VI

La ciudad de Tegea esperaba ansiosa el inicio de la primavera, pues con ella llegaba el buen tiempo y mejoraba ostensiblemente la calidad de vida. Además, pronto se celebrarían las fiestas en honor a Dionisio, el díscolo hijo de Zeus, y también el regreso de Perséfone del inframundo. Las casas se adornarían con flores y guirnaldas, los campos recuperarían su hermoso color, el comercio aumentaría, el mercado y los puertos cercanos se llenarían otra vez de gente y nuevos y exóticos productos. Los ciudadanos estaban felices, la alegría flotaba en el ambiente. Tres años sin guerra habían hecho de Tegea una ciudad próspera.

A Nicarco no le costó mucho despistar a quienes lo vigilaban y que confiaran en él, sólo se limitó a hacer una vida normal durante un tiempo, sin hacer preguntas sospechosas, sin extensos paseos por la ciudad, y buscándose la vida para subsistir reparando cualquier tipo de objetos, limpiando caballos y establos y cazando. Una viuda que le encargó restaurar unas desvencijadas sillas, le pagó con un viejo y maltrecho arco al que él le cambió la cuerda y reparó con esmero. Una vez hecho, pidió unas cuantas flechas en el cuartel que le fueron cedidas no sin cierto recelo. La primera vez que salió a cazar lo hizo acompañado por uno de los soldados que debían vigilarlo. Era un día claro y muy frio, él solo abatió a tres liebres de pelaje claro y a un joven ciervo, mientras que su acompañante volvió con las manos vacías. Regaló las tres liebres: dejó una en el templo de Artemis en honor a la diosa por serle propicia en la caza, la segunda se la hizo llegar a aquella mujer que le entregó el arco y la última fue a la mesa del rey Aleo, quien al enterarse de la pericia de Nicarco con el arco, le ofreció entrenar a los jóvenes reclutas en el uso de aquella arma, pero para decepción del rey, declinó gentilmente la oferta, ya que no olvidaba para qué estaba ahí.

Al ciervo lo negoció en la taberna más concurrida de la ciudad, a cambio del cual recibiría dos platos de comida diaria con un vaso de vino durante dos semanas. De ese modo, tuvo acceso a la gente de los alrededores y poco a poco fue conociendo a todos los asiduos del lugar, siempre hablando de cosas triviales y llegando así, a través de ellas, a las respuestas que necesitaba. De esa forma pudo darse cuenta de que nadie tenía idea de dónde podrían estar los huesos de Orestes, se enteró de las rencillas entre Macario y Aleo y de las maquinaciones del primero para conseguir el poder de la ciudad y de cómo incitaba a los nobles a buscar la sombra y la protección de Argos para recomenzar la guerra contra Esparta. Cada dos o tres días salía de caza y siempre volvía con presas. Se fue haciendo cada vez más conocido en la ciudad, los hombres reían sus chistes y más de una mujer se perdía por sus ojos y sus anchos hombros, ya que a pesar de su baja estatura era un hombre apuesto. Sus paseos por la ciudad era cada vez más frecuentes, primero por el centro, el mercado y la plaza, pero paulatinamente, esos paseos se fueron extendiendo y deambulaba también por cuarteles, cuadras y almacenes de armas. Recorría de tanto en tanto la zona alta de las murallas, preguntando desinteresadamente por algunas propiedades o zonas, utilizando la caza como excusa.

Cada noche, se encontraba en secreto con Adrastro e intercambiaban información. El lugar elegido era el templo de Artemis Ortia, donde aquellos que vigilaban a Nicarco no entraban para evitar así las sospechas. El joven había recabado más o menos la misma información, su método era el de espiar y escuchar, seguir a los esclavos y oir disimuladamente sus conversaciones. Lo mismo hacía en el mercado cada vez que llegaba alguna caravana desde el puerto de Thyrea59 o desde Argos, y en ocasiones, por la noche, se colaba y se escondía en las casas escuchando lo que se hablaba en la mesa o en el androceo; más de una vez consiguió escabullirse en la casa de Macario a pesar de lo custodiada que estaba. De ese modo pudo comprobar las informaciones que Nicarco le había pasado: ese hombrecillo, pensando en sus intereses comerciales y políticos, era peor enemigo para Esparta que todo el ejercito de Tegea. Él era el nexo entre esa ciudad y Argos, él era quien tuvo esclavos espartanos, él era quien le había faltado el respeto a Anaxandridas en su visita para negociar una tregua, y por eso él debía morir.

Tegea se preparaba para la fiesta de esa noche, la última del invierno. Toda la ciudad estaba trabajando para ello, desde los campos y granjas cercanas llegaban olivas, quesos, miel y carne. Desde los puertos, caravanas de mercaderes arribaban trayendo ánforas con vino de Quios, Lesbos y Tasos, también especies exóticas desde Persia, además de pescado y pulpo. Era una fiesta donde toda la ciudad, de uno u otro modo, participaba. En el jardín de la casa de Macario casi todo estaba dispuesto, ya se habían colocado hermosos y coloridos cojines en los divanes, un grupo de músicos afinaba sus instrumentos mientras algunos esclavos preparaban las cráteras de vino y la comida que iba a servirse: aceitunas, queso de cabra y oveja, faisán relleno de higos, pulpo asado, jabalí y buey, y una buena selección de frutas y tartas estaba reservada para el final. Los invitados fueron llegando uno a uno, eran cinco nobles de la ciudad, terratenientes de alta alcurnia que heredaron su posición y fortuna, todos ellos de gran poder y con muchas influencias, también reconocidos simpatizantes de Argos.

Los invitados se deleitaban con algunos entremeses y vino rebajado en tres partes con agua, conversando de comercio, mujeres y caza, cuando Macario se hizo presente. Largo rato estuvieron departiendo de cosas insignificantes, hasta el momento de pasar a los divanes, donde esperaban los manjares que se habían preparado para la cena. Todos comían y bebían con moderación, las notas que los músicos sacaban a la lira, el týmpanon60 y el aulos amenizaban el ambiente, mientras algunas bailarinas se paseaban entre los divanes. No se hablaba de nada serio o importante, no mientras estuvieran los esclavos presentes. Cuando la comida se acabó y todos los presentes estaban satisfechos llegaron los dulces pasteles de miel y las frutas, y con ellas se trajo el mejor vino de la ciudad, importado por Macario para la ocasión, una gran ánfora del mejor caldo de Tasos. Después de la libación en honor a Dionisio, los músicos comenzaron a tocar una melodía diferente, o que ninguno de los presentes había escuchado nunca, mientras las exóticas bailarinas traídas de oriente comenzaron a moverse al son de la música con sensuales y provocadores movimientos, que con cada nota iban excitando el ánimo de los hombres. La mezcla de vino pasó a ser de mitad y mitad; sólo Macario mantenía la mesura. La fiesta no era para él, sino para sus invitados. Quería tenerlos contentos, ya que sabía cómo ganarse el favor de los hombres. Poco tiempo después, cuando el sensual baile estaba a punto de pasar a ser una exhibición de lujuria, y los invitados comenzaban a abalanzarse sobre las bailarinas y las esclavas, Macario mandó desalojar el lugar. Sólo quedaron él y sus excitados invitados, que lo miraban anonadados por haber hecho retirar a las mujeres.

- Paciencia, señores, paciencia. —dijo el pequeño hombrecillo dirigiéndose a sus invitados con las palmas hacia arriba.— Ahora que tengo su atención quisiera discutir algo con vosotros, y luego podremos retomar la diversión. Todos saben por qué están aquí, Argos busca la hegemonía del Peloponeso, y para eso debe acabar con Esparta, y el primer paso es Tegea. Ya basta de esos malditos lacedemonios y su pestilente caldo negro. Ellos traen constantemente la guerra, y si bien eso nos beneficia económicamente, al tomar otras tierras se hacen cada vez más fuertes. Han pasado tres años, ¿cuánto tiempo más creen que pasará hasta que vuelvan a iniciar otra acción? Debemos atacarlos nosotros, con el apoyo de Argos, con los rebeldes de Mesenia y con las gentes de otras ciudades más pequeñas, carnaza para el matadero. Podremos hacerlo si atacamos su ciudad por mar y por tierra a la vez.

Los presentes lo miraban con una mezcla de incredulidad, asombro y confianza en sí mismos, mientras en su interior se veían triunfantes, al igual que tres años atrás a pocos estadios de la puerta de Tegea. Mientras, Macario seguía hablando, paseándose entre ellos y gesticulando.

- Imaginen la grande y poderosa Esparta sucumbiendo ante el empuje arrollador de las demás ciudades del Peloponeso. Los Corintios no llegarán a auxiliarlos, las guarniciones de Mesenia y Pilos serán niquiladas por los rebeldes, y una vez hecho eso, Argos podrá hacerse con el poder de toda la región. ¿Y a quién se lo deberá? A nosotros, señores, pensad cuán grande puede ser la gratitud de los argivos. Pero no es fácil, no. El gran problema reside aquí, no en Esparta. Es Aleo, es él a quien hay que quitar primero del medio, es él quien impide que ésto se lleve a cabo, tiene miedo, miedo del ejército espartano, de sus hombres. Dice que Esparta no necesita murallas ya que se escuda en sus soldados, pues yo digo que nos está haciendo un flaco favor, a nosotros y a Tegea, por supuesto. ¿Qué pasará cuando los lacedemonios vuelvan a fijar los ojos aquí? —El silencio respondió a sus palabras, todos miraban a Macario quien, desde su primera palabra, había captado la atención de esos nobles, y había conseguido con sus frases el efecto deseado.— Pasará que, sin el apoyo de Argos, deberemos rendir la ciudad, y los argivos no nos respaldarán mientras él esté al mando. ¿Qué me decís? ¿Cuento con vosotros?

Los hombres se miraron y comenzaron a intercambiar opiniones en voz baja. El anfitrión había tocado las cuerdas precisas, aunque aún no todo estaba muy claro.

- ¿Estas sugiriendo deponer a Aleo? —Preguntó Aristónimo, el mayor de los cinco.

- No, si hacemos eso, siempre puede haber alguien que lo ayude o se ponga de su lado, necesitamos algo más… drástico. Digamos un accidente, una enfermedad… ¿me explico?

Todos callaron. El regicidio había sido común en la Hélade, pero había pasado mucho tiempo de eso: además, si los pillaban, no sólo morirían, sino que serían expuestos a los peores tormentos, sin hablar de lo que podría ocurrirles a sus familias.

- Caballeros, —insistió Macario— de más está decirles que ésto debe quedar aquí. Ninguno de vosotros se vería implicado, sería cuestión de usar algunos recursos económicos, y apoyar al que ocupe su lugar.

- ¿Y quién sería el nuevo rey? —Preguntó una vez más Aristónimo.

- ¿Rey? Pues su hijo, claro está. Pero necesitará un regente. Alguien que lo guíe en sus desiciones y esa persona seré yo. —Macario caminaba ahora con las manos en la espalda y mirando a los demás a los ojos.— Es mi idea, soy yo quien conseguiré el apoyo argivo, soy yo el que más arriesga ahora mismo hablando con vosotros, a pesar de que todos piensen igual.

- Perdóname, pero ya escuché bastante, una cosa es deponer a Aleo con el que tengo muchas diferencias, pero otra es mancharse las manos con sangre, pero peor aún sería hacerlo para que tú veas cumplidos tus pobres sueños de ambición. Gracias por la invitación, la comida y el vino estaban deliciosos, lamento no haber podido probar también a una de esas preciosas bailarinas.

- Pues vete. —Macario ni se digno a mirar a Aristónimo, sólo le hizo un gesto con la mano para que se alejara y luego dio un par de palmadas. Bemus, el capataz de su finca y un guardia asomaron por la puerta.— Nuestro buen amigo Aristónimo se retira, por favor escóltalo hasta la salida y vela por él, ha bebido demasiado.

Bemus asintió con la cabeza y escoltó al noble a la salida, acompañado del guardia, pero antes de llegar, cogieron al noble por detrás, y mientras uno le sostenía, el otro le rompió el cuello, dejando caer su inerte cuerpo, mojado por sus orines, como si fuese un saco de basura. Todo ocurrió frente a los otros cuatro invitados, que palidecieron al verlo.

- Como les dije, ésto no puede salir de aquí. Estoy seguro de que lo comprenderán. Lo que le ha ocurrido a él fue un terrible accidente debido al exceso de vino. ¿Verdad?

Los nobles dudaron al principio, pero uno a uno fueron asimilando lo ocurrido y situándose al lado de Macario, palmeándole la espalda y asintiendo con la cabeza. Poco a poco empezaron a escucharse tímidas palabras de aprobación. El anfitrión sonreía, pues tenía ya lo que buscaba, y pronto sería el dueño y señor de Tegea. Volvió a palmear y en un abrir y cerrar de ojos aparecieron nuevamente los músicos y las bailarinas. Las esclavas portaban nuevas cráteras con vino, esta vez sin rebajar, y paulatinamente, mientras Bemus y el guardia asesino retiraban el cadáver del noble muerto, las notas musicales fueron mezclándose con gemidos de placer proferidos por invitados, bailarinas y esclavas, todos mezclados en una ruidosa orgía de alcohol y sexo. Macario disfrutaba desde su lecho, mientras acariciaba y era acariciado por un musculoso esclavo bajo las estrellas, en la primera noche primaveral.

Hacía horas que Adrastro estaba escondido, subido a un olmo de gran altura y con muchas ramas, encaramado a él como un mono. Sin moverse, sin emitir ningún sonido, vestido únicamente con un taparrabos y armado con la misma daga con la que entró a la ciudad, todo su cuerpo estaba untado por una sustancia oscura y grasienta. Se había colado por el lateral de la finca. Cuando bajó el sol, y gracias a la cobertura brindada por los grandes árboles fue acercándose hasta aquel olmo, desde donde tenía una visión privilegiada y podía, siempre que se hablara en voz normal, escuchar lo que se decía.

Observó todos los preparativos, pudo ver como esclavos y esclavas se afanaban en complacer los deseos de su amo. Vio como uno a uno llegaban los invitados, y aunque no sabía quiénes eran, por sus vestimentas supuso que debían ser personajes importantes. Finalmente lo vio a él, a ese diminuto hombrecillo de ojos hundidos y labios finos, que se movía con gracia mientras hablaba con sus huéspedes y daba indicaciones a los siervos.

Al principio nada pudo escuchar, el sonido de la música poco le ayudaba, sólo algunos retazos de conversaciones intrascendentes, chismes de ciudad y demás. Al cabo de un rato, en el que Adrastro vio desfilar manjares que nunca había probado, observó cómo los hombres se daban al vino y a las provocaciones de las bailarinas que se movían contorneando su cuerpo lascivamente. De pronto fue el silencio, esclavas, bailarinas y músicos se retiraron, y pudo escuchar con claridad la voz de Macario. Pudo ver cómo cada una de sus palabras calaba hondo en sus interlocutores, contempló sin inmutarse el asesinato de Aristónimo, la aceptación de los demás del plan propuesto y el frenesí orgiástico que vino luego.

Esperaba el momento oportuno para actuar: cuando el néctar de Dionisio y los excesos hicieran su efecto. Los hombres bebían a morro directamente de las cráteras, el vino les chorreaba por las comisuras y manchaba sus túnicas, esclavas, esclavos y bailarinas daban placer a los invitados y al dueño de la casa, Bemus, y la guardia personal de Macario, observaban sin participar, quietos en la entrada del jardín. De ellos debería encargarse primero. Adrastro buscaba en su mente el modo de atacar a los cinco hombres armados, cuando la diosa fortuna le sonrió: uno de los invitados, con aires amanerados y voz afeminada se acercó a los guardias, cogiendo a dos por las manos e invitándolos a participar en la orgía. Éstos no se movieron ni un ápice, ni siquiera se dignaron mirar al noble, sino que posaron sus ojos en Bemus y éste a su vez en Macario, quien asintió, y de ese modo, el huésped se llevó lo que buscaba. Poco a poco, todos fueron vencidos por el sueño y el alcohol. Bemus se retiró al interior de la casa para despedir y pagar a los músicos, dejando la vigilancia a los dos guardias que no participaron. Ese fue el momento que el espartano aguardaba. Amparado por la sombra fue deslizándose por las ramas y el tronco del árbol hasta llegar al suelo, y arrastrándose sobre su vientre llegó a escasos metros de los hombres armados. Los tenía de perfil, podía ver el blanco de los ojos del más cercano. Incorporándose de un salto y con un movimiento ágil y felino, se aproximó a ellos a toda prisa, asestó al primero una puñalada en la garganta y se fue encima del segundo al que le atizó un fuerte cabezazo en la cara, y mientras éste retrocedía aferrándose la nariz con ambas manos, lo cogió del cuello y lo asfixió. El primer guardia estaba aún de rodillas, en medio de un charco de sangre, luchando por quitarse la daga de la tráquea. Adrastro le ayudó, cogió el arma con fuerza y la arrancó de un tirón. Los ojos de aquel hombre se posaron en el espartano y luego quedaron en blanco, sin luz. El jóven, dándose prisa, se acercó a los que dormían y uno a uno los fue degollando, primero a los guardias que habían participado en la orgía, y luego a los nobles. A su paso iba dejando un reguero de sangre, muerte y restos del negro cebo con el que se había untado el cuerpo, y mientras se acercaba a Macario, el último hombre que quedaba con vida, los fluidos que resbalaban por el filo de su daga recibían la luz de la luna y hacían brillar el arma con un intenso fulgor. Lo cogió por el cuello y lo levantó en volandas como si de un niño se tratase. Macario se despertó de golpe, sin entender qué pasaba hasta que sus ojos se toparon con los de Adrastro. Pudo ver a la muerte en sus pupilas, toda su vida pasó frente a él, intentó gritar pero le faltó el aire, las pocas fuerzas que tenía se le escapaban del cuerpo, y en un intento desesperado por aferrarse a este mundo empezó a patalear y se cogió con ambas manos del brazo asesino que lo sostenía. En uno de esos movimientos frenéticos una copa cayó al suelo y al poco se escuchó el grito de una esclava que había despertado pidiendo ayuda. Inmediatamente, Bemus apareció con un enorme garrote en sus manos. Adrastro, al verlo, arrojó a Macario a un lado, y éste al caer, rodó hasta un rincón, ovillándose y palpando su cuello mientras buscaba aire. Las esclavas y bailarinas que habían participado en el orgiástico festín despertaron con los ruidos, y al ver los cadáveres que les rodeaban y al asrdino armado, bañado en sangre y enfrentado al capataz de la casa, huyeron desordenadamente entre gritos y llantos. Bemus y Adrastro quedaron frente a frente, moviéndose en círculo y acercándose cada vez más. El capataz se abalanzó sobre él, blandiendo sobe su cabeza el garrote y profiriendo un terrible grito de guerra en una lengua extraña. Adrastro se apartó con una finta en el último segundo, dejando pasar a su agresor, y una vez a su espalda, en un abrir y cerrar de ojos, se aproximó por detrás y clavó su daga en la nuca de Bemus, que cayó pesadamente de rodillas, para desmoronarse finalmente sobre la fría hierba del jardín. El espartano quedó solo, rodeado de muerte y sangre, buscando en vano a Macario que había huido junto a las esclavas y seguramente estaría pidiendo ayuda. Tenía que desaparecer de ese sitio, debía dejar la ciudad y volver a Esparta. Eso es lo que haría, pero primero, causaría el mayor daño posible. Cogió una antorcha que ardía en una de las puertas y dirigiéndose al interior de la casa le puso fuego a todo lo que había a su paso.

Se alejó tan rápida y sigilosamente como había llegado, observando desde la distancia cómo las llamas crecían y comenzaban a devorarlo todo. La ciudad, a un par de estadios de la finca de Macario, dormía sumida en el sopor causado por la fiesta en honor a los dioses, y hacía allí se dirigió Adrastro. Escondido entre unos matorrales, esperó pacientemente junto a la puerta más cercana al incendio. Al poco tiempo, ésta se abrió dejando salir un buen número de hombres, algunos fuertemente armados y otros portando cubos de madera para acarrear agua. No le costó nada acercarse, rajarle la garganta y robarle la espada al pobre hombre que, aun medio dormido custodiaba la entrada de la ciudad. Esa noche, Tegea pagaría por la muerte de su padre. Faltaba poco para que el sol saliese, él utilizaba las sombras para moverse rápidamente y sin ser visto. Llegó al cuartel principal, no había nadie de guardia y desde lejos se escuchaban los ronquidos de los que estaban dentro. Utilizando el aceite de unas lámparas y una antorcha prendió fuego al sitio y se escabulló sin ver las consecuencias de su acción. Ya no le importaba que lo vieran, avanzaba con la antorcha en una mano y la espada en la otra, y a cuantos se interponían en su camino lo atravesaba de parte a parte. Muchos pensaban que era un demonio escapado del Hades y huían sólo al verlo. Pegó fuego también a un par de establos y casas, hasta que finalmente llegó al templo de Artemis Ortía y en un arrebato de ira, arrojó la antorcha dentro. Observaba como poco a poco las llamas iban ganando terreno, cuando escucho los pasos de un grupo de hombres que se acercaban a la carrera hacia él. Al verlos, no se detuvo, corrió hacia la muralla y ganó la posición elevada, y al primer hombre que le llegó le cortó la cabeza de un solo tajo mientras continuaba en su carrera. Finalmente se vio acorralado: eran cinco contra él. Se preparó para morir matando. Ya no le importaba dejar este mundo si al hacerlo se llevaba a más enemigos de su pueblo con él. Lo atacaron dos a la vez, eludió el embate y asestó una estocada sobre el muslo a uno de sus contrarios, arrancándole un terrible grito de dolor cuando hizo girar la punta de su espada en el interior de la pierna. No podía retroceder más. Tenía soldados tegeos a ambos lados, y éstos, al ver la suerte que habían corrido sus camaradas anteriores, se limitaron a esperar, evitando que el demonio negro se moviese, hasta que llegasen los arqueros para abatirlo desde la distancia. Adrastro los vio venir, eran tres que corrían por las calles con las flechas listas para atravesarlo. “Cualquier muerte, menos con armas de cobarde61” pensó, y se lanzó sobre los soldados que estaban frente a él. Mató al primero atravesando su estómago y dejándolo caer de la muralla. Iba a enfrentarse al siguiente cuando una sensación de calor le recorrió la espalda. Era algo nuevo, un ardor le surcaba desde su omóplato derecho hasta la cadera izquierda, pudo sentir un líquido caliente que recorría su carne y entendió que lo habían herido. Lejos de amedrentarse, se volvió con más fuerza y odio en su corazón, repartiendo mandobles a diestra y siniestra, esperando la saeta que lo llevara junto a su padre, pero ésta nunca llegó. Por el contrario, las flechas comenzaron a llover sobre sus agresores, y pudo ver entonces a Nicarco con dos arqueros atravesados a sus pies. Con el corazón al borde del colapso, bajó raudamente de la muralla y junto al cretense escaparon de la ciudad por el mismo sitio por el que habían entrado.

Mientras, todos los ciudadanos, dirigidos por Aleo estaban afanados en la tarea de apagar los distintos fuegos. Hombres y mujeres traían cubos de agua. El templo no sufrió grandes daños, pero los establos y el cuartel eran casi insalvables. Un caballo desbocado, con sus crines en llamas se encabritaba en medio de la plaza, llamando la atención del rey que tuvo que matarlo para que no sufriera. Mientras la bestia caía, pudo ver a Nicarco alejarse, con su arco cruzado en la espalda, a punto de salir de la ciudad, ayudando a un hombre que no recordaba haber visto nunca. Entonces compendió todo. Comprendió su error y supo que no habría paz. Esparta llegaría. En breve miles de capas escarlatas marcharían contra Tegea, trayendo consigo la muerte y la desolación. Compendió también que ya no había tiempo para lamentarse, que debía preparar a su ejército y a su ciudad para la inminente invasión. Tal vez había llegado el fin del mundo como lo conocía, su hora última como rey, la hora de Tegea como ciudad libre, el momento de su muerte, pero de ser así, moriría defendiendo la libertad de su tierra. Quizás, si estuviesen bien preparados y los dioses le sonreían nuevamente, podrían contener una vez más la marea roja lacedemonia. Quizás…

Con tu escudo o sobre él
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