VIII
Primer día de competiciones
Era una mañana soleada, hacía calor a pesar de la hora y la ciudad de Olimpia era un hervidero de gente. Los hombres se levantaron antes de que saliese el sol, pues era el primer día de competencias, y si bien no todos entrarían en acción en esa jornada, las ansias y los nervios campaban en el grupo de espartanos, aunque ellos no lo demostraran y deambularan de aquí para allá con una actitud despreocupada.
Faltaba más de una hora para la primera competencia, la carrera del estadio, que era a la vez la más importante. Otriades sería el primer espartano en competir. Un poco más tarde, después de la carrera del diaulos,78 correría Dimas la prueba de resistencia, la carrera del dólico.Finalmente Otriades probaría su fuerza y velocidad, corriendo las dos pasadas de ida y vuelta al estadio con casi treinta kilos de equipo encima.
Desde el desayuno sus compañeros trataron de dejarlos solos para no distraerlos y que pudiesen concentrarse, pero Dimas estaba incontenible. Parecía rebozar de ansias, energía y vitalidad. No se calló en toda la mañana, disimulando sus nervios mientras hacía bromas y chanzas. Otriades también estaba eufórico y no podía contenerse, deambulaba de un lado a otro y miraba sonriendo a todos los hombres. Pero a medida que la hora de la carrera se acercaba se iba volviendo más callado y sereno, como si otra persona estuviese en su lugar, como si estuviese a punto de entrar en combate. Después de desayunar frugalmente, salió en silencio y se dirigió a las afueras de la ciudad. Acompañado sólo por Evágoras, fueron caminando despacio hasta llegar a la orilla del rio y allí se echaron en silencio bajo la sombra de un gran olivo. Otriades apoyó su cabeza contra el tronco del árbol, cruzó una pierna sobre la otra y entrelazó los dedos de las manos sobre su barriga, cerró los ojos y durmió como un bebe. Evágoras se quedó sentado junto a su compañero, velando su sueño mientras miraba a un par de aves que volaban alto y caían en picado a las aguas del rio llevándose en sus picos pequeños peces plateados. El tiempo fue pasando y ninguno de los dos hombres varió siquiera un ápice su posición. Alguien que hubiese pasado por allí de ida y vuelta podría haber dicho que se trataba de dos estatuas.
- Ya es la hora. —dijo el más joven dándole un pequeño empujón a su compañero.— Vamos, prepárate.
Otriades se incorporó rápidamente, hizo sonar casi todas sus articulaciones y comenzó a estirar sus músculos. Evágoras se alejó unos pasos hacia el rio y se lavó las manos y la cara, y cuando se volvió para dirigirse hacia la ciudad, vio a su compañero arrodillado frente al gran olivo que les dio cobijo unos instantes antes.
- Diosa, dame la fuerza y la velocidad, te entrego esta sangre, mi sangre, para que intercedas en mi nombre ante Zeus todopoderoso y me brinde una victoria en el día de hoy. —Mientras Otriades decía estas palabras, con una afilada daga hacía un corte en su mano y dejaba que la sangre caliente y roja cayera sobre la tierra a los pies del gran olivo.
Luego, los dos amigos se dirigieron nuevamente a la ciudad donde Ajax los esperaba en la entrada.
- ¡Vamos! Daos prisa. —gritaba el grandullón agitando sus manos.- Esto está a rebosar, no cabe ni un alma.
Sin perder tiempo, enfilaron directamente hacia el estadio al tiempo que esquivaban a un sinfín de personas que llevaban el mismo destino. Ajax iba por delante, abriendo camino para sus amigos. A su paso la gente les dejaba vía libre y en muchos casos se quedaban observándolos. Las noticias volaban en esos días, y más en un lugar tan pequeño. Se sabía que Esparta había enviado a pocos hombres, pero que lucharían a brazo partido para llevarse todas las pruebas, y ahí estaba Otriades, bajo la mirada de todos aquellos hombres, el primer lacedemonio que entraría en acción y en la prueba más prestigiosa de los juegos, la carrera del estadio.
Al llegar, Otriades se separó de Ajax y de Evágoras con un apretón de manos y ya solo atravesó el pórtico de Eco79 dirigiéndose a la cripta, un pasaje abovedado que lo llevaba al estadio. Al asomarse nuevamente a la luz del sol, fue directamente a la posición que le habían asignado el día anterior, allí dejó su corto quitón y quedó completamente desnudo. Muchos de los otros participantes se volvieron hacia él al percatarse de que el representante de Esparta había llegado. Algunos lo miraron con desprecio, otros con admiración. Otriades, en cambio, no miró a ninguno de ellos, sólo observaba a la terma, la línea de llegada, situada frente a él. Tampoco podía escuchar a las casi cuarenta mil personas que había en los graderíos tallados en la montaña, entre los que estarían Ajax, Dimas, Evágoras y los demás. Sólo tenía oídos para la orden de partida, de la que sólo faltaban unos instantes. En el lado sur del estadio, en el altar de Deméter Chamine, algo llamó la atención de Otriades. Una figura blanca había aparecido: era la sacerdotisa, la única mujer que podía presenciar los juegos. Todo el público calló respetuosamente mientras ella se dirigía al sitio de preferencia que tenía asignado junto a los jueces. Al caminar el viento jugaba con su larga túnica, bailando entre los blancos pliegues de la tela. Ese fue el único momento en el que Otriades se distrajo, pero luego de unos instantes sacudió la cabeza de un lado a otro mirando el suelo y trató de concentrarse otra vez. Antes, por curiosidad, miró de reojo a sus contrincantes. Vio a grandes y fuertes hombres con cuerpos estilizados y gesto serio, y rió para sus adentros al pensar en la victoria que se acercaba. Nada faltaba ya, el juez principal se puso de pie para dar la señal de salida, mientras los hombres se afianzaban en sus sitios. Veinte corredores, veinte ciudades, el público en las gradas esperaba ansioso y en silencio, mas justo antes de que la orden de salida fuese dada, como si Zeus quisiese decir presente en su fiesta, un águila surcó el cielo y los espectadores en la colina rugieron de alegría. Muchos de los corredores también lo hicieron para purgar de sus pechos los últimos nervios. El juez dio la orden, y en un abrir y cerrar de ojos, aquel sitio de salida donde antes había veinte corredores expectantes se vació y en ese lugar el aire se llenó de polvo.
Otriades corría con todas sus fuerzas, sentía el aire golpeándole la cara y el pecho, con la vista fija en la meta pero observando de reojo cómo, a uno y otro lado, sus contrincantes iban quedando atrás. Sus miembros subían y bajaban frenéticamente en movimientos coordinados, y apenas respiraba mientras avanzaba. Ya casi había llegado, el sudor corría por su frente y caía hacia atrás y abajo por la acción del viento. No quedaba nadie delante y apenas faltaban unos pasos para llegar. El último esfuerzo, ya estaba ahí, podía verlo, la gloria, el regreso a Esparta con la rama de olivo, el reconocimiento, la alegría de sus amigos, de Lyches, de su madre. Quien lo hubiese visto en ese instante, hubiese jurado que sonreía mientras corría. Un par de pasos antes de llegar, vio por el rabillo del ojo, alejado a su derecha, algo que se movía y pasaba como un rayo. Otriades cruzó la línea de llegada y continuó unos pasos más por el impulso, tenía la sonrisa dibujada en la cara y el corazón saltándole en el pecho al compas del subir y bajar de sus pulmones que reclamaban aire, levantó los brazos al cielo para darle las gracias a los dioses, y mientras lo hacía un sinfín de personas pasaban corriendo a su lado. Entonces fue cuando vio que toda esa gente que corría a su alrededor se dirigía al otro extremo del estadio, donde levantaban en brazos a uno de sus rivales, uno en el que él ni siquiera se había fijado. Era flaco y desgarbado, alguien que al parecer, jamás hubiera sostenido una lanza. Esa mancha que vio volar justo antes de cruzar la meta, era Diognetos de Crotona. Otriades se quedó en su sitio, observando la escena. Viendo cómo los compatriotas y amigos de aquel alfeñique lo llevaban en andas al templo de Zeus. Su mente estaba en blanco, mientras una sensación de rabia e impotencia se apoderaba de él. Mas contuvo las formas, estrechó la mano de algunos corredores que llegaron detrás de él, y caminando volvió al punto de salida a recoger su quitón. Mucho antes de llegar pudo ver a su amigo Ajax, al rey Aristón y a los dos éforos. Al llegar junto a ellos, no levantó la mirada, se quedó de pie como esperando un regaño o un castigo.
- No te preocupes. —dijo el rey mientras le tendía sonriente la corta túnica al corredor.— Aún tienes otra carrera por delante.
- Fue una carrera excelente —apostilló Quilón el éforo, golpeando ligeramente el hombro de Otriades que seguía en silencio.
El joven espartano cogió su ropa y se la puso con un ágil movimiento. Los cuatro hombres se retiraban caminando, pero sólo tres levantaban la vista. Otriades iba barriendo el suelo con los pies y con su mirada.
- He escuchado que casi todos los que han corrido ahora participarán en alguna de las tres pruebas siguientes. —dijo Ajax rodeando los hombros de su amigo con su gran brazo.— El que te ha ganado, lo hará también en la carrera con armadura, te verás las caras con él otra vez, aunque no sé de dónde sacará las fuerzas ese hombrecillo para cargar con el equipo.
Otriades pudo haber respondido que ese hombrecillo les dio a todos los corredores, él incluido, un buen repaso y que seguramente nadie habría apostado por el representante de Crotona, mas no dijo nada. Se quedó en silencio, caminando cabizbajo, pensando en el sueño de la noche anterior, en la mesa servida y en sus antepasados que en ella brindaban a su salud. A poco, para tratar de apagar aquella angustia que le carcomía hasta los huesos por haber sido vencido, se fue al templo de Zeus, a orar y poner sus ideas en orden hasta el momento en el que le tocara participar otra vez. Tendría otra oportunidad y no quería desperdiciarla.
A pesar de que era una prueba de larga distancia y debía recorrer el estadio doce veces en ida y vuelta, Dimas salió disparado al escuchar la orden de partida. Fue para él una liberación, toda la tensión, todos los nervios, todas las ansias quedaban atrás con cada paso. A medida que corría la distancia entre él y sus contrincantes iba en aumento, pero aún quedaba mucha carrera. Los otros rivales, hombres experimentados en estas distancias, tenían todos la misma estrategia, ir despacio y levantar poco a poco el nivel de exigencia y de ese modo llegar enteros a la última parte y entregarlo todo en las idas y vuelas finales. Sonreían para sus adentros pensando que el espartano pronto se vaciaría. Dimas mantenía el ritmo, había sacado mucha distancia a los demás corredores, en tres pasadas de ida y vuelta casi aventajaba por un estadio, pero nadie cambió de estrategia a pesar de que el espartano no aflojaba su marcha.
“Pronto se cansará”, pensaban todos, incluidos los espectadores entre los que se encontraba el pequeño grupo lacedemonio. El público gritaba desde los costados de la pista y desde la ladera de la montaña. A excepción de los jueces, todos vociferaban y animaban a los campeones de sus ciudades a ser más rápidos y resistir. Dimas mantenía el ritmo, y un ojo sagaz se hubiese dado cuenta de que incluso aceleró un poco, parecía no cansarse, corría grácilmente con una armonía perfecta que no se alteraba a pesar de la velocidad o el esfuerzo. Llevaba ya cinco idas y vueltas, los cuerpos musculosos de los hombres brillaban al sol por el sudor. Él seguía alejándose y estirando su colchón de ventaja.
“El secreto —decía siempre Dimas a sus amigos— está en la cabeza, si puedes aguantar con la cabeza, aguantarás con las piernas. Cuando corro no tengo entre mis pensamientos que voy a la guerra o que mi vida depende de ganar o perder o que corro por el honor de Esparta, cuando corro me traslado a mi casa y pienso que voy desde la sisitia hasta el Taigeto, recorro sus calles y veo a la gente que conozco, siento la hierba bajo mis pies, mis pulmones se hinchan con el olor del rio y pienso que en una ladera del monte hay un enorme jabalí que me espera para ser cazado, pero que sólo lo hará unos instantes, así que debo darme prisa.”
En eso pensaba Dimas, mientras giraba para emprender la vuelta de la séptima pasada. Pensaba en su ciudad, en su gente, en sus lugares. En la pista no había nadie más que él, lo que veía pasar a su lado una y otra vez eran tan solo manchas. Él estaba en Esparta, saliendo de la sisitia, pasando por la pista de entrenamiento, dejando atrás los templos, el ágora y los hogares de sus amigos, y al fondo de todo, alzándose a lo lejos por encima de las casas, podía ver el Taigeto y sus cumbres nevadas. A pesar de que su carrera era buena y no parecía estar distraído, su nivel de abstracción era tal que no notó que los demás corredores comenzaron a levantar la velocidad en su búsqueda. La persecución había comenzado y Dimas, que soñaba con su tierra y la caza del jabalí, no se dio cuenta de que él era la presa. Llevaba más de un estadio de ventaja, sin embargo esa distancia se vio acortada en apenas una ida y vuelta. Ya iban por la décima pasada, poco quedaba y Dimas seguía en su mundo, manteniendo su ritmo. Nada lo perturbaba, y Ajax, que vio como se aproximaban los rivales, se acercó a pocos pasos del límite del estadio y gritó a su amigo con todas sus fuerzas, dándole ánimos, pidiéndole que no aflojase y advirtiendo de la cercanía de sus rivales.
En ese momento, mientras aquello ocurría, un nutrido grupo de espartanos llegaba a Olimpia como espectadores. Entre ellos estaban Anaxandridas, Lyches, Gelio, el padre de Cora y Dione, Pausanias, el padre de Ajax y el joven Adrastro, hermano de Otriades. Por haber llegado tarde no tenían sitio con el resto del público, mas Adrastro, al ver a Ajax cerca de la pista, se aproximó a él y pudo ver a Dimas corriendo mientras el grandullón se desgañitaba. Pronto él también, mostrando una enorme sonrisa que asomaba por su corta barba, comenzó a alentar a su compatriota. Al poco tiempo, el resto de los lacedemonios recién llegados se sumaron a ellos. Gritaban y vociferaban como locos, pues había ya tres hombres que estaban a pocos pasos de Dimas y faltaba tan sólo un ida y vuelta. La gente que estaba viendo la carrera desde la ladera de la montaña, comenzó a aproximarse a los lindes de la pista. Ya no había espacio, había que contenerse para que esas personas no pisaran los carriles más próximos a ellos. Faltaba sólo la vuelta, habían corrido veintitrés estadios y todo se definiría en ese último tramo. Muchos corredores no pudieron seguir el ritmo del espartano que, contra todo pronóstico, seguía aún en cabeza. Todo se reducía a tres hombres, Dimas junto a un argivo y aun tebano. Toda su ventaja había desaparecido y nadie pensaba que le quedara algo dentro. La gente allí reunida, agrupada por ciudades, alentaba a sus campeones sin importar qué tan lejos o cerca estuviesen de la meta, pero al final, todos tomaron partido por alguno de esos tres atletas que emprendían la última vuelta a toda carrera.
- ¡Dimas! —gritaban a todo pulmón Anaxandridas y Lyches desde el costado.— Corre hijo de puta, corre por Apolo, por Hermes, por Ares, corre más rápido.
Dimas parecía seguir absorto en lo suyo, sin importarle tener a su lado a los otros dos hombres, hasta que escuchó la voz de Ajax, que golpeó sus oídos como si fuera un trueno del mismísimo Zeus.
- ¡El jabalí! ¡Se te escapa el jabalí! —Vociferaba el grandullón con la cara roja y las venas del cuello hinchadas de tanto gritar.
Ajax no dio crédito a lo que vio Dimas clavó su mirada en la suya y le guiñó un ojo. ¿Qué faltaban? ¿Cincuenta pasos? ¿Sesenta? El espartano, como si no le costase nada, como si estuviese andando o como si recién empezase la carrera, aceleró el paso y fue dejando atrás a sus dos últimos rivales, llegando a la meta muchos segundos antes que el argivo y el tebano. La carrera no pudo continuar, el estadio fue invadido por los espartanos que aflojaron toda su tensión y entraron en la pista seguidos por muchos de los otros espectadores, levantando en brazos a Dimas que, a pesar del sudor que bañaba todo su cuerpo, no daba señal alguna de cansancio. Los reyes Aristón y Anaxandridas, que se acababan de encontrar, ni se saludaron, cargaron en andas entre los dos al reciente ganador llevándolo hasta el templo de Zeus, donde el viejo Pausanias sacrificó una blanca paloma torcaz dando gracias por el triunfo.
Ahora tan sólo quedaba una prueba para ese día, la carrera con armadura, y Otriades correría de nuevo en busca de la gloria que había dejado escapar en la mañana.
Otriades, como en la primera carrera, entró solo a la pista y se sentó en el pequeño taburete de madera que tenía cada atleta a su disposición para la prueba. Esta vez sí hecho una ojeada a sus rivales, veía hombres grandes y fuertes, pero a los que estaba seguro vencería, luego vio a Diognetos de Crotona, el hombrecillo que le ganó en el último momento, y pidió perdón a los dioses por festejar en su mente antes de tiempo y no ser humilde ante ellos. Mientras cada corredor estaba siendo vestido por un ayudante, Otriades estaba solo. No quería distracciones, un ilota dejó su equipo reluciente y lo depositó a los pies del taburete, tal como él se lo había indicado. Él solo se calzó las relucientes grebas80 talladas con escenas de la Ilíada, regalo especial de Lyches para la ocasión. Una vez hecho esto, cogió su hoplón y lo apoyó contra su pierna izquierda, y su yelmo de rojas crines, otrora perteneciente a su padre, sobre el muslo derecho. Mientras aguardaba el momento, trataba de no pensar en nada; quería dejar atrás la derrota anterior y la alegría que le invadió, junto con una pequeña cuota de envidia, al saber que Dimas había ganado su prueba. Quería tener la mente en blanco, visualizar tan sólo la meta y olvidarse de todo lo demás, la derrota, sus amigos, sus rivales, todo. Sólo él y su equipo. Un muchacho, un joven de no más de catorce o quince años, ayudante del representante de Ítaca, pasó corriendo junto a él y sin querer tocó su escudo que cayó al suelo con el contacto. El mozuelo y su amo se acercaron a Otriades a pedirle disculpas y éste las aceptó cordialmente sin darle importancia al asunto, y los despidió sonriendo viendo cómo se retiraban ambos a su sitio mientras el corredor le daba una colleja a su ayudante. El espartano levantó su hoplón y pasó su mano para quitarle el polvo que se había pegado a él. Se vio reflejado en el dorado metal que brillaba intensamente, mostrando el negro lobo pintado en su centro con vivos azules y rojos. Asintió con la cabeza un par de veces antes de dejar el escudo nuevamente sobre su pierna. Cogió su casco y lo elevó hasta tener los huecos de los ojos justo frente a frente. Imaginó aquel viejo yelmo en la cabeza de su padre y mirando aquellos agujeros imaginó la mirada de Lykaios que se clavaba en él.
- Ayúdame, padre. —dijo Otriades mirando el yelmo.— Acompáñame a la meta.
Se calzó el casco, se puso de pie, embrazó el escudo con su brazo izquierdo y se acercó a su sitio en la salida del estadio. La prueba estaba a punto de comenzar, y los otros hombres, uno a uno, fueron haciendo lo mismo. Una vez más, Otriades clavó sus ojos en el otro extremo del estadio, allí donde debía dar la vuelta, e hizo que en su mente nada existiera, sólo él y la meta. La carrera consistía en dos idas y vuelta al estadio cargando con los casi treinta kilos de peso que llevaba en equipo. Cuando todos los corredores estuvieron en posición se tendió una cuerda de un extremo a otro a lo ancho de la pista sostenida por dos de los jueces, mientras un tercero supervisaba. La señal de partida sería el momento en que la cuerda tocase el suelo.
Otriades se encomendó para sus adentros a los dioses y sus ojos se clavaron en la cuerda. Ésta estaba tensa y vibraba por la fuerza de los hombres que la sostenían. Él se encontraba ansioso, y necesitaba que esa soga cayese para poder liberar todo su cuerpo de la prisión en la que sentía estar. La cuerda se aflojó y Otriades reaccionó enseguida, saliendo disparado como una flecha. A pesar de estar concentrado pudo escuchar el abucheo general que llegaba a sus oídos, aflojó su paso a mitad de la pista y al volverse vio que ninguno de los otros hombres había salido: su largada había sido precipitada. Volvió a su sitio haciendo oídos sordos a las burlas que le llegaban desde el público, masticando vergüenza y rabia por ser tan ansioso. Al llegar a su lugar de partida uno de los jueces le atizó un fuerte golpe con un bastón en el hombro izquierdo como castigo. Ya no habría advertencias, si se repetía en su acción sería descalificado.
Ladeó su cuello a uno y otro lado haciéndolo crujir mientras miraba al cielo y se encomendaba una vez más a los dioses. La cuerda se volvió a tensar y los corredores volvieron a acomodarse para partir. El espartano dejó de mirar la soga y centró su mirada en el otro extremo de la pista. Bajo el casco el calor era agobiante, las gotas de sudor caían por su frente y sus mejillas mojando su barba imitando a la lluvia. Una de esas gotas le entró en el ojo, lo que le hizo cerrarlo con fuerza un segundo. Cuando lo abrió, todos sus rivales habían salido despedidos hacia adelante como si Cerbero los persiguiese.
- “Maldita sea mi suerte —pensó mientras corría tratando de colocarse a la altura del grupo— antes demasiado pronto y ahora demasiado lento.”
Los hombres corrían a un ritmo uniforme. En un espacio de cinco pasos estaban los veinte atletas, que no se sacaban ventaja. Todos esperaban para acelerar, ya que nadie quería quedarse vacío antes de tiempo. Cuando Otriades giró al llegar al final de la pista, ya había adelantado a algunos contrincantes, pero estaban aún demasiado cerca. Lo complicado de esta carrera no era solamente el peso del equipo, lo era también el correr con el pesado hoplón en el brazo izquierdo. El atleta debía compensar con su cuerpo para no desequilibrarse y caer, era pues una prueba de velocidad, una prueba de fuerza, resistencia y una prueba de equilibrio. El espartano, recuperado ya de la lenta salida, fue dejando atrás a sus rivales y quedando en cabeza. Llegó al punto de partida, giró y volvió a arrancar casi sin disminuir la velocidad. Al hacerlo, pudo ver cómo junto a él hacían también lo mismo el hombrecillo de Crotona y el itacense que se había excusado con él por la torpeza de su siervo. Ya había pasado la mitad de la carrera y él estaba bien, se sentía fuerte, pero el calor lo estaba agobiando. Al avanzar podía ver a la gente agitar sus puños al aire animando a los corredores, pero no podía escuchar nada. Sabía que allí estarían todos sus amigos, los reyes, Lyches, depositando en sus piernas toda su fe. Llegó al extremo de la pista y al girar para emprender la última pasada vio al itacense perdiendo terreno, pero sus ojos no encontraron a Diognetos, el corredor de Crotona. Al levantar su mirada y ver la meta se dio cuenta de que el hombrecillo que lo había vencido en la primera carrera estaba delante de él, a unos cinco o seis pasos. Otriades aceleró pero no podía alcanzarlo, no entendía de dónde aquel alfeñique sacaba tanta fuerza. Hizo un último esfuerzo y trató de adelantarlo cuando aún quedaba la mitad de la pista por delante, pero el crotoniata se mantenía por delante. No lo podía creer, había dado todo, se había entrenado como el que más, rindió culto a los dioses, se había esforzado al máximo, pero no era suficiente. Cerró sus ojos y para sus adentros pidió perdón a su padre por haber fallado y poco a poco, cuando apenas faltaban veinte pasos, fue aflojando su ritmo de carrera. Estaba cansado, las piernas le pesaban y el aire que inhalaba no llegaba a llenar sus pulmones.
- “Aún no —escuchó— no te rindas”
Era la voz de Lykaios que resonaba en su cabeza, pronto fue la voz de su mujer, de sus hijos, de sus amigos, todos ellos que le decían lo mismo: “no te rindas”.
Casi en la meta, hizo un último esfuerzo y corrió lo más rápido que sus miembros se lo permitían. Pudo notar como con cada paso estaba más cerca de su rival, de pronto el escudo ya no le pesó, el casco ya no le asfixiaba y sintió unas manos que lo empujaran hacia la meta. Ganó la carrera literalmente por los pelos, pues alcanzaron la meta simultáneamente, pero Otriades estiró el cuello y adelantó su cabeza justo antes de llegar, y así llegó en primer lugar. Cayó entonces de bruces contra el suelo y rodó hasta quedar boca arriba. Su pecho subía y bajaba en busca de aire, abrió los ojos mirando el cielo, pero la fuerte luz del sol lo cegaba. Distinguió una sombra que le tendía la mano, Otriades la cogió y se incorporó. Aún agitado notó la fuerza de aquel que lo ayudaba a levantarse, debía de ser un hombre fuerte, alguno de sus amigotes, pero al estar de pie y mirarle a la cara, pudo reconocer a Diognetos, aquel que lo había vencido en la primera carrera del día y al que tanto le costó vencer ahora.
- Has corrido maravillosamente. —dijo el crotoniata que no parecía estar agitado.— Enhorabuena, mereces la corona.
Otriades, al que el aire no le alcanzaba, miró asombrado a aquel hombrecillo y sin poder decir nada, sonrió mientras le dio un fuerte abrazo. Pronto sintió que unas vigorosas manos lo asían por detrás y que sus pies abandonaban el suelo, y escuchó las voces de Lyches, de Evágoras, de su hermano Adrastro y otras lacedemonias, áticas, cretenses y de otros lugares. Pero mientras lo cargaban en andas y él levantaba los brazos con una sonrisa de tonto dibujada en los labios, dejó de oír, su mente se quedó en silencio mientras elevaba sus ojos al cielo, y allí pudo distinguir una nube que tenía una forma muy extraña, la forma de un lobo y sintió a su padre con él y la risa se convirtió en llanto.
Tercer día de competiciones.
Los lacedemonios acaparaban los juegos. El primer día ganaron dos de las cuatro carreras, en el segundo Filemón se alzó con la corona de olivo al vencer en el pentatlón, aunque se quedó sin estatua al no hacerlo en las cinco modalidades81 , y en este día, el tercero, Damen triunfó sin lugar a dudas en la lucha, venciendo con bastante dificultad en la final a un escurridizo oponente de Andros.
Quedaban aun por disputarse la final de pancracio donde Xenón, compañero de Filemón y Damen en los hippies debía medirse con un luchador de Nemea, y la final de pugilato, a la que Ajax había llegado sin haber recibido ni un solo golpe en el rostro. Allí lo esperaba un argivo tan grande como él.
La expectación era máxima, el sol estaba en lo alto y lo iluminaba todo en el monte Altis, donde se celebrarían las finales. El sitio estaba a rebosar y costaba mucho contener al público allí, donde el pancracio tendría lugar. Los dos luchadores estaban en extremos diferentes del improvisado cuadrilátero, mientras sus siervos les frotaban los músculos y aceitaban sus cuerpos, ambos frente al imponente altar de Zeus.
Xenón no tuvo demasiadas complicaciones para llegar a la final, venció rápidamente a los primeros tres hombres, y luego debió luchar con un feroz peleador de Pilos que debió abandonar porque uno de los golpes le rompió unas costillas. En la semifinal se enfrentó con su compatriota el joven Lander, compañero de Otriades en su sisitia Trueno y Victoria. El muchacho no se lo puso fácil, pero su experiencia y superioridad física consiguieron reducirlo y dejarlo sin sentido. Su rival, un alto y fuerte luchador de Nemea, despachó a todos sus oponentes en poco tiempo. Uno de ellos fue el espartano Alcanor, al que venció después de luxarle un brazo y golpearlo hasta que éste cayó redondo al suelo y ya no pudo levantarse.
El momento había llegado. Ambos atletas se acercaron uno al otro y sin quitarse los ojos de encima se dieron un apretón de manos, luego se separaron, hicieron una reverencia ante el altar de Zeus y comenzó la batalla.
Los hombres, agazapados, giraban en círculos uno frente al otro acercándose cada vez más hasta quedar separados apenas por un par de pasos, mas ninguno daba el primer golpe. El nemeo amagó un par de veces sin tirar un lance o una llave, pero en el tercer amague Xenón se abalanzó sobre él golpeándolo en el rostro con un fuerte puñetazo, lo que arrancó el griterío del público. El nemeo retrocedió sorprendido un par de pasos mientras el espartano lo seguía rápidamente para asestarle un rodillazo en la barriga, haciéndolo doblar en dos y caer al suelo. Allí lo golpeó una y dos veces más, pero en el tercer intento, aquel luchador que parecía ya vencido, cogió el pie de Xenón tumbándolo al suelo y subiéndose a horcajadas sobre él. Comenzó a pegarle en la cara mientras el espartano trataba en vano de parar sus golpes cubriéndose con los brazos. En un segundo, Xenón vio venir el puñetazo dirigido al medio de su cabeza y la giró rápidamente, haciendo que el nemeo estrellase su mano contra el suelo. El lacedemonio aprovechó la sorpresa para rodear el cuello de su adversario con sus piernas y empezar a estrangularlo con una tijera. Ya lo tenía, pudo tumbarlo al suelo y seguir apretando, podía sentir cómo el cuello de aquel hombre se esforzaba por respirar, la victoria estaba al alcance de su mano, pero cuando parecía que todo acabaría, un fuerte y profundo dolor le arrancó un grito tremendo que fue enseguida ahogado por el abucheo del público. El nemeo lo había mordido y se zafó así de su llave. El juez de la pelea le atizó cinco golpes con un largo látigo mientras el infractor se apresuraba a liberarse de las piernas del espartano. Xenón se puso de pie con algo de dificultad y vio en la pantorrilla la marca de los dientes de su oponente. Buscó los ojos del nemeo que le sonrió con la boca llena de sangre. Xenón se abalanzó una vez más sobre él y comenzaron un feroz intercambio de golpes de puño. En un leve descuido, el nemeo le atizó un brutal cabezazo que hizo crujir los huesos nasales de Xenón, que cayó hacia atrás. El nemeo, luego de asestarle fuertes pisotones en la barriga y en los testículos, se volvió a sentar a horcajadas sobre Xenón y comenzó a estrangularlo. El espartano tragaba sangre por la nariz y la boca, y apenas le llegaba el aire, pero en lugar de tratar de zafarse de las manos de su rival, lo golpeó una y otra vez con todas sus fuerzas rompiéndole un par de costillas. El nemeo, se quejaba y aflojaba sus manos, mas no lo soltaba, y cada vez que el espartano no lo golpeaba, él apretaba más. Xenón, al borde de perder la conciencia, cogió con toda su fuerza una de las manos de su adversario y con la última energía que le quedaba le rompió el dedo pulgar. El grito fue espantoso y la señal de abandono del nemeo fue inmediata. Xenón había vencido.
El público se dejó la voz en una gran ovación por el tremendo combate que acababan de presenciar. Algunos hombres entraron a la arena para ayudar al vencido y elevar al vencedor, pero Xenón no se movía. Estaba tumbado con una sonrisa en la boca, su rostro estaba pálido y sus labios azulados, sus ojos abiertos miraban ya sin vida el cielo azul. El silencio se apoderó del lugar, el joven luchador nemeo se olvidó del dolor de su mano y de sus costillas y se acercó a él desplomándose sobre su cuerpo.
- ¡No! ¡No! ¡Despierta! ¡Despierta por favor! —Gritaba mientras golpeaba el pecho sin vida de aquel que lo había vencido.— Has ganado, no puedes morir. ¡Despierta!
Quilón y Anaxandridas apartaron al compungido luchador con cuidado y sin decirle nada. Filemón, Damen, Lyches y Aristón levantaron el cuerpo inerte de Xenón por sobre sus cabezas y lo sacaron en andas como el campeón lo merecía. Tras ellos la muchedumbre siguió silenciosamente y en procesión al cadáver hasta el dormitorio espartano. Justo antes de llegar la gente estalló en una fuerte ovación en reconocimiento a aquel que dio su vida para conseguir la victoria. Luego las puertas se cerraron tras el paso del vencedor.
Ese día, debido al infortunado final de la lucha de pancracio, fue suspendido el combate de pugilismo en el que Ajax debía medirse con Krokón, un enorme argivo. Hasta la noche nadie vio a ninguno de los lacedemonios, que estaban recluidos en el dormitorio espartano. Allí, con esmero y cuidado, los ilotas lavaban el cuerpo inerte del victorioso Xenón bajo la triste mirada de sus compatriotas.
Esa noche, en coincidencia con la luna llena, se celebrarían las ceremonias mayores. Se realizaría un gran sacrifico a Zeus en el altar del monte Altis, el mismo sitio donde tuvo lugar el fatídico combate. La procesión partió desde el pritaneo, la residencia de los magistrados. Al frente de la gran columna de gente iban los jueces, vestidos con sus largas túnicas púrpuras, luego venían los sacerdotes, los adivinos y quienes conducían a las víctimas para el sacrificio. Más atrás marchaban las delegaciones oficiales de cada ciudad, atletas, entrenadores, familiares. Muchos de estos venían en grandes corceles o en lujosos carros, pero no los espartanos. Ellos marchaban vestidos solamente con sus quitones militares y cubiertos por sus capas rojas. Al frente iban los reyes Aristón y Anaxandridas seguidos por los dos éforos, luego Damen, Filemón, Dimas y Otriades. Los cuatro vencedores de distintas pruebas, cargaban el cuerpo de Xenón. Más atrás venían los demás.
Al llegar al altar de Zeus en el monte, todos se detuvieron a la vera del camino, a excepción de los adivinos y sacerdotes que llevarían a cabo el sacrificio. Bueyes, cabras y ovejas, eran muertos en honor de los dioses, sus muslos eran quemados a los pies del altar en una gran pira, y el resto era reservado para el gran banquete final. Cuando la última víctima fue desmembrada y el humo de su carne se elevaba al cielo, los cuatro espartanos vencedores, avanzaron cargando con el difunto Xenón, al que depositaron sobre una alta pira de madera de olivo para retirarse luego.
- …y te entregamos también a este valiente joven, que dio su vida por la victoria en estas festividades en tu honor, oh venerado Zeus. —Decía un viejo sacerdote con las manos extendidas al cielo.— Acepta su sacrificio y arrebátaselo al Hades, llevándolo a tu lado donde merece estar.
Un joven acólito con una tea puso fuego a la parte de abajo de la pira que no tardó en arder. Las llamas se elevaron altas mientras el sacerdote que había ofrecido el cuerpo de Xenón al gran dios recitaba al poeta ciego. Lo hacía con fuerte voz para que todos oyeran los versos de la Ilíada:
- “…durante toda ola noche el veloz Aquiles, sacando vino de una crátera de oro con una copa de doble asa, lo vertió y rego la tierra invocando el alma del mísero Patroclo. Como solloza un padre, quemando los huesos del hijo recién casado, al igual modo sollozaba Aquiles al quemar los huesos del amigo.”82
Al cabo de un rato, los hombres se fueron dispersando lentamente, y al final, sólo quedaron los espartanos y un par de curiosos viendo cómo el humo subía hacia el cielo. Allí se quedó el grupo de lacedemonios, reyes, atletas, éforos y ciudadanos hasta que el fuego se apagó. Con vino dulce apagaron los rescoldos que quedaban y con cuidado fueron separando los blancos huesos para colocarlos en una simple urna de madera y cubrirlos luego con una doble capa de grasa, mientras que las cenizas fueron esparcidas en el monte Altis. De ese modo, Xenón viviría en la morada de los dioses.
Cuarto día de competiciones.
En ese día se celebraban las competiciones de los jóvenes, por lo tanto la final de pugilismo de hombres se llevó toda la atención. El combate se celebraría en el mismo sitio donde Xenón dejara su vida el día anterior. Al igual que entonces, el lugar estaba abarrotado
Otriades y Dimas aún estaban sacudidos por lo que había sucedido. Si bien no lo conocían bien, la muerte de Xenón les tocó profundamente. Ellos confiaban en las cualidades de Ajax, pero en cierto modo, lo ocurrido les perturbaba, más al ver la gran envergadura del argivo que se enfrentaría con su amigo. Era enorme, se podría decir que una pierna de Otriades tenía la misma circunferencia que el brazo de aquel púgil.
Ajax daba pequeños saltitos alternando una pierna y otra mientras cruzaba sus brazos extendidos una y otra vez para terminar de entrar en calor y acostumbrar sus puños al agarre de las tiras de cuero que cubrían sus nudillos y muñecas. Al otro lado, Krokón, el boxeador de Argos ladeaba su ancho cuello a uno y otro lado.
El sol hacía brillar los cuerpos aceitados de ambos contendientes cuando caminaron acercándose uno hacia el otro para comenzar el combate. Al contrario que en el día anterior, no hubo amagues ni fintas, el enorme argivo se lanzó rápidamente a derribar a Ajax, lanzando un derechazo directamente hacia la oreja que el espartano evitó con un paso hacia atrás y una esquivada lateral. Krokón, furioso por haber fallado, se lanzó nuevamente al ataque avanzando hacia el lacedemonio, pero Ajax lo frenó en seco con un golpe directo en la boca haciéndolo retroceder, y para aprovechar su ventaja avanzó rápidamente y volvió a golpear en el mismo sitio haciéndole saltar un diente al representante de Argos. Krokón, sorprendido y escupiendo sangre, trastabilló pero no cayó. Retrocedió unos pasos para rehacerse y volvió a avanzar, con sus puños se cubría la cara y perseguía a Ajax que se movía de un lado al otro dando pequeños saltitos. Poco a poco fueron quedando más cerca y comenzó un furioso intercambio de golpes, todos dirigidos al cuerpo. Ajax pudo sentir la fuerza y peso de su rival, que con sus golpes llegó a quitarle el aire más de una vez. El intercambio arrancó grandes voces de los hombres que observaban excitados el combate. Todos sabían de la rivalidad entre esas dos ciudades y no tardaron en tomar partido por una u otra. En ese combate se peleaba más que por la corona: allí luchaban Esparta y Argos, las dos potencias del Peloponeso.
Ajax recibía y daba golpes en el cuerpo, estaba un poco cansado y podía ver que su rival también lo estaba. Sin dejar de cubrirse retrocedió unos pasos y se separó de él. Ambos bajaron la guardia y sin dejar de mirarse a los ojos se retiraron a descansar unos instantes. Dimas se acercó a su amigo con un cuenco de agua, Ajax vació el recipiente mas no tragó, tan sólo se hizo unos buches y se enjuagó la boca.
- ¿Cómo lo ves? —Le preguntó Dimas a su amigo.
El púgil no contestó, miró fijamente a Dimas, le guiño un ojo sonriendo y volvió a su sitio de combate. Krokón ya estaba listo y lo esperaba mostrando una sonrisa imperfecta a la que ahora le faltaba un diente.
Los hombres volvieron a acercarse y nuevamente el argivo se lanzó al ataque con una rápida combinación de golpes a la cara y el cuerpo que Ajax esquivó y paró con dificultad. Esa era ahora la guisa del combate, el argivo atacaba y Ajax se defendía, algunos golpes entraron e hicieron daño al espartano que no podía contraatacar. Krokón tuvo entonces su momento, uno de sus golpes dio de llenó en la oreja de Ajax y éste tambaleó retrocediendo. El argivo avanzó para no perder su oportunidad y propinó un tremendo derechazo en la mandíbula del espartano haciéndolo caer. Ajax no se movía, y Krokón gritaba elevando sus puños al cielo y mirando a la multitud que rugía con él. El púgil espartano nunca había caído, nadie antes lo había golpeado tan duro. Estaba en el suelo, mirando las nubes y todo daba vueltas en su cabeza. Mucho trabajo le costó incorporarse, y al hacerlo completamente vio como su rival bailaba y gritaba dándole la espalda.
- ¡Eh, tú! —gritó Ajax encorvado, apoyando sus manos en las rodillas— No festejes antes de tiempo, imbécil, ven a acabar lo que has empezado.
Krokón se volvió sorprendido y no pudo creer que Ajax estuviera de pie. Golpeando sus puños uno contra otro se acercó al espartano que ya estaba incorporado totalmente. Ambos tenían las marcas de la pelea en el cuerpo y en la cara, ambos sangraban por la boca y mostraban una roja sonrisa. Al estar cerca, esta vez, Ajax tomó la iniciativa, y le propinó a Krokón una sonora bofetada que arrancó el griterío del público. El argivo se enfureció y respondió con un golpe directo al rostro de Ajax, quien lo esquivó lateralmente y respondió con una fuerte andanada de golpes, atizándole en el cuerpo primero y en la cara después. Al impactar uno de sus derechazos en la nariz del argivo pudo sentir cómo los huesos crujían bajo su enorme puño. Ajax parecía nuevo, lúcido y furioso, había odio en sus ojos y no cejó en su empeño de golpear y golpear. Krokón, aturdido por los puñetazos, levantaba en vano las manos para tratar de defenderse, pero la velocidad de su rival era mucha, su rostro se fue convirtiendo poco a poco en un amasijo de carne sanguinolenta. El argivo ya no podía tenerse en pie, seguía recibiendo un golpe tras otro y ya no podía siquiera levantar las manos para defenderse, pero no se rendía ni perdía el sentido por lo que el combate continuaba. Finalmente Krokón quedó tambaleándose como un muñeco hacia adelante y atrás, con los brazos colgando inertes a los lados y una tonta sonrisa sangrante en su rostro desfigurado. Ajax se preparó para dar el golpe de gracia y justo en ese instante las imágenes de los juegos anteriores vinieron a su mente, el cuerpo sin vida del pobre corintio que fue su rival. Recordó cómo le retiraron la corona, recordó también a Xenón, todo eso pasó en un abrir y cerrar de ojos, en los que Ajax aflojó su cuerpo y abrió su puño acercándose al argivo. Al quedar frente a él, en lugar de golpearlo, lo empujó poniendo la mano en su frente y echándolo hacia atrás. Los gritos de victoria y alegría de los espartanos y sus simpatizantes llenaban el ambiente. Krokón estaba inconsciente en el suelo, pero vivo. Ajax había vencido y sus manos en alto eran sostenidas por Dimas y Otriades, mientras el viejo Pausanias, abrazado a Lyches, lloraba de alegría como un niño al ver a su hijo convertido en el gran campeón.
Quinto y último día de competiciones
Faltaba apenas una vuelta al hipódromo y Evágoras, montando en Fuego, luchaba por el primer puesto con Manos, un tebano que cabalgaba sobre un blanco corcel. Ambos iban parejos y no se sacaban ventaja. El espartano, echado hacía adelante, alentaba a su caballo gritándole al oído, mientras el tebano fustigaba fuertemente a su montura con un largo látigo. Evágoras aventajaba ahora a su rival por una cabeza, podía sentir bajo sus piernas toda la fuerza de su bestia y el retumbar del latir de su corazón y de los cascos de Fuego al golpear contra el suelo. Ya podía ver la meta, sabía que su padre estaría allí, que se enorgullecería de él y se sintió feliz antes de tiempo. El tebano, viendo que sería derrotado, golpeo a Evágoras con el látigo en dos ocasiones: la primera en la pierna, lo que provocó una larga herida que hizo que el espartano se girara de dolor, y sorprendido al ver que sucedía, inmediatamente después recibió el segundo golpe en el rostro, que le hizo caer y rodar. Evágoras cayó pesadamente, sujetándose la cara con ambas manos. Nadie entre el público pudo entender bien qué era lo que había pasado, pero todos vieron cómo el joven iba al suelo y el tebano se consagraba ganador de la prueba. Fuego, fiel a su amo, en lugar de seguir corriendo volvió hasta el maltrecho joven acercando el morro a las manos de Evágoras que no soltaban su rostro.
Poco tardó en llegar Lyches a su hijo, seguido por Anaxandridas y Otriades. Entonces pudieron ver las heridas del joven y comprendieron lo que había pasado. Evágoras se puso de pie con dificultad y con sus ojos inyectados en sangre por la ira se dirigió caminando a la meta, donde el vencedor era saludado y felicitado por todos.
- Buena carrera, muchacho, pero mala suerte. —dijo el Manos sonriente al ver al lacedemonio acercarse .—Ha sido un accidente, espero que tengas mejor fortuna la próxima vez
Evágoras, furioso y dolorido, con la cara marcada y sangrando por pequeñas heridas, se iba a lanzar sobre él justo cuando su padre y Anaxandridas lo detuvieron y se lo llevaron.
- Enhorabuena —decía el sonriente rey al tebano clavándole los ojos.— muy buena carrera, felicitaciones.
Unos instantes más tarde, Evágoras mostraba su enojo descargando su ira aporreando la puerta de las caballerizas, mientras los ilotas preparaban la cuadriga para la última prueba.
- Tranquilo. —trataba Lyches de apaciguarlo.— No lograrás nada. Te queda una carrera, usa lo que has aprendido aquí y aprovéchalo.
El joven seguía gritando y pateando la puerta, haciendo oídos sordos a las palabras de su padre. Lyches se acercó a él, lo hizo girar poniendo una mano en su hombro y le propinó un fuerte golpe en la cara que lo hizo caer redondo al suelo.
- ¡Basta ya! ¡Deja de chillar como una niña! —regañaba Lyches a su sorprendido hijo.— ¿Pensabas acaso que ésto seria un camino de rosas? ¡Eres un espartano! Compórtate como tal, ve allí y patéales el culo a todos. Yo te estaré esperando en la meta.
Lyches se alejó una vez dicho esto bajo la mirada divertida de Otriades y Anaxandridas, que lo siguieron. El joven se limpió la cara, montó en su cuadriga y se dirigió nuevamente al hipódromo, donde tan sólo había lugar para un carro más, el suyo.
Quiso el destino que a su lado volviese a estar el tebano, quien lo miró sonriendo con desdén.
- Ten cuidado, muchacho, no vaya a ser que te golpees y caigas otra vez —rió Manos.
Evágoras dejó de mirarlo y se contuvo, clavando sus ojos en un punto fijo al frente, mientras se concentraba esperando la orden de partida aferrando con fuerza las riendas. Antes de comenzar, mientras los jueces ocupaban su sitio de honor en el final del trayecto, un heraldo proclamaba los nombres de los corredores, de sus padres y sus ciudades. Justo en el momento que Evágoras era nombrado, como si fuese una señal, Fuego relinchó fuertemente queriendo decir presente también, y junto a él los otros caballos lacedemonios cabeceaban impacientes la orden de su amo para partir.
Al ver la señal de partida, los jinetes, todos a un tiempo, dejaron caer el látigo sobre sus animales mientras daban fuertes voces. Los caballos al alejarse levantaron una enorme nube de polvo que cubrió a los espectadores más cercanos. Los cascos volaban sobre la pista, el retumbar de sus pisadas hacía vibrar el suelo. Eran ocho estadios de carrera donde no sólo era importante tener caballos veloces sino también ser diestro con las riendas y guiarlos bien. Al principio los carros iban bastante parejos, pero a medida que la distancia recorrida fue creciendo las cuadrigas se fueron separando, quedando en cabeza la ateniense, la argiva, la tebana y la espartana al mando de Evágoras, que avanzaba a toda velocidad tratando de adelantar a los demás. Entonces, el joven lacedemonio escuchó el chasquear del látigo seguido por el dolor en su brazo: nuevamente el tebano lo golpeaba. El joven muchacho hizo caso omiso del dolor y siguió azuzando a sus caballos, ya faltaban sólo tres estadios y podía ver la meta. Poco a poco el ateniense y el argivo fueron quedando atrás. Otro golpe y otro más; este último dejó un largo surco en el brazo izquierdo de Evágoras, que cansado de los latigazos de su rival se decidió a actuar. Faltaban apenas estadio y medio cuando volvió a escuchar el chasquido del látigo. Instintivamente alzó su brazo para cubrirse y la tira de cuero del arma tebana se enrolló en su antebrazo, Entonces el espartano tiró con todas sus fuerzas del látigo haciendo que Manos lo soltara. El joven se centró entonces enteramente en la carrera y azuzó con fuerza a sus bestias, mientras su rival quedaba atrás tosiendo por el polvo levantado por el carro lacedemonio.
Evágoras cruzó la meta sonriente y con un brazo en alto. Al detener su carro lo primero que hizo fue abrazar a sus caballos mientras un montón de espectadores se lanzaban a vitorearlo y felicitarlo. El muchacho, aturdido y obnubilado, sólo buscaba a alguien entre esa muchedumbre y rápidamente lo encontró. Se abrazó a Lyches fuertemente y lloró mientras el padre le decía lo orgulloso que estaba de él.
En un claro y caluroso día se celebró la entrega de premios y con ello la clausura de los juegos. El mayor de los sacerdotes, junto con la sacerdotisa de Hera, llamaba a los campeones. Los nombres de los hombres eran dichos en alto y junto a ellos, el de sus padres y las ciudades de procedencia: Diognetos, hijo de Phaidros, de Crotona; Manos, hijo de Amintas de Tebas, Evágoras, hijo de Lyches, de Esparta; Ajax, hijo de Pausanias, de Esparta; Filemón, hijo de Timasiteo, de Esparta, Otriades, hijo de Lykaios, de Esparta…
Esparta. Ese nombre fue pronunciado una y otra vez por el sacerdote mayor en el templo de Zeus durante la entrega de los premios. Los lacedemonios vencieron en siete de las doce pruebas atléticas y arrancaban ovaciones y aplausos de los espectadores cuando uno a uno pasaban al frente y recibían la rama de olivo y una cinta de lana en la frente. Para muchos, el momento más emotivo fue cuando se nombró a Xenón. Aristón, el joven rey lacedemonio, se adelantó portando en sus manos la urna con los restos del ganador del pancracio y recibió en su nombre el premio. Al finalizar la entrega, se destapó una blanca tela que se hallaba a los pies de la estatua del dios dejando ver allí las placas de bronce, grabadas con los nombres, las pruebas y la ciudad de los campeones, esas estelas de honor pronto estarían adornando la avenida de los campeones. De todos los rincones del templo se escuchaban los aplausos y las atronadoras ovaciones cuando los victoriosos atletas se retiraron en procesión al monte Altis a realizar el último sacrificio en honor a Zeus y los demás dioses, en agradecimiento por su triunfo. Tan sólo los argivos conservaban un respetuoso silencio. Su mirada denotaba crispación, envidia e indignación por la derrota. Cuando Anaxandridas vio a aquellos hombres, no sólo observó aquello, también vio odio, y supo que más temprano que tarde se encontraría con muchos de esos hombres en el campo de batalla.