VII

Aun sucios de sangre y barro, Otriades y Lyches observaban a los sacerdotes de Apolo preparar los restos de Orestes y los del maltrecho Critias para rendirle honores. Con sumo cuidado, los huesos del héroe, estaban siendo depositados por dos ancianos sacerdotes en una urna de madera labrada con finísimos relieves por dos ancianos sacerdotes, mientras que el cadáver del joven, tendido sobre una mesa, era ungido con aceite por un acólito, al tiempo que dos esclavas preparaban el lienzo que se usaría como mortaja. Fuera del templo, a pesar de estar las puertas cerradas, se podía escuchar el ruido del viento soplando fuerte y silbando entre los árboles. Ahí dentro parecía que el tiempo se hubiese detenido, a la vez que un fuerte olor a encierro y flores marchitas inundaban el ambiente. De pronto las puertas se abrieron y el aire fresco entró purificando el ambiente del templo con aromas silvestres de la hierba mojada por el rocío de la mañana. Aretusa, la madre de Critias, apareció en el recinto seguida por el joven rey Aristón y uno de los éforos. Otriades se quedó sorprendido por su belleza: era alta y esbelta, con brazos y piernas torneadas por el ejercicio. En la cara, sin arrugas, sobresalían su boca carnosa y sus grandes ojos negros. No aparentaba sus treinta y cinco años de edad. Aquel rostro perfecto no mostró emoción alguna cuando se acercó al cuerpo sin vida de su hijo. Otriades bajó su mirada al cruzar sus ojos con los de ella, pues sentía sobre sus hombros el peso de no haberlo hecho mejor, la sensación de que tal vez si se hubiese esforzado un poco más Critias estaría con vida. Las personas que preparaban el cadáver se retiraron respetuosamente unos pasos, dejando a la madre junto al cuerpo del soldado. Ella se acercó y recorrió con sus manos la fría carne de su hijo, los fuertes brazos, su cara, su boca, finalmente sus dedos palparon la herida mortal, y tras unos segundos que parecieron eternos, sin dejar de mirar a Critias, le besó en la frente y se volvió al rey que se hallaba junto a Lyches.

- La herida se encuentra donde tiene que estar, por delante. Ha visto venir la muerte y no se ha amedrentado. —Aretusa hablaba mirando a ambos hombres a los ojos, mientras sus manos se sostenían a la altura del pecho, y luego, dirigiéndose a Lyches.— ¿Es verdad que él os ha salvado? ¿Que dio su vida para salvar a dos soldados de Esparta?

Lyches, sin dudar siquiera un instante, asintió con la cabeza. Eso era suficiente. Aretusa, vio, en diferentes ocasiones, a su padre, a su hermano y a su esposo, partir a la guerra para no volver, y ahora recibía el cuerpo de su único hijo. Aceptaba su destino, no con resignación, sino con alegría, los hombres de su familia habían servido y muerto por su patria. Para eso los preparaban, y ese era el premio más grande para ellos: morir con honor defendiendo a Esparta. Aretusa se retiró a su propiedad con la cabeza alta y sin signo alguno de dolor. Prepararía sus mejores galas para recibir a los vecinos que vendrían a saludarla. En su familia ya no quedaban hombres, pero ella aún era joven, podría volver a casarse y, con la ayuda de Zeus, dar a Esparta uno o dos hijos más.

Otriades se imaginó a si mismo en la misma mesa en la que ahora reposaba Critias, ocupando el lugar del muerto y a su madre acercándose a él para besarlo por última vez. ¿Podría su madre tener el mismo temple que Aretusa?, ¿Aceptaría la suerte de su hijo y estaría feliz por que él obtuvo el honor más grande al que puede aspirar un guerrero?

Imaginaba a Cora y sus hijos recibiendo los saludos de los habitantes de Esparta. Su mujer era muy hermosa, seguramente habría otro hombre que la desposase y que guiara correctamente a sus hijos hasta que el estado se hiciera cargo de ellos y comenzaran el agogé. Junto a él, ella tendría más hijos y serían fuertes como su suegro. Sí, si él caía podría haber otro hombre, Cora podría volver a casarse, pero no encontrar a alguien que la amase como él.

Se veía caer por un oscuro pozo hasta las aguas de Estigia62, donde Caronte lo acogía en su barca y lo llevaba junto a su padre. ¿Podría él enfrentarse y abrazar la muerte tal como Lykaios lo había hecho? ¿Temblaría su mano al blandir la lanza o sostener el escudo sabiendo que iba a morir? ¿Cuáles serían más fuertes, las enseñanzas que había recibido a lo largo de toda su vida, donde morir espada en mano, defendiendo la libertad y los ideales de Esparta era la máxima aspiración del hombre, o las palabras de su corazón que le decían que dejara todo y escapara junto a su mujer y sus hijos? Muchas veces se había hecho esa pregunta y siempre, sin dudarlo, se decía a si mismo que no retrocedería un paso en la batalla a pesar de las consecuencias, pero a poco, una vocecilla en su cabeza le hablaba del amor que sentía y volvía a dudar.

- Ey, baja de las nubes. —Lyches le dio un pequeño y suave codazo que lo saco de su abstracción.— Debemos irnos. La ceremonia será a mediodía, hay que quitarse la mugre y prepararse.

Otriades reaccionó asintiendo con la cabeza y dando con sus ojos una rápida recorrida al templo, mientras Lyches se dirigía a la salida. Algunas velas le daban luz, los sacerdotes ya se habían marchado, se encontraban solos los dos, y unos pasos más allá, bajo el altar de Apolo, la urna con los huesos de Orestes, en el medio de la sala y sobre una mesa, el cuerpo de Critias cubierto por un lienzo y hojas de olivo. Otriades no tardó en salir y alcanzar a Lyches. Tenían un pequeño paseo hasta la sisitia, que estaba al otro lado de la ciudad.

- Sabes, no entiendo que relación pueden tener los restos que encontramos con la guerra. ¿Por qué las palabras del oráculo nos han hecho perder tres años buscándolos? ¿Por qué es importante? ¿Por qué Critias, el joven Critias que aún no había conocido mujer alguna, murió por esos huesos en lugar de hacerlo en batalla contra los enemigos? —Las palabras de Otriades sacaron una sonrisa en los labios de Lyches.

- Tantas preguntas, te estas pareciendo a un ateniense. Tú eres un soldado y obedeces, yo soy un soldado y obedezco, Critias era un soldado y obedeció. Eso es todo. De todos modos trataré de contestarte algo, pero si mis respuestas no son lo que esperas, no olvides que sólo soy un simple hombre. Con respecto lo que tardamos en encontrar los restos, la culpa es nuestra, tardamos mucho y punto, las palabras de la pitonisa no eran tan enmarañadas. No las supimos descifrar y perdimos tiempo recorriendo cada rincón del Peloponeso. Te juro que de haber sabido que estaban en una herrería, el primer sitio donde hubiese buscado sería la casa de Argus, más que nada porque está cerca.

Los dos rieron mientras avanzaban. Cerca de ellos, un par de chiquillos salieron de una casa y les persiguieron unos metros, con sus espadas de madera. Lyches se detuvo y giró rápidamente mostrando a los niños sus manos como garras y gritando furioso, lo que hizo que uno de los cachorros de hombre se frenara en seco y reculara, el otro quedó firme en su sitio, alzando el arma de juguete y sin retroceder ni un paso. El veterano lo recompensó con una caricia en la cabeza despeinando sus cabellos, mientras la madre, que observó lo ocurrido, cogió de una oreja al que retrocedió y lo llevó dentro de la casa. Los hombres observaron unos instantes la escena y siguieron su camino.

- En cuanto a Critias, —Lyches retomó la conversación.— ya te lo dije, fue un tonto, buscó la gloria personal y murió, si hubiese esperado unos granos de arena más, entre los tres hubiésemos abatido a la bestia y ahora estaríamos listos para la ceremonia y en breve marchando juntos hacía Tegea. La ambición ciega a los hombres, pero no sólo la ambición de dinero, también buscan el poder, y en este caso el reconocimiento personal o la gloria. Recuerda, por encima de todo, por encima de ti, de mí, por encima de nuestras familias o nuestro nombre, está Esparta. Yo estoy tranquilo sabiendo que si caigo defendiendo mi ciudad, será ella quien se haga cargo de los míos. Él, buscando la gloria, le privó a la patria de su escudo y de su lanza.

- Si, lo entiendo. —Interrumpió Otriades.— Aunque, si te detienes a pensarlo, quizá actuó en forma impulsiva debido a su juventud, cegado no por la gloria sino por la valentía.

- Tal vez, pero más que valentía fue una estupidez. No es lo mismo ser valiente que temerario. Yo confiaré siempre en un hombre valiente, nunca en un temerario. Con éstos, en cualquier momento te puedes ver privado de su escudo.

El silencio reino sobe ellos, durante unas calles. Otriades sabía que Lyches tenía razón. Él nunca hubiese actuado del mismo modo, y aunque esa fue la primera vez que se encontraba cara a cara con un animal semejante, estaba seguro de que hubiese esperado. Recordó la última vez que salió de cacería junto a su padre y su hermano: entre los tres siguieron el rastro a un jabalí de gran tamaño, entre los tres lo acorralaron y entre los tres lo abatieron, siendo Lykaios quien le dio el golpe de gracia. Tal vez su padre pudo haberle dado caza al animal sin su ayuda o la de su hermano Adrastro, pero no lo hizo. Un individuo solo debe combatir y defender a la patria hasta la muerte y será honrado por su valentía, pero si lucha solo estando en grupo y por eso encuentra la muerte, será un tonto.

- Me has preguntado también el por qué. ¿Qué importancia tenían los restos de Orestes en esta guerra? —Otriades asintió en silencio mientras seguían acercándose a su destino.— Yo mismo me hice la pregunta muchas veces en estos años. Cada vez que buscándolos, dormía fuera de la ciudad me lo preguntaba. ¿Conoces la historia de Orestes?

- No mucho, sé que vengó a su padre y ocupó su trono en Micenas, no mucho más.

- Al volver de Troya, Agamenón, comandante de los griegos, encontró la muerte a manos de su mujer Clitemnestra y su amante Egisto. Orestes, hijo del caudillo heleno y heredero del trono, estaba fuera de Micenas cuando eso ocurrió y fue eso lo que le salvó la vida. Ayudado por su hermana Electra, huyó hacia Atenas y luego a Fanote, un pequeño pueblo más allá del monte Parnaso, donde el rey Estrofio se hizo cargo de él. Cuando el joven príncipe cumplió los veinte años, el oráculo de Delfos le ordenó regresar a Micenas y vengar la muerte de Agamenón. Se dirigió a su antigua ciudad seguido por Pilades, hijo del rey que lo acogió, con quien lo unía una fuerte amistad. Al llegar a su antigua ciudad, lo primero que hizo fue rendir honores en la tumba de su padre, y allí, mientras sacrificaba un cabrito, se encontró con Electra. A pesar de los años que habían pasado y de los cambios ocurridos en sus cuerpos, los hermanos se reconocieron enseguida y acordaron el modo de vengar a Agamenón. Luego de dar muerte a los regicidas, Orestes fue perseguido por las Erinas63 y buscó refugiarse en el templo de Delfos, pero aunque fue Apolo quien ha ordenado la venganza, no puede protegerlo de sus acciones. Finalmente, Atenea lo recibe en la acrópolis de Atenas, donde formaliza un juicio, en el que doce atenienses y ella darán el veredicto. Las Erinias exigen su víctima, y Orestes alega que obedecía las órdenes del flechador, los votos de los jueces quedan divididos equitativamente pero Atenea le declara inocente con su voto decisivo. Las Erinias son apaciguadas con un nuevo ritual en el que son adoradas como Euménides y Orestes dedica un altar a la diosa. Apolo entonces le ordena a Orestes que se dirija a Crimea, donde se encuentra la estatua de Artemisa que cayó del cielo, que se apodere de ella y la lleve a Atenas. El hijo de Agamenón partió junto a Pilades en busca de la estatua, pero fueron descubiertos y encarcelados por los habitantes de la región, quienes los sacrificarían en honor a la diosa Artemis. La sacerdotisa que debía inmolar a las víctimas era Ifigenia64, quien sin reconocer a su hermano, le ofrece salvar la vida a cambio de llevar una carta a la Hélade. Esa carta hizo que Orestes y su hermana menor se reconocieran. Ellos dos junto a Pilades y con la imagen de Artemisa, escaparon. Al regresar a Micenas, Orestes mató a Aletes, el hijo de Egisto que reinaba entonces en su nombre, y se convirtió en el nuevo monarca. Se dice de él que, después de anexar Argos, Laconia, Arcadia y posteriormente todo el Peloponeso, fue un rey sabio, justo e invicto en la batalla. Murió en algún lugar de Arcadia por la mordedura de una serpiente. Su cuerpo se depositó en un gran ataúd de fuerte madera y se enterró en el mismo lugar donde cayó.

Otriades escuchaba con atención. Nunca había oído una historia similar, y todo lo que le había llegado de esa época era lo poco que había aprendido sobre la guerra de Troya. De todos modos, a pesar de la hermosa historia, seguía sin entender por qué debían encontrar los restos de Orestes y no, por ejemplo, los de Heracles, padre de los Lacedemonios. Quiso preguntarlo pero se contuvo. Nunca había escuchado hablar tanto a Lyches, y pensaba que si lo hacía iba a quedar como un tonto falto de entendederas.

- ¿Sabes? —Continuo Lyches cuando ya estaban a las puertas de la sisitia— Me costó mucho comprenderlo. Orestes fue el único que reinó sobre todo el Peloponeso. Su padre también fue un gran rey, pero con él las ciudades eran independientes y libres, cada ciudad tenía sus leyes y su monarca, fue con Orestes que se unificó todo bajo un mismo hombre y fue a su muerte cuando se volvió a separar. Creo que al tener sus restos aquí y al rendirle honores, llegaremos a emular su hazaña, y más de quinientos años después de su muerte, el Peloponeso tendrá otra vez un solo dueño y éste será Esparta.

El lugar, como siempre, apestaba a sudor y al agrio aroma del caldo negro, olor que, después de tantos años, seguramente era imposible de erradicar. Los hombres se vieron sorprendidos al encontrar gente en la sala común. Generalmente a esas horas todos los soldados, fueran del rango que fueren, estaban entrenándose y preparándose para la guerra, mas allí se encontraba el viejo Clito, inclinado sobre el fuego y removiendo las brasas con un cuchillo, y a su lado un ilota, también anciano. Otriades lo había visto miles de veces pero no recordaba su nombre. Era un fugitivo mesenio, que en su tiempo había sido un reconocido veterinario; y sentado sobre una tosca silla, se encontraba Ajax. El gran soldado dejaba ver en su brazo una enorme huella, producto de su encontronazo con el toro desbocado. La herida supuraba y desprendía un feo olor.

- Bueno, bueno, ¿pero qué tenemos aquí? ¿a nosotros nos mandan a recorrer medio Peloponeso y vosotros os divertís? —Lyches se dirigía a Clito, quien al escuchar al veterano, giró la cabeza regalándole una incompleta sonrisa.

- Pues, sí, ya lo ves, aquí mi viejo amigo Nicolás, ha de recomponer el brazo de este soldadito de juguete.

Clito y Lyches rieron, el viejo se puso de pie y estrechó en un abrazo al veterano soldado, dejando caer al cuchillo fuera del fuego. Nicolás, el ilota ahí presente, cogió el arma y, después de acercarle la mano para comprobar lo caliente que estaba, lo volvió a poner entre las brasas. Mientras, Otriades se arrimaba a su amigo y observaba la herida.

- Hummm —dijo cerrando los ojos y aspirando el aroma de la llaga supurante— Huele que alimenta.

- Sí, ¿verdad? fue el condimento de la olla de anoche. —Ajax le contestó rápida y lúcidamente, como si estuviese ileso y sano.

Al escuchar la ingeniosa respuesta, los cuatro hombres echaron a reír, más fuerte esta vez. Incluso Nicolás reía mientras controlaba la hoja del cuchillo en el fuego. Pocos segundos después, Clito se puso serio.

- Nos hemos enterado de lo que ha pasado. —dijo sin mostrar ningún sentimiento.— Me alegro por vosotros, lo siento por el chico. Al menos murió como un héroe.

- Sí, ya te contaré. Lo único claro es que perdimos a un joven valiente, medio cabeza dura, pero valiente. —Lyches miraba el suelo mientras hablaba, tratando de despegar una suciedad que estaba incrustada en su sandalia.— Y tú, dime ¿qué te ha pasado? No me refiero a lo del toro, eso ya lo sabe todo el mundo, me refiero a cómo no te has cuidado esa herida.

- La he lavado con agua fresca todos los días, he cambiado vendajes antes y después de hacer ejercicio, realmente no sé qué pudo haber pasado.

- Realmente el brazo no tenía buen aspecto, los cirujanos de campaña trataron de sanar la herida limpiándola con vino puro, pero eso no ayudó, tampoco lo hicieron los vendajes ni el agua. —Clito volvió junto al ilota y cogió el cuchillo, tendiéndoselo a Nicolás, quien lo asió con una leve reverencia y precaución.— Finalmente, al ver el estado de ese brazo, pensamos que mejor que amputarlo sería probar por algo un tanto inusual, dejarlo en manos de Nicolás. Él ha sido un excelente veterinario en mis tierras, ha cuidado de todos mis animales sin problemas, vacas, ovejas y cabras. Un día mi vieja mula fue atacada por un lobo que fue muerto por los guardias, pero no antes de causar gran daño al animal. Nicolás curó a la bestia de carga a base de emplastos, y en pocos días la mula siguió sirviendo como animal de tiro. Y como Ajax es medio hombre y medio bestia…

Mientras Lyches le reía la gracias a Clito, el ilota se acercó a Ajax con cuidado, como pidiendo permiso con los ojos, El grandullón le hizo un gesto de asentimiento. Utilizando una afilada daga, Nicolás cortó primero la carne alrededor de la herida, mientras Clito, con un paño limpio, iba secando la sangre. Luego el ilota acerco el hierro al rojo y lo apretó contra la carne, que inmediatamente desprendió un ruido chisporroteante seguido de olor a quemado. Ajax ni se inmutó, no gimió siquiera. Estaba relajado, como en un trance. Otriades lo había visto así en otras ocasiones y no le sorprendió la capacidad de aguante que su amigo tenía para el dolor. El día que les dieron sus capas y escudos, él y Dimas fueron los dos que más aguantaron los azotes.

- ¡Ahh!, como nuevo. —Suspiró Ajax, moviendo su brazo en círculos.

- Estarás bien —le dijo Nicolás mientras dejaba el cuchillo sobre la mesa— He cortado toda la carne podrida, no lo cubras, deja que el sol le dé hoy, mañana le aplicaré un emplasto de hierbas y sanará.

- Espérame fuera —le dijo Clito a Nicolás que salió después de hacer una leve inclinación de cabeza.— Ahora escúchame bien so capullo —el viejo soldado cogió a Ajax de la barba mientras le hablaba— no me importa que Nicolás sea un ilota, porque por lo que se ve, tiene muchas más luces que tú, así que harás exactamente lo que él te diga si no quieres perder tu brazo, ¿de acuerdo? Nada de mujeres ni de ejercicios, ni hoy ni mañana, eso debe estar limpio, sin polvo, sin sudor, ¿está claro?

Ajax le sonrió y asintió con la cabeza. Acto seguido Lyches y Clito se dirigieron a la puerta y salieron. Allí estaba aguardando el ilota, tal como le habían ordenado.

- Nicolás, otra vez has demostrado ser un hombre valioso. —Clito le hablaba con una mano en el hombro, una muestra de aprecio no muy frecuente entre espartanos e ilotas.— Ve a casa y coge para tí y tu familia un cordero y disfrútalo, lo mereces.

- Gracias amo —dijo el ilota bajando los ojos al suelo— De todos modos, permítame prevenirle, he hecho lo mejor posible y creo que sanará, pero si en unos días vuelve a supurar, yo no podré hacer nada.

- No te preocupes, ve tranquilo.

Lyches y Clito quedaron recostados en el muro de la sisitia mientras el ilota se retiraba. El sol hacía brillar sus blancas cabelleras y el más anciano agradecía la caricia de Helios en su rostro. Dentro Otriades se desprendía de la ropa que guardaba aún el polvo del camino y dejaba las pocas pertenencias que llevaba consigo sobre la cama, mientras Ajax no dejaba de mirarse el brazo.

- ¿Con que basta de mujeres, eh? —preguntó Otriades sarcástico— ¿En qué andas tú? Muchas veces veía como te retirabas por la noche, pero nunca me imaginé que tú, hijo de Ares dios de la guerra, encontrases tiempo para el amor. ¿A quién estás beneficiando?

Ajax se sonrojo y no dijo nada, miró a su amigo de costado y luego se tumbó en su catre, con los ojos cerrados y sonriendo, sintiendo en su piel las caricias recibidas la noche anterior.

- ¡Venga, hombre! —Insistió Otriades.— ¿No me lo vas a decir? Si no me lo dices tú se lo sonsacaré a Clito, o le preguntaré a Dimas, él seguro que lo sabe.

Al escuchar esas palabras Ajax se incorporó y clavo los ojos en su amigo. Su semblante había cambiado: estaba serio, como si algo le afectara. Otriades se dio cuenta enseguida de lo que ocurría.

- No me digas… ¿Ella? ¿Él no lo sabe, verdad? —las palabras de Otriades fueron seguidas por el silencio, un silencio que lo inundaba todo— Sois amigos, deberías decírselo, se lo tomará bien, lo entenderá, sobretodo si es ella quien ha elegido.

- Lo haré, pero no aún. Has encontrado lo que el oráculo reclamaba para entregarnos la victoria, y pronto partiremos a Tegea. Lo haré cuando volvamos triunfantes, y si muero él podrá casarse con ella. —después de esas palabras el gigantón se volvió a tumbar y no volvió a hablar.

Otriades respetó el silencio de su compañero, pero continuó preocupado. Ajax y Dimas, amigos desde la infancia, amaban a la misma mujer, y mientras uno era correspondido el otro no. Las leyes de Esparta no prohibían el adulterio, es más, lo apoyaban, pero esto iba más allá de saciar los instintos o la procreación de hijos fuertes. Aquí se había inmiscuido Afrodita, la diosa del amor que tantos problemas trajo a los griegos en Troya, y ahora, al pensar en eso, Otriades temió por la amistad entre sus camaradas. Se preguntó si eso podría influir en el campo de batalla, aunque luego se dio cuenta de que no, que a pesar de cualquier problema o disputa que surgiera entre sus compañeros, ambos darían la vida el uno por el otro. Él también lo haría por ellos y ellos lo harían por él. Poco a poco, sus pensamientos fueron cogiendo otros derroteros, y recordó aquel día en que las flechas de Cupido alcanzaron a sus amigos y a él, desde ese día en que espiaron a las hermanas bañarse en el Eurotas ¿Qué tendrían? ¿Once, doce años? Desde ese día que el amor tuvo imagen y sonido para él, y lo sentía cada vez que cerraba sus ojos, eran la risa y la luz de los ojos verdes de Cora.

La luna ya se dejaba ver a pesar de que todavía el sol no se había ocultado, el clima era fresco y una leve brisa traía algún recuerdo del invierno que finalizara hacía poco. La urna con los huesos de Orestes había sido llevada hasta la zona norte de Esparta, por el mismo camino que habían usado para traer los restos a la ciudad. Desde allí y hasta el templo de Apolo en Amiclea, los soldados espartanos, cubiertos por sus mantos rojos y armados como si fuesen los hijos de Ares, formaban un largo pasillo que cruzaba casi toda la ciudad de norte a sur. La urna era transportada por Lyches y escoltada por Otriades, Dimas y Ajax. Iban desfilando entre los hombres, y a medida que avanzaban, los soldados iban golpeando sus lanzas contra los escudos de forma rítmica y pausada, generando un hipnótico efecto sonoro. Al llegar al templo, el rey Aristón, los soldados de más alto rango del ejército, la guardia real de trescientos hombres, los miembros de la gerusia y los éforos, así como muchas de las mujeres de la ciudad estaban presentes. El altar de Apolo y el ara de sacrificios habían sido sacados al exterior para que todos pudieran participar de la ceremonia. Unos pasos más allá se podía apreciar una alta pira funeraria donde los restos de Critias reposaban. Lyches avanzó hasta entregar la urna a un viejo sacerdote para luego retirarse junto a su escolta a un sitio de honor reservado para ellos detrás de los éforos. El anciano, al recibir la urna, caminó hasta colocarse en el centro de la escena. Al levantar la caja sobre su cabeza, los golpes de las lanzas sobre los escudos cesaron. En un silencio absoluto, ni siquiera los insectos o las aves nocturnas se escuchaban. La escolta real se abrió en dos y entre ellos asomó una pequeña procesión con el rey Anaxandridas al frente, guiando doce bueyes que eran conducidos por jóvenes muchachos envueltos en túnicas blancas, hasta llegar junto al sacerdote que había depositado la urna a los pies del altar.

- La sangre es el alimento de las almas que habitan el Hades —La voz del sacerdote se escuchaba a gran distancia y no hacía notar la edad que tenía.— Hoy sacrificamos estas bestias ante ti, gran Orestes, rey del Peloponeso, para que intercedas por nosotros ante el poderoso Apolo y su padre Zeus, que nos sean propicios en la victoria y que reciban el alma de este joven guerrero que dejó su vida para que tú tengas el descanso eterno en una morada digna de tu estirpe. —Mientras decía estas palabras Anaxandridas se aproximaba al primer buey espada en mano.— Acepta esta ofrenda y haz que se cumplan las palabras del oráculo.

Al decir estas últimas palabras Anaxandridas cortó la garganta de la bestia, la sangre salpicó la cara y las ropas del rey que sin inmutarse veía cómo el animal se precipitaba al suelo, para luego repetir la maniobra con los demás bueyes. La sangre brotaba de las gargantas inundándolo todo, manchando los pies del religioso y de los jóvenes muchachos que sostenían a las bestias que aún quedaban con vida. Poco a poco el suelo quedó cubierto del rojo líquido viscoso que llegó hasta la base del altar. Mientras el viejo sacerdote parecía entrar en trance, orando con los ojos cerrados y de cara al cielo, los muchachos, con la ayuda de algunos acólitos, luego de extraer las vísceras de los animales, comenzaron a trocearlos, ante los silenciosos ojos del pueblo espartano.

Otriades observaba todo esto al mismo tiempo que la pira comenzaba a arder y las llamas alcanzaban rápidamente el cuerpo de Critias. El soldado pudo ver el rostro de Aretusa que asistía a la cremación de su hijo sin derramar una lágrima. Sus ojos volvieron a pasearse entre los presentes y vio, un poco más atrás, a su madre que llevaba el pelo adornado con algunas flores. Luego su mirada se encontró con Dione, su cuñada, pero ella no lo miraba a él, sino a su lado, hacia Dimas y Ajax que la miraban con ojos llenos de amor. Seguramente ella se fijaba en el gigantón, aunque a la distancia, ninguno lo podría decir. Finalmente sus ojos se encontraron con los de Cora y el tiempo se detuvo, fue una mirada llena de besos y caricias, llena de promesas de placer, una mirada que lo invitaban a buscarla por la noche.

Con tu escudo o sobre él
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