III
Unos instantes antes de llegar la noche, las nubes ya flotaban bajas, gordas y negras, amenazando con aplastar la tierra, abriéndose tan sólo para dejar caer un inmenso torrente de lágrimas celestiales, dejando a la ciudad entera en una impresionante oscuridad.
A pesar del cansancio físico producido por la lucha del día, y del agotamiento mental por estar pendiente de todo y de todos, Anaxandridas no podía dormir. Se asignó a sí mismo una pequeña estancia deshabitada cerca del centro de la ciudad, un lugar sombrío sin más comodidad que un jergón de paja, una mesa y un par de sillas. Pero al menos estaba limpio, aunque eso tampoco le importaba. La noche la pasó mirando al techo de madera y adobe, pensando en todo lo que había por hacer. La conquista de Tegea era sólo el principio, tenía que reafirmar su poder en sitios como Mesenia, Mantinea y Lepreum, ciudades desde donde Tegea recibió el apoyo de rebeldes tres años atrás. Pero no sólo eso, sus planes de conquista y poder tenían también como objetivo Cinuria, con sus grandes y fértiles llanuras y una costa con abundante pesca y puertos naturales, luego Argos, el acérrimo enemigo de Lacedemonia. Entonces Esparta mandaría todo el Peloponeso, y con su inmenso poder militar podría dominar toda la Hélade, si así lo quisiera. Pero ahora todo aquello debía esperar. Tenía prioridades, reorganizar la ciudad, el entierro de Aleo, designar un regente para Tegea y un problema más grave aún, Aristón, el joven, impulsivo e imprudente rey que gobernaba junto a él, que dejó la patria sin líder en busca de venganza, contraviniendo sus propias leyes.
Solamente Filemón y Damen, los hombres más fieros de su guardia personal, además de él mismo, sabían lo sucedido. Podía confiar en su discreción. La decisión era suya: podía llevarlo ante los éforos y que ellos aplicasen la ley, y sólo había un castigo para su delito, la muerte. Aristón no tenía hijos, él quedaría como único gobernante hasta que se designase un sucesor. También podría enviarlo de vuelta a Esparta a escondidas, y entonces aquel cachorro proyecto de rey estaría en deuda con él, y así pagaría también deudas de honor pendientes con su difunto padre, Agasicles. Otra opción era dejarlo pasar, omitir el hecho, darle una vía de escape y luego, al regresar a la patria, hacer como si nada hubiese sucedido. La elección no era fácil y en vano pedía a Atenea, la sabia hija de Zeus, que iluminara su pensamiento y le ayudara a tomar la mejor decisión. La noche fue pasando poco a poco y él no dejó de pensar en ello, mientras su mente escuchaba su propia voz y el ruido de un pausado pero continuo goteo causado por el agua de la lluvia que se había filtrado por el techo.
Grandes nubarrones cubrían el cielo, había llovido toda la noche y aunque en ese momento las nubes daban un respiro, todos sabían que el caer del agua marcaría el día. Ahora, cuando la luz del sol iluminaba desde arriba a las nubes que lo cubrían todo, Anaxandridas, rey de Esparta, se disponía enfrentarse a sus responsabilidades. Tenía claro todo lo que debía hacer, excepto una cosa.
Sus ojos se abrieron poco a poco y sólo distinguió sombras en la oscuridad. Tardó unos instantes en acostumbrarse a ello. Sus pulmones se hincharon con el aire cargado de humedad de aquella habitación, mientras se incorporaba trabajosamente. Le costaba respirar, tocó su nariz y se dio cuenta de que estaba rota. Sopló mientras apretaba alternadamente sus fosas nasales para poder limpiarlas de mocos y sangre y una considerable cantidad de inmundicia salió despedida. Su cuello crujió mientras giraba su cabeza a uno y otro lado tratando de adivinar dónde estaba. Una tenue luz llegaba de la única y pequeña ventana que se alzaba en lo alto de aquella estancia, y el único ruido que escuchaba de ahí venía. Era el dulce repiquetear de la lluvia cayendo sobre las calles. Trabajosamente se acercó a aquella ventana y trató de mirar por ella, pero estaba demasiado alta, y a pesar de sus saltos nada pudo observar. Se abandonó rápidamente apoyando su espalda contra el muro y dejándose caer hasta quedar sentado y con las piernas recogidas contra el pecho. Paulatinamente sus ojos fueron distinguiendo formas y sombras, pudo ver en una esquina, contra la pared opuesta al sitio donde él se encontraba una mesa y un taburete de madera, a los que se acercó a gatas. Había sobre ella un plato hondo con un par de peras, un mendrugo de pan, y una cratera a un costado. Se la acercó a los labios y saboreó su frescura. Bebió poco a poco, mojándose los labios apenas, saciando su sed con pequeños sorbos. No comió. No tenía hambre, por lo que vació el plato con cuidado y sobre él vertió el agua que restaba en la crátera, y luego hundió sus manos en ella sintiendo cómo el frio líquido daba vigor a sus miembros. Con mucho cuidado se inclinó y fue limpiándose la cara de sangre seca y suciedad, y luego hizo lo mismo con su pelo.
Los recuerdos fueron llegándole lentamente. Lo primero que vino a su mente fue cómo había urdido su plan y escapado de Esparta sin que nadie lo viese. Se había encerrado en su casa con la excusa de que tenía demasiado trabajo administrativo, y dio la orden a su guardia de no ser molestado aunque no saliese en días. Envuelto en una capa oscura, con sus armas en un hatillo que llevaba a la espalda, salió de la ciudad sin que nadie lo viese, utilizando la marcha del ejército, donde estaban casi todos los habitantes de la ciudad. Lo demás fue más difícil, tuvo que seguir al éjercito sin ser descubierto, con sigilo, alejado de la tropa. Cuando el ejército se separó, siguió a Filemón y, en el último momento, ocupó un puesto entre sus hombres. La espera se le hacía demasiado larga, la sangre le hervía en las venas cuando vio las murallas de la ciudad. Sentía en sus entrañas la necesidad de matar, de limpiar el honor de su padre, de vengar su ignominiosa muerte y el calvario al que se había visto sometido llevando las cadenas y la vergüenza de la esclavitud. Recordó cómo, después de mucho esperar, un griterío que venía de la ciudad los alertó, y poco tiempo después una flecha incendiaria se alzaba cruzando el cielo dando la señal. Desde ese momento distintas imágenes de violencia cruzaban sus recuerdos, compañeros que caían desde lo alto de las almenas al vacío, la tensión en sus músculos mientras escalaba el muro a toda prisa, su brazo convertido en un instrumento de muerte quitando la vida sin piedad a todo el que se le pusiese a su alcance, atravesando la carne de vientres y cuellos, cortando brazos y cabezas hasta romper la empuñadura de su xhipos, para seguir peleando a mano limpia, al igual que un púgil asesino, descargaba sus golpes con furia y violencia sobre los rostros de los aterrorizados defensores de la ciudad. Mientras recordaba todo eso, volvió a sentir la misma sensación que lo invadía mientras mataba, vacio. Un enorme vacio lo envolvía, no era capaz de sentir nada, todo el odio y la sed de venganza contenida se derramaba en su interior sin hacerle sentir nada, y eso lo encendía aún más: después de desarmarlo, se enzarzó a golpes con un enorme hombretón. Quería notar el contacto de aquellos puños en su carne, sentir al menos algo de dolor, pero no sentía nada. Lo golpeó hasta derrumbarlo y se sentó a horcajadas sobre su pecho descargando sus golpes sobre el rostro una y otra vez, sintiendo el crujir de los huesos a cada contacto de sus nudillos. Estaba enfadado consigo mismo, había arriesgado todo por estar allí, para hacer explotar sus ansias de venganza y ahora no sentía nada. Poco más recordaba, todo se volvía confuso en ese punto, un espartano frente a él, unos ojos llenos de muerte que lo miraban y el sabor amargo de su propia sangre.
Por la claridad que entraba por el pequeño ventanuco notó que ya llegaba a mañana. Aquella tenue luz le permitió observar el resto de la habitación, que estaba completamente vacía. Al ver una pequeña puerta, se acercó a ella para salir pero estaba cerrada. La golpeó, suave primero, más fuerte después, pero nadie respondió a su llamada. Apoyo sus manos en el marco, mientras trataba de pensar con la cabeza gacha. Se volvió una vez más para entender en qué lugar estaba, parecía un calabozo, tal vez un sótano. La duda que le carcomía no era dónde estaba, sino cómo había llegado allí y quién había ganado la batalla. Viendo que no tenía forma de salir, se dirigió al jergón y se sentó en él apoyando la espalda contra la pared. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que despertó, la poca luz que entraba por la ventana apenas había cambiado de intensidad, lo que le indicaba que estaba nublado. Sentado de frente a la puerta, que en algún momento debería abrirse, sus dudas quedarían entonces satisfechas. Mientras seguía dándole vueltas a lo sucedido, no encontraba explicación alguna, como si hubiese bebido de las aguas del rio Lete66.
Una hora, había pasado, quizás dos, tal vez tan sólo diez minutos. Estando encerrado había perdido la noción del tiempo, pero no desesperó. Aguardó tranquilo, pensando en su tierra, en el contacto de su cuerpo con el agua fría del río, en el aroma que desprenden las laderas del monte Taigeto en primavera. El silencio se transformaba en el ruido del viento o en el correr del agua mientras su mente se abstraía en aquellas imágenes. Hasta que algo lo trajo de vuelta a la realidad: unos suaves golpes, una puerta que se abría y pasos. Ni una voz, sólo el sonido de alguien que se acercaba. Cuando se escuchó el ruido del cerrojo que se abría se puso de pie de un salto, listo para enfrentarse a quienes lo habían encerrado y a lo que el destino le deparase. Cuando la puerta se abrió, la luz que entraba le permitió ver la silueta de un hombre que avanzó unos pasos hacia él hasta quedar cara a cara. No le reconoció hasta que la puerta se volvió a cerrar detrás del visitante. Era Anaxandridas, pero estaba distinto de la última vez que lo vio. Estaba ojeroso y tenía varias heridas; pero no era eso, lo miró a los ojos y notó en ellos como si en lugar de un par de días, hubiesen pasado años. Los dos reyes se miraban sin decir nada. Pronto, Aristón bajó la mirada, en los ojos de Anaxandridas no había odio ni rencor, lo que ellos transmitían era decepción, entonces una sensación de pudor lo envolvió. No era vergüenza por haber desobedecido el mandato de los éforos o las leyes, era vergüenza por haberse dejado atrapar.
- Lo siento. —dijo levantando la mirada y clavándola nuevamente en Anaxandridas.
Silencioso, el veterano rey lo miraba con el ceño fruncido, con todos los músculos de su cara contraídos. En ese momento sus ojos hubiesen perforado el mejor escudo. Aristón quiso decir algo más, pero el pesado puño de Anaxandridas le cerró la boca enviándolo de un brutal golpe al otro lado de la habitación.
- Me lo merecía. —dijo mientras se incorporaba escupiendo sangre.
- Claro que te lo merecías, imbécil. ¡¿En qué mierda estabas pensando?!
Aristón no dijo nada, se limitó a ponerse de pie y levantar otra vez los ojos hacia su agresor.
- ¿Te has vuelto loco? ¿Sabes cuál es la pena por desobedecer las leyes? Debería matarte aquí mismo y ahorrar tiempo y palabras.Tú ahora eres rey de Esparta, no un soldado, qué digo soldado, si los soldados obedecen las órdenes. No eres más que un crío. Ahora, donde tú estas, donde yo estoy, allí está Esparta. ¿No lo ves? ¿Qué hubiese pasado si estando yo aquí Argos nos atacaba por mar? ¿O si los ilotas se revelaban? ¿O si hubiésemos muerto todos y Tegea contraatacara?
La voz de Anaxandridas retumbaba en la habitación, mientras con cada frase las manos del rey se abrían con las palmas hacia arriba a la altura de su cara. A Aristón le parecía poseído por algún espíritu de los infiernos y callaba masticando su vergüenza, hasta que el silencio volvió al cuarto y supo que Anaxandridas esperaba su respuesta.
- Yo… quería vengarlo. Quería lavar nuestro honor. —dijo sin levantar la voz y con poca convicción.
- No lo entiendes. —Se acercó a él y quedó a escasos centímetros, cogiéndole con una mano cariñosamente por la nuca.— Nunca debes dejar que tus sentimientos te impulsen a una pelea, eso es para los esclavos, para los campesinos. Nosotros, los espartanos, no nos guiamos por nuestros impulsos, por eso somos superiores en la batalla. Un hombre cegado por la venganza, por el odio, es un enemigo fácil. Pensé que te habíamos enseñado mejor.
- ¿Qué pasará ahora?
- ¿Tú que crees?
- Estoy listo para enfrentarme a lo que haga falta. Lamento haberte defraudado.
- Eres un idiota, me recuerdas a mi hijo Cleomenes. ¿Sabes montar?
- Más o menos, no muy bien. —dijo Aristón bajando la vista y esbozando una leve sonrisa.
- Pues aprenderás rápido. Aún no hay mucho movimiento en la ciudad. Afuera te esperan Filemón y Damen. Cabalgarás con ellos hasta Esparta. Ésto no ha pasado. ¿Está claro?
Aristón asintió con la cabeza mientras Anaxandridas se giraba e iba hacia la puerta, pero se detuvo antes de salir. Volvió sobre sus pasos, y cuando estuvo frente al joven se le quedó mirando unos instantes, y luego le propinó otro terrible puñetazo en el estómago, que dobló en dos al impulsivo muchacho, para luego atizarle con el puño otra vez en la cara.
- Eso es por haber dejado que te pillen. —dijo al salir del cuarto.
Momentos después unas fuertes y callosas manos levantaban al joven rey del suelo y lo ayudaban a incorporarse. No había tiempo que perder, debía partir hacia Esparta.
Al salir al exterior una fuerte ráfaga de aire fresco le golpeó la cara y le llenó los pulmones. Las marcas de la batalla se encontraban por doquier, y a pesar de la hora temprana de la mañana, las mujeres y los hombres vestidos de luto, viudas, huérfanos, supervivientes, se dirigían todos en procesión hacia el templo de Atenea. Allí, desde la noche anterior, era velado el cuerpo del difunto rey Aleo, caído valerosamente defendiendo a su ciudad. Allí también se encaminaba Anaxandridas, quien apretando el paso adelantó a la gente, supervisando tan sólo con la mirada a sus soldados que se hallaban distribuidos en lugares estratégicos de Tegea: ante cualquier revuelta llegarían en un abrir y cerrar de ojos cualquier punto de la ciudad.
En las puertas del templo lo aguardaban Lyches, Otriades, Ajax y Dimas, tal como él les indicara el día anterior. Tan sólo con una mirada se entendieron y los cuatro soldados siguieron al rey al interior, donde un pesado aroma a incienso llenaba el lugar. Lo que vieron allí perturbó a los más jóvenes: mujeres arrodilladas frente al cuerpo, arañándose la cara y los pechos, derramando lágrimas con fuertes sollozos o con grandes alaridos, más atrás hombres con manos callosas del trabajo, algunos con las heridas del día anterior, con el cabello manchado de ceniza, en silencio con los rostros imperturbables. Nunca habían visto algo así en Esparta, donde la muerte, sobretodo en el campo de batalla, era recibida como un designio divino, como la culminación de la vida. Era un hecho natural, y se los educaba para recibir la muerte y abrazarla con honor.
Anaxandridas pidió a sus hombres que se quedaran unos pasos detrás de él y se dirigió hacia el cadáver de Aleo, que aún se hallaba sobre el altar de la diosa, pero ahora su cuerpo ya no mostraba las huellas de la batalla. Había sido limpiado y ungido con aceite. Le habían vestido con una finísima túnica blanca con ribetes rojos y dorados. Parecía un durmiente, a punto de levantarse de un sueño prolongado. Al llegar a su lado, colocó una mano sobre su ancho pecho y elevó los ojos a la figura de Atenea, y para sus adentros rogó por el alma del rey caído. Mientras hacía esto, las mujeres que se lamentaban y se mesaban el cabello, comenzaron a llorar con más fuerza, hasta que Anaxandridas se volvió y buscó con sus ojos a quien buscaba en aquella sala. Los lamentos cesaron enseguida cuando el rey de Esparta se encaminó hasta la reina y los hijos del difunto Aleo.
- En lo que a Esparta respecta, tú sigues siendo la reina de este pueblo y tus hijos los legítimos herederos. Lamentamos mucho que se haya llegado hasta este punto. Por respeto al valor de tu marido y de los hombres que cayeron con él, las condiciones serán similares a las que se le habían ofrecido con anterioridad. Dejaremos un pequeño retén de hombres aquí y un regente hasta que Memmón sea mayor de edad. No nos pagarán tributo, ni impuestos, ni tomaremos esclavos ni rehenes. Pero deberán acompañarnos a la guerra si es preciso, de lo demás ya hablaremos, ahora no es el momento. Sólo quería que lo supieses y que estés tranquila. La vida de tus hijos está a salvo.
Todo esto dijo Anaxandridas, tratando de ser lo más cortés y sutil posible, mientras se arrodillaba a su lado y cogía su mano. La cara de la reina se dirigió a él. Sus ojos llenos de lágrimas le sonrieron desde su interior dándole las gracias. Cuando el espartano se incorporó para retirarse y mientras se dirigía a la puerta, la voz cambiante de un adolescente retumbó en el templo.
- Y en lo que a mi respecta, Esparta ha traído a este pueblo la muerte, tú has traído la muerte y no descansaré hasta devolver golpe por golpe y que tus pútridos huesos cubran la tumba de mi padre.
Era la voz de Memmón, el príncipe heredero, que se había puesto de pie al lado de su madre y con dedo acusador señalaba a Anaxandridas.
- No necesito de tu misericordia, de ti sólo necesito tu roja sangre en la punta de mi lanza.
Otriades, Ajax y Dimas llevaron sus manos a los pomos de sus espadas, y apenas pudieron ser contenidos por Lyches. Se quedaron más tranquilos cuando Anaxandridas se volvió a ellos y les indicó que se mantuvieran quietos. Mientras, la reina, madre del impulsivo e imprudente heredero, se levantó y corriendo se acercó al rey, aferrándose a sus rodillas.
- Perdónale, por favor, es joven, todo esto es mi culpa por no darle una buena educación, castígame a mí, pero déjale vivir.
“Otra vez lo mismo” pensaba Anaxandridas mirando a Memmon que se hallaba en pie frente a él, “otro príncipe que piensa más en la venganza que en los suyos, más en el honor propio que en el de su pueblo”. Miraba a aquel joven y veía en él a Aristón, ciego de ira y dolor por la muerte de su padre. Lamentaba las palabras del muchacho, que era ahora un enemigo jurado de Esparta. No podía vivir, pero había dado su palabra y no haría daño a aquella familia.
- Vete. —Le dijo Anaxandridas en un tono seco y apartando con cuidado a la reina.— Vete y no vuelvas, vete adonde el poder de Esparta no haya llegado y no vuelvas, pues tus palabras me liberan del juramento que hice. Vete. Si volvemos a vernos, mis manos cerraran tus ojos para siempre.
Memmón, sin reflejar ninguna emoción más que el odio, abrazó a su hermano menor y se acercó luego a su madre, quien no dejaba de llorar temiendo la pérdida de su hijo. La besó en la mejilla y sin decir nada pasó al lado de Anaxandridas. Sus ojos se cruzaron y el joven príncipe se detuvo y escupió a los pies del rey, uno de los guardias espartanos desenfundó su xhipos para ajusticiar al príncipe, mas Anaxandridas lo detuvo con un gesto. Memmon volvió a mirarlo a los ojos y siguió su camino hacia la puerta. Tan sólo unos instantes demoraría en su casa para coger algunas cosas, su pequeña armadura, el escudo de su padre e irse. Quienes lo vieron alejarse dijeron que se dirigía al norte, otros que fue hacia el oeste. Nadie supo con exactitud hacia dónde se dirigió el joven príncipe. Pero tanto Anaxandridas como Lyches lo imaginaron en dirección a Argos, y entonces supo el rey que se volverían a ver.