XIV
Alcenor y Cromio, eran dos soldados de fortuna, dos bravos mercenarios que habían llegado hacía ya mucho tiempo a Argos desde Platea, su ciudad natal, donde aprendieron el arte de la espada y la lanza. Sus vidas fueron duras y desde muy jóvenes tuvieron que vender sus espadas. Tebas, Atenas, Tracia, Lidia, Epiro, todos esos lugares probaron su pericia y su sangre.
Fue en el verano anterior cuando los contrató el basileus militar de Argos, que quería hombres capaces y curtidos en la batalla para mejorar a sus tropas. Y ahora, allí, ellos eran los dos únicos en pie en aquel campo de muerte. Alcenor estaba cubierto de heridas en brazos y piernas, aunque ninguna era importante. Caminaba con dificultad y estaba cansado, pero no era nada que un jergón y un cuenco de vino no calmase. Cromio, además de diversas heridas de poca profundidad en sus extremidades, había perdido su mano. Echaba pestes por la boca maldiciendo a todos y cada uno de los espartanos, a sus hijos, a sus antepasados y hasta al propio Heracles. Pero sobre todo maldecía al último espartano por cortarle la mano. Y para empeorar la situación, en el momento de la amputación, cayó para atrás torciéndose el tobillo que ahora estaba muy hinchado y no le permitía siquiera apoyar el pie.
Alcenor ayudaba a Cromio aplicándole un fuerte torniquete para que la vida no se le escapase por la herida. Luego, lo ayudó a incorporarse y juntos pudieron ver la muerte y desolación que les rodeaba. A sus pies, más cerca, más lejos, en todas las direcciones, no había ningún sitio virgen. Todo estaba regado por la sangre, armas rotas, yelmos, escudos, cuerpos y miembros, amigos y enemigos. Ambos camaradas se fundieron en un abrazo, les dolía el cuerpo y cada uno de sus músculos, pero la sensación de la victoria, de aquella victoria, era sanadora.
- ¡Platea! —gritó Alcenor eufórico y ebrio de triunfo, recordando su primer grito de guerra— ¡Zeus! ¡Ares! ¡Apolo! ¡Nike! ¡Gracias!
Con mucha dificultad, Cromio se apoyó en el hombro de su compañero y juntos emprendieron la marcha hacia la ciudad de Tyrea. El lugar estaba cerca, apenas unos estadios, aunque al ver las murallas los dos la recordaban más cercana. Seguramente, el ir y venir de la batalla los alejó, y ahora, cansados como estaban, la veían más distante y cada paso que daban hacia allí, en el interior de sus cabezas, en lugar de acercarles, les alejaba.
Avanzaban con trabajosamente, esquivando charcos, armas y cuerpos. Nada se movía en ese campo de desolación, sólo ellos dos. Entonces Alcenor notó, a unos pasos de ellos, una mano que se levantaba hacia las estrellas que comenzaban a aparecer. Quizás un enemigo a quien rematar, o tal vez un camarada. Cromio no lo había visto. Alcenor dudó unos segundos en qué hacer, y luego, siempre cargando con su compañero sobre el hombro derecho, se acercó al sitio. Los dos se sorprendieron al ver a aquel espartano. Era joven, tenía la mirada perdida y sangre seca pegada a la barba. No llevaba casco y lo cubría un gran escudo en el que, bajo una capa de mugre, se podía adivinar la cabeza de un lobo en lugar de la típica lambda. Sobre él yacían amigos y enemigos, respiraba con dificultad y se podía ver una herida de lanza en el costado derecho de su pecho, además de otras tantas en sus brazos. Pero lo que más les llamó la atención, a pesar de la poca luz que había, fue el color púrpura que se podía divisar en su cabeza. El espartano exhibía una enorme línea violeta que le surcaba toda la frente y tenía el ancho de un pulgar. El color morado se había extendido por encima de esa marca y por el costado derecho de su cara, que parecía hinchada y deformada.
- Ma… mátame. —fue la única palabra que surgió con voz lastimera de aquel lacedemonio, mientras levantaba la mano como pidiendo ayuda a los dos mercenarios.
Alcenor iba a dejar a su compañero a un lado y ser piadoso con aquel enemigo cumpliendo aquel deseo.
- ¿Qué? ¿Que te matemos, hijo de puta? Tú pagarás por esto. —Era Cromio el que vociferaba, aún sujeto al hombro de su amigo, al tiempo que mostraba en alto el muñón de su brazo.— Y agradece a los dioses que estoy así, si no me recrearía despacio contigo. Pero no importa, vendré aquí mañana y te buscaré, y si sigues vivo preferirás estar muerto, y de paso, daré buena cuenta de ese escudo que portas, será un bonito orinal de campaña.
Mientras Cromio, cegado por la rabia, decía esas palabras, su compañero Alcenor lo miraba divertido. Conocía el mal genio de su amigo y entendía cómo se sentía. Ya nunca más podría luchar, el haber perdido la mano le había convertido en un inútil en su profesión, que era la guerra, y la guerra era lo único que sabía hacer. Dudó unos instantes en hacer caso a su instinto o a su camarada. Entre dejar allí al moribundo espartano al que, por lo que veía, no le quedaba mucho tiempo, o matarlo allí mismo y sacarlo de su mísero sufrimiento.
- ¡Venga, vámonos!
Cromio lo apuraba y, finalmente, Alcenor levantó la mirada, se cargó mejor a su amigo sobre el hombro y se dirigió a la ciudad, donde seguramente un baño caliente y una buena sopa aliviasen parte de sus dolores. Atrás quedaba un campo regado de muerte donde más tarde se darían cita animales carroñeros y alimañas nocturnas. Casi seiscientas almas que descenderían al Hades. Atrás quedaba un solo soldado moribundo que pronto conocería al barquero. O al menos, eso pensaba él.
Al ver a sus dos enemigos marcharse, supo que habían sido derrotados, habían fracasado, lo mejor de Esparta había sido vencido. Lo lamentó, implorando al cielo que acabase con su vida y con su sufrimiento; lo lamentó llamando en vano a Caronte para que viniera a buscarlo y lo llevase con sus compañeros.
Los ojos de Otriades volaban de estrella en estrella buscando algún dios que se apiadase de su alma y le permitiera morir. El dolor en su cabeza era insoportable, y cada vez que la sangre fluía por sus venas, las sentía latir en su interior, y cada uno de aquellos latidos retumbaba dentro de él haciendo que fuera un calvario para todo su ser. Además le costaba respirar, no era sólo el estar aprisionado bajo algunos cuerpos, era el sentir que los pulmones se le encharcaban cada vez que intentaba llenarlos, y un pequeño gorgoteo de aire salía de su herida cuando exhalaba con fuerza
Cada vez se sentía más débil, tenía frio y los párpados le pesaban. Cuando sus ojos se cerraron pensado que era el final, los apretó con todas sus fuerzas y trató de ver en aquella oscuridad el rostro de su mujer y de sus hijos. Cora apareció como la última vez que la vio, empapada por la lluvia, con el pelo mojado hacia atrás exhibiendo su cara perfecta y su sonrisa de media luna, mientras sostenía al pequeño Orsifanto y detrás de ella correteaban sus dos mellizos, Aristeo y Nicanor. Se relajó sabiendo que sus hijos crecerían fuertes y que su mujer, hermosa y lozana, más pronto que tarde conseguiría otro marido. Quiso llorar y no pudo.
Tranquilo esperaba la muerte, mas las moiras no llegaban y vio desfilar frente a sus ojos innumerables personajes y momentos de su vida. Su madre, su niñez, el ingreso a la agogé y las duras pruebas y privaciones a las que se vio sometido. Vio todo eso y más, el momento en que encontró el amor, las enseñanzas de Lyches, las grandes vivencias junto a Ajax y Dimas. Y otro sin fin de personas, Argus, Aristón, Anaxandridas, Cleomenes, su hermano Adrastro, Dione, Gelio, Clito. Y su padre. ¿Podría mirar a su padre a la cara cuando cruzara el rio86? ¿Habría estado a la altura de sus antepasados? Esas eran las preguntas que rondaban su cabeza en el momento en que todo se volvió negro.
Sintió que flotaba, como si estuviera nadando. Se quedó un rato largo observando como desde fuera su cuerpo roto, su propia mirada perdida y su rostro amoratado y deformado por la hinchazón. Delante de él había una enorme puerta de madera, se acercó a ella y ésta se abrió sin que él la tocase. Dentro, se escuchaba un bullicio de música de flautas al tiempo que gargantas alegres lo recibían. Frente a él, con un brazo extendido como queriendo abrazarlo y con el otro rodeando a su madre, estaba Lykaios. Otriades se acercó y apoyó su frente sobre el hombro de su padre, al tiempo que estallaba en un incontrolable llanto. Su madre lo abrazó y el Lobo los cubrió, abarcándolos a los dos con sus largos brazos. Todos sus dolores habían desaparecido, la música era cada vez más intensa, se separó de sus padres y miró al Lobo a la cara. Éste no le dijo nada, sólo le sonrió. Y otra vez, igual que aquella noche en Olimpia, vio frente a él una enorme mesa rodeada de gente, de su gente. En el centro había un jugoso jabalí del que todas aquellas personas comían, bromeando y contando historias y hazañas: sus abuelos Glaucos y Milón se separaban entre ellos haciendo un hueco para que él pudiese sentarse. Otriades iba a dirigirse a ese sitio, cuando sintió que lo frenaban, alguien lo cogía del brazo.
- Ese lugar estará siempre para ti. —Era Hypathia, su madre, la que le hablaba— aún no es tu momento.
- Cachorro mío, pequeño León, ningún padre está más orgulloso de su hijo como yo lo estoy de ti. Pero aún no has terminado. Aún no. No te rindas.
Otriades despertó y notó sus mejillas mojadas por las lágrimas. Sus ojos buscaban aquí y allá lo que había visto mientras las palabras de su padre, lo último que había oído, aún, retumbaban en su interior. Tardó un poco en orientarse, pero rápidamente supo dónde estaba y qué había pasado. El dolor volvió a aparecer, pero esta vez lo hizo acompañado por una nueva fuerza en su cuerpo, un vigor renovado.
Con mucho esfuerzo zafó su brazo de la abrazadera del escudo y se incorporó un poco. Con cuidado fue quitando a uno y otro lado los cuerpos que le cubrían. Se palpó la cabeza y un agudo y fuerte dolor le atravesó la sien, al tiempo que volvía a sentir el latir de sus venas como si fueran tambores dentro de su cráneo. Al igual que la noche anterior la luna se alzaba redonda, blanca y majestuosa en el cielo. Otriades oyó entonces el largo y lastimero aullido de un lobo. ¿Lo escuchaba o lo imaginaba? Trató con mucho esfuerzo de ponerse de pie y lo consiguió, aunque al hacerlo todo comenzó a darle vueltas y le costó mantener el equilibrio para no caer nuevamente. Le costaba respirar, y si intentaba coger mucho aire el pecho le dolía. Tardó unos instantes en acostumbrarse a estar de pie otra vez, y nuevamente escuchó el aullido del lobo. Levantó la vista hasta donde venía aquel sonido y vio al animal a lo lejos sobre una loma, recortando su figura contra la luz de la luna. Hubiese jurado que por un momento, justo antes de que desapareciese tras aquella elevación, el lobo lo miró con aquellos ojos amarillos que brillaban en la oscuridad.
Otriades estaba solo, dolorido y un poco desorientado. Apoyó ambas manos sobre sus rodillas inclinándose hacia delante, el dolor le estaba machacando. Tuvo unas arcadas y vomitó un líquido transparente y viscoso que aumentó la suciedad de su barba. Levantó la cabeza mientras con el antebrazo trataba de limpiar de su cara los restos de aquella inmundicia, y fue entonces cuando pudo ver dónde se encontraba. El campo era un valle de muerte regado por los cuerpos sin vida de muchos hombres. Despacio y con dificultad comenzó a caminar entre ellos y a reconocer a muchos de sus compañeros de armas. Había cadáveres por doquier, argivos y espartanos, amontonados unos sobre otros en grupos de cuatro, de cinco, o solos, todos yacían allí donde habían perecido. Encontró a Filemón. Boca abajo, su piel estaba lívida y su rostro era una máscara que mostraba a un hombre que se había ido en paz, en lugar de mostrar un soldado que murió violentamente. Caminaba entre ellos, levantando los cuerpos, volteándolos, pensando que quizás alguien más hubiese sobrevivido. Pero no, todo a su alrededor era muerte. El zumbido de las moscas que revoloteaban sobre los cadáveres y se posaban en las heridas le molestaba, ese ruido insoportable se mezclaba con el retumbar de su cabeza haciendo que su dolor aumentase, pero cuando pudo reconocer a sus amigos, todo el dolor físico desapareció, al tiempo que la congoja y la tristeza se apoderaban de él. Frente a sus ojos yacían Ajax y Dimas, uno sobre otro, abrazados, como tantas veces. El grandullón mostraba una pequeña y leve sonrisa que se adivinaba bajo la barba, como si Dimas le hubiese contado uno de sus chistes malos. Otriades se acercó a ellos y se arrodilló a su vera. Rodeando a ambos amigos con sus brazos lloró como si fuera un niño, lloró como hacía mucho tiempo que no lloraba. La última vez que lo había hecho fue cuando encontró el cuerpo sin vida de su padre en las tumbas de Tegea. Su llanto comenzó con un leve balbuceo y luego su dolor fue inundando todo el valle. El vacio que sentía en su interior era enorme, prefería morir allí mismo que seguir sintiendo aquello que lo envolvía. Finalmente, mientras sostenía la cabeza de Dimas en su regazo, con los ojos encharcados por las lágrimas y el dolor físico que poco a poco volvía a parecer, Otriades gritó. Fue un grito que vació sus pulmones, un grito de reclamo a los dioses, un grito de pérdida y desasosiego, un grito de muerte. Aquel tenebroso sonido, que fue escuchado en la ciudad de Tyrea, fue acompañado pronto por el aullido de otros lobos. Luego se aflojó, relajó sus miembros y apoyó el mentón sobre su pecho mientras seguía llorando.
Él era el único sobreviviente, aunque fuera por poco tiempo, pues sus dolores y la cada vez mayor falta de aire se lo indicaban. Estaba en posesión del campo, sí, pero no por haber luchado hasta el fin, sino por un accidente fortuito. Lo tacharían de cobarde, de haberse escondido, de no luchar hasta el final ¿Cómo volvería? Debería estar muerto. Debería estar ocupando un lugar junto a los suyos y de camino al Hades. Pero los dioses así lo habían querido, allí estaba Otriades, por un capricho del destino, dueño del campo. Embriagado por el olor a muerte que le rodeaba, abochornado por la derrota, con el dolor de saber muerto a sus amigos y compañeros, todos hombres mejores que él, supo lo que tenía que hacer.
Juntando fuerzas de donde no tenía, fue separando los cuerpos de los espartanos. Uno a uno los fue llevando al sitio donde había empezado la carga, uno a uno los fue acostando con los brazos cruzados sobre el pecho y cubiertos por sus escudos, todos y cada uno de ellos en su lugar original de la formación. Fue una tarea ardua y difícil, ya que algunos hombres estaban irreconocibles, otros demasiado mutilados. Sin embargo, aguantando un dolor indecible, sintiendo el sabor metálico de la sangre que en ocasiones le subía por la garganta, lo consiguió. Mientras lo hacía dejó de lado todo el amor que sentía hacia esos bravos, de otro modo no habría podido. En la formación tan sólo faltaban tres, Ajax, Dimas y él mismo. Pero antes, había otra cosa, algo más que hacer.
Casi ya sin fuerzas, con la cabeza a punto de reventarle, sintiendo cómo sus pulmones se encharcaban, fue juntando los escudos y las armas de sus enemigos. Clavó en un perfecto círculo las espadas y las lanzas en la tierra aun húmeda de sangre y rocío, y sobre aquellas armas apoyó los escudos, creando así un altar en honor a Nike, la diosa de la victoria y a Heracles, del que los lacedemonios descienden. Luego, utilizando las últimas fuerzas que le quedaban condujo a Dimas y a Ajax a sus sitios, besó las mejillas de ambos y fue a su lugar. Se quedó de pie toda la noche velando el sueño eterno de los suyos, firme, sosteniendo la lanza mientras su escudo descansaba apoyado en su pierna. Así lo encontraron los primeros tímidos rayos del sol de la mañana, que llegaba fresca y con niebla.