IX

Esparta, 546 a. C.

 

Desde lejos se podía ver el polvo que miles de pisadas levantaban en la larga y ordenada línea de capas rojas. El ejército volvía a la ciudad después de recorrer sus dominios y las ciudades aliadas en el Peloponeso, realizando una demostración de fuerza, y haciendo ver a los jefes de aquellos pueblos y ciudades que en un abrir y cerrar de ojos, sin que nadie lo esperase, Esparta podía aparecer. No era una acción militar, era un recordatorio de quién tenía el poder y mandaba en la región.

En Mesenia, Pilos, Lepreum, Mantinea y Tegea, las gentes de aquellas tierras vieron desfilar frente a sus murallas a soldados temibles, luciendo corazas brillantes y cubiertos por sus capas escarlata, todos idénticos marchando en ordenada formación. Parecían forjados por las sabias manos de Hefestos. Ahora volvían a casa, triunfantes en una campaña sin batallas, donde sin derramar una sola gota de sangre consiguieron sus objetivos. Anaxandridas pudo ver cómo Tegea se había convertido en un fuerte aliado, cómo Mesenia seguía sometida y no había en ella atisbos de rebelión. Lepreum cayó como una fruta madura y abrió sus puertas al ejército mucho antes de que éste llegase, declarándose aliada de Esparta. Mantinea seguía siéndolo y ratificó el tratado que había entre ambas ciudades de apoyarse mutuamente en caso de guerra.

El Peloponeso era dominado ampliamente, de uno u otro modo, por Esparta. Todo, incluido Corinto, que era un aliado permanente y bailaba al son que Lacedemonia tocaba. A excepción de la sagrada Olimpia, sólo quedaba Argos y sus pequeños aliados. El Peloponeso era grande, pero no había sitio para dos potencias. Anaxandridas lo sabía, pronto se verían las caras y no sería dentro de mucho. La información de sus espías le llegó a través de distintos mensajes cifrados. En ellos se decía que Argos estaba inquieta, pues la conquista de Tegea fue para ellos un toque de atención. Los movimientos del ejército espartano habían aumentado la alarma; los mensajes hablaban también de la voz de un hombre que insuflaba animadversión y odio hacia los lacedemonios en los corazones argivos. Los espías no daban un nombre pero sí una descripción: un tipejo pequeño, de mirada huidiza y ojos hundidos, con poco pelo y lengua viperina. Anaxandridas no supo con certeza quién era aquel que con palabras animaba a los argivos, pero lo imaginó y lamentó no haberse encargado personalmente de Macario.

Esparta y Argos: el sólo nombrar a las dos ciudades hacía que el ambiente se pusiese tenso. La última vez que estas ciudades se habían enfrentado fue más de cien años atrás, en Hisias83, donde Argos venció formando a su ejército en falange. Tras esa gran derrota, Esparta se repuso, copió la forma de luchar de los argivos, perfeccionó aquella formación y poco a poco su ejército se fue haciendo invencible. Pronto esas dos ciudades se volverían a ver las caras. Anaxandridas lo sabía, todos lo sabían o lo intuían, sólo faltaba un roce, una pequeña disputa, una chispa para que todo explotase.

Pero muchos de aquellos hombres que marchaban no pensaban en ese momento en la guerra. Lejos, a la distancia, podían divisar su ciudad y pensaban en los suyos. Aquellos puntos distantes que se movían de un lado a otro y que a la vista de los soldados parecían pequeñas hormigas, eran los habitantes de Esparta. Eran padres, madres e hijos que se preparaban para recibir al ejército.

Entre aquellos que marchaban escoltando al rey se encontraba Otriades, que al ver a su ciudad trataba de imaginarse cuál de aquellas manchas movedizas eran Cora y sus hijos. Una vez más volvía a casa, y como tantas veces cumpliendo con el pedido de su madre o el de su esposa, distintas voces, mismas palabras: “regresa con tu escudo o sobre él”. Esas palabras sonaban en su mente a la vez que la imagen de Hypathia venía a su memoria y traía aquel día, dos años atrás, en el que volvieron victoriosos desde Olimpia. Había sido un día de mucho calor, donde el polvo se pegaba en el sudor y en la barba. Por ello antes de entrar en Esparta se dieron un rápido baño en las frías aguas del rio. Algunos niños que los vieron dieron el aviso en la ciudad, y cuando el grupo de campeones se puso de nuevo en marcha, lo hizo con un enorme séquito de chiquillos que gritaban y bailoteaban alrededor de los hombres, mirándolos con asombro y admiración. Aún antes de entrar en la ciudad se podían ver las calles abarrotadas, se podían escuchar los gritos y los saludos, algunas muchachas se metían entre la filas, para alegría de Dimas, y trataban de robar un beso a aquellos hombres, el reconocimiento de toda la ciudad se volcaba hacia los campeones. La procesión no se detuvo hasta llegar al ágora, donde los vencedores de los juegos fueron vitoreados y en honor a ellos y a los dioses se sacrificaron doce hermosos bueyes completamente blancos. Pero de ese día lo que él más recordaba, lo que más le marcó, no fue el reencuentro con los suyos, ni con Cora, ni con sus hijos. Es cierto que el verlos hizo que todo desapareciese frente a él, la plaza apareció súbitamente vacía y ante sus ojos sólo se encontraba aquella mujer a la que él amaba más que a nadie y sus tres revoltosos hijos por los que daría la vida. Cogiendo al pequeño Orsifanto en brazos, llevando a Aristeo en hombros y a Nicanor de la mano, mientras Cora lo abrazaba y caminaba a su lado orgullosa con la mirada alta y la sonrisa a flor de piel, Otriades se dirigió a su hogar entre vítores y palmadas en la espalda. Nada de eso, soñado por muchos y alcanzado por pocos, fue lo que marcó su regreso. Lo que lo hizo fue la pausa en la casa de su madre para ofrendar la corona de olivo a la tumba y memoria de Lykaios.

Al entrar, pudo sentir inmediatamente el olor rancio que envolvía el ambiente. Se volvió a mirar a Cora, que desvió su mirada al suelo en silencio. Sin decir ni una palabra Otriades se dirigió a la habitación y vio a Hypathia tumbada en el lecho, con la piel blanca, demacrada. Pudo escuchar su débil respiración y no le gustó aquel sonido. Frente a la cama se hallaba su hermano Adrastro, quien se había adelantado al grupo de hombres que volvía de Olimpia y ahora velaba el sueño de su madre.

- Madre —dijo el hermano menor suavemente acercando su boca al oído de la mujer.— Él está aquí.

Hypathia abrió los ojos despacio y su mirada buscó en la habitación hasta encontrarse con Otriades, que se acercó al lecho y se sentó al lado de su madre. Sintió como si le arrancaran el corazón del pecho, toda la alegría que traía había desaparecido. Cuando había partido hacia Elis, ella estaba lozana, fuerte, sus ojos rebosaban vida, y ahora, apenas dos meses después, la veía demacrada, consumida por dentro por alguna enfermedad. Ella pudo leer en sus ojos, y esforzándose un poco, acarició el rostro de su primogénito.

- Estás aquí. No quería irme sin decirte adiós. Tu padre me llama, anoche estuvo conmigo, estaba en el mismo sitio en que tú estás ahora.

Otriades levantó su mirada y buscó la de su hermano, y luego la de Cora. Ninguno dijo nada mientras él hacía fuerza para que las lágrimas no saltaran.

- Cuando partí a verte en los juegos, ya estaba así. —dijo Adrastro mientras pasaba un paño húmedo por la frente de su madre.— Fue todo de golpe, de un día para otro, estaba bien y de pronto no, es como si algo o alguien la consumiese por dentro. Tú estabas tan feliz, todos lo estaban, no me atrevía a decir nada. Ni siquiera Lyches lo sabe, tampoco la familia de Cora.

Otriades puso una mano sobre el hombro de su hermano mientras lo escuchaba y asentía levemente con la cabeza.

- Madre, mamá, te he traído ésto —dijo Otriades poniendo sobre el regazo de su madre la corona de olivo— vas a ponerte bien.

- Mi campeón, estoy orgullosa de ti, estoy orgullosa de ambos. —Hypathia buscaba con los ojos a sus dos hijos y sonreía disimulando los dolores que la atosigaban.— Pero no, no voy a ponerme bien, aguardé tu regreso, tu hermano dijo que te traería y cumplió. Ya puedo partir.

Los dos hombres allí, frente a su madre, lloraban en silencio, las lágrimas surcaban sus mejillas y enrojecían sus ojos. Cora, con la voz quebrada y moqueando como una chiquilla, besó la frente de la mujer y acercó a sus pequeños para que Hypathia los viera por última vez.

- No lloréis, por favor, no lloréis, alegraos por mí. Tengo una cita a la que no quiero llegar tarde, y voy contenta. —Miró a Otriades mientras apretaba su mano.— Es con un hombre alto y fuerte, se parece a ti.

Otriades sintió como la fuerza se iba de la mano de su madre y pudo ver cómo de sus ojos se iban los últimos destellos de vida. Mientras escuchaba el silencio de la habitacion, maldijo y agradeció a los dioses, por llevársela y por permitirle la despedida.

Enterraron a Hypathia junto a la tumba de Lykaios, bajo el olivo del pequeño jardín. Unas pocas personas asistieron al entierro, tan sólo la familia de Cora, Lyches, Ajax y Dimas. Había sido un día caluroso, donde la alegría por la noticia de que sería elegido entre los trescientos hippeis fue ensombrecida por la marcha del ser querido, donde la felicidad por el regreso y la victoria, fue absorbida por el Hades.

Otriades marchaba de regreso a su casa, una vez más, como tantas veces, cumpliendo con el pedido de su madre, y la voz de Hypathia volvía a escucharse en su mente. El recuerdo de aquella mujer asomaba en su memoria repitiendo las palabras que a ella tanto le costaba pronunciar: “Con tu escudo o sobre él”.

Argos

En Argos había tres gobernadores elegidos por el pueblo. Eran los llamados basileus: uno se encargaba de la administración, otro de la religión y el tercero era el polemarca, el jefe del ejército. Esa mañana se celebró la elección y Foroneo, después de largos discursos y tras muchas negociaciones y tratados que cerró a través de Macario, fue elegido como basielus militar. ¿Quién mejor que un pariente de Fidón, aquél que derrotó a Esparta en el pasado, para poner a los lacedemonios en su sitio una vez más?

Después del gran banquete que dio en honor a los dioses por otorgarle la victoria, sólo quedaban tres hombres en la gran casa, Foroneo, Macario y Memmón. La charla tuvo lugar bajo una frondosa parra. El viento con olor a mar se mecía entre las vides, refrescando a los presentes.

- Memmón, desde que estas aquí nada te ha faltado. —Macario hablaba con tono paternal y colocando una mano sobre el hombro del príncipe que lo miraba atento.— Has sido educado en filosofía, letras y en números; has sido entrenado con las armas y recibido lecciones de historia y táctica militar. ¿Te ha faltado algo?

Memmón negó con la cabeza sonriendo, sin saber bien a dónde quería llegar su mentor.

- Pues bien, querido joven —prosiguió Foroneo bebiendo agua fresca directamente de una jarra,— ahora que tenemos al ejército con nosotros, ahora que Argos es fuerte, es hora de que cojas lo que te pertenece. ¿Me sigues?

Los ojos del príncipe tegeo se abrieron como platos. Entendía perfectamente a qué se referían sus mentores. Recuperar su lugar en su pueblo, echar a patadas a los espartanos de su tierra, ocupar el lugar de su padre, afianzar nuevamente su alianza con Argos y vencer a los lacedemonios en su propio juego, la guerra, y hacerlo donde más le doliera: en sus tierras.

- Sólo recuerda porqué estas aquí. Ahora eres un hombre

Fueron las últimas palabras que pronunció Macario mientras le tendía a Memmón una copa de vino puro. Un vino que el muchacho apuró de un trago, vino que nubló su juicio y lo sumió en un sueño profundo, donde soñaba con batallas heroicas en las que se vería cumpliendo la promesa que hiciera a su padre.

Esparta

- ¡Eh, cabezota! ¿En qué estás pensando que te veo con la mirada perdida? —Ajax sacó de su abstracción a Otriades con un golpe en la espalda.— Dime algo por favor, estoy harto de escuchar los chistes malos de Dimas.

- Ningún chiste —apostilló Dimas, sin dejar de mirar al frente.— Es la pura verdad, la ciudad debería darme un premio por el crecimiento demográfico, desde que regresé de Olimpia no dejé de atender las necesidades de mujeres casadas y señoritas que no querían otra cosa que la semilla de un elegido del Olimpo, y ya que vosotros estabais tan ocupados atendiendo a vuestras esposas, he tenido que hacer el sacrificio, he debido realizar esas acciones más que por placer por deber hacia la patria.

Los hombres cercanos al trío de amigos, al escuchar las palabras de Dimas reían alegremente, Ajax y Otriades también sonrieron y se miraron mientras negaban con la cabeza.

- Yo creo que no le has hecho ningún favor a Esparta, —dijo Otriades mordazmente.— creo que el estado debería condenarte a pagar una multa porque ha habido un montón de nacimientos el año pasado y muchos de ellos eran excesivamente feos y se parecían a ti.

Ahora la carcajada fue general y hubo algún soldado que casi pierde el equilibrio y cae por tanto reírse. Así fue la entrada a Esparta, una formación perfecta de soldados temibles y feroces que entraban a la ciudad riendo y jaleándose unos con otros. Poco tardó Otriades en ver a Cora entre la gente, sosteniendo al pequeño Orsifanto con una mano y saludando con la otra. Él le guiñó un ojo mientras buscaba con la mirada a sus otros dos hijos. Un par de pasos más adelante pudo escuchar la risa de sus compañeros y de ciudadanos que veían el regreso de las tropas, y no le costó mucho darse cuenta de qué reían. Caminando junto a él, uno a cada lado, marchaban sus mellizos llevando pequeñas armas de madera. Avanzaban mirando al frente como si realmente fueran hombres que marchaban a la guerra. A su paso, los ciudadanos y los soldados se cuadraban y les hacían el saludo marcial. El mismo rey Anaxandridas, que se detuvo unos momentos para hablar con Aristón que salió a recibirlo, hizo el saludo riendo. Otriades, envuelto en una mezcla de vergüenza y orgullo, pasó sus armas a Dimas y cargó a sus hijos sobre sus hombros, riendo él también y llenándose de vida y felicidad mientras escuchaba la voz de su hijo Nicanor.

- ¿Papá, has ganado?

Con tu escudo o sobre él
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