VII

Emprendió su camino. El sol seguía subiendo. El calor se estaba empezando a hacer insoportable, sólo remitía con la brisa que llegaba cada tanto del mar.

La senda de arena, poco a poco, fue convirtiéndose en una vía de tierra. Paulatinamente otras personas comenzaron a sumarse al camino. Peregrinos que, al igual que él, se dirigían al santuario.

El calor sofocante convertía la ruta hacia Delfos, que era un continuo ascenso, en una travesía muy dura. No tanto para él, que a pesar de de sus años era fuerte como un toro, pero sí para muchas de las personas que seguían sumándose al peregrinaje y aunque el camino de Itea al santuario no era largo, las altas temperaturas y el esfuerzo obligaban a los viajeros a avanzar con la cabeza gacha, arrastrando los pies.

El sol subía pero aún no era la hora peor. Ningún animal se veía, debían estar todos al fresco, ocultos en sus madrigueras. “Qué sabia es la naturaleza”, pensó Lyches.

Salvo algunos arbustos secos y unas cuantas encinas, no había ni un ápice de sombra en el camino. Algunos árboles, quizá a medio estadio de la senda, eran como un oasis para aquellos peregrinos que, acalorados y fatigados, se sentaban a sus pies.

Lyches avanzaba con determinación y paso ligero. Ni el calor ni la geografía habían hecho mella en él. El único signo de acaloramiento que mostró fue el quitarse la capa y meterla cuidadosamente en el pequeño petate que llevaba.

A medida que se acercaba a Delfos, más gente se sumaba a la senda. Su oído entrenado pudo distinguir acentos de muchos lugares de la Hélade: Corinto, Olimpia, Acarnaya, Patrai, Ítaca. También escuchó a un alegre grupo de Siracusanos a caballo que hablaban de cosechas, importaciones y mujeres. Seguro que se dirigían al oráculo a consultar por sus negocios.

Para hacer más llevadero el camino, Lyches buscaba puntos de referencia, “Aquel arbusto de allí” o “ese recodo”. Al llegar al lugar elegido buscaba otro.

El espartano se fijó en una roca que, a la distancia, parecía tener el tamaño de un pulgar. Al llegar allí, se encontró con un pobre anciano, recostado sobre la piedra y apoyándose en su bastón. Lyches se acercó al cansado viajero y le ofreció agua de su cantimplora.

- Que Apolo te bendiga —dijo el viejo antes de beber— Parece que nunca llegaré.

- ¿De dónde vienes?

- Vengo de la isla de Kefalonia y voy a consultar al oráculo.

- Eso está claro. Todos los que vamos en aquella dirección nos dirigimos al santuario, —dijo Lyches señalando el camino.

- ¿Qué hace uno de los señores de la guerra yendo a consultar a la pitia36? —Preguntó el anciano— ¿Otra vez guerra?

Lyches se sorprendió.

- ¿Qué dices, viejo? ¿Es que el calor te ha embotado el seso?

- No. Digo que por tus brazos y piernas, por esa capa que asoma ente tus cosas y tu indisimulable acento lacedemonio, eres espartano, —dijo el anciano mientras sonreía.— La última vez que vi espartanos yendo a Delfos hubo guerra poco después.

- Pues sí, soy de Esparta. Pero si mi ciudad quisiera consultar al Dios para declarar la guerra, no me enviaría a mí, un pobre soldado. Enviaría una embajada compuesta por éforos y gente de la asamblea. ¿Guerra? No.

El viejo lo miraba con ojos vivos y sagaces. Una mirada que podía traspasar el alma, mientras mostraba una sonrisa pícara y desdentada. Lyches se sintió incómodo, como si su propia cara lo delatase ante esos ojos.

- Debo irme. He de llegar pronto si pronto he de volver. Que Apolo te sea propicio, —se despidió el espartano mientras se alejaba.

- Adiós generoso amigo. Me quedaré un rato más aquí, ya no soy el joven que fui. Si bien tengo tres piernas, hubiese preferido seguir teniendo dos,— decía el anciano señalando su bastón mientras Lyches se alejaba paso a paso.

El soldado reemprendió el camino. Pensaba en el pobre viejo, seguramente no llegaría hasta la noche. Podría ser víctima de algún desalmado asaltante que lo matara y su carne quedaría para los lobos.

Despues de avanzar unos pasos se volvió y pudo ver al viejo tratando de incorporarse. Lyches, retrocedió un rápido y ágil movimiento, lo cogió del brazo como si fuese su mujer y reemprendió el camino.

- ¡Oh amigo mío! Otra vez me ayudas. Tendré que honrar a tu padre Heracles por esto.

- Deja a Heracles en el Olimpo. Sólo te acompaño porque me apetece conversar.

- Sí. Seguramente. Se sabe que los espartanos son excelentes conversadores. —dijo mientras reía.— Que sus discursos compiten en elocuencia y longitud con los de los atenienses.

El espartano estalló en una sonora y fresca carcajada. Ambos reían.

- Mi nombre es Lyches ¿y tú?

- Soy Kostas. Hijo de Erix. Voy al oráculo a preguntar por mi primogénito, quien zarpó hacia el oeste en busca de fortuna. Se fue hace muchas lunas y aún no sabemos nada de él. No entiendo por qué se fue. En nuestra granja vivimos bien, nada nos falta e incluso, de tanto en tanto, nos podemos dar algún pequeño lujo.

- Los jóvenes son así. En ocasiones el ansia de aventuras y de buscar gloria puede más que el bienestar legado por los padres. Recuerda a Aquiles.

- ¿Tienes hijos? —Preguntó el viejo.

- Cuatro —contestó inmediatamente y sin pensar, mas al cabo de unos instantes se corrigió.— Tres.

Lyches contrajo la mirada. La vista se le nubló con los recuerdos. Kostas se dio cuenta y cambió rápidamente el rumbo de la conversación.

- Aún no me has dicho por qué viajas a Delfos.

- La mujer de mi hijo menor lleva mal su primer embarazo, tiene dolores y pérdidas, —mintió Lyches al cabo de unos segundos.

El viejo no respondió, sin embargo siguieron hablando un largo trecho. El tiempo y la distancia pasaron rápidamente. Muchos peregrinos miraban asombrados a la curiosa pareja a medida que avanzaban.

Sin darse casi cuenta, se encontraron a los pies de Delfos. Habían llegado al macizo de Parnaso. Lo primero que vieron a su derecha fue el templo de Atenea. Un hermoso recinto circular, levantado mucho antes que el santuario de Apolo. A pesar de los años, estaba como nuevo. La gente iba y venía de un lado al otro. Kostas se soltó del espartano y comenzó a caminar, con paso vacilante, hacia la multitud.

Lyches fue detrás de él y mientras lo hacía, pudo ver lo mucho que había cambiado desde su última visita. Los alrededores del tempo estaban repletos de mercachifles que vendían toda clase de figuras, estatuas de los dioses y amuletos. Eso sin contar la enorme cantidad de gente que comerciaba con cabras, chivos, ovejas, palomas y todo animal que sirviese para el sacrificio.

Había también infinidad de tabernas y posadas con nombres que vendían a sus locales como lo mejor de cara a Apolo, por ejemplo: La Voz del Dios, La Gracia de Apolo o El Augurio Propicio.

Además, mirase donde mirase, el lugar estaba repleto. Personas de distintas polis y clases. Atenienses, tebanos, jonios, macedonios. Un crisol de diferentes dialectos y acentos.

Lyches trataba de acostumbrarse, pero sus ojos volaban de uno a otro lado. Sus oídos captaban sonidos, voces y dialectos que en su vida había escuchado.

- ¿Qué harás ahora?– preguntó Kostas volviendo al espartano a la realidad.

- Pues hay mucha gente… creo que lo mejor será que vaya a la fuente Castalia ahora. Purificarme y quizá con suerte ser recibido por la Sibila antes de que finalice el día.

- Tú lo has dicho, —señaló el anciano— hay mucha gente, no te recibirán hoy hagas lo que hagas. Permíteme retribuirte la ayuda que me has dado y lo gentil que has sido conmigo. Debo comer algo, me gustaría que me acompañases.

Lyches dudó un momento. Vio la larga cola de gente que había en la fuente para purificarse y trató de imaginarse el número de personas que estarían esperando ser recibidas por la Pitia. “¿Qué importan un par de horas más?”, se dijo a sí mismo. Por otro lado, a pesar de estar acostumbrado a las privaciones del ejército espartano, estaba hambriento.

Después de echar un ojo a algunas de las tabernas, se decidieron por una que tenía un hermoso dibujo de Apolo, tensando su arco, pintado a las puertas del local llamado El Flechador.

Luego de regatear unos segundos con el encargado, un tipo gordo, pero musculoso y de toscas maneras, arreglaron el precio que Kostas pagó.

Comieron pescado asado, queso y aceitunas. Probaron también salchichas y morcilla, además de unas deliciosas chuletas de cerdo regadas con miel.

Kostas bebió vino especiado de Quios. Lyches sólo agua.

- ¿Por qué no bebes vino? —preguntó el viejo— ¿Es que acaso vosotros, hijos de Heracles, sois abstemios? ¿No sabéis cuánto bien hace al espíritu y al corazón este néctar de Dionisio?

- Sí que lo sé y también sé lo que le hace a los sentidos y a la cabeza. —dijo mientras se servía un poco del vino de Kostas y lo bebía sin rebajar.— ¿O acaso tú no sabes lo que le hizo Heracles a sus hijos después de emborracharse?

- Toda la vida del padre de tu raza va de la mano con el vino. Recuerda el vino de Dionisio, que cuidaba Folo37 y que Heracles bebió antes de matar a diez centauros. O las locuras que hizo bajo sus efectos en el viaje del Argos.

- Por eso es que nosotros enseñamos a nuestros hijos a controlar la bebida– mientras hablaba Lyches se servía otra copa, esta vez rebajada con agua.

- ¿Y cómo lo hacen?

- Pues emborrachamos a los ilotas. Luego les hacemos caminar y hablar. A algunos les parece un espectáculo cómico, a mí algo lamentable. Pero sirve para que los muchachos vean lo que ese “néctar de Dionisio” hace al cuerpo y a la mente.

- Bueno, gracias a Zeus no nací en Lacedemonia– rió Kostas mientras servía a él y a su compañero un último trago.

- Sí, gracias a Zeus, —le sonreía Lyches mientras vaciaba su vaso.

Un poco somnoliento por tener el estómago lleno, Lyches se dirigió a la fuente. Sabía, por la hora que era, que hoy no podría consultar al dios. No le importó. Siguió caminando con paso pesado y firme a purificarse en las frías aguas de la fuente. Esperaría al día siguiente para ver a la pitia. Aunque eso significase pasar la noche a la intemperie.

Antes de llegar a la fuente, compró en uno de los tantos puestos unas galletas de sésamo y miel, como ofrenda de agradecimiento a la diosa.

Poco tuvo que esperar para poder asear su cuerpo en las heladas aguas. Con esmero limpió sus manos y su cara, su largo cabello lo lavó con mucho cuidado y a conciencia y, con más cuidado aún, lo volvió a peinar. La verdad era que después del calor de la marcha y de lo embotado que estaba, el cuerpo agradecía el frío baño.

Vistió una túnica de lino que, a pesar de los años, tenía el blanco y la suavidad de la primera vez que se la puso.

Antes de irse dejó las galletas en el pequeño altar de la fuente, donde se podían ver infinidad de ofrendas. Luego de eso, con el ánimo renovado, emprendió la corta marcha hasta el templo de Apolo.

Lyches apreció los monumentos y tesoros de distintas ciudades y a muchos mercaderes que seguían tratando de vender lo último que les quedaba. Pasó por el recinto de su ciudad y, después de pedir permiso a uno de los sacerdotes, dejó un bello anillo de bronce y plata, en agradecimiento por haber finalizado la mitad del viaje sin problemas.

Mientras se dirigía al templo, sus pensamientos paseaban por la historia. La historia de ese lugar, la historia de su ciudad, su propia historia. Pasó por su niñez, su etapa en el agogé corriendo desnudo y robando para comer. Recordó la primera vez que empuñó una lanza o embrazó un aspis. Vio miles de batallas, amigos y parientes caídos, el llanto de madres, esposas e hijos en ciudades conquistadas. Vio los ojos del rencor en hombres libres que dejaban de serlo, miradas altivas y desafiantes que con el tiempo se volvían vacías y resignadas. Al fin y al cabo, todos éramos esclavos. Algunos de otros hombres y todos, de los dioses.

Llegó a la fila de suplicantes. Había demasiados. Tantos que no llegaba a ver la puerta. Al poco rato, uno de los sacerdotes del templo se asomó e informó que la pitia, la sagrada Sibila, no vería a nadie más hoy.

Muchos se iban insultando en voz baja, otros cabizbajos y resignados, sin decir nada. Los únicos que se pudieron alegrar por tal noticia eran los dueños de las posadas y tabernas.

Sólo quedaron Lyches, un par de tracios y un griego de Halicarnaso. Poco a poco el atardecer fue dando paso a la luna. Era una noche agradable y estrellada. Hablaron muy poco entre ellos, casi nada. Pero sí compartieron su comida. Un poco de queso de éste, unas aceitunas de aquél, una que otra fruta y carne seca.

Después de cenar, se pusieron de acuerdo entre los cuatro para los turnos de guardia. La idea era evitar que los animales salvajes o algún malhechor se sintiera atraído por ellos. A Lyches le tocó el tercer turno. De todos modos esa noche no durmió. Quedó mirando el cielo, pensando en su familia y en su patria. En sus compañeros de viaje. ¿Habría logrado Anaxandridas su objetivo? ¿Qué sería de los tres jóvenes leones que iban en busca de una respuesta a la derrota? Ellos en Tegea y él aquí, en Delfos. El ombligo del mundo.

Recordó la historia que cuenta cómo Zeus soltó dos águilas, una hacia oriente y la otra hacia occidente, y allí donde se cruzaron soltó una piedra, y señaló así el centro del mundo. La roca, que tenía forma de huevo, era el ómfalos, la piedra sagrada del templo.

La noche no tuvo sobresaltos. Salvo por un par de lobos que ahuyentaron a pedradas, la velada transcurrió en paz.

A lo largo del último turno de guardia, poco a poco, Eos, la de los dedos rosados, fue asomándose sobre las montañas. Algunos suplicantes asomaron y comenzaron a acercarse al templo. El sol se anunciaba, y con él lo hacían a pleno pulmón los mercaderes con los productos que llevaban en sus tiendas. Lyches llamó a uno de ellos y compró una cabra blanca como la nieve.

Una hora más tarde, las puertas se abrieron y uno a uno fueron pasando a consultar a la pitia, la voz del dios Apolo sobre la tierra. Primero entraron los tracios, poco rato después salieron con una sonrisa triunfal. Luego el de Halicarnaso, un instante después volvió a salir pateando sin piedad a la oveja que llevaba para el sacrificio. El dios no la había aceptado. Era el turno de Lyches.

Al entrar lo recibió un joven sacerdote que lo fue guiando por el templo. Había muchas estatuas y trípodes, pero lo que más le llamó la atención al espartano fue que todo el recinto estaba lleno de inscripciones. En los muros, en la base de las figuras de bronce, en las lámparas. Le llamó poderosamente la atención una que estaba grabada en un trípode: “Conócete a ti mismo”. No terminaba de leer cuando estaba ya frente al altar del sacrificio. Cogió agua de su cantimplora y la vertió sobre el lomo de la cabra. El animalito, al contacto con el agua, se estremeció y tembló. El dios aceptaba la ofrenda. En el mismo instante que el animal se revolvió al contacto con el agua fría, Lyches la degolló. La sangre manaba roja y espesa bañando el ara del sacrificio.

El joven acólito llevó al espartano a la antecámara del templo. En ese lugar Lyches se limpio cuidadosamente las manos, eliminando cualquier resto de sangre o pelo del animal. Después de esperar unos minutos, un sacerdote anciano que se doblaba al caminar, llegó y condujo a Lyches a una enorme sala. Allí le esperaba una estatua de Apolo. Era tan magnífica que sólo faltaba que hablase. Cada músculo, cada rasgo de la cara, todo era perfecto. Lyches se paseaba alrededor de ella admirándola, tan hermosa era que no se atrevía siquiera a tocarla.

- ¿Qué es lo que te trae a este sagrado lugar, forastero? —preguntó el sacerdote, haciendo volver a Lyches a la tierra.

- Debo consultar a la pitia. Mi pueblo me envía para esclarecer dudas.

- ¿Y cuáles son esas dudas? Puedes hablar conmigo, es igual que hablar con ella.

- Prefiero hablar con Sibila directamente. ¿Es que acaso no está disponible? Apenas ha pasado gente.

- No es eso, gentil hombre, es que no todos están listos para hablar con ella. No son muchos los que pueden bajar a la cripta y escuchar la voz misma del dios en la tierra. —El sacerdote trataba de convencer a Lyches con una amable sonrisa en los labios.

- No es la primera vez que estoy aquí, he escuchado al dios con anterioridad. Quiero verla.

- Sea.

El sacerdote fue caminando con dificultad hacia una escalera de piedra que bajaba. Lyches iba detrás de él. A medida que se hundían en la tierra, la oscuridad iba creciendo junto con un nauseabundo aroma a azufre. El espartano iba casi a tientas, no podía ver dos pasos delante de sí, cuando finalmente chocó con el sacerdote.

- Espera aquí, —dijo el viejo mientras desaparecía por un lateral.

Pasó el tiempo, sin que pudiera saber cuánto. Los ojos de Lyches poco a poco fueron distinguiendo las cosas en la oscuridad. Caminó lentamente recorriendo la sala. Todo piedra, nada más. Pero al llegar al centro lo vio. El ómfalos. La roca sagrada. Se acercó y lo admiró, cada línea, cada relieve. Iba a tocarlo y detuvo su mano a tan sólo a unos centímetros de la redondeada piedra.

- No todos tienen la fuerza para tocarlo, Lyches espartano.

Lyches se quedó como una roca al escuchar la voz temblorosa y fina de la Sibila. Se volvió y ahí estaba. Vieja, con el cabello totalmente cano llegándole casi al suelo, envuelta en unas telas blancas que jamás había visto.

- ¿Vienes a preguntarme por ti? ¿Vienes a preguntarme por tus amigos? El Dios todo lo sabe, todo lo ve. ¿Qué es lo que quiere saber Esparta?

- Yo... es... —dudaba como un niño cuando es pillado diciendo una mentira– vengo en nombre de los míos. El vaticinio que nos diste de Tegea, no… es que…

La pitonisa lo miraba mientras mascaba unas hojas. Lyches no sabía si eran hojas de daphne o de laurel, el caso es que la mujer empezó a contorsionarse y poner los ojos en blanco. Emitía sonidos y ruidos que el espartano no entendió, luego frases en griego, pero en una jerga muy antigua. Entonces habló.

“En un llano de Arcadia está Tegea;

Allí el viento sopla impelido

Por una fuerza poderosa y luego

Hay golpe y contragolpe y la dureza

De los cuerpos se endurece mutuamente.

Allí del alma tierra en las entrañas

Encontrarás de Agamenón al hijo;

Llevárosle contigo, si a Tegea

Con la victoria dominar pretendes.”38

Luego de eso la pitonisa se desplomó. El viejo sacerdote apareció por detrás y acompaño al espartano a la salida. Mientras, un par de jóvenes cogían a la Sibila y se la llevaban suavemente.

Lyches se quedó mudo y asombrado. Nunca había visto algo así. Salió por donde había entrado. Al principio la luz lo cegó. Se cubrió el rostro con sus manos. Todo le daba vueltas. Pensó que iba a caer. Buscó a tientas con los dedos extendidos y encontró una de las columnas. Apoyo su espalda en ella y se acuclilló. Estaba aturdido. Quizá los vapores de la cripta o tal vez la ira de Apolo por ser arrogante y osado al bajar al lugar sagrado donde la Sibila estaba. Pasaron unos instantes hasta que sus pensamientos se ordenaron. Se sobresaltó cuando una mano se apoyó en su hombro, era uno de los sacerdotes, le extendía una tablilla de cera con el oráculo recibido.

Paulatinamente se fue relajando, respirando profundamente leyó y releyó aquellas palabras. Lo único que tenía claro era que había que encontrar los restos de Orestes, el hijo de Agamenón. Pero dónde y cómo, eran una incógnita para él.

Se mojó la cara con la poca agua que le quedaba y se incorporó. Tendría que volver. Habría de hacerlo cuanto antes. Los éforos debían ver el mensaje, ellos eran los más indicados para descifrarlo.
No compró comida, ni recogió agua. Simplemente se fue. Al bajar, pudo ver en la fila de gente que esperaba para ser recibida en el templo a Kostas. Se acercó a él.

- Adiós, viejo. Eso de allí abajo, no es vino, es agua, no te la bebas toda, eh. —le dijo en tono jocoso al oído mientras señalaba la fuente Castalia y lo saludaba.— Que Apolo te sea propicio.

- Hasta siempre, hijo de Heracles —Kostas sonreía y trataba de enderezarse sobre su bastón— espero te haya sido propicio a ti.

- Aun no lo sé. En todo caso, que se haga su voluntad.

Partió. Atrás quedaba el santuario, una experiencia inolvidable y Kostas, a quien ya no volvería a ver. Por delante, un largo camino de regreso y muchos interrogantes. “Demasiados para un simple soldado”, pensaba mientras apretaba el paso.

Con tu escudo o sobre él
titlepage.xhtml
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_000.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_001.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_002.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_003.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_004.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_005.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_006.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_007.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_008.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_009.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_010.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_011.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_012.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_013.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_014.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_015.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_016.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_017.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_018.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_019.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_020.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_021.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_022.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_023.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_024.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_025.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_026.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_027.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_028.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_029.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_030.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_031.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_032.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_033.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_034.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_035.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_036.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_037.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_038.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_039.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_040.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_041.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_042.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_043.html
CR!WTT9ZNBRE14TN6BAF0JVV01R2F82_split_044.html