I
Anaxandridas se situó en el mismo lugar en el que tres años atrás observó la ciudad por primera vez. Su capa ondeaba suavemente cuando, seguido tan sólo por un hombre, se acercaba a Tegea. Estaba seguro que desde el atalaya ya lo habían visto, como también estaba seguro de que su ejército no se había dejado ver. Los guardias tegeos sólo los veían a ellos, que se acercaban a las puertas sin miedo y con paso sereno. Lyches, que era quien acompañaba al rey, vio cómo por las almenas asomaban más y más arqueros, y si bien no temía a la muerte, la idea de ser atravesado por las flechas, esas armas para guerreros poco valientes, no le atraía.
Escucharon un silbido, como una abeja que volaba rauda al panal, y el asta emplumada de una flecha se clavó junto al pie de Anaxandridas. Ambos se quedaron quietos, inmóviles frente a las murallas, mirando a uno y otro lado de las almenas y viendo rostros de hombres sin miedo. El rey cogió la flecha y en un movimiento la partió como si de una ramita se tratara, arrojándola luego a un lado, sin dejar de mirar a los hombres de la ciudad, ni mostrar el menor temor hacia las saetas que les apuntaban. Una voz desde dentro dijo algo que no pudieron entender, pero vieron cómo los brazos de los arqueros se relajaban. Estaban a poca distancia de la puerta de la ciudad cuando ésta comenzó a abrirse. Desde dentro, armado hasta los dientes y seguido por dos guardaespaldas, asomó Aleo y se dirigió a ellos. La distancia entre ambos grupos se fue acortando poco a poco, hasta que los dos reyes quedaron frente a frente, mirándose a los ojos, sin decirse nada. La expectación hizo que en las murallas de la ciudad se agolpase muchos de los habitantes y soldados tratando de ver qué ocurría.
- Mucho tiempo ha pasado, viejo amigo. —Dijo Anaxandridas quitándose el yelmo.
- Quizá no tanto. —respondió irónico Aleo.— ¿Qué es lo que quieres?
- Sabes a qué vengo. Rinde la ciudad, lo único que os pediremos a cambio es que no asiléis a más ilotas escapados y que nos apoyéis en cualquier acción militar que emprendamos. Tendréis total libertad, no tendrán que temer por nada.
- No puedo hacerlo. Si renunciamos a nuestra soberanía, podemos ser el objetivo de vuestros enemigos, Argos por ejemplo. ¿Qué hará entonces Lacedemonia? ¿Dejarán un retén permanente de soldados espartanos en la ciudad? ¿Qué libertad sería esa? —Aleo hablaba tranquilo, pero su tono era enérgico.— Terminaríamos en poco tiempo como Mesenia. No, lo mejor es que te vayas por donde has venido.
- Eso, yo no puedo hacerlo. —Dijo Anaxandridas negando con la cabeza.- Amigo, tengo a más de dos mil hombres ahí fuera, todos quieren lavar el honor de los que cayeron aquí hace tres años.
- Pues si ese es el caso, no hay nada más de que hablar.
- Entonces, que los dioses velen por ti, te veré en el campo.
- A ti también, que Apolo te guarde. Adiós.
Ambos hombres se retiraron con sus escoltas, retrocediendo sin dar la espalda al enemigo, mirándose, recordando los emblemas de los escudos para poder identificarse en la refriega próxima. Todos los habitantes de la ciudad observaban a Aleo cuando cruzó el umbral de la puerta. El rey no se detuvo, caminó un poco más hasta que estuvo seguro de que todos le veían y apreciaban.
- ¡Hombres! —Gritó elevando sus brazos.— Habitantes de Tegea, ahí afuera está el enemigo, preparaos bien. ¡Esta vez no habrá tregua!
Los soldados clamaban por su rey, los más jóvenes con el corazón hinchado de valor y de ansias de sangre golpeaban sus lanzas contra los escudos. El ruido se escuchaba a lo lejos, tanto que los espartanos pudieron oírlo justo cuando Anaxandridas llegaba junto a ellos.
- Están contentos. —Dijo Filemón al rey que se aproximaba.— ¿Qué pasará?
- Pues lo que esperábamos. Coge a la mitad de los hombres y dirigíos sin que os descubran hasta el otro lado de la ciudad. Cuando veas la señal, ataca. Nos veremos en el centro. Que los dioses te protejan.
Sin decir nada más, Filemón tocó su pecho con la mano en señal de saludo y desapareció entre los arbustos. Poco a poco y en silencio una larga hilera de hombres rodeaba la ciudad sigilosamente.
Mientras, poco tiempo pasó hasta que Anaxandridas se dejó ver con la otra mitad del ejército. En Tegea cundió la alarma, todos los hombres estaban listos, unos en las murallas con sus arcos y carcajes llenos de flechas, los otros en la calle principal, listos para abrir la puerta y salir en tromba a través de ella. Del otro lado, fuera de la ciudad una marea de hombres vestidos de rojo, estaban en formación para luchar. Todos y cada uno igual al compañero, todos en silencio, en posición de combate, sin moverse, sin realizar el menor ruido. Parecían estatuas de Ares, el dios de la guerra. Delante de ellos y a la derecha estaba Anaxandridas, solo en la vanguardia. Los lacedemonios seguían quietos, sin mover siquiera un músculo, haciendo gala de su férrea disciplina. El tiempo pasaba, unos no salían y otros no se molestaban en moverse. Finalmente, Anaxandridas se volvió a sus hombres y dijo algo.
- ¡Ya vienen! –Gritó alguien desde la muralla.
El ejército espartano comenzó a moverse, pero para sorpresa de todos, retrocedía, volvía al sitio donde estaba oculto en un principio. Se fueron retirando poco a poco, aunque en ningún momento se descompuso la formación. Fueron desapareciendo de la vista de los hombres de la ciudad, retrocediendo de forma ordenada, hasta que finalmente Anaxandridas, que era el último, desapareció.
La multitud rugía en Tegea, Esparta se había retirado. Algunos empezaron a bailar, otros a dar gracias a los dioses. Aleo, que lo miraba todo desde la almena, no rió ni festejó. Sabía que no se habían ido, sabía que ésto recién acababa de empezar.
Mientras, eso ocurría, a poca distancia de allí, el grupo de hombres comandado por Filemón, avanzaba sin ser visto, gracias a la distracción que le daba el ejército espartano y al amparo de la vegetación y geografía. Junto a él iban hombres valerosos, entre ellos la mitad de los hippeis, ciento cincuenta de los mejores hombres de Esparta, que harían lo necesario para darle honor a su patria. Avanzaban silenciosos, sin lanzas y sin los grandes escudos, sólo portaban sus xiphos y unas pequeñas rodelas que servirían de protección. Con ellos iba también Nicarco. El cretense portaba su temible arco y una buena provisión de flechas. A pesar de ser muchos, se movían tan rápido que parecía que sus pies no tocaban el suelo, en su avanzar ni una palabra, ni un sonido, eran demonios venidos del Hades para descargar toda su furia sobre la ciudad de Tegea.
Paulatinamente la noche fue cayendo, Anaxandridas ordenó preparar el campamento y permitió que algunas pocas hogueras se encendieran, para que desde la ciudad pensaran que no eran muchos soldados, al igual que la última vez. El vivac se montó en pocos instantes, sólo una pequeña parte de los hombres quedaron en él bajo el mando del viejo Clito, junto a ellos, los ilotas que se afanaban en sacar brillo a las corazas y cascos y en afilar las armas. La estructura circular del campamento permitía defenderlo fácilmente si eran atacados por la noche.
Los demás hombres fueron divididos en tres grupos, uno de ellos, el más numeroso, se situó en posición de ataque, a una distancia prudencial de las flechas enemigas. Mientras tanto, los dos grupos restantes de espartanos debían recorrer e incendiar todas las propiedades y cultivos de los alrededores. Y así se hizo, nada quedo en pie, columnas de humo se divisaban desde lejos a pesar de la noche, aquel bosquecillo que se hallaba cerca de la hondonada donde tres años antes Esparta había sido derrotada, ardía como si de ramitas se tratase. Olivos, viñedos, cipreses, campos de cereales, todo fue pasto de las llamas. Las pocas personas que se encontraron fueron pasadas a cuchillo sin ningún tipo de consideración, y así hombres que no se separaron de sus propiedades por estar viejos o enfermos o por querer defender lo que era suyo, quedaron insepultos, y aquellos que no fueron calcinados por las llamas, serían pasto de las alimañas nocturnas que rondaban los lugares. Desde Tegea, los hombres y mujeres que veían el fuego desde la muralla, lloraban en silencio, viendo cómo el trabajo de mucho tiempo quedaba reducido a cenizas, intuyendo que la vida de quien estaba allí se había apagado. Lloraban por la vida de padres, hermanos o maridos que seguramente sucumbieron allí. La suave brisa fue transformándose en viento, viento de muerte que traía el olor a humo, que impregnaba el ambiente y llenaba los pulmones de los habitantes de la ciudad. Esta vez era diferente, esta vez Esparta sería implacable.
Mientras tanto, los soldados más jóvenes, confiados en sus posibilidades y en su valor, deseaban encontrarse con el enemigo para echarlos de una vez de sus tierras y emular así a sus padres y hermanos mayores, los más veteranos, sabiendo lo que se les avecinaba, rezaban a los dioses y pensaban si no era mejor aceptar una rendición honrosa como la que había propuesto el rey lacedemonio. Pero en el fondo, la gran mayoría temía más a la esclavitud que a la muerte. Por eso estaban firmes junto a su rey Aleo, quien con mirada impasible ordenaba a sus hombres y daba voces de aliento tratando de insuflar coraje en los corazones, recordando las gestas de tres años atrás. Pero Aleo aún no se engañaba, sabía bien que esta vez era diferente: no tenían aliados, y Esparta había venido con muchos más hombres.
La agitación que se vivía en las murallas lo hizo reaccionar, los arqueros se preparaban y eso significaba sólo una cosa. Se asomó a la almena y se sorprendió al ver como el contingente lacedemonio comenzaba a acercarse paso a paso en un movimiento nocturno, avanzaban en una formación perfecta, ni los desniveles del terreno, ni las flechas que comenzaban a caer sobre ellos les hacía romper la marcha, sólo iban hacia adelante. Desde fuera no se escuchaba ni una voz, tan sólo el sonido de los hombres avanzando y el ruido de algunas flechas que se clavaban con golpes secos en los escudos.
Debajo de las murallas, en la senda principal, un grupo de cuatrocientos hombres a caballo, seguido por la mayoría del ejército de a pie, estaba listo para salir y repeler a los invasores o para impedir que cruzaran el perímetro de la ciudad. Pero grande fue la sorpresa de todos cuando a medio estadio de la muralla, los espartanos volvieron a retroceder hasta el sitio donde habían aguardado antes, volviéndose a cuadrar en una perfecta formación. Parecía que el paso del tiempo no les afectaba en nada, era como si el humo y el olor a muerte que llegaba de los alrededores les diera fuerzas.
La noche fue pasando poco a poco y el grupo de lacedemonios repitió el mismo movimiento una, dos, tres veces más. Cada vez que ocurría, los tegeos, cuyo cansancio iba en aumento, reaccionaban rápidamente, alertando a los demás y tensando sus arcos para disparar sobre el invasor. En todos los avances, Esparta no tuvo ninguna baja, tan sólo un par de heridos en brazos y piernas.
El sol aún asomaba lentamente tras una alta y gruesa capa de niebla que lo envolvía todo, Filemón y sus hombres estaban ocultos entre los árboles cercanos a la muralla, buscaban con la vista los puntos débiles, los mejores sitios para acceder a la ciudad en cuanto recibieran la señal de Anaxandridas, que llegaría desde el otro lado de Tegea en forma de flecha incendiaria. El rey estaba en lo cierto, si bien había centinelas guardando todo el perímetro de la muralla, el grueso de ellos estaba concentrado frente al cebo espartano. La paciencia y la obediencia eran fundamentales, y los hombres que estaban con él tenían ambas virtudes.
Los primeros rayos iluminaban los yelmos con crines de los soldados que aguardaban formados, algunos oficiales rodeaban a Anaxandridas, muchos estaban tensos esperando el sacrificio. Sólo podrían atacar si los dioses eran benévolos con ellos y aunque no lo expresaban, más de uno temía que no fuese así. El ilota le acercó la cabra que balaba con miedo y se resistía a ser arrastrada, como intuyendo lo que iba a ocurrirle, las manos del rey fueron rápidas, mientras una soltaba un puñado de cebada sobre la cabeza del animal, la otra la degollaba en un hábil y rápido movimiento. En pocos segundos, le abrió el vientre y extrajo las entrañas humeantes, y tras revisarlas unos instantes, levantó la vista a sus soldados y pronunció una corta frase:
- Los dioses están con nosotros. Preparaos, cuando acabe de salir el sol atacaremos.
Eso bastó: sin prisas los pocos hombres que no estaban listos fueron colocándose la armadura con la ayuda de los ilotas. Los que estaban preparados, se peinaban cuidadosamente el pelo y la barba, también terminaban de tallar sus nombres en pequeñas ramitas, las colocarían jen una pulsera de madera o bajo sus brazaletes, para poder ser identificados si caían. Aquellos que estaban en formación frente a la ciudad fueron llamados y pudieron descansar unos instantes las piernas y comer unas pocas gachas de trigo con unos sorbos de agua. Sus rostros no denotaban cansancio, tampoco expectación, eran máscaras de piedra, y al colocarse los yelmos parecían estatuas de los dioses listos para la guerra.
Cada oficial del ejército sabía lo que tenía que transmitir a los subordinados, cada soldado sabía lo que tenía que hacer, sólo aquellos que eran la parte fundamental del plan era ignorantes del papel debían jugar.
Anaxandridas hizo juntar a los ilotas que estaban en el campamento, formaron uno al lado del otro, firmes y con la mirada fija en el suelo, no podían mirar a un espartano a los ojos y menos al rey. El monarca los fue inspeccionando, viendo su contextura física, sus músculos, su altura, a cada uno que señalaba un soldado lo hacía avanzar tres pasos al frente. Los esclavos no entendían nada, pero obedecían con resignación. La tarea siguió hasta que fueron seleccionados quinientos de aquellos hombres.
- ¡Miradme! —Les ordenó el rey, sin éxito.— ¡Miradme os he dicho!
Poco a poco los esclavos fueron levantando la vista hasta quedar a la altura de los ojos de Anaxandridas que los miraba a la vez.
- ¡Hoy puede ser un gran día para cada uno de vosotros! —Volvió a hablar señalándolos con el dedo.— En este momento podéis elegir. Elegir entre seguir sirviendo y llevar la cabeza gacha o pelear junto a nosotros y ganar la libertad. Ninguno será obligado, quien no quiera aceptar esta oferta que vuelva ahora mismo con su amo, quien se quede sepa que puede morir. Pero, os lo juro por Apolo, todo aquel que luche y demuestre valor, ganará la libertad para él y los suyos, aunque muera en la batalla.
El silencio era sepulcral, los hombres formados comenzaron a mirarse entre ellos, dudando en arriesgar el pellejo y ganar la libertad o quedarse en la retaguardia y seguir viviendo como esclavo. La opción estaba clara, y aunque algunos lo hicieron con recelo, ninguno declinó la oferta. Fueron uniformados con viejas capas rojas, se les brindó escudos, yelmos y petos de entrenamiento. A la distancia, salvo por el pelo corto, nadie podría distinguirlos de un espartano.
Los hombres comenzaron a formar, todos los esclavos formaban las primeras cuatro filas del ejército, entre ellos apenas un par de soldados lacedemonios, uno de esos espartanos era el viejo Clito, que sería quien mandaría el ataque. Su barba y su cabello blanco resaltaban sobre el carmesí de la túnica como si ésta estuviese manchada por cal. Mucho más atrás y a la izquierda se encontraba Lyches, quien avanzaría a su lado en cuanto los que estaba delante de él fueran cayendo.
Antes de ir a ocupar su puesto en la formación, Ajax se presentó frente al anciano y le abarco con sus fuertes brazos en un inmenso abrazo. No le dijo nada, sólo le abrazó. El viejo se quedó sorprendido, con las manos abiertas, pero al cabo de unos segundos, palmeo la espalda del grandullón y le propinó una suave colleja mientras le sonreía. Los esclavos observaban la acción sin hablar, algunos estaban demasiado ansiosos o con demasiado miedo para hacerlo.
- ¡Lo nuestro es fácil! —Grito Clito.— ¡Seguidme y haced lo que os digo! ¡Luchad y aprended cómo se hacen los hombres! ¡Y si en nuestro avance os veis solos, dejad de preocuparos, es que ya habéis muerto!
Cuando cada soldado estaba en su sitio. Anaxandridas hizo un gesto con la cabeza y el aulos, comenzó a sonar, Clito empezó el avance mientras los espartanos lo seguían entonando el peán. En pocos segundos los hombres de Tegea sintieron temblar el suelo ante los pasos del ejército que se acercaba. El sonido de la canción era cada vez más clara en los oídos de los soldados defensores, que raudamente se aprestaron a repeler al enemigo. Aleo vio aparecer la primera fila, luego la segunda, la tercera, una oleada de mantos rojos que aparecían desde el oeste, saliendo del único sitio donde aún quedaba vegetación. Supo que era el momento cuando vio que no se detenían como habían hecho durante la noche. En un momento el instrumento comenzó a sonar con una melodía distinta y el paso de los espartanos se aceleró. Trató de calcular mentalmente la cantidad de atacantes que se avecinaba creyó que se trataban de alrededor de tres mil hombres. Esparta les atacaba, sin flechas, sin jabalinas, tan sólo con escudos, lanzas y espadas. “Están locos” pensó, “ni uno de ellos podrá entrar en la ciudad”.
- ¡Ya llegan! —Gritó Aleo.— Arqueros preparaos, allá abajo listos para todo.
A escasos metros de la puerta, los cuatrocientos jinetes se acomodaban en sus monturas y los soldados de infantería que iban detrás apretaron con fuerza sus lanzas.
- ¡Soltadlas!
Una lluvia de flechas salió volando hacia la marea roja que se acercaba rauda a la muralla. Los hombres del ejército invasor levantaron los escudos sin dejar de avanzar, unos pocos hombres no fueron lo suficientemente veloces y algunos huecos aparecieron en la formación, pero fueron rápidamente llenados por los soldados que venían detrás. Los pocos caídos eran todos ilotas. Las flechas entraron por el cuello y por los huecos del yelmo para los ojos. En ese momento la formación no se rompió, siguió avanzando como si nada hubiese pasado, los más experimentados sabían que aún quedaba lo peor. Las flechas siguieron volando en una nutrida lluvia de muerte. El paso de los hombres se aceleró, y levantando los escudos se acercaban cada vez más rápido a las murallas. Ahora, además de flechas, caían también piedras, algunos pequeños guijarros, pero arrojados por mortíferos honderos, otras grandes como la mano abierta de un hombre adulto lanzadas con furia por los más fuertes. Los espartanos avanzaban, siguiendo el ritmo del aulos que sonaba sin pausa, cada paso de uno era el paso de mil, la coordinación era perfecta, hasta los ilotas avanzaban valientemente. Esclavos y hombres libres se dirigían sin vacilar a unas murallas fuertemente custodiadas y de las que manaba una constante amenaza en forma de saeta. No eran valientes por ser libres, ni por limpiar el honor de su ciudad, eran valientes porque temían más a sus leyes que al mismísimo Zeus, porque temían más a la deshonra que al Hades.
Segundos antes de llegar a la muralla, hombres de la segunda y tercera línea arrojaron cuerdas con garfios a las almenas para empezar el asalto. Algunas fueron desenganchadas con éxito, pero otras no, y los soldados que llegaban a ellas empezaban a trepar. Cual un ejército de hormigas avanzaban y subían velozmente para llegar a su objetivo. Algunos tegeos corrían de uno a otro lado de la muralla cortando con hachas las cuerdas. Los soldados lacedemonios caían una y otra vez, pero nuevas sogas volaban desde abajo y seguían subiendo. Mientras, bajo las piedras y flechas que caían indiscriminadamente, un pequeño grupo trató en vano de prenderle fuego a la puerta de la ciudad. Los pies de las murallas empezaron a llenarse de hombres muertos o malheridos, pero Esparta seguía avanzando. Aleo veía la masacre sin poder creerlo, “¿Cuántos habían caído en tan poco tiempo? ¿Trescientos? ¿Cuatrocientos? Ninguno de ellos puso un pie en la ciudad, lo mejor será terminar con esto ahora” pensó.
- ¡Preparad la arena! —Gritó mientras embrazaba el escudo y bajaba de la muralla para ponerse al frente de los jinetes, que aguardaban para repeler a los lacedemonios.— Iatrocles, quedas al mando, que no dejen de disparar.
Arena caliente cayó desde diferentes puntos de la muralla sobre los espartanos que trataban inútilmente de cubrirse con sus escudos. Aquel material candente se escurría entre la armadura y la piel causando unos dolores insoportables. Aquellos hombres que trataban de quitarse sus protecciones eran inmediatamente atravesados por las flechas que lanzaban desde la muralla. A lo lejos, Anaxandridas podía verlo todo, muchos de sus hombres habían caído, y aunque estaba convencido de que su plan se impondría y que aquellos que yacían a los pies de la ciudad eran casi todos ilotas, no podía saberlo con seguridad.
- Haz la señal. —dijo el rey a un esclavo que se hallaba a su lado con una gran bandera azul.
El ilota comenzó a agitar frenéticamente el pabellón de uno a otro lado, sin saber si los hombres que estaban muriendo allí abajo lo veían o no. Pronto la música del aulos cambió radicalmente de melodía y los lacedemonios, guiados por los más veteranos como Lyches y Clito, quien por obra de Apolo no tenía ni un rasguño, comenzaron a retroceder. Lo hacían rápida, pero ordenadamente. Se retiraban cubriéndose con sus escudos, sin dar la espalda a la muralla, de donde seguían cayendo flechas y piedras, y un murmullo de aprobación que llegaba desde la ciudad, fue convirtiéndose en un gran grito de victoria. El ejército espartano se retiraba raudo, dejando tras de sí a muchos muertos y heridos que suplicaban para que alguien acabe con su sufrimiento, Otriades, quien no pudo siquiera acercarse a la muralla, pudo ver cómo Kriatos, un soldado apenas unos meses mayor que él, estaba atravesado por innumerables saetas, pero aún con vida. Parecía un alfiletero, y los hombres de Tegea le seguían disparando. Kriatos se puso de pie y poco más que arrastrándose, se fue acercando a una de las pocas cuerdas que aún quedaban sujetas a la muralla y trató de trepar. Poco pudo hacer, sus pies estaban aún en el suelo cuando una andanada de saetas y piedras lo sepultó en ese mismo sitio.
Cuando estaban ya a una distancia prudencial, el ejército invasor dio media vuelta y echo a correr. Desde las almenas festejaron esa huida en toda regla, Esparta se retiraba. Y era cierto, todos los hombres comenzaron una rauda carrera en dirección contraria de la ciudad, se dirigían al mismo sitio donde tres años atrás sus camaradas habían sido apresados o perdido la vida, pero lo hacían en perfecto orden, sin romper ni una línea.
Los tegeos no quisieron dejar pasar esta oportunidad de terminar de una vez con la constante amenaza que representaba el ejército del sur, y salieron en su persecución. Las puertas se abrieron y cuatrocientos hombres a caballo partieron blandiendo lanzas y espadas a la caza del espartano, y detrás de ellos, los siguieron hoplitas en formación de ocho en fondo. Los más jóvenes y los más viejos, junto con las mujeres, salieron de la ciudad para despojar a los cadáveres que yacían a los pies de la ciudad y para rematar a los heridos.
La tierra temblaba bajo los cascos de los caballos que avanzaban en una formación en cuña. Quedaban pocos estadios hasta donde se encontraban los espartanos más rezagados que huían sin detenerse. Uno de esos rezagados era Clito, a quien la edad le estaba empezando a pesar. El viejo corría lo más rápido que podía, y si bien al principio no tuvo problemas en mantener la formación y su sitio en la línea, poco a poco se fue rezagando. En un momento se giró y pudo ver la polvareda levantada por los cascos de los caballos que se aproximaban. Supo que no llegaría a tiempo para reunirse con sus camaradas y enfrentó a la terrible masa que se acercaba a todo galope. Clavó la contera de la lanza en el suelo, plantó firmemente sus pies en la tierra y echando el peso de su cuerpo hacia adelante lanzó un grito que pudo ser escuchado en la primera línea de jinetes a pesar del ruidoso avanzar de los caballos. El retumbar de la tierra bajo los pies de Clito era cada vez mayor, en un asuspiro los corceles comenzaron a pasar junto a el espartano a uno y otro lado. Un caballo que venía directo hacía él se frenó y encabritó al encontrarse con la lanza del viejo soldado frente a sus ojos y lanzó por los aires al jinete, quien antes de darse cuenta de lo que había ocurrido, yacía en el suelo escupiendo sangre por la boca, atravesado por la pica de Clito, que en un movimiento rápido clavo, giró y sacó la lanza del vientre del tegeo para volver a ocupar su posición, esquivando y parando lanzazos con su escudo. La caballería había pasado, él y podía ver más atrás cómo avanzaban hoplitas desde la ciudad. Al mismo tiempo que el veterano daba gracias a los dioses por dejarle morir empuñando las armas, cuatro jinetes que iban al final de los perseguidores, se volvieron y formaron para atacar al espartano, quien no se percató hasta el último segundo de que la muerte le llegaba por la espalda. No sin dificultad consiguió agacharse y esquivar los ataques de esos hombres que buscaban su vida. Los cuatro soldados montados lo rodearon y cabalgaban girando en torno a Clito, azuzándolo con sus armas y envalentonándose unos a otros para atacar al viejo. El espartano cogió su pesada lanza como si de una jabalina se tratase y la arrojó contra uno de los tegeos, asestándole un golpe en el medio del pecho que perforó del peto de lino, cuero y metal, lo atravesó de lado a lado, tirándolo así de la cabalgadura. En un instante, Clito desenvainó su xiphos y agachándose, con movimientos rápidos y ágiles, se acercó lo suficiente a un caballo para sajarle el vientre, el animal cayó de costado, relinchando y con los ojos desorbitados, aprisionando bajo su peso al cuerpo de su jinete. El viejo soldado fue hasta él y de un solo golpe le cortó la cabeza. Clito se incorporó una vez más para hacer frente a los dos hombres que quedaban, pero no fue lo suficientemente rápido, la lanza arrojada por uno de ellos, lo atravesó de parte a parte, entró justo por encima del peto, donde las clavículas se unen, clavándolo al suelo sin permitirle caer.
Los dos hombres a caballo quedaron viendo a aquel soldado a quien el casco no permitía que se le viese el rostro, solamente el largo pelo y la barba blanca, de pie frente a ellos, sostenido por la misma lanza que lo había matado, con el escudo a sus pies pero sin soltar esa extraña espada corta que llevan los lacedemonios aún goteando sangre. Lo observaron brevemente a modo de homenaje por tanto coraje y valor, para luego volver a galopar en dirección al grupo de compatriotas que ya se acercaba a la hondonada.
Los soldados de a pie de Tegea avanzaban tratando inútilmente de no separarse de la caballería, y algunos pudieron ver cómo aquel espartano mataba a dos de los suyos antes de morir atravesado por una lanza. Uno de ellos, al llegar al cuerpo del viejo, trató en vano de quitarle la espada de la mano, tiró y tiró y no pudo hacerlo. Escuchó entonces una risa cercana, que no era la de ningún compañero, ni tampoco la de algún dios: levantó sus ojos y se encontró con la mirada, aún con un poco de luz, que brillaba dentro del casco espartano.
- Si tanto la quieres, te la regalo.
Fueron las palabras que entendió aquel joven tegeo, palabras que brotaban de aquel yelmo con un marcado acento lacedemonio. Cuando ese soldado se dio cuenta de lo que había pasado tenía el xiphos de Clito clavado hasta la empuñadura en uno de sus costados. Mientras caía escuchaba la risa de aquel cadáver viviente, pudo ver también cómo algunos de sus amigos se acercaban raudos a él y ensartaban al espartano una y otra vez mientras éste no dejaba de reír. Pronto, no escuchó nada más y todo fue oscuridad.
Lyches había perdido de vista a Clito y comprendió que su viejo amigo había encontrado el final que tanto quería. La tropa seguía retrocediendo hacía la hondonada, al verla pudo divisar tres túmulos que sobresalían en su interior, como tres pequeñas elevaciones del suelo, o como grandes irregularidades, cubiertas por la verde hierba, y pudo sentir a los espíritus de sus compañeros caídos en ese sitio tres años antes. Debían llegar a aquel lugar cuanto antes, el ruido de los caballos que los perseguían era cada vez más fuerte. Pudo ver a Ajax y a Dimas, ambos ilesos, moviéndose junto a la tropa manteniendo el ritmo sin mostrar el más mínimo signo de fatiga. En vano buscó a Otriades, y esperaba que también se encontrase entre los hombres en lucha, o que al menos hubiera caído con honor. Mientras esos pensamientos cruzaban por su mente, se dio cuenta de que ya habían llegado a la hondonada, las paredes de la misma los rodeaban por el frente y los costados, con una pendiente no muy alta pero complicada de subir por la inclinación y por el peso de sus armas, mientras por detrás la caballería de Tegea llegaría en unos latidos de corazón.
Los espartanos se volvieron hacia donde venía el peligro, firmes como estatuas de Heracles, sosteniendo sus lanzas que miraban al cielo y embrazando el aspis, la tierra temblaba cada vez más, la nube de polvo auguraba que la muerte estaba próxima. Lyches comenzó a cantar el peán y poco a poco los demás hombres lo siguieron, y al ver asomar el primer casco tegeo, todos los soldados comenzaron a elevar más el tono de su voz. Cuando la caballería estaba a escasos pasos de ellos, los hombres de las tres primeras filas bajaron sus lanzas a la posición de ataque, todos a la vez, con precisión, con temeridad, sin romper la formación en ningún sitio, creando un muro infranqueable de picas que apuntaba al cuello de los corceles. El ataque de la caballería se desbarató, los animales se frenaron en seco, lanzando a algunos jinetes hacia adelante a merced de las lanzas lacedemonias, otros comenzaron a girar en el sitio, buscando algún lugar por donde poder romper la formación, pero no lo había. A través de señas, Aleo hizo separar a su caballería en dos grupos y buscó atacar por los flancos, pero con igual resultado. Desde dentro de la formación espartana comenzaron a volar algunas jabalinas, haciendo blanco en los jinetes y obligándolos a retirarse. Cuando el rey tegeo comenzaba a reagrupar a los hombres, su infantería llegó al sitio. Los espartanos, en lugar de atacarlos, retrocedieron un poco, apiñándose los de más atrás y abriendo la formación hacia los costados. Los tegeos se lanzaron sin orden alguno en busca de la sangre espartana, pero éstos, una vez más, se volvieron hacia ellos y la única sangre que cayó al suelo fue tegea. La fila lacedemonia, que en ningún momento se descompuso, empezó a avanzar, y a cada paso que daban los hombres de Tegea caían atravesados, muertos o heridos, implorando por sus vidas, cambiando el valor de unos instantes antes por el amor a la vida y el miedo a la muerte.
Anaxandridas y el resto de sus hombres que estaban ocultos en el campamento observaban lo ocurrido, el rey no mostraba emoción alguna, pero por dentro estaba satisfecho, su plan se desarrollaba a la perfección.
- Da la señal. —le dijo el rey a uno de sus hombres.
El soldado espartano utilizó un pequeño tizón para encender la estopa en la punta de la flecha. Tensó el arco lo más que pudo y soltó la saeta hacia el cielo. Ésta voló alta en el firmamento y se dejó ver por todos, la vieron desde Tegea, la vieron todos los hombres que luchaban en la hondonada, y también los tegeos que allí luchaban, al igual que los espartanos que, comandados por Filemón, aguardaban desde el otro lado de la ciudad.
- Es la hora, vayamos allá. —dijo Anaxandridas a los hombres que se encontraban junto a él, mientras se ajustaba el yelmo y sujetaba con fuerza el escudo.
En pocos instantes estaban allí, cerrando la única salida de la hondonada, rodeando a sus enemigos, metiéndolos en su propia trampa. Al igual que sus compatriotas habían caído tres años antes, Tegea caería ahora. Poco a poco, los espartanos recién llegados, con Anaxandridas al frente, empezaron a empujar a los tegeos hacia el centro, sin permitirles escapar, matando y mutilando a todo aquel que les hiciese frente. Avanzaban con las lanzas en ristre, caminando sobre los cadáveres de sus rivales, pisando excrementos y vísceras. Los más cobardes empujaban a sus compañeros hacia el centro, como ovejas atemorizadas por un lobo. Los pocos valientes que les hacían frente eran despachados rápidamente, sin saña, sin encarnizamiento, con la precisión y velocidad de quien ejecuta un movimiento automático. Avanzaron hasta que ya no había sitio para empujar al enemigo.
En cuanto Filemón vio la flecha incendiaria cruzar el cielo, recitó en voz baja una corta plegaria a Zeus para que lo protegiera, y con un gesto silencioso, hizo que sus hombres lo siguieran al asalto de la ciudad, por el lado opuesto a donde sus compatriotas habían intentado entrar al principio de la batalla. Los pocos guardias que estaban de ese lado se encontraban mirando hacia dentro de Tegea, tratando de adivinar, por la polvareda que levantaban los caballos y los hombres, el resultado de la lucha. Dos de esos guardias fueron atravesados por las flechas de Nicarco, cayó uno seguido del otro, atravesadas sus cabezas con una precisión envidiable. Los demás que estaban allí, al verlos caer se volvieron y tardaron unos instantes en comprender lo que ocurría, cayó un tercer hombre, esta vez atravesado en el cuello en el momento justo en que iba a dar la voz de alarma. Cuerdas con garfios y pequeñas y rudimentarias escalas volaban hacia la pared de la ciudad. Los espartanos subían velozmente. Los pocos hombres que quedaban para proteger ese flanco llamaron a gritos a los de otros sectores, que pudieron así dar la alarma mientras acudían en su auxilio. Demetrio, el espartano más joven de la guardia real, fue el primero en pisar la ciudad. A pesar de su fuerza y destreza en la batalla cuerpo a cuerpo fue también el primero en caer, atravesado por las picas de los defensores por delante y por detrás. Su muerte dio tiempo a otros para pode encaramarse a la muralla, y pronto hubo un par de espartanos, luego, tres, cinco, diez: ese sector estaba ya perdido. Filemón se encaró con una pareja de defensores que fueron directamente a su encuentro. No sin dificultad, esquivaba los golpes de sus armas y buscaba acortar distancia con ellos. En uno de los ataques de sus enemigos, cogió la lanza de uno de ellos con su derecha y se la colocó debajo de su brazo para impedir que el tegeo que la manejaba pudiese sacarla, mientras que con la otra mano sostenía la pequeña rodela que le servía de escudo para protegerse del otro enemigo. Cuando Filemón se preparaba para recibir un ataque más, el hombre del que se defendía se suspendió en el aire con los ojos desorbitados mientras le caía a borbotones la sangre por la boca. Entonces pudo ver el filo de la espada de Damen que le sobresalía del vientre mientras lo arrojaba a un lado. El otro tegeo que sostenía la lanza que Filemón bloqueaba con su propio cuerpo, siguió tirando de ella tratando de sacarla. Finalmente desistió para poder desenvainar su espada, su mano estaba aún agarrando el pomo cuando su cuerpo cayó al suelo sin cabeza. Damen, bañado en sangre y con una sonrisa de oreja a oreja en los labios, se acercó a su amigo.
- ¿Qué? ¿Descansando?
Filemón sonrió y juntos, codo con codo, avanzaron por la muralla sembrando tras de si muerte y terror. Detrás de ellos la mayoría de sus compatriotas les seguían, avanzaban barriendo todo lo que se encontraba a su alrededor. Mientras, Nicarco con unos cincuenta hombres bajaron de la muralla, y ya en el suelo de la ciudad fueron reduciendo a la poca gente que de ese lado se encontraba y prendiendo fuego a edificios emblemáticos, como aquel donde se celebraba la asamblea de la ciudad.
Los gritos de los tegeos alarmaron a sus compatriotas que estaban fuera de la muralla. Iatrocles hizo cerrar la puerta y dirigió a todos los hombres al sitio de la refriega y lo que vio le heló la sangre: un nutrido grupo de lacedemonios, había tomado todo un sector de la muralla, avanzaban hacia ellos portando espadas cortas y las picas de los defensores muertos. Los espartanos siguieron avanzando mientras las flechas volaban hacia ellos, algunos fueron alcanzados en rostros, brazos y piernas, pero no se detuvieron, la marea invasora se abalanzó sobre los defensores a paso veloz y los arcos y flechas poco pudieron hacer en el cuerpo a cuerpo contra la experiencia de los lacedemonios, que los empujaban hacia atrás, atravesándolos, arrojándolos de las murallas, golpeándolos con el canto de las rodelas, dando muerte a diestro y siniestro. Pronto la sangre comenzó a gotear muralla abajo, el suelo humeaba por el calor de los cuerpos lacerados y las vísceras calientes que se esparcían sobre él. La mayoría de los defensores huían, dispersándose, buscando distancia para poder usar sus arcos, otros se lanzaban hacia la muerte con puñales o con cualquier arma que encontrasen a mano. Se enfrentaban a los espartanos luchando de igual a igual, mas poco duraban. La batalla se trasladó entonces al resto de la ciudad, mientras un grupo de espartanos quedó en la muralla barriendo a los tegeos que allí quedaban. Los demás, bajaron y dieron apoyo al grupo de Nicarco que iba abatiendo a aquellos hombres que se les enfrentaban. La batalla ya no era tal, era una carnicería, una matanza en toda regla. Los hombres de la ciudad, comandados aún por el viejo Iatrocles, pudieron reagruparse en el templo de Atenea Alea y desde ahí salieron en formación de falange a hacer frente a los espartanos, pero su suerte estaba echada. Uno a uno fueron cayendo, Nicarco los abatía desde lejos con sus mortíferas saetas, mientras un grupo de hombres comandado por Damen, les hacía frente y los despachaba poco a poco. Un guerrero de Tegea, ataviado con una armadura de fina factura y una espada con mango labrado, se lanzó contra el comandante espartano por el costado, él lo vio en el último instante y la espada del tegeo se clavó cuatro o cinco centímetros en el brazo izquierdo. Éste no gritó, tan sólo apretó los dientes y le propinó a su enemigo un golpe en la cara con el revés de su mano, el tegeo voló un par de pasos antes de caer mirando el cielo con la boca llena de sangre. Se incorporó lo más rápido que pudo, pero cuando lo hacía, la gran mano del lacedemonio lo cogía del cuello y lo levantaba despegando sus pies del suelo. Damen lo zarandeó como si fuese un trapo, haciendo que el casco de aquel guerrero cayera al suelo dejando expuesto su rostro. El experimentado soldado se detuvo sólo un instante, no era un hombre lo que tenía en sus manos, era un niño. Lo miró a los ojos y pudo ver, tres años atrás, a aquel hijo de Aleo que lo golpeaba con una espada de madera pidiendo que soltase a su hermano. Fue la única vez que dudó, tan sólo con apretar sus dedos mataría al joven príncipe, pero algo le decía que no lo hiciera. Descargó un golpe con el mango de su arma en la cabeza del muchacho y lo dejó inconsciente, lo arrojó unos cuantos pasos hacia atrás y con un fuerte grito volvió a la lucha, abriendo sus brazos hacia el enemigo. Ya no había formaciones, sólo muerte. Filemón atravesaba el rostro de Iatrocles con su xiphos, dejándolo tieso en un charco de saliva, sangre y materia gis que manaba de su cabeza, Nicarco asaetaba a aquellos hombres armados que trataban sin éxito de escapar de la muerte. Poca resistencia quedaba ya. Damen pudo ver a uno de sus compatriotas golpeando el cuerpo sin vida de un tegeo enorme. Lo golpeaba una y otra vez con sus puños, descargando ira y rabia en cada uno de los puñetazos. Se acercó despacio pero sin detenerse.
- Déjalo, ya esta muerto. —Le dijo con un tono firme.
El soldado parecía no oírle, la sangre del amasijo de carne de lo que quedaba del rostro de aquel tegeo se mezclaba con la sangre de sus propios nudillos, cortados de tanto golpear.
- ¡Joder! ¿No me has oído? ¡Qué lo dejes! —Gritó cogiéndolo por el hombro y arrojándolo hacia atrás.
El espartano se incorporó rápidamente y se encaró con su compatriota. Damen, sin mediar palabra, le dio un puñetazo en el centro del pecho haciendo que aquel desquiciado guerrero se quedara sin respiración, cogiéndose con ambas manos el punto donde había sido golpeado. Damen se acercó a él y lo cogió por sus cabellos haciéndole mirar al cielo y pudo ver un rostro demacrado, marcado por la ira.
- Hay que joderse. —fue lo único que dijo Damen al reconocer el rostro de Aristón, el rey espartano que debía haberse quedado en la patria para defenderla de un contraataque o de algún levantamiento ilota.
Finalmente, los defensores fueron rindiéndose uno a uno y concentrados en la plaza del pueblo. Allí estaba la familia de Aleo, su hijo pequeño y su mujer, que sostenía en su regazo la cabeza del valiente príncipe que aún se hallaba inconsciente. La reina, hecha un mar de lágrimas, veía la muerte a su alrededor, hombres de familia, viejos mercaderes que tan sólo defendían lo que era suyo, su ciudad, su libertad, jóvenes guerreros que no habían probado el amor de una mujer, todos yacían muertos, atravesados, desjarretados, decapitados. Pudo reconocer por sus armas el cadáver de Iatocles, aquel amigo de su marido a quien tantas veces recibió en su casa. Tenía el rostro destrozado, su cuerpo yacía sin vida en un charco de inmundicia, sosteniendo aún una espada. “¿Cómo tantos pueden ser reducidos por tan pocos?”, pensó, “¿Por qué los dioses lo han permitido? Sus últimos pensamientos fueron para su marido, para su rey, quien todavía no sabía que la batalla ya estaba perdida.
Aleo, se hallaba aún sobre su caballo, viendo a sus hombres encerrados y rodeados por los espartanos, supo que todo estaba perdido. Sus ojos buscaban una salida que no encontraba, estaba rodeado por sus propios soldados, lo que no le permitía imprimir velocidad a la bestia. Lo mismo ocurría con el resto de los jinetes, no tenían posibilidad de maniobra. Vio claro que tenía dos opciones: aguantar hasta morir tratando de llevarse la mayoría de enemigos posibles consigo o atravesar el lado menos grueso de las fuerzas espartanas y volver a la ciudad, al amparo de sus muros, tratando de salvar a cuantos hombres pudiera y resistir allí.
- ¡Hombres a mi! —Gritaba Aleo desesperado.— ¡Hombres a mi! ¡Retirada!
Los tegeos, sin formación alguna, se abalanzaron sobre la única salida posible, custodiada por Anaxandridas y su grupo de espartanos. Algunos trataron en vano de escapar por los costados pero eran derribados por jabalinas o piedras. Había una sola salida posible y estaba bloqueada. Poco a poco los jinetes que quedaban fueron acercándose a los lacedemonios que se encontraban junto a Anaxandridas, pero las lanzas de éstos los mantenían a raya. Mientras, por el otro lado, aquellos lacedemonios que habían sido el cebo, se convertían ahora en martillo. Un martillo que golpeaba a los enemigos contra el yunque que eran sus compatriotas guiados por el rey Anaxandridas. Por cada espartano que caía, morían veinte tegeos. Aleo debió apearse de su caballo, lanceado mortalmente en el vientre mientras trataba de abrir una brecha en la formación enemiga. Muchos de los suyos habían muerto o se encontraban heridos, el hedor a muerte lo abarcaba todo, sus pies no podían mantenerse firme en un suelo que había desaparecido bajo charcos de sangre y excrementos. Él y sus hombres estaban exhaustos, y tan sólo durante un segundo, pensó en la rendición, para poder al menos salvar a los que quedaban, entregarse él para salvar lo que restaba de su pueblo. La mayoría de los hombres aptos para la lucha estaban allí muriendo, y con ellos, la esperanza de su ciudad. Pero esas dudas duraron poco, uno de sus hombres, a escasos pasos de él, lanzó un grito, no era un grito de dolor, era un grito de terror, como si la mismísima Gorgona estuviese frente a él. Aleo lo vio y se dio cuenta que ese hombre estaba mirando algo en el horizonte, dirigió sus ojos hacia allí y vio una enorme columna de humo que se alzaba desde Tegea. Todos entendieron lo que pasaba y sin necesidad de orden alguna, todos los hombres de la ciudad redoblaron sus esfuerzos y se batían con ferocidad para poder salir de aquel sitio y regresar tras las murallas para defender a sus familias.
Mientras unos luchaban con los espartanos al mando de Anaxandridas que bloqueaban el camino hacia la ciudad, los otros luchaban repeliendo, muchas veces en vano, el ataque que llegaba desde atrás, haciendo su grupo de hombres cada vez más exiguo. Otriades, que se encontraba en primera fila, tenía varias heridas en los brazos y el sudor le molestaba bajo el casco, pero no cejaba en su tarea, su mano asesina quitaba una vida tras otra, su mente estaba en blanco, sólo pensaba en cumplir con su deber, y proteger bajo su escudo a su compañero de la izquierda. Un par de veces le lanzó una rápida mirada pero no lo reconoció, debía de ser uno de los pocos ilotas que habían sobrevivido al ataque a la muralla. Tantos de ellos habían muerto, que tuvo que adelantarse desde su posición para que no quedaran huecos en las filas. Había perdió de vista a sus amigos y a Lyches, pero ahora no pensaba en eso, no pensaba en nada, todos sus movimientos surgían naturalmente, al igual que un acto reflejo, y con cada uno de ellos, un enemigo caía.
Ajax y Dimas peleaban codo con codo. El escudo del primero fue roto, arrancado de su empuñadura. El gigantón era cubierto por su compañero y juntos repartían muerte y sembraban terror a quienes se les enfrentaban. Dimas paraba un golpe y Ajax atravesaba una garganta con su lanza, era un baile, se movían sin hablar como si fueran uno. Los hombres caían a la derecha e izquierda, apretándose unos contra otros tratando en vano de buscar una salida. La fila espartana se fue combando envolviendo a los tegeos que quedaban. El ruido de los escudos chocándose fue cambiando por un ruido distinto, era el sonido que producían las lanzas al destripar, las espadas al cortar y los hombres al morir. En medio de la masacre, Lyches dejó su sitio en la línea, siendo rápidamente reemplazado por el soldado que estaba detrás de él y trató de moverse, no sin grandes dificultades, buscando a Anaxandridas. La batalla estaba ganada.
El rey espartano luchaba denodadamente manteniendo a raya a los tegeos que trataban de romper su línea de bloqueo. Intentó avanzar unos pasos pero la fiereza de sus enemigos se lo impidió, al cabo de un buen rato de lid pudo verse cara a cara con Aleo, quien lo atacó frenéticamente, golpeando su aspis una y otra vez con una lanza rota. El rey de Tegea, rodeado por un grupo de fieles, mostraba diversas heridas por las que sangraba profusamente, su líquido vital teñía su armadura de un brillante color rojizo que le daba un aspecto siniestro. Anaxandridas estaba a la derecha de la formación, ningún escudo amigo le cubría ese flanco y fue por allí por donde los hombres de Aleo lo acosaban mientras el rey tegeo seguía atosigándolo frontalmente. El espartano se giró un poco para parar el ataque y fue entonces alcanzado. Aleo le asestó un lanzazo en el muslo, Anaxandridas gruñó como un león herido y siguió defendiéndose con saña, mientras el ataque se centraba en él, llegándole el peligro de frente y por su derecha. En ese momento, como caídos del Olimpo, cuatro hombres, vestidos con burdas capas de lana negra y gris se abalanzaron sobre los atacantes tegeos blandiendo palos y puñales, gritando a pulmón henchido. Luchaban a brazo partido contra los protectores de Aleo, no eran hombres sino fieras venidas del Hades a las que no les importaba morir. Uno de ellos cayó pero los otros tres siguieron dando batalla, las heridas empezaron a surcar sus brazos y piernas y fueron muriendo mientras mataban. Lyches vio como el último de ellos era despanzurrado por una lanza y se abalanzó sobre el tegeo que había asestado aquel último golpe, atravesando su nuca con su espada corta. El valor de esos cuatro hombres alejó el peligro del rey espartano dejándolo a éste frente a Aleo que, ciego de ira, trataba de matarlo para abrir un hueco para sus soldados que aun estaban en pie y poder así ir en auxilio de la ciudad. Anaxandridas paró sin dificultad sus golpes una y otra vez, la ira cegaba al rey de Tegea que no medía sus ataques. En uno de ellos, el espartano desvió la lanza de Aleo hacia un costado y dando un paso al frente, mientras se inclinaba hacia adelante, clavó su pica de abajo hacia arriba haciéndola entrar en el cuerpo de su enemigo por encima del pubis. El casco de Aleo rodó cuando la cabeza de éste golpeo el suelo, la sangre manaba a borbotones de su herida, mientras inútilmente sus manos se agitaban en el aire como buscando algo. Finalmente, sus ojos se cruzaron con los de Anaxandridas y el espartano pudo leer en aquella mirada una súplica.
- ¡Alto! ¡deteneos! —Gritó Anaxandridas y en un abrir y cerrar de ojos sus hombres detuvieron la matanza.
Los tegeos siguieron lanzando ataques con sus lanzas, pero sus movimientos eran torpes por la fatiga y fueron fácilmente detenidos por los escudos lacedemonios. Anaxandridas cogió el casco de Aleo del suelo y lo levantó para que todos lo vean.
- ¡Tegeos! Si queréis vivir y volved con sus familias rendiros ahora. Tirad las armas.
Uno a uno los hombres de Tegea, al ver el yelmo de su rey en las manos del Anaxandridas, comprendieron lo que había ocurrido y exhaustos fueron arrojando las armas. Se fueron dejando caer sobre la tierra cubierta de sangre y desperdicios, y más de uno se acercó poco a poco a sus enemigos para abrazar sus rodillas pidiendo clemencia para los suyos. Los lacedemonios los apartaban a empujones y con desprecio. El valor de Tegea desaparecía con su rey.
Anaxandridas pudo ver, a escasos metros de él, a aquellos cuatro hombres que le habían salvado la vida instantes antes. Eran los cuatro proscritos que se habían rendido tres años atrás en ese mismo campo de muerte, que fueron esclavizados y luego liberados. Tendidos en aquel sitio infernal yacían los cuerpos sin vida de Lisícrates, Meleagro, Jerónimo y Euclides, este último sosteniéndose las entrañas con ambas manos. Los cuatro habían vuelto a lavar su honor y el de los suyos, y murieron empuñando las armas y con una sonrisa en los labios. Unos cuantos pasos más allá, Aleo, agonizante, exhalaba sus últimos suspiros. Anaxandridas se arrodilló junto a él y le sostuvo la cabeza, mientras lo miraba a los ojos, mientras algunos de sus hombres lo rodeaban en silencio contemplando la muerte que había alrededor.
- Mi familia…- Dijo Aleo con sus últimas fuerzas.
- Yo cuidaré de ellos. Lo juró, los pondré a salvo.
Aleo sonrió al escuchar las palabras de Anaxandridas y con los ojos abiertos, cubierto por la sangre de sus enemigos y la suya propia, dejó este mundo.