VI
Norte del Peloponeso, 552 a. C.
Dos años antes, Creso, rey de Lidia, estaba preparando una contraofensiva al avance de Ciro II de Persia. Para ello quiso contar con la ayuda de Esparta, por lo que envió a Lacedemonia una embajada cargada de regalos. Los lidios iban instruidos para poner a los éforos de su lado. Éstos aceptaron los presentes, y firmaron con solemnes juramentos el tratado de paz y alianza con Creso.
Uno de los regalos de Creso era Fuego, el caballo que ahora montaba Lyches. Era poco usual ver a un espartano montado, ya que no todos podían mantener un caballo. Lyches ya pasaba de los cincuenta, sin embargo cualquiera hubiese dicho que se trataba de Quirón, el célebre centauro, maestro de Aquiles, Ajax y Odiseo.
Por unos momentos Lyches cerró los ojos y su mente se elevó. Se vio galopando por las sierras del Peloponeso, donde las luces del sol iluminan miles de formas. Eran él y Fuego. Hombre y bestia siendo uno.
Lyches. Su vida había sido dura. Desde pequeño en el agogé hasta formar parte de los trescientos hippies. Siempre el primero en la línea. Vio morir a padre y hermanos. Vio morir al mayor de sus hijos. La guerra se lo arrebataba todo. La patria le reclamaba todo. Y él siempre daba. Fiel a su ciudad y a sus leyes. A pesar de tener otros tres hijos, el recuerdo de su primogénito le entristecía en ocasiones el alma, generando un hueco en su pecho que era inundado por la angustia. Ese hueco fue haciéndose más pequeño al conocer a Otriades. Fue el padre del muchacho, Lykaios, quien le encomendó su educación. Lyches aceptó gustoso, era un honor. El pequeño León fue creciendo y haciéndose hombre. Al terminar el agogé, con veinte años, lo patrocinó para que entrara en su mesa común, “Trueno y Victoria”. Otriades no reemplazó a su hijo muerto, pero fue un hijo más para él. Los otros tres críos habían partido hacia el agogé cinco, seis y siete años antes, con el pastor de niños. Cuando llegara el momento, Otriades haría por los hijos de Lyches lo que Lyches había hecho por él.
Ese día, cabalgando solo, se sintió el hombre más afortunado del mundo. Mientras galopaba y sentía el viento golpeándole de frente, todas las penas pasadas desaparecían. Sólo estaban él y su caballo. Era una sensación de libertad absoluta. Atrás quedaban las muertes y desdichas, atrás quedaba su familia y sus amigos, atrás quedaba Esparta y su misión. Era libre. Podía aspirar el olor a mar que venía desde el este arrastrado por el viento. Podía apreciar toda la naturaleza a su alrededor. Cargó sus pulmones de aire y gritó. Un grito que las montañas arcadias le devolvían con un eco lejano. Estaba vivo.
El sol iba cayendo en el horizonte. Atrás había quedado Tegea, Argos y Micenas. A lo lejos ya se divisaba el Akrocorinto34. Quería llegar antes de que anocheciera, pero el pobre Fuego estaba a punto de reventar. Lo mejor sería parar ahora y entrar a la ciudad por la mañana, conseguir un barco y cruzar hasta el puerto de Itea y de ahí a Delfos.
Descabalgó y llevo al fatigado animal para que bebiese en un pequeño arroyo que caía al pie de una montaña. El agua bajaba tan fría como el Eurotas, no pudo resistirse y se dio un baño. Al salir desmontó y ató a Fuego a un árbol, aunque con bastante cuerda para que pudiese pastar. El magnífico animal se lo merecía.
Mientras peinaba su larga cabellera plateada admiraba el sitio donde se encontraban. Un lugar hermoso. Cualquiera hubiese dicho que era el hogar de alguna ninfa. Aromas frutales y silvestres le rodeaban. Sólo se escuchaba el agua caer y algunos grillos. Se tendió sobre su capa mirando al cielo. Estaba rodeado de árboles, pronto estaría también rodeado de estrellas. Mucho tiempo había pasado desde la última vez que pudo dormir tan plácida y profundamente. Sus sueños fueron bendecidos por los dioses quienes le regalaron soñar sin batallas, ni muertes. Estaban ahí su mujer y todos sus hijos, estaba Lykaios y Otriades, era un atardecer perfecto en el Eurotas, a los pies del Taigeto.
Una hora antes de salir el sol ya estaba camino a Corinto. Desayunó sobre Fuego, unos frutos secos y moras silvestres que había recogido. Estaba renovado y llevaba una amplia sonrisa. El espartano cincuentón tenía la expresión de un adolescente.
Los rayos despuntaban sobre la acrópolis de la ciudad. Cruzó las largas murallas que unen a Corinto con su puerto. En lugar de dirigirse directamente allí, quiso primero dar un paseo por sus calles. Era una polis enorme. Según él sabía, era la segunda ciudad más grande de toda la Hélade. La mayor era Atenas, llena de habladores y pedantes asaltacunas, adonde nunca había estado. Llevaba a Fuego a paso lento. Al entrar, las casas eran bajas y humildes, pequeñas ratoneras donde podía vivir una familia entera, incluyendo abuelos, padres y niños. Poco a poco, al acercarse a la zona central de la ciudad las casas eran más grandes, más vistosas. Al llegar al suburbio de Craneion, ya se veían mansiones, caserones enormes de los aristócratas de la ciudad. Pasó por los grandes templos de Poseidón y de Zeus Olímpico. Pudo ver a los esclavos realizar sus faenas cotidianas y a los dueños de puestos en el mercado anunciar sus productos a puro pulmón. Luego de deleitar sus ojos con los paisajes que se podían apreciar del istmo, puso rumbo al puerto. Antes depositó a los pies de la estatua de Poseidón los pocos frutos secos que le quedaban. Esperaba que el dios le fuese propicio en su corto viaje por mar.
Al llegar al puerto, buscó una taberna, Los Ojos de la Medusa. Sabía que ahí encontraría a Odiseo, un capitán borracho que se hacía llamar así por el héroe homérico. Nadie sabía cuál era su verdadero nombre, ni de dónde venía. Pero todos sabían que era el mejor marino de todo el Peloponeso. Se conocían desde hacía bastante tiempo, y a pesar de que mucho pasó desde la última vez que se vieron, eran muy amigos.
Aunque era aún temprano, el local tenía ya muchos clientes. El tabernero iba y venía llevando cráteras de vino de un lado a otro.
Lyches no tardó ni un suspiro en encontrar al capitán. Estaba dormido abrazando una copa vacía, como si hubiese pasado ahí la noche. El espartano se sentó frente a él, le quitó la copa y al hacerlo la cabeza del marino dio contra la mesa. Odiseo levantó la vista, tenía los ojos vivos pero marcados por la resaca.
- ¡Por los huevos de Poseidón! —dijo el capitán mientras se arreglaba los enmarañados cabellos.- ¿¡Lyches!? ¿Cuántos años han pasado, amigo?
- Demasiados, viejo lobo de mar. Demasiados.
Odiseo trató de manotear torpemente la copa vacía que le había arrebatado el espartano. Antes de que ésta se cayera al suelo, Lyches la cogió al vuelo.
- Demasiados años y demasiado has bebido tú. ¿Y sabes qué? Te necesito sobrio, amigo. Debo viajar.
- ¿Que he bebido demasiado dices? Yo bebía cuando tú no habías nacido. —El marino se puso en pie con trabajo y tambaleando— Yo bebía junto a Dionisio en el Olimpo cuando el vino aún no había llegado a los hombres. Tú, tú….
No pudo mantenerse más en pie y cayó redondo otra vez sobre su asiento. Miró a Lyches esbozando media sonrisa ladeada y tonta. Apestaba a alcohol.
- ¿Y a dónde te diriges? Bien sabes que del destino depende el precio.
- Querido Odiseo, amo y señor del vino, compañero de Dionisio, conocedor de los secretos más oscuros de Poseidón, sólo necesito que me lleves a Itea.
Los dos sonreían. Se conocían hacía mucho tiempo. Más de treinta años habían pasado desde aquella vez en la que el soldado protegió al marino en una trifulca de taberna, donde cinco hombres buscaban la vida del ebrio capitán. Tanto había pasado que ni siquiera recordaban el motivo de aquella pelea.
- ¡Je je! ¿Y cómo vas a pagarme? ¿No pensarás hacerlo con monedas espartanas, no?
- Viejo lobo de mar, había pensado que con unas plegarias a los dioses en el sagrado oráculo pidiendo por ti y tu seguridad sería suficiente.
- Amigo mío, —Odiseo bajó la cabeza y lo miró elevando sus cejas, hablaba arrastrando las palabras, como si su lengua no le cupiese en la boca— lo haría gustoso, pero tengo que alimentar a mi hijo y a mis vicios.
- Bendito sea Apolo, ¿Tienes un hijo? ¿Quién fue la inconsciente que lo permitió? ¿O te has aprovechado de una pobre muchacha?
- No, me he casado hace casi veinte años. Ella era una mujer hermosa y buena, a mí las cosas me iban bien. —hablaba mirando el vacio, sus manos se movían en el aire, como queriendo dibujar algo.
- ¿Y qué ha pasado?
- Éramos muy felices… Tuvimos al pequeño Anito. Ella estaba radiante y lozana, a pesar del parto. Fue un tiempo maravilloso, hasta que la muy puta se escapó con un capitán ateniense que le prometió la luna. Se fue y me dejó con el mocoso y desde entonces... Bueno, ya ves. Este tugurio es mi segundo hogar.
Los dos echaron a reír. Lyches golpeaba la mesa con su puño mientras se movía hacia delante y atrás. Odiseo se carcajeaba tanto que acabó en el suelo. Al levantarse, no sin grandes dificultades, vio que el espartano había puesto en la mesa, delante de él, dos grandes monedas de oro procedentes de Asia, parte del dinero entregado por Creso. El beodo y maltrecho capitán asintió con la cabeza.
- ¡Cantinero! —Gritó Odiseo haciendo aspavientos con las manos— ¡Más vino!
Dos horas más tardes Lyches esperaba en el puerto, de pie al borde del malecón. Si bien Corinto era independiente, bailaba al son de la música tocada por Esparta. Aun así, no era común ver ondear capas escarlatas por ahí. Todos los marineros y pescadores lo miraban con admiración, su cabello trenzado y cuidado, su recortada barba sin bigote, su rojo manto y Fuego, el poderoso semental.
El tiempo pasaba y Odiseo no aparecía. Lyches empezó a preocuparse. ¿Se habría emborrachado del todo? ¿Habría huido con el oro? Justo cuando empezaba a recriminarse por dudar de su viejo amigo, apareció el marino. Estaba como nuevo, no parecía el viejo borracho de apenas unas horas.
- Me extrañabas, ¿verdad? —dijo Odiseo mientras echaba para atrás un mechón rebelde de pelo blanco.
- No te imaginas cuánto, pero sabía que aquí estarías, no lo dudé ni un instante. Dime, ¿dónde está el barco?
- Ahí lo tienes —dijo Odiseo mientras señalaba al malecón.
Apareció frente a ellos una pequeña nave, muy pequeña. Un joven la dirigía magistralmente. Lyches, al verla, pensó que le estaba tomando el pelo.
- Insisto, ¿Dónde está tu barco?
- Pues aquí lo tienes, la Nereida, y mi hijo Anito. —Odiseo abrazó al atlético joven de piel curtida por el sol y la sal que bajaba de la barquichuela.
El muchacho saludó al espartano con una leve inclinación de cabeza. Al verlo, Lyches pudo reconocer los mismos rasgos del padre, la nariz aguileña, el mentón prominente, los anchos hombros. Los ojos eran distintos, no eran castaños como los del padre, eran verdes y su pelo, negro como el carbón. Otra diferencia del hijo con el viejo marino, era que conservaba aún todos sus dientes. Lyches volvió al asunto del barco.
- No quiero ofenderte, pero ¿piensas cruzar el golfo en esta cáscara de nuez?
- ¿Cáscara de nuez? ¿Mi Nereida? Debes saber que esta “cáscara de nuez” como tú dices, es una de las pocas naves que ha quedado intacta después de la última tempestad.
- Si, seguro. ¿La tenías escondido en un granero? —Lyches hablaba moviendo la cabeza a un costado y a otro, con los brazos extendidos y sus palmas mirando al cielo.— Y dime ¿dónde irá mi caballo?
- Pues tu caballo irá con mi hijo a dar un paseo. Cuidarlo y darle de comer te saldrá gratis, pero sólo porque nos conocemos. Cuando hablamos, no mencionaste ningún caballo y por otro lado, esto no es un caballo, es un hijo de Pegaso. ¡Por Poseidón, es enorme!
- Lyches, resignado, entregó las riendas a Anito. Le dio también unas cuantas monedas de hierro espartanas.
- No te servirán de mucho, pero es todo lo que te puedo dar.
- Es más de lo que necesito. —contestó el joven marino antes de saludar a su padre y partir.
- Ambos se quedaron viendo como Anito se alejaba hacia la parte baja de la ciudad.
- Después de ti, querido amigo. —dijo Odiseo señalando la barca.
- No, no, edad antes que belleza. —replicó el espartano haciendo una reverencia.
- El capitán subió a la Nereida y luego Lyches hizo lo propio. Odiseo se sentó en la popa de la embarcación, mientras cogía el timón; el espartano tuvo que ubicarse en el medio.
- Rema. —dijo Odiseo señalando las palas que estaban a los costados.
- ¿Cómo? —preguntó Lyches asombrado— Ah, claro, ya entiendo, el precio no incluía remeros, ¿verdad?
- Te quejas como una niña. No eres el fuerte soldado de la grandiosa Esparta que conocí hace tantos años. Te estás ablandando. ¡Venga! ¡Rema! Que es sólo hasta que salgamos del puerto, luego el viento hará el resto.
Lyches, riendo, comenzó a remar. Conocía desde hacía mucho al marinero, sabía cómo era, además su forma de ser era muy similar a la de sus compatriotas en las mesas comunales, donde las puyas estaban a la orden del día.
Unos minutos más tarde estaban fuera del puerto. Odiseo cogió un anzuelo oxidado, le ensartó una cola medio podrida de pescado, lo ató a una cuerda y lo arrojo al mar. Luego se puso de pie y fue hasta el centro del pequeño navío. Cogió un madero circular, lo encastró en el medio de la nave y enarboló rápidamente una vela blanca. Pronto el viento la hinchó y la nave aumentó la velocidad.
- Si todo marcha bien y los vientos así lo quieren, —Odiseo hablaba mientras volvía a su lugar y cogía el timón.- en un par de horas, tres como mucho, estaremos en Itea y tendremos el almuerzo a punto.
- Rezare por eso, viejo amigo. Después de tanto tiempo no quisiera terminar mis días en este cascarón.
- Pues entonces, achica. —dijo el marino mientas tendía un pequeño cubo de madera al espartano.
El agua comenzó a entrar lenta pero sin pausa por distintas vías entre las maderas de la Nereida. Al principio Lyches no se movió, desafiando con la mirada y la sonrisa a Odiseo, pero cuando el agua le llegó a los tobillos, maldiciendo e insultando en voz alta, empezó la faena.
Odiseo llevaba el timón. Mientras cantaba una obscena canción de marineros, putas y distintos héroes mitológicos, Lyches, arrodillado en el medio del bote, sacaba agua a más no poder. Al menos la brisa acompañaba. Eolo 35 los impulsaba con buena velocidad directamente a su destino.
A pesar de que hubo unos cuantos minutos de calma chicha, el marino no mintió, tardaron poco más de dos horas en recorrer la distancia entre el puerto de Corinto y el de Itea.
Al llegar, entre los dos sacaron la barca del agua para que se secara. Grata fue la sorpresa al ver que en el anzuelo había una hermosa lubina. juntos se dirigieron a una pequeña cala conocida por Odiseo. Allí, con unos pocos de troncos y ramas, prepararon una hoguera y comenzaron a aser al pez. Mas Lyches no se quedaría siquiera a probarlo.
- ¿Qué es lo que toca ahora, compañero? —preguntó el marino mientras echaba unas hojas secas al fuego.
- Tengo que ir al oráculo. Las carneias empiezan hoy. Habrá mucha gente. No creo que mi consulta sea atendida rápidamente. ¿Cuánto me puedes esperar?
- Pues verás, la política de siempre, en mi negocio todo depende del dinero.
- ¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto dinero? —Preguntó Lyches, haciendo cuentas mentalmente del dinero que le quedaba.
- Amigo mío, —dijo Odiseo mirando al espartano y colocando una mano en su hombro— parece que no me conocieras. Te esperaré lo que sea necesario. Y por el pago no te preocupes, después de todo, pedirás a los dioses por mí, ¿no es verdad?
La risa del capitán de mar empezó a inundar la cala. Pronto el espartano lo acompaño. Sus risas iban acompasadas por el ruido del mar y de las gaviotas.
Unos minutos después, Odiseo estaba tendido boca arriba en la arena, durmiendo bajo uno de los pocos árboles que allí había.
Lyches, luego de limpiarse las manos con agua salada, partió rumbo al norte, al oráculo de Delfos. Lacedemonia necesitaba consultar al dios. Esparta necesitaba una respuesta.