VII
Era un grupo reducido y selecto, donde lo mejor de Lacedemonia se dirigía a Olimpia a dejar el nombre de Esparta, y el suyo propio, en lo más alto. Los acompañaba el joven rey Aristón y dos de los nuevos éforos, Quilón y Jenófanes. En ese grupo estaba Otriades, que participaría en la carrera con armadura completa, Dimas, que lo haría en la carrera del estadio72 y el dólico73. Damen entraría en el certamen de lucha, donde ya había ganado en los últimos juegos. Xenon, uno de los guardias reales, lucharía en el pancracio, junto a Lander y Alcandor, miembros de la mesa común de Otriades, la sisitia Trueno y Victoria. También viajaba con ellos Filemón, el capitán de los hippeis. Él se las vería con atletas de toda la Hélade en el pentatlón, que constaba de cinco pruebas: la carrera de velocidad, la lucha, el salto y los lanzamientos del disco y la jabalina. Con ellos iba también Ajax, que participaría en pugilato y trataría de redimirse de su última participación, donde por accidente mató a su contrincante en el combate final. No sólo le retiraron el premio sino que además debió hacer frente a una multa que, sin la ayuda del estado, no hubiese podido pagar. El grupo lo cerraba el más joven de ellos, un muchacho de unos diecisiete años, de nombre Evágoras, hijo de Lyches. Llevaba una reata de cuatro caballos, los mejores de toda Lacedemonia, cedidos por gentes de renombre de la ciudad. Entre aquellas bestias estaba el corcel de su padre, el viejo pero aún fuerte Fuego. Con ellos participaría en la carrera a caballo, una prueba de ocho estadios 74 con obstáculos y en la carrera de cuadrigas. Tras ellos los ilotas encargados de que nada les faltase a sus amos y de atenderlos en lo que ellos necesitasen, guiando los carros con todo el equipo, los alimentos y los animales para los sacrificios.
A pesar de ser hombres fuertes y hábiles, que con el entrenamiento físico y militar que tenían podrían hacer un excelente papel en los juegos, fueron separados de la tropa y se dedicaron pura y exclusivamente al entrenamiento de sus pruebas. Lyches fue de mucha ayuda para su hijo y para Otriades, corrigiendo errores, comentando técnicas, preparando pruebas para que éstos superasen. Alimentaba a Fuego con los mejores pastos, subía a las cumbres más altas para traer nieve y con ella obtener agua sin impurezas para que bebieran sus pupilos y su caballo. En ocasiones Otriades no entendía lo que su viejo mentor le obligaba a hacer, pero obedecía sin discutir. En una ocasión, le hizo correr con un equipo que pesaba el doble del que iba a llevar. No dijo nada pero lo miraba asombrado mientras se calzaba las grebas.
- Sé lo que piensas. —dijo Lyches.- ¿Para qué tanto peso? Si te preparas corriendo tu distancia con el peso que llevarás el día de la carrera, serás bueno; si preparas esa misma distancia con más peso, serás temible; si preparas más distancia, con más peso, serás invencible. Yo sé porqué te lo digo.
Lyches seguía sorprendiendo a Otriades, a pesar de los años que se conocían. El joven soldado obedecía en todo a su mentor y pronto notó que el entrenamiento daba sus frutos, que sus fuertes piernas ya no eran de carne sino de roca, que toda su musculatura crecía armoniosamente con su velocidad. Adoraba a ese viejo.
Al igual que Otriades, todos los espartanos que se dirigían a competir a la sagrada Olimpia tuvieron que entrenarse duramente y realizar grandes sacrificios. Ajax debió postergar su boda con Dione, Filemón tuvo que dejar la capitanía de los hippies, y como ellos, todos debieron ceder en algo, pero lo hacían con amor hacia su patria, sabiendo que si vencían sus nombres serían inmortalizados en la ciudad consagrada a los dioses.
Se dirigían primero a la ciudad de Elis, vecina de Olimpia, donde según las leyes de los juegos, deberían pasar un mes entrenándose a conciencia junto a los atletas de otras ciudades. El camino era largo y el calor agobiante, mas ninguno se quejaba. Avanzaban bromeando entre ellos, fanfarroneando de ser los próximos héroes de los juegos olímpicos. El viaje fue, además, más largo de lo normal, ya que en cada ciudad y pueblo vasallo de Esparta por donde pasaban, Quilón les obligaba a contestar preguntas haciendo trabajar a sus mentes con sentido militar: ¿Cuántos habitantes podría tener aquel pueblo o ciudad? ¿Cuantos soldados podría aportar en caso de guerra? ¿Cuáles eran los puntos débiles de las ciudades? ¿En qué sitio cercano sería más conveniente situar al ejército? Se dirigieron así hacia el norte pasando cerca de Tegea, de Megalópolis y de Mantinea, luego doblaron hacia el oeste hasta llegar a la vieja ciudad de Pisa, y pasaron de largo de Olimpia para llegar a Elis.
En cada ciudad, en cada pueblo, las mismas palabras de Quilón:
- Fijaros bien en estos sitios, quizá el ejército deba pasar por aquí pronto y todo lo que veáis ahora será de utilidad. Prestad atención, estas ciudades nos acompañarán a la guerra si es necesario, pero lo harán por el miedo a nuestro ejército o a nuestras represalias, lo harán por temor a vosotros. A ningún hombre le gusta vivir así, siempre habrá alguno al que le surja la loca idea de que puede vivir sin colaborar con Esparta. Por eso deben sentir siempre nuestra presencia cerca de ellos.
Por las noches no entraban en las ciudades, sino que salían un par de estadios del camino y dormían bajo las estrellas. Allí la camaradería de los hombres se palpaba en el ambiente, no había mayores o menores; no había rey, ni soldado, y hasta los ilotas se sumaban. Todos bromeaban, todos escuchaban atentos cómo Quilón narraba historias de la Ilíada y estallaban en carcajadas cuando Dimas, sin respeto alguno, interrumpía el relato y le deba un final cómico a algo trágico. Casi siempre, cuando el sueño llegaba y los párpados pesaban, Evágoras, el hijo de Lyches, cantaba viejas canciones de guerra aprendidas de su padre y de su difunto abuelo. Los hombres, al principio lo escuchaban embelesados, y luego, poco a poco, comenzaban a acompañarle con sus gruesas voces, y más de una lágrima se escapaba de los ojos de Quilón al escuchar las canciones con las que él y los de su camada marchaban a la guerra.
Casi una semana tardaron en recorrer los más de mil estadios que separaban Esparta de Elis. Antes de entrar a la ciudad, desde fuera, ya se notaba que era un hervidero de gente, el mercado estaba abarrotado de mercachifles que aseguraban tener potes para untarse los músculos que garantizaban la victoria a quien los usase, alrededor de ellos la gente de la ciudad y los extranjeros se agolpaban a observar cuando algún atleta se aproximaba a aquellos comerciantes. Había también jugadores, hombres que se acercaban a ver los entrenamientos para elegir a su campeón y saber a quién apostar su dinero cuando llegase el momento. El pequeño grupo de espartanos, sin detenerse ni un instante, atravesó la muchedumbre y fue avanzando en las caóticas calles de Elis hasta llegar a al gimnasio, donde entrenarían y serían hospedados durante una luna.
Al llegar fueron recibidos por un esclavo que los guió por las instalaciones, pasaron por la palestra, el gimnasio y los baños. En todos aquellos sitios pudieron observar a hombres que bien podrían ser el mismísimo dios Apolo en persona, todos entrenando sus vigorosos músculos con las pesas, luchando unos contra otros enlazando sus aceitados cuerpos, buscando hacer perder el equilibrio a su rival, corriendo tan veloz como si tratasen de alcanzar al dios Hermes, lanzando discos y jabalinas a grandes distancias. Ninguno de aquellos hombres, concentrados en sus rutinas y entrenamientos, se fijó en ellos, allí no eran los temidos soldados espartanos, allí eran sólo hombres, tan sólo mortales que se entrenarían para rendir culto a los dioses en la máxima expresión deportiva, los juegos olímpicos. Finalmente, cuando el esclavo acabó de explicarles cada rincón de las instalaciones y las normas para su uso, los llevó a sus aposentos. Unas frías habitaciones de piedra sin más comodidad que una cama y un arcón. Ellos no necesitaban más.
Cada mañana al levantarse, hombres de diferentes ciudades de la Hélade desayunaban juntos en un enorme comedor común. Había allí atletas de grandes urbes como Argos, Atenas, Micenas y Tebas. Pero no sólo eso, también había hombres de pequeñas ciudades estado como Delfos, Pilos, Tasos, Megara o Crotona, también gentes de las islas de uno y otro lado del mar. Todos ellos en busca de lo mismo, el honor olímpico, la rama de olivo y la gloria para su tierra y para ellos mismos.
Luego de levantarse temprano, despues de desayunar y de que saliera el sol, el grupo de espartanos se dirigía corriendo al rio Peneo, donde se bañaban y nadaban, para preparar el cuerpo de cara a la jornada diaria. De allí volvían a la palestra, mas en lugar de enfrascarse cada uno en lo suyo, entrenaban juntos: todos lanzaban discos y jabalina, todos luchaban con vigor en el pancracio y pugilato, todos corrían tratando de que sus miembros volaran y saltaban tratando de alcanzar el cielo. A excepción de las pruebas ecuestres, todos compartían la mañana, ya que de ese modo podían corregirse mutuamente, ayudarse y hacer que su compañero se esforzase al máximo, consiguiendo que los lazos de camaradería se fueran haciendo cada vez más fuerte entre ellos. Luego, por la tarde, cada uno se dedicaba en exclusiva a su prueba. En el hipódromo se podía ver al joven Evágoras guiando al veloz corcel de su padre entre los obstáculos, bajo la atenta y codiciosa mirada de apostadores, o probando la cuadriga y el orden en que colocaría a sus caballos. En ocasiones Dimas y Otriades entrenaban allí en lugar de en la palestra, saliendo en velocidad al mismo tiempo que los jinetes montados de otras tierras, tratando de vencerlos en carreras de diferentes distancias. Casi siempre acababan mordiendo el polvo de aquellas bestias, sobre todo en distancias largas, mas en distancias cortas como el medio estadio, cosecharon algunas victorias y se tumbaban jadeantes con el pecho a reventar, mientras algunos espectadores los ovacionaban y los jinetes descargaban su ira contra los caballos. Mientras ellos entrenaban, Aristón y los éforos Quilón y Jenófanes entablaban conversaciones con otros hombres de poder, políticos y gobernantes, tratando de saber cómo estaba el equilibrio de en la Hélade, sobre todo las impresiones que tenían en cada ciudad del Peloponeso acerca de Esparta y de Argos.
Poco a poco, los hombres allí reunidos, olvidando guerras, rencillas y disputas entre ciudades, se fueron acercando unos a otros, los entrenamientos serios del principio fueron convirtiéndose en amenas competiciones informales donde atletas de diferentes lugares intercambiaban consejos y técnicas. Allí, bajo el sol estival, se podía ver a Ajax boxeando con un cretense, intercambiando golpes pero sin hacerse daño, a Xenón luchando con un argivo ayudándose mutuamente después de cada caída, mientras que Filemón y Damen lanzaban discos y jabalinas en un grupo variopinto de atletas. Otriades, en cambio, comenzó a entrenarse en solitario. En las tardes, un ilota cogía su armadura y juntos salían de la ciudad en dirección al monte Erimanto, lugar donde Heracles finalizó su cuarto trabajo dando caza a un enorme jabalí que hacia estragos en la zona. Al pie de aquel monte Otriades, con su armadura pesada al completo, se lanzaba a toda velocidad ladera arriba alcanzando puntos más altos cada vez. Este tipo de entrenamiento, consejo de Lyches, hacía no sólo que su cuerpo y su velocidad fuesen cada vez mejores, sino también su convicción de vencer.
Los días fueron pasando y la fecha se acercaba, todos aquellos atletas, lo mejor de la Hélade, estaban listos. La flor y nata de las ciudades aguardaba pacientemente, entrenando bajo los intensos rayos del sol, a que llegase la fecha señalada. Muchas amistades y recelos nacieron de esos días de entrenamiento, mas todo ello quedaría de lado en el momento de perseguir la gloria en la palestra y en el estadio de la sagrada Olimpia. El día antes de marchar hacia la cuna de los dioses, después de haber estado un mes cultivando su cuerpo y su mente, los éforos y Aristón arengaron al grupo, tratando de llevar sus mentes al mismo nivel que sus formidables cuerpos.
- …y recordad por qué estáis aquí, sois lo mejor de Esparta, llevaréis a vuestro hogar la gloria que merece y no cejaréis en vuestro empeño mientras os queden fuerzas en vuestros miembros. Sois hijos de Heracles, el hombre más fuerte de todos los tiempos que seguramente está sentado con su padre Zeus observándonos. Pensad en vuestras familias, en el honor de vuestro padre y su linaje, todos ellos estarán con vosotros, dadlo todo y venceréis.
Los hombres atendían en silencio, recordando todos los esfuerzos realizados hasta llegar a ese momento, cada gota de sangre y de sudor derramada, cada momento lejos de su tierra y de los suyos, visualizando el momento de la victoria, sintiendo cómo la gloria se aferraba a sus corazones.
El sol aún no había salido cuando partieron hacia Olimpia, acompañados por el ruido de las aguas del rio Peneo y el aroma a rocío fresco que se desprendía de la hierba. Iban riendo, cuándo no, las bromas de Dimas que cantaba una canción obscena con todos sus compañeros como protagonistas. El sol asomó tímidamente primero, para ir levantándose poco a poco de forma majestuosa, iluminando un cielo totalmente despejado que anunciaba un día caluroso.
A medio camino, hicieron una breve parada bajo un bosquecillo de cipreses, y mientras los ilotas preparaban una frugal colación para los hombres. Los espartanos se dedicaban a observar el monte Kronión, que se podía ver a lo lejos. Esforzando la mirada en vano en busca del Altis, el imponente templo de Zeus. Todos estaban allí a excepción de Evágoras, quien había cogido los caballos y los acercaba al rio Alfeo para abrevarlos. Al joven jinete lo habían seleccionado por su gran destreza con los corceles y el amor que tenía a estos animales. Además, los que los manejaban con habilidad eran demasiado mayores para competir al nivel de los juegos, y por eso Evágoras fue elegido. Sin embargo él fue el único que no fue separado de sus obligaciones y continuó recibiendo su instrucción en el agogé.
Al llegar al rio, mientras los caballos bebían y pastaban las hierbas pingües que crecían a la vera del Alfeo, se sentó sobre una gran piedra que asomaba en el agua a pocos pasos de la orilla. El ruido del agua no le impidió escuchar que alguien se acercaba, se puso en pie rápidamente y dio un salto a la orilla. Cuando levantó la mirada pudo ver a Otriades acariciando a Fuego en el cuello y admirando el cuerpo de aquel magnífico animal.
- Es precioso. —dijo Otriades sabiendo que Evágoras estaba detrás de él.— Digno de un rey.
- Si, aunque es un poco viejo. —agregó el joven acercándose y acariciando el morro de Fuego, que restregaba su cabeza contra el pecho de su amo.
- Tu padre es viejo y le he visto hacer cosas impresionantes. No te fijes en la edad, yo no entiendo mucho de caballos, pero sí de soldados, y mirando a este soldado a los ojos, puedo ver que aún le quedan un par de batallas por ganar, que aún tiene fuego en su mirada. Nunca un nombre estuvo mejor puesto.
Luego de decir aquello, Otriades emprendió la vuelta al bosquecillo donde estaban sus otros compañeros. Evágoras, en un abrir y cerrar de ojos, reunió a los caballos y fue en pos de él. Al llegar a su lado, caminaron juntos y en silencio el pequeño trecho que los separaba de los demás, que ya se preparaban para partir ora vez.
- Ya lo verás. —dijo el mayor al muchacho.— Los dioses te acompañarán, y este hermano de Pegaso75 te llevará a la gloria. Toda la ciudad se sentirá orgullosa de ti.
- Eso me gusta, aunque con que sólo mi padre se enorgullezca a mí me valdrá.
- ¿Qué quieres decir? Tu padre ya está orgulloso de ti.
- Si, y yo de ser su hijo, pero en ocasiones siento que compito por su amor con mi hermano muerto, nunca seré demasiado bueno para él.
- Escucha, —dijo Otriades mientras colocaba una mano en su hombro.— tu padre daría su vida por ti, por tus hermanos o por tu madre. Claro que llora la ausencia de su primogénito, pero ahora ese lugar es tuyo. Y sé que si no fuese así tú no estarías aquí hoy con estas bestias. No pienses en eso, él está orgulloso de ti y lo estará más cuando lleves la rama de olivo, ya le veo dentro de nada descolgando su escudo de su lugar de honor y entregándotelo cuando finalices tu preparación y recibas la capa.
El joven no dijo nada, pero sus grandes ojos parecían dos burbujas acuosas a punto de reventar. Apretaba fuerte sus mandíbulas aguantando las ganas de estallar en llanto o en ira. Otriades, que se percató, hizo señas a Dimas para que se acercara, cosa que éste hizo rápidamente.
- Oh, poderosa sacerdotisa de Zeus, —Otriades se había postrado en el suelo abrazando las rodillas de Dimas, para sorpresa de este y de todos los espartanos que miraban curiosos la escena— tú que hablas con el padre de los dioses, tú que puedes ver el futuro, dinos, oh poderosa vidente, qué le aguarda a este joven efebo, de noble linaje lacedemonio que se dirige a Olimpia a rendir culto al todopoderoso Zeus.
Dimas se plegó a la broma inmediatamente, adoptó un porte adusto y puso sus ojos en blanco mientras alargaba su mano y cogía a Evágoras de la cabeza acercándola a su pecho.
- Oh….yo veo…sí, yo veo… no, eso es un piojo... ah, sí, ahí está, yo veo la gloria, lo veo sobre su corcel volando sobre el hipódromo, veo jamelgos detrás de él masticando polvo y tosiendo… pero no es todo, no. Veo más, veo a este magnífico grupo volviendo a Esparta envuelto en gloria, veo ramas de olivo y a cada uno de nuestros nombres en las estelas de honor dedicadas a los ganadores. Bueno no todos, tú no estás —dijo Dimas mirando a Otriades, sacándole la lengua.— Así que aparta de aquí, perdedor, y deja que me recree con este joven.
Todos se desternillaban de risa, los hombres se sostenían unos a otros para no caerse, incluso los éforos Quilón y Jenófanes reían a pesar de la blasfemia. Aristón no pudo y acabó en el suelo golpeando con sus puños la tierra y riendo a carcajadas. También lo hizo el joven Evágoras, que al serenarse se acercó a Otriades y le dio un fuerte abrazo. Poco a poco el orden se fue restableciendo y la comitiva espartana volvió a ponerse en camino en dirección a Olimpia. Todos esperaban que la cómica profecía de Dimas se hiciera realidad y pudieran alcanzar la victoria en los juegos, todos a excepción de Otriades que, con una sonrisa en los labios, pensaba en esos momentos en Lyches y en su padre, recordando cómo gracias a ellos se había convertido en el hombre que era.
Asentada en la falda del monte Kronión, expendiéndose hacia el sudoeste, bañada por el rio Alfeo y su afluente el Kladeos, rodeada por frondosos bosquecillos de castaños, cipreses y por extensas alfombras de olivos, se erigía imponente la sagrada ciudad de Olimpia.
El sol estaba en lo más alto cuando ellos llegaron y entraron en aquel maravilloso lugar. Tan sólo los viejos éforos, el rey Aristón, Ajax, Damen y Filemón conocían Olimpia, los demás tenían los ojos como platos, mirando a uno y otro lado lo majestuoso de las edificaciones. Atravesaron la entrada y fueron recibidos rápidamente por uno de los sacerdotes del templo de Zeus y juez de las competiciones.
- Bienvenidos, Lacedemonios, hijos de Heracles. —dijo en un tono ceremonial.— Os esperábamos. Inmediatamente seréis guiados a vuestros aposentos, pero mientras podéis dejar vuestras cosas aquí y recorred la ciudad.
- Gracias por tu hospitalidad, venerable anciano —se adelantó Aristón haciendo una leve reverencia— Agradecemos tu invitación, mas sólo deseamos dejar nuestras cosas y darnos un baño. No os preocupéis, sabemos bien dónde está el dormitorio espartano.
Diciendo esto, Aristón volvió a inclinarse mientras el sacerdote, con una sonrisa en los labios, hacía lo mismo e indicaba con la palma de su mano abierta hacia dónde debían dirigirse los hombres. Los dormitorios se encontraban bajo el gimnasio, eran amplios y espaciosos con varias camas distribuidas en ellos, donde pasarían las noches y descansarían todos los atletas. Los esclavos y aquellos que no tuvieran dinero para pagar una estancia, pasarían la noche al raso, bajo el pórtico del gimnasio o en tiendas en algunos de los bosques cercanos.
Luego de acomodar sus pocas pertenencias, los hombres se dirigieron al rio Kladeos a darse un baño, las grandes tinas con agua caliente eran demasiado lujo para ellos. Querían estar en todo momento lo más cerca posible de su ciudad, y respetar sus costumbres era la mejor forma para conseguirlo. Allí los hombres pudieron relajarse y quitarse el polvo del camino. Ya nada faltaba, el comienzo de los juegos estaba a la vuelta de la esquina. Desde el rio, pudieron ver a distintas comitivas arribar a la ciudad, hombres de toda la Hélade que acudían a aquel festival religioso en honor a Zeus. Los espartanos estaban extasiados, aquellos que pisaban aquella tierra por primera vez, por sentirse más cerca de los dioses y tener el honor de representar a su patria, los más veteranos por volver a probar el sabor de la victoria y el perfume del éxito, llevando así la gloria a los suyos.
Por la tarde, antes de que el sol comenzara a caer, Ajax, que ya conocía la ciudad, ofició de guía a sus amigos Otriades y Dimas, a los que se sumó el joven Evágoras. Juntos recorrieron cada rincón de Olimpia y en cada sitio sus ojos recorrían todos los rincones como si ellos fueran niños y aquella polis un gran dulce.
Pasaron por una serie de casas antiguas en la base del monte, y allí pudieron ver la que en algún momento fue la casa de Oinomaos, el legendario rey de Olimpia, quien murió a mano de Pélope76 en una carrera de carros. Pasaron también por el templo de Hera, con grandes columnas de madera, y un gran disco multicolor que dominaba el frontón. Les sorprendió de este templo la belleza de la estatua de la diosa, los tesoros que albergaba el santuario, como un gran cofre de cedro con incrustaciones preciosas, pero por sobre todo, se quedaron atónitos cuando vieron la tabla de Colotes77, hecha de marfil y oro. Allí estaban las ramas de olivo que se darían a los triunfadores de los juegos. Por respeto o por miedo, no se atrevieron a acercarse a ellas, las miraban anhelantes, imaginando el momento en que pudieran levantarlas.
Aún el sol no había caído y Ajax los llevó al templo principal, el templo de Zeus. Un imponente edificio que había sido finalizado hacía casi diez años por el arquitecto Libón de Élide. Era el más importante, no sólo de Olimpia, sino de todo el Peloponeso. Construido en piedra caliza y estucado con polvo de mármol, tenía seis columnas en el frente y trece en los laterales. Los frontones eran de mármol de las Cícladas, y en uno de sus relieves se podía ver la legendaria carrera entre Pélope y Oinomaos, incluyendo a todos los personajes de la historia. En el frontón contrario, en el lado oeste, se distinguía claramente una batalla entre centauros y lapitas con Apolo en medio de la escena. En cada uno de los pórticos se podían ver relieves con los trabajos de Heracles. Ajax avanzaba sin decir nada, tan sólo señalaba con las manos, sus compañeros iban detrás de él mirando a uno y otro lado, con los ojos que no paraban de moverse tratando de abarcarlo todo y la boca de cada uno de ellos abierta por la incredulidad ante tanta perfección. Ellos no tenían nada similar en Esparta, sus templos y esculturas no podían rivalizar con aquella maravilla. En el interior del templo, al fondo, entre columnatas de dos pisos, había una blanca y hermosa estatua de Zeus. Estaba de pie, sosteniendo un rayo en una mano y en la otra un cetro. A ambos lados, pudieron ver estatuas de antiguos atletas, hombres que habían ganado las cinco pruebas del pentatlón, algo sumamente difícil. A pesar de los cuidados que le daban, la estatua de Zeus se notaba vieja y gastada en algunos sitios. Pronto, en cuanto estuviera lista, sería reemplazada por la estatua que Fidias estaba esculpiendo en su taller.
Cuando salían del templo y pensaban que ya nada podía asemejarse a eso, Ajax los condujo al estadio olímpico. Al oeste pasearon por una amplia calle llamada la avenida de los campeones, nombrada de ese modo porque allí era donde se colocaban las estelas de honor, grabadas con el nombre de los ganadores de las distintas pruebas. Ajax fue señalando las estelas de los atletas más reconocidos. Otriades leía las placas y no daba crédito a sus ojos: Koroibos, de Elis, el primer campeón olímpico, ganador de la carrera del estadio, Orssipo, de Megara, quien corrió y ganó la carrera del estadio siendo el primero en hacerlo desnudo; el gran Theagenes de Tasos, ganador en boxeo y en pancracio en juegos separados; luego Ajax les señaló una a una las estelas espartanas: Hetoimokes, lucha; Eurykles, estadio; Epitelidas, lucha; Eutelidas, pentatlón, Sphairos, estadio, y finalmente Damen, en lucha.
- ¿Dónde está la tuya, grandullón? —Preguntó Dimas sin sacar la vista de las estelas.
- Yo no tengo. No me la dieron, ni me otorgaron premio alguno. —dijo Ajax mirando hacia el suelo.— Mi rival murió en la arena.
- No te preocupes. —terció Otriades colocándole una mano en el hombro, mientras se acercaba a su amigo— Piensa dónde quieres que la coloquen, y cuando esto acabe, la tendrás allí mismo.
Ver los nombres de todos aquellos héroes de Esparta, esos hombres a los que tanto oyeron nombrar una y otra vez en historias de honor y victoria, les puso la piel de gallina. Saber que entre ellos había dos ganadores de los últimos juegos y la gloria que uno de ellos se llevó perduraría a lo largo de los años en aquel sitio y sería siempre recordado, él y su ciudad, hizo que la sed de victoria aumentasen. A la mañana siguiente harían el juramento y al día siguiente comenzarían los juegos, pero las ansias los empujaban, y querían que todo empezase ya.
- Tengo una idea —dijo Evágoras con cara de pillo.— Seguidme.
Los tres hombres se miraron entre ellos y luego caminaron un par de pasos detrás del joven muchacho, que no había abierto la boca en todo lo que había durado el paseo. Al llegar al punto de partida del estadio se puso en posición de salida. Ajax, Dimas y Otriades, al verlo, sonrieron divertidos y lo imitaron.
- Preparados, listos…
Cuando los hombres estaban concentrados y esperando la orden de partida de boca de Evágoras éste salió disparado a toda velocidad.
- ¡…Ya! —gritó el joven cuando, alejándose bastante, pasó frente a la estatua de Deméter.
Ajax, Otriades y Dimas, salieron sin quejarse y al poco ya le daban alcance, como si ellos fueran perros de presa y el joven espartano una liebre. Otriades ganó por mucho, seguido por Dimas. Ajax llegó en tercer lugar y finalmente Evágoras, al que los hombres mantearon al llegar.
Cuando el sol empezaba a ocultarse y se mostraba de un naranja intenso, Ajax los llevó al olivo sagrado. De esa planta un niño, pequeño e inocente, cortaba con una hoz de oro las ramas que serían luego los premios para los vencedores. Ninguno de los espartanos se atrevió a tocar el olivo, en cambio guardaron las formas como si frente a ellos, en lugar de una planta tuviesen a una de las deidades del Olimpo. Los cuatro se arrodillaron y oraron, cada uno a su dios predilecto, pero todos por lo mismo: por una buena actuación, por ser digno de su ciudad, por la victoria, por la gloria y por el honor.
En el templo de Zeus no cabía ni un alma. Jueces, atletas, entrenadores, espectadores, todos estaban presentes para el juramento ante el dios supremo. En medio de la sala, frente a la estatua del dios, un enorme buey, de un negro intenso y profundo, mugía nervioso, como intuyendo lo que le iba a suceder. Un sacerdote, el mismo que recibió a los espartanos el día anterior, vistiendo una hermosa y decorada túnica, se adelantó levantando una mano. Todos callaron en el recinto. Junto a él estaba la única mujer que tenía permitido el acceso a los juegos, la sacerdotisa de Deméter, envuelta en un vestido del blanco más puro.
- Helenos, —resonó su voz por todo el salón— prestad atención y callad. Estáis aquí para honrar a los dioses, en esta su casa. ¿Juráis en nombre del todopoderoso Zeus, que ninguna de vuestras acciones atentará contra estas demostraciones de virilidad y hombría, que no delinquiréis, ni perjudicareis en nada a estos juegos?
- Si, juramos. –Sonó la voz de todos los presentes al unísono luego de unos segundos de silencio.
- Hombres de la Hélade, vosotros que venís aquí en nombre de sus ciudades y de sus familias, en busca del honor, aunque no hay más honor que servir a los dioses, ¿Juráis que en estos últimos once meses os habéis entrenado a conciencia y estáis listos para dar lo mejor de vosotros en una competencia limpia, respetando al rival, a los jueces y a los espectadores?
- Si, juramos.- se escuchó la voz de los atletas que se encontraban todos juntos, divididos por ciudades, a la derecha de la estatua de Zeus.
Al escuchar la afirmación, la sacerdotisa colocó un puñado de cebada sobre la cabeza del buey, y el sacerdote que acababa de oficiar el juramento, con un movimiento rápido y ágil, lo degolló salpicando sangre en todas direcciones, empapándose la túnica y manchando el vestido de la mujer con grandes y rojas gotas.
- Habéis jurado ante el dios —dijo mientras la sangre manaba caliente y se extendía en una gran mancha espesa y carmesí.— Quien rompa el juramento que quede maldito para siempre, él y su ciudad, que su sangre se derrame en el suelo como la de esta bestia que te entregamos para tu deleite, oh poderoso dueño del rayo.
Al finalizar el juramento, poco a poco los hombres fueron saliendo del templo y se fueron entregando a la comida y a la música que aguardaba fuera. Los juegos estaban inaugurados. A la mañana siguiente comenzarían las pruebas y sería un gran día para algunos y un día para olvidar para otros.
Muchas horas después, bien entrada la noche, mientras Dimas y Ajax roncaban como jabatos, Otriades no podía conciliar el sueño. Tumbado en su camastro, apoyando la cabeza en sus manos, miraba el techo sin dejar de pensar en el próximo día, repasando su estrategia de carrera una y otra vez, pensando en qué debería hacer y cómo y cuándo. Trataba de recordar quiénes serían sus rivales. Había visto correr a muchos en Elis, recordaba sus caras, pero no sus lugares de procedencia. Su mente divagaba por los rincones de Olimpia y de su propio pasado cuando, de a poco, Morfeo se apiadó de él haciendo que sus ojos se cerraran y regalándole un hermoso sueño, en el que su padre le extendía una copa de vino y lo invitaba a sentarse en una enorme mesa llena de gente. En el centro había un enorme jabalí del que todas aquellas personas comían, bromeando y contando historias y hazañas. Otriades se sintió perdido por un momento, ¿Qué hacía allí? ¿Quiénes eran esas personas? Mientras miraba a su padre en busca de una respuesta, un hombre mayor, de gran porte y enormes brazos se le acercó y lo invitó a sentarse. Con dificultad, Otriades pudo reconocer a su abuelo Milón, padre de Lykaios, muerto en batalla cuando él tenía seis años y del que aún recordaba algunos detalles. Entrecerró los ojos, se fue fijando mejor y encontró también a su tío Nicolás, el hermano de su madre. También estaba allí su otro abuelo, el gran Glaucos. En sueños su cabeza daba vueltas hasta que poco a poco se fue dando cuenta de que todos sus antepasados estaban con él, hombres mejores que le cedían un asiento en su mesa. Mientras dormía su cara mostraba una rara mueca, mezcla de satisfacción y alegría, la gloria le esperaba.