodeada por una tapia blanca de la altura de un hombre, pintada con cal. Más allá de la tapia se extendía un soberbio jardín con varios olivos y algunos árboles frutales. Un par de sirvientes salieron a recibirlos con bandejas con fruta fresca que los lacedemonios aceptaron gustosos. Al entrar en la casa, pudieron admirar una hermosa figura tallada en madera que representaba a Aquiles traspasado por la flecha de Paris. De repente, gritos inundaron la sala.

- ¡Toma! ¡Toma! ¡Muere, espartano! —un niño de unos ocho años perseguía a uno un poco menor— ¡No huyas, cobarde!

Los chiquillos siguieron corriendo uno detrás del otro hasta que, finalmente, el más pequeño se dio de bruces contra Damen. Cayó al suelo sin dejar de mirar a aquel hombre envuelto en su capa roja. El niño perseguidor quedó petrificado unos pasos más atrás. Damen se agachó para ayudar a incorporarse al pequeñín y, sin vacilar, el niño mayor se le fue encima con su espada de madera.

- ¡Deja a mi hermano! ¡No le hagas daño! —gritaba mientras le daba con la espada en la espalda.

Damen se dio la vuelta, lo cogió por debajo de un brazo y lo levantó a la altura de su cabeza, para poder verle bien a los ojos.

- Te pido que disculpes a mis hijos, —dijo Aleo a Anaxandridas,— ellos creen que son Héctor y Aquiles.

- No debes disculparte por tener hijos valientes, —terció Damen,— debes estar orgulloso.

El espartano soltó al pequeño y los dos niños salieron corriendo del salón, mientras los hombres reían.

Bebieron vino aguado y comieron frugalmente mientras conversaban en el androceo29. Nadie hubiera dicho que eran enemigos de guerra. Cualquiera que hubiese visto la situación, podría haber pensado que eran un grupo de amigos o vecinos. Paulatinamente, a medida que promediaba la conversación, Anaxandridas sonsacaba a Aleo.

- Y, cuéntame ¿tan rico es este Macario?

- Si, es el hombre más rico de Tegea, y también tiene muy buena posición con los argivos, gracias a los contactos de su difunto padre.

- Entonces, debe tener una casa enorme, ¿no es así? —Anaxandridas parecía realmente interesado.

- Y que lo digas, está en las afueras, él no vive en la ciudad. Vive a unos estadios de aquí, siguiendo el camino que lleva hacia Argos. No es una casa, ni una finca. El muy hijo de puta tiene una villa. Esclavos, guardias armados, caballos, viñas, barcos pesqueros, importaciones, no trabajó en toda su vida. Todo lo heredó de su padre.

Siguieron hablando y bebiendo un rato más. Ya era media tarde, el sol comenzaba a bajar. Un sirviente que vino desde fuera le transmitió a Aleo un mensaje en el oído.

- Amigo mío, es hora. Han tomado una decisión. Debemos ir.

Desanduvieron el camino hasta el hemiciclo. Pudieron apreciar cuán hermosa era la ciudad con los tintes rosados que el atardecer daba al cielo. El templo de Atenea parecía sacado de un relato de Homero.

Al llegar, Aleo entró el primero. Los tres espartanos fueron retenidos en la entrada. Al cabo de unos minutos, el tegeo salió.

- Bueno, parece que has…, que hemos tenido suerte. Ven. Pasa.

Lo primero que vio Anaxandridas al entrar fue la cara de Macario, roja como un tomate. Estaba sudado y con el cabello revuelto. El rey espartano se detuvo en el centro de la sala y escuchó al portavoz.

- Lacedemonio, has hablado bien. Ha sido difícil llegar a una decisión. Pero tras largas deliberaciones, creemos que es mejor la paz. Con la paz, los hijos entierran a sus padres; la guerra altera esa ley natural. No exigiremos ni pagaremos compensación alguna. Sólo queremos vivir sin el fantasma de la guerra. Queremos estar tranquilos sabiendo que no tendremos que juntar las tropas de un día para otro. Ahora queremos escucharte.

- Hombres de Tegea. No soy amigo de los largos discursos. Os juro por Apolo, en la víspera de las sagradas Carneias, que al menos tres cosechas pasarán antes de que Esparta emprenda acción bélica alguna. Tenéis la palabra de Esparta.

La asamblea empezó a murmurar. Eran palabras de asentimiento, palabras de aprobación. Anaxandridas se fue retirando despacio, tratando de no ser el objeto de las miradas, de pasar inadvertido

- Y si pasan esos tres años y volvéis, sabed que otra vez os recibiremos con la lanza en las manos. Seremos muchos más que vosotros y los aplastaremos otra vez. —era Macario que, levantándose, se dirigió al centro de la sala y gritaba al espartano mientras lo señalaba.

Anaxandridas se volvió a mirarlo, le hizo una leve reverencia con una sonrisa burlona. Ni un sólo segundo dejó de mirarlo a los ojos. Se giró y continuó su marcha sin decir más.

“No nos conoces” —pensó el rey—. “A mí no me importan cuántos sean, sino dónde encontrarlos. Y yo sé dónde encontrarte a ti.”

Al salir se topó con Filemón y Damen, que habían visto y oído todo lo sucedido. Por un lado estaban felices porque lograron lo que buscaban, por otro les hubiera gustado estar a solas con Macario y con un cuchillo de destripar pescado en la mano. No tenían más que hacer ahí. Se marchaban.

Cuando llegaron a la puerta de la ciudad, Aleo los estaba esperando.

- ¡Hombre! —dijo Anaxandridas mientras golpeaba al tegeo en el hombro- ¿Cómo has llegado aquí antes que nosotros? No nos detuvimos ni a mear.

- Creo que conozco mi tierra mejor que vosotros, ¿no es así?- Aleo abría las manos mostrando las palmas hacia arriba y asintiendo con la cabeza.

- Gracias por tu hospitalidad, ojalá pueda devolverte el favor algún día.

- Puedes hacerlo ahora. Prométeme que no volverán por aquí tus ejércitos.

- Aleo, me caes bien y has sido franco conmigo y yo lo seré contigo. Creo que esa chusma te manipula; esa gentuza con la que hablé hace un rato, no representa al pueblo. Tú conoces a tu gente, ellos sólo velan por sus intereses. Esparta necesita aliados, hay ciudades como Corinto, por ejemplo, que vive independiente y nos echa una mano de vez en cuando. El destino de Esparta es dominar el Peloponeso, y si para eso debe tomar Tegea, así se hará. Piénsalo.

Aleo lo miraba serio, su sonrisa había desaparecido. Estaba tenso. Anaxandridas prosiguió:

- Tres años. Ningún ejército espartano os molestará, es palabra de Esparta —y agregó acercándose a él— y si mi gente decidiera otra cosa, te advertiré a ti, ésa es mi palabra.

Quedaron frente a frente. Rey frente a rey. Nada más se dijeron. Se saludaron en silencio y los espartanos partieron rumbo al sur. Iban a buscar a Nicarco, el escudero, y luego ver cómo marchaba la otra misión. Quizá los jóvenes necesitaran ayuda. En todo caso, por la noche quería poner rumbo a Esparta.

Con tu escudo o sobre él
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