X
Argos.
Si bien las funciones de los basileus eran independientes, cuando había algo importante que tratar los tres hombres se reunían para exponer los problemas y posibles soluciones. Esta vez no sería la excepción, y en la lujosa casa de Foroneo, el polemarca, Nalón el encargado de la administración y el viejo sacerdote Eratus, escuchaban al anfitrión mientras bebían vino rebajado con agua y comían aceitunas y quesos.
- Están creciendo, y nos están acorralando contra el mar. Tenemos a Corinto al norte, Mantinea al oeste, y desde que cayó Tegea y se pasó a su bando tienen un acceso directo hacia aquí. Están creando un cinturón a nuestro alrededor, si no reaccionamos pronto nos asfixiarán. Es mi opinión que su última campaña fue para reafirmar su poder y embarcarse así en algo grande.
Eratus y Nalón lo miraban en silencio, y mientras masticaban despacio y paladeaban el vino, sus rostros denotaban preocupación. Argos era poderosa, tenía un gran ejército y aliados respetables, pero Esparta no era la misma polis a la que se han enfrentado en Hysiae más de ciento veinte años atrás, cuando el tatarabuelo de Foroneo, Fidón, uno de los últimos reyes Argivos, propinó una dura derrota a los lacedemonios. No, estos espartanos no eran los mismos, copiaron de Argos la técnica de la falange y la mejoraron, vivían y respiraban para la guerra y su poder militar iba en aumento. Los tres hombres allí reunidos sabían que más pronto que tarde, de uno u otro modo, Esparta llamaría a sus puertas.
- Es verdad que se están haciendo más fuertes, pero nuestro comercio sigue creciendo, tenemos uno de los puertos más importantes de la Hélade y tenemos también un ejército bien preparado y pertrechado, además de nuestros aliados. Creo que se lo pensarán dos veces antes de venir aquí. —razonó en voz alta Nalón.
- Si, seguramente lo pensarán dos y tres veces si es necesario, pero créeme, vendrán.
- ¿Qué propones? —corto seco Eratus.— ¿Que golpeemos primero? Si hacemos eso no habrá vuelta atrás.
- No, no quiero iniciar una guerra, aunque creo que la guerra siempre estuvo tácitamente presente, incluso antes de nuestros padres. Creo que podríamos tomar algunas acciones para socavar su poder.
- ¿Por ejemplo? —preguntó curioso el viejo sacerdote.
- Por ejemplo tratar de que Tegea se levante contra ellos, mejorar nuestra flota y realizar nuevas levas. Avisar a nuestros aliados que estén en alerta y enviar parte de nuestros hombres al sur, a Cinuria. Aún tienen la espina clavada de haber perdido esa región.
- ¿Y cómo haremos para que Tegea se levante? No creo que quieran entrar en guerra otra vez con Esparta, no tienen con qué. —Eratus hablaba mientras cogía un puñado de aceitunas.
- Bueno, esperaba esa pregunta, nosotros les proporcionaremos con qué, dinero, armas y hombres, tenemos de sobra. No hablo de una guerra sino de un levantamiento contra la tiranía, contra el gobierno títere que los lacedemonios apoyan.
Mientras hablaba, Foroneo le hizo una seña a una esclava que desapareció tras unas cortinas para volver luego acompañando a un joven y a un hombre. Nalón y Eratus los miraron intrigados. El joven era alto y fuerte, aunque se notaba que aún no era más que un muchacho, el otro era un pequeño hombre calvo, de ojos huidizos y labios finos.
- Les decía que tenemos con qué, —retomó la palabra Foroneo mientras acercaba a los recién llegados y rodeaba con el brazo por encima del hombro al más alto— éste es Memmón el hijo de Aleo, legítimo heredero al trono de Tegea. A Macario no lo conocéis pero lo escuchasteis nombrar, era quien nos apoyaba en aquella ciudad y quien tanto veló por nuestros intereses allí. Con ellos dos podremos mover la voluntad de sus habitantes desde dentro y en las sombras. ¿Qué os parece?
El silencio se apoderó de los hombres mientras los basileus, seguían observando detenidamente a los dos recién llegados. Macario no les daba ninguna confianza. Eratus pudo ver en él la maldad y la codicia. Aquel hombrecillo haría cualquier cosa para escalar posiciones y enriquecerse. Pero Memmón no era así, al mirarlo vieron en su mirada la determinación, el valor y la nobleza. El silencio siguió en la sala mientras los cinco se observaban en silencio, pero algo había cambiado. Eratus asentía con la cabeza y sonreía mientras sus ojos dejaron de posarse en el joven y buscaron los de sus compañeros.
Tegea, unos días después.
Memmon no entró en la casa, ni siquiera se acercó. Sólo la miraba de lejos y trataba de adivinar quienes eran aquellos que estaban en el patio. Hacia dos años que no veía a su madre o a su hermano, que nada sabía de ellos, apenas unas vagas palabras que recogía en Argos de algún que otro comerciante. Ahora, a tiro de piedra, a menos de cien pasos, estaba su antiguo hogar, la casa de su familia a la que no se atrevía a entrar. Lo sentía en sus huesos, no sería digno de hacerlo hasta haber recuperado lo que le correspondía. Si bien su rostro no se mostraba afectado, por dentro las lágrimas gritaban para salir, quería correr y abrazar a su hermano, sentir el calor del pecho de su madre, pero no podía. Ya no era un niño, desde la muerte de su padre, él era el hombre de la casa y rey de su ciudad, y como tal debía actuar. Echó una última ojeada a su antiguo hogar y se volvió sin mirar atrás, en dirección al templo de Atenea Alea, donde daría el primer pasó para reconquistar la ciudad y su trono. Se reuniría con hombres ricos y prominentes, con aquellos que tenían más influencia sobre los demás. Macario había arreglado todo a través de mensajes. Ellos, los hombres que podrían apoyarlo y levantar al pueblo contra el opresor espartano, estarían allí, y convencerlos sería su trabajo, una labor difícil. Al caminar, podía ver cómo la ciudad se había recuperado. Ya no quedaba ni un rastro de la última batalla, el comercio había renacido, la gente reía en las tabernas y en el mercado mientras los vendedores anunciaban a voz en grito sus productos, mientras algunos chiquillos correteaban de aquí para allá perseguidos por sus madres. Nadie reparaba en él, el tiempo había pasado, las heridas cerraron. Al darse cuenta del estado de ánimo de la población, la duda cruzó su mente, quizá debería dejarlo todo como estaba, volver con su familia y desde su lugar hacer lo mejor para el pueblo. Si Tegea se levantaba y volvía a ser derrotada ya no habría esperanza, cada habitante de la ciudad sería esclavizado, cada parcela de tierra repartida entre los lacedemonios, sus casas y sus templos derribados, consumidos por el fuego. Pero entonces sintió cómo el bullicio enmudecía, los fuertes gritos se convertían en murmullos, algunos hombres se apartaban de la calle y miraban hacia abajo, escuchó también un ruido lejano y ahogado, que pronto reconoció: eran pisadas, pisadas fuertes y pesadas que levantaban el polvo de las calles al avanzar. Pocos segundos después pudo ver a un grupo de treinta y seis espartanos marchando en formación a paso ligero. Notó en el aire el miedo de algunos y el odio de otros, el desprecio y el rencor. Cuando los soldados pasaban cerca de él, les dio la espalda y quedó frente a un puesto de frutas, se acercó, cogió una naranja con buen aspecto y olor y arrojó una moneda que fue cogida al vuelo por el tendero. Éste la miró y vio en ella el caballo alado de Argos, luego levantó la vista y sus ojos se posaron en los de aquel forastero que tanto pagaba por una sola fruta. Memmón pudo ver cómo aquel hombre lo escrutaba y se sintió incomodo, quiso retirarse y al volverse se dio cuenta de que otras personas se fijaban en él. El frutero se le acercó y lo miró más de cerca, su pecho ancho y sus brazos mostraban cicatrices de guerra, sus ojos dejaban ver a un hombre valiente que daría incluso la vida por los suyos. La patrulla de espartanos había pasado ya, el bullicio volvía poco a poco, mas los la mirada de aquel comerciante y de un par más de viandantes que pasaban por allí, no se separaban de él. Giró sobre sus talones para seguir su camino hacia el templo y tratar de evitar así ser reconocido, mas el frutero lo cogió por el brazo y lo puso otra vez frente a él en un brusco movimiento.
- Alteza. —Habló el comerciante con la voz vacilante y quebrada mientras sus ojos eran enrojecidos por las lágrimas.— Su dinero no tiene valor aquí, me arrodillaría ahora mismo, pero sé que lo pondría en un aprieto ¿verdad?
Memmón cogió la mano del frutero que contenía la moneda y cerró los dedos de aquel hombre sobre el pequeño trozo de metal mientras sonreía.
- Gracias. —dijo el joven príncipe en voz baja y esbozando una leve sonrisa.
No volvió a hablar, miró un instante más en los ojos de aquel hombre y a paso rápido, mientras clavaba su mirada en el suelo para que nadie más lo reconociese, se alejó de allí en dirección al templo. Al hacerlo escuchaba la voz de aquel frutero dándole una coartada frente a las preguntas de algunos curiosos y conocidos.
- Pensaba que era mi primo, uno al que no veía desde hace muchos años, pero me había equivocado, aunque se ve que es inteligente porque ha comprado aquí. ¿Y vosotros? ¿Qué queréis? ¿Naranjas? ¿Manzanas?
Memmón sonreía al alejarse y escuchar al hábil comerciante. Ya no dudaba, ahora estaba seguro de que podría levantaría al pueblo, y echaría al gobierno títere impuesto por lacedemonia, expulsaría a todos los espartanos de la ciudad y el trono de su padre sería el suyo. Se alejaba sin darse cuenta de que otros ojos se habían fijado en su persona, que alguien que reparó en él no prestó oídos a las palabras del frutero, que alguien en las sombras, escondido entre la gente, lo seguía.
Al entrar en el templo, un fuerte olor a incienso y mirra llenaron los pulmones de Memmon, la tenue luz iluminaba la estatua de la diosa de forma tal que no parecía de piedra sino de carne, las gruesas paredes de piedra no permitían entrar a los ruidos del mercado y de la plaza. El silencio era roto, ocasionalmente, por el arrullo de alguna paloma. Poco tardaron sus ojos en acostumbrarse a la escasa luz que reinaba allí dentro, recordaba cada detalle de ese lugar donde vio por última vez a los suyos en el funeral de su padre, recordaba cada palabra y frase desafiante que salió de sus labios, los rostros de orgullo de algunos ciudadanos y los ojos de miedo de su madre. Se arrodilló frente a la diosa y oró, recordando el pasado y pensando en el futuro, reafirmándose en el juramento prestado allí mismo frente al cadáver frio del rey, pidiéndole fuerzas y coraje a la diosa, rogándole porque sus palabras hicieran mella en aquellos hombres prominentes de su ciudad, aquellos que podían movilizar al pueblo.
Poco tiempo pasó allí arrodillado, inclinado a los pies de la estatua, cuando notó la presencia de alguien detrás de él. Despacio y con cuidado se puso de pie sin volverse mientras sigilosamente su mano buscaba la daga que llevaba escondida bajo la ropa. Sus ojos se toparon con los de otro hombre que tenía el rostro cuidado, la barba recortada y exhibía cicatrices ganadas en la guerra, demostrando el valor y el amor hacia su ciudad.
- Su alteza, —inclinando la cabeza.— le esperaba.
El joven príncipe agradeció las palabras con un gesto de asentimiento y se acercó a aquel hombre tendiéndole la mano. El anfitrión se encaminó hacia unos bancos de madera al fondo del templo, junto a una pequeña puerta que era de uso exclusivo del sacerdote principal. Allí las sombras eran mayores y llegado el caso podrían escapar rápidamente. Memmón lo siguió y se sentó frente a él.
- ¿Dónde están los demás? —preguntó apoyando las manos en sus rodillas e inclinándose hacia delante.
- No hay más, sólo estoy yo. —contestó aquel hombre sonriendo.— Mi nombre es Brasidas, fui amigo de tu padre, le serví fielmente hasta su muerte, luche por él y por la ciudad sin miedo y con amor, y por ese amor estoy aquí hoy.
Memmón miraba al noble tratando de reconocerlo, se esforzaba haciendo memoria de los rostros de su pasado pero sólo venían a él los de sus familiares y siervos. Los ojos del joven buscaban en el templo a alguien más, no podía ser este hombre el único convocado por Macario, no podía ser sólo él quien tuviera tanto poder en la ciudad como para levantar a todo el pueblo, algo no iba bien.
- Escucha, he venido a recuperar lo que me pertenece y a darle a Tegea la libertad que perdió. Sé que Macario ha convocado a más personas, ¿dónde están?
- Pues como te decía, en un principio, yo estoy aquí solo, no hay nadie más y vine para decirte que no habrá levantamiento, ni insurrección, ni nada que se le parezca. Los otros ni se han molestado en venir, están todos ocupados en sus asuntos y negocios, y yo debería estar haciendo lo mismo, pero el respeto a la memoria de tu padre me hizo venir para informarte y protegerte, quizás alguien te reconozca y quiera llevar tu cabeza ante los reyes de Esparta.
Los ojos de Memmón se abrieron como platos, pues no podía creer lo que escuchaba. Sus mandíbulas se contrajeron fuertemente mientras negaba con la cabeza. Levantó la mirada y con ella perforó a Brasidas que seguía inmutable.
- Entiéndelo, hemos luchado y hemos perdido. Las cosas ahora van bien para todos, estamos empezando a crecer otra vez, el comercio florece, la vida ha vuelto a la ciudad. Nadie quiere otra guerra, y si hemos de luchar será en última instancia y junto a Esparta.
- ¡Pero eso es traición! ¡Maldito cobarde! Usas el nombre de mi padre para presentarte aquí y lo ensucias con tus palabras y miedo. —gritaba Memmón poniéndose de pie.
- Tranquilízate, eres igual a él. Escucha, antes de hablar de traición debes informarte bien, tú eras joven, había cosas que no entendías, por ejemplo la traición de Argos y Macario. —La voz de Brasidas tenía un tono sedante e hizo que el joven príncipe se sentase.— Macario quería la guerra con Esparta, para que nosotros tuviésemos que recurrir a Argos. De haber sucedido así, y si hubiésemos vencido, aquella polis ocuparía ahora el lugar de Esparta y nos dominaría. ¿Lo ves? De una u otra forma hubiésemos perdido.
- No entiendo qué tiene que ver Macario con eso.
- Pues es muy fácil, ¿Crees que Argos hubiese dejado a tu padre en el poder? No, Macario ocuparía su lugar, esa rata maldita —Brasidas escupió al suelo con desprecio luego de decir su nombre.
- Eso es imposible. Fue Esparta quien atacó, las fuerzas de Argos no llegaron a tiempo y…
- ¿Quién te dijo eso? ¿Macario? ¿Alguno de los basileus? ¡Despierta, niño! —Brasidas abría los brazos y sonreía mientras miraba al incrédulo príncipe.— Si Macario estuviese aquí lo mataría con mis propias manos. Él y sus mentiras trajeron la desgracia a esta ciudad. Ahora estamos bien, el pueblo aún está receloso, pero se dan cuenta de que cada vez hay menos soldados espartanos, de que nuestro ejército mejora con sus instructores y de que la ciudad ha florecido de nuevo. Pronto los miedos que hay y las pocas heridas que quedan abiertas sanaran y todo esto quedará en el pasado. Y tú deberías hacer lo mismo.
- Mientes. Eso es mentira. —La voz de Memmón sonaba tranquila ahora.— Esparta mató a mi padre y yo mataré a Esparta. Macario me acogió y me lo contó todo, me trató como a su propio hijo, él me ayudará. Escucha bien, pronto habrá guerra, Argos mandará sus tropas al sur y yo marcharé con ellas. Si tanto te jactas del amor que sentías por mi padre y por mi familia, conseguirás que Tegea se levante, conseguirás que los hombres se opongan a Esparta…
- Hijo, —le cortó Brasidas poniéndose en pie.— eso no pasará.
Memmón, rojo de ira y con la sangre hirviéndole en las venas se puso de pie y le asestó una bofetada a Brasidas. Éste lo miró sorprendido y serio, apretando los puños y conteniendo su enojo.
- Si eso no ocurre, después de derrotar a Esparta, traeré al ejército aquí y mataré a todo aquel que haya jurado fidelidad a Lacedemonia, mataré a cualquiera que de una u otra manera haya ayudado a Esparta, y te mataré a ti.
Brasidas iba a hablar cuando por el rabillo del ojo pudo ver una sombra moverse. Hasta ese momento ninguno de los dos se había dado cuenta, pues estaban tan enfrascados en la discusión y el enojo, que no notaron que los espiaban, que sus palabras eran escuchadas. Esparta tenía muchos brazos extendidos. El noble cogió a Memmón por el hombro, lo acercó hacia sí y le hizo un gesto de silencio llevándose el dedo índice a la boca.
- No estamos solos. Debes irte —dijo en un leve susurro, mostrando la puerta trasera con un gesto de su cabeza.— Y piénsalo. No seas tonto, te están usando.
Memmón lo miró serio, negó con la cabeza mientras resoplaba, y mientras hacía una mueca con la boca se fue sin volverse. Al hacerlo no pudo ver como Brasidas sacaba una larga daga que tenía bajo la túnica y se colocaba de espaldas a la puerta para que nadie pasase por allí; tampoco pudo ver cómo detrás de una columna aparecía una sombra armada que sonriente se acercaba a la puerta custodiada por el viejo soldado. Memmón se iba insultando a los cobardes hombres de su tierra, a aquellos ambiciosos comerciantes y hombres prominentes que eran más leales al dinero que a la patria; Memmón se iba de Tegea sin mirar atrás, maldiciendo las mentiras y la perfidia de Brasidas, ese cobarde que se negaba a darle su ayuda. Memmón volvía a Argos sin saber que aquel hombre dio la vida cubriendo su salida de la ciudad.
Camino de Tegea a Esparta.
Hacía tiempo que Evágoras se había convertido en un hombre. Dos años después de haber ganado la corona en Olimpia, estaba a punto de recibir su escudo y la capa roja que lo acreditaban como soldado de Esparta. Sus aptitudes lo alzaron ante sus instructores del agogé por encima de sus compañeros, resistía todas las pruebas que le imponían y cumplía siempre sin siquiera pestañar. Su sigilo y habilidad le convirtieron en uno de los principales asesinos y espías de la kripteia. Sus amigos le respetaban, sus instructores le exigían más que a ninguno y sus padres estaban orgullosos de él. Su futuro se mostraba como un fructífero camino en el ejército de su ciudad.
Ahora volvía raudo de Tegea, cabalgando sobre Fuego, el único caballo que poseía su familia. El viejo y noble no trotaba, ni galopaba, volaba sobre el camino, como si supiese que las nuevas que portaba su amo eran de vital importancia. Enviado como espía a Tegea, Evágoras nunca imaginó que iba a toparse con semejante noticia: Argos buscaba que Tegea se levantase para debilitar a Esparta, y aunque parecía que aquella ciudad no cambiaría de bando, las palabras llenas de odio y las promesas de guerra de aquel muchacho debían llegar pronto a los oídos de los reyes y los éforos. Lo único que lamentaba era haber matado a aquel hombre, aquel que se interpuso en su camino surcándole la cara con su daga y dejando una fea marca que, sabía, lo acompañaría toda su vida.
Evágoras no se detuvo más que para abrevar a su fiel caballo y dejarlo pastar mientras descansaba lo suficiente para poder seguir. Él no comía, ni dormía, sólo bebía cuando Fuego lo hacía, su mente se desconectaba de su cuerpo haciendo caso omiso del hambre, la sed o el dolor. Gracias a eso y a la nobleza y esfuerzo de su caballo, convirtió un camino de dos jornadas en una, cabalgó toda la tarde, la noche y la mañana para llegar a Esparta al medio día, cuando el sol estaba en lo más alto. Podía sentir bajo sus piernas el retumbar de los cascos golpeando el suelo y el corazón de Fuego latiendo con fuerza. La ciudad apareció a lo lejos y empujó a su corcel al límite para llegar cuanto antes. Los centinelas lo vieron venir y le reconocieron fácilmente. Entró en Esparta a todo galope, dando fuertes gritos para que le abriesen el paso, mujeres, niños y esclavos, los hombres que no estaban entrenando, todos ellos se apartaban de su camino mirando atónitos como Evágoras atravesaba la ciudad dejando tras de sí una enorme nube de polvo.
Finalmente, al llegar a escasos pasos del edificio de la asamblea, frenó en seco, descabalgó y subió a toda velocidad la tosca escalera que llevaba al interior. Sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la poca luz que algunas teas ardientes irradiaban tratando en vano de erradicar la oscuridad que allí reinaba. Él sabía muy bien dónde estaba y hacia donde debía ir, no necesitaba luz para llegar a la sala de reuniones. Al divisar la pequeña puerta pudo escuchar voces, y al asomarse vio, reunidos en torno a una mesa de piedra, a los reyes Anaxandridas y Aristón, junto a los nuevos éforos. Analizando un mapa del Peloponeso. Evágoras iba a entrar directamente a la habitación cuando fue frenado en seco por una enorme mano que se colocó en su pecho y lo echó hacia atrás. Sorprendido levantó la vista y una gran mole se paró frente a él.
¿Dónde crees que vas con tanta prisa? —Era Ajax, quien se interponía sonriente en su camino. Con el uniforme de los hippeis era el vivo retrato de Ares.
Desde que ganó la corona en los juegos, este muchacho vive deprisa, ten cuidado, no vaya a ser que así termines. —Dimas se arrimó junto a Ajax y entre los dos taparon la puerta.
Los dos soldados estaban de guardia custodiando a los reyes. Habían recibido la orden de que nadie pasase ni interrumpiese la reunión, y entre los dos cumplían la misión burlándose del joven Evágoras, hasta que éste se acercó y ambos pudieron ver la fea herida con sangre coagulada que el joven lucía en el rostro.
¿Qué te ha pasado? ¿No te sabes rasurar aún? —Preguntó Dimas cogiendo la cara de Evágoras y acercándola a la luz.
Tengo noticias importantes, debo ver al rey inmediatamente.
Pues lo lamento, deberás esperar, y deberás hacerlo fuera de aquí. —espetó Ajax.— Nadie puede pasar.
Es importante. —dijo disimulando el cansancio y manteniendo el porte.— Por favor, avísale, me da igual a cuál de los dos.
Lo siento, órdenes son órdenes. —cortó Dimas en un tono inusualmente serio en él.
Evágoras negaba con la cabeza al tiempo que sus puños cerrados se apoyaban a ambos costados de su cintura. En un momento comenzó a sentir todo el hambre, la fatiga y la sed que no sintió en el largo camino de regreso, sumado a una enorme sensación de impotencia.
¡Mi rey! ¡Mi rey! —comenzó entonces a gritar hacia el interior y pudo observar a través del marco de la puerta que Anaxandridas levantaba la mirada y lo veía.— ¡Guerra mi rey! ¡Guerra!
No pudo decir nada más, los fuertes brazos de Ajax lo levantaron del suelo y cargaron su cuerpo como si fuese un saco de patatas, llevándolo hacia el exterior del recinto. Justo antes de salir, Ajax se topó de frente con Lyches, el padre del joven, que alertado por la violenta entrada de su hijo a la ciudad se acercaba a ver qué pasaba. El gran soldado espartano, al ver a aquel hombre al que respetaba y veneraba como si fuese un dios, bajó a Evágoras y lo dejó juntó a él. Lyches cogió entre sus manos la cara de su hijo y no se fijó en la fea y nueva herida que mostraba, sino en sus ojos. Lo miró fijamente preguntando con la mirada lo que ocurría, esperando en vano que Evágoras le respondiese.
- Nadie puede interrumpir, son las órdenes. —dijo seco Ajax mirando al viejo Lyches.
- Papá… —empezó a susurrar Evágoras.— Tegea... Argos... Guerra…
- Llévame inmediatamente frente a Anaxandridas. —¡La voz de Lyches sonó tranquila y sus ojos no se desviaron ni un segundo de los ojos de Ajax.
- Lo siento, he recibido…
- Una fuerte y sonora bofetada golpeó el rostro del soldado que se contrajo al tiempo que su ceño se fruncía en una mezcla de sorpresa y enojo. Lyches había cogido a su hijo por debajo del brazo y se disponía a pasar por sobre Ajax cuando detrás de él apareció Dimas seguido por Anaxandridas y el viejo hombre entonces se relajó.
- Dejadnos. —ordenó el rey.
Ajax y Dimas asintieron con la cabeza en señal de respeto y se retiraron sin darle la espalda a su rey hasta quedar cubiertos totalmente por las sombras.
Lyches, viejo amigo, ¿a qué viene todo este jaleo?
Lyches no dijo nada, solo empujó a su hijo frente al rey. El joven, ahora más tranquilo, imploró a los dioses para que aclarasen sus pensamientos y ordenasen sus recuerdos e ideas para poder narrar a su rey, de la forma más breve posible, lo ocurrido el día anterior.
Nada se dejó. Anaxandridas escuchaba atento cada palabra que el joven pronunciaba. Sin demorar ni un segundo condujo a Evágoras y a Lyches a la sala donde estaba antes reunido con Aristón y los nuevos éforos. Allí pidió al joven que repitiese sus palabras, cosa que Evágoras hizo. Mientras todos escuchaban, mientras el nombre de Macario era mencionado, mientras Evágoras contaba como aquel al que llamaban su alteza había escapado, Anaxandridas supo que el momento había llegado, el enfrentamiento con Argos era inminente y quien golpea primero, golpea dos veces.