IX

Hacía mucho tiempo que Esparta no emprendía acciones militares. La última vez que el ejército marchó, lo hizo rumbo a Tegea y ninguno de esos hombres había vuelto. Ahora, tres años después, volvería a partir desplegando a casi todo su ejército. Tan sólo quedarían unos dos mil hombres al mando del rey Aristón, guardando la ciudad de alguna revuelta ilota o de un ataque sorpresa desde Argos.

A pesar del arduo y continuo entrenamiento al que se sometían a diario, esa semana los hombres se esforzaron aún más. Lo hacían individualmente o en pequeños grupos en la palestra y en la pista. Además, en los valles cercanos se ejercitaban en movimientos de batallones y regimientos. Las condiciones eran sumamente duras, tratando de asemejar las verdaderas circunstancias de una campaña militar. En esos días, muchos se sorprendieron al ver al viejo Clito, calzado en su antigua armadura, entrenar cuerpo a cuerpo con Lyches. Ambos parecían dioses luchando por la supremacía del Olimpo. Entrenaban uno contra otro utilizando la espada y la lanza alternadamente. Clito, a pesar de sus años, se movía con agilidad y fiereza, y además, por su experiencia, podía adivinar los movimientos de su adversario. Lyches no le deba tregua, golpeaba con toda su fuerza el escudo de su amigo, se movía como un demonio tratando de encontrar un hueco por donde romper la guardia de Clito, pues él prefería ser duro aquí, ya que en el campo de batalla sería peor. Muchos jóvenes y no tan jóvenes detenían sus ejercicios para admirar a dos de los mejores campeones que dio la ciudad. Otriades, Ajax y Dimas estaban entre los observadores, pero en lugar de estar en silencio, jaleaban a uno y a otro para que atacaran mejor y los picaban con comentarios mordaces cada vez que parecían flojear. Al cabo de un rato, el brazo de Clito no pudo sostener el escudo a la altura apropiada y su contrincante encontró el hueco por donde su lanza pasó acariciando el cuello del anciano, quedando suspendida en el aire por el brazo firme de Lyches. Los hombres reunidos comenzaron a golpear las armas contra sus escudos y corazas en señal de reconocimiento. A pesar de ser abatido y de estar cansado, el aspecto de Clito era lozano, como si tuviese veinte años menos. Estaba agitado y sonreía de oreja a oreja, mientras Lyches, por su parte, no demostraba ninguna emoción. Por dentro, sin embargo, el orgullo y una sensación de placer lo invadían, ya que nunca había podido derrotar a Clito en un combate individual. Veía además que su mentor, a pesar de ser ya un anciano, tenía vigor en sus miembros, pero por otro lado, sufría porque el hombre que tenía enfrente no era ni por asomo aquel rudo soldado, invicto en mil batallas, que le enseño a luchar.

Antes de que los hombres volviesen a sus entrenamientos, Clito cogió a Lyches por el brazo y lo puso a su lado.

- ¡Eh! Vosotros tres, —se dirigía a Otriades y sus amigos— coged vuestras lanzas y venid aquí. Aun tienen fuerza estos brazos.

Otriades miró a sus compañeros, que a la vez se miraban entre ellos sorprendidos, Lyches no dijo nada, se limitó a apoyar la lanza en su hombro mientras se frotaba las manos y hacía crujir su cuello girándolo a un lado y al otro.

- Vamos niñitas, os prometo no ser tan duro con vuestros tersos cuerpos. —Clito los pinchaba para que reaccionasen.

Otriades se calzó el viejo escudo de entrenamiento y tanto Dimas como Ajax lo siguieron, el grandullón negando con la cabeza, sonriendo, mientras se acercaba a sus amigos. Al poco tiempo los tres estaban hombro con hombro enfrentándose a los dos mayores, separados por unos diez pasos. Clito le comentó algo inaudible al oído de Lyches y éste asintió, se calzaron los yelmos y poco a poco fueron aproximándose los tres jóvenes soldados que los esperaban.

Fintas y amagos se fueron sucediendo. Clito, que protegía el lado derecho de Lyches, estaba enfrentado a Otriades, a la derecha de este y en el centro estaba Ajax, y en el otro extremo era Dimas quien acuciaba con su pica a Lyches, que sin dejar su posición, utilizaba escudo y lanza para evitar los golpes. Los dos grupos estaban frente a frente, no giraban, no se descomponían, era como si estuviesen en el campo de batalla y sus compañeros a sus lados.

Clito parecía muy fatigado. A duras penas sostenía el escudo, y Otriades vio su oportunidad, avanzó e hizo avanzar a sus compañeros con él y fue atacando con rápidos y continuos golpes al viejo. Fue tan sólo un segundo en el que éste pareció trastabillar y Otriades se lanzó de lleno con su lanza a buscar a su víctima, pero para su sorpresa, Clito se rehízo enseguida y lo contraatacó con saña. Sintió entonces un pinchazo en el muslo derecho y pudo ver la lanza de Lyches que lo había tocado en su descuido. Estaba muerto.

Quedaban ahora dos contra dos, los cuatro hombres se buscaban continuamente. Los rostros sobrados de los jóvenes se habían transformado, estaban serios ahora, sudando bajo sus yelmos y tratando de aguantar el tipo. Cada movimiento que hacían era anticipado por sus mayores, cada paso que daban era como si sus rivales lo hubiesen visto antes. Otriades miraba todo desde fuera apoyado en su lanza, disfrutando, como tantos otros, del espectáculo. Dimas atacaba con velocidad y fiereza y a Lyches le costaba cada vez más parar sus golpes. Finalmente el rápido guerrero tocó al mayor en un costado luego de atacarlo por arriba, y el escudo de Lyches no fue tan rápido como la lanza de Dimas. Mientras esto sucedía, Clito avanzó un paso y tocó con la punta de su arma la axila del veloz soldado dejándolo también fuera de combate. Tan sólo quedaban Ajax y Clito en pie, Dimas y Lyches se sumaron a los demás espectadores, que apoyaban ruidosamente al viejo héroe.

El grandullón lanzó una profunda estocada que fue esquivada no sin dificultad por Clito, que al hacerlo golpeó con fuerza el codo de su rival, obligándolo a soltar su lanza. De pronto las tornas habían cambiado, Ajax desarmado y protegido por su escudo, se enfrentaba a Clito armado con una lanza. Cuando los jóvenes llegaron al campo de entrenamiento, la pareja de veteranos ya estaban realizando sus ejercicios. Había pasado más de una hora desde eso y el viejo aún no se cansaba, parecía como si el esfuerzo, en lugar de sacarle energías, se las devolviese.

Ajax se movía a un lado y al otro desviando golpes, hasta que al fin se decidió a atacar. Se refugió bien detrás de su escudo y arremetió con velocidad y fuerza contra el cuerpo de su oponente, quien al verlo venir, plantó firmemente sus pies en el suelo, resguardándose también él detrás del aspis y echando todo su peso hacia adelante. El choque era inminente. Ajax levantó la mirada por encima de su escudo y pudo ver a su rival esperándole, plantado firmemente en la tierra, aguardando el golpe. Fue en ese momento cuando el enorme espartano dudó, no quería hacer daño a aquel valeroso anciano que tanto le había enseñado y tanto había hecho por él. En el último instante disminuyo su embestida, y al llegar a un paso de distancia de Clito se detuvo. Desde que Ajax empezó la acometida hasta ese momento, habían pasado sólo un par de latidos del corazón. Ahora todo estaba en silencio, todos los hombres que miraban la acción habían callado. Clito, al darse cuenta de que algo extraño sucedía, se enderezó, y observando el rostro de Ajax, comprendió lo que pasaba. Soltó su escudo, se acerco al joven, que no se atrevía a mirarlo a los ojos, y lo propinó un terrible puñetazo en el rostro, un golpe digno de Heracles. Ajax cayó de bruces cogiéndose la nariz entre las manos mientras la sangre manaba profusamente. Clito se aproximó, lo miró desde arriba con desprecio, al mismo tiempo que negaba con la cabeza, para luego marcharse para tomar un baño en las frías aguas del río. Lyches, que estaba unos pasos más atrás, luego de que el viejo se hubiera retirado, cogió al joven de los pelos y lo puso en pie.

- Escucha, pedazo de mierda —le decía mientras le señalaba con el dedo.— Lo que has hecho no le sirve ni a él, ni a ti. No puedes dudar, porque en el campo de batalla el enemigo no dudará…

- Es que yo… —Ajax empezaba a balbucear unas palabras que fueron inmediatamente cortadas por una terrible bofetada de Lyches.

- Tú nada, no se trata de ti o de él. Se trata de lo que debes hacer, y si nos esforzamos por entrenar y ejercitarnos duramente es para que el día que cuente estemos a la altura, y hoy tú no lo has estado.

Lyches también se fue, dejando a Ajax sólo, rodeado por la indiferencia de sus compatriotas que volvían a ejercitarse. Sólo Otriades y Dimas se quedaron, este último le tendió un paño húmedo para que limpiara su rostro, y los tres amigos se dirigieron en silencio a preparar sus petates. Al otro día marcharían una vez más a Tegea, no en busca de cuerpos, no en misión de paz, sino a la guerra. Cada uno avanzaba sumido en sus pensamientos, Dimas imaginaba al ejército desplegado con las capas rojas ondeando enfrentándose al enemigo, Otriades pensaba en su mujer y en sus hijos y Ajax, cabizbajo, en la lección que acababa de recibir.

El ejército partió temprano por la mañana. Anaxandridas iba al frente, su capa jugaba con la brisa al tiempo que sus largas trenzas caían sobre los hombros. Llevaba la frente alta, adornada por una corona de mirto. A su alrededor, avanzaba la mitad de los hippeis, la guardia real, ciento cincuenta de los guerreros más temibles de toda la Hélade. Entre ellos, Filemón, recientemente nombrado polemarca65 del ejército, y su inseparable compañero Damen, avanzaban al frente mientras hablaban y reían. Toda la ciudad estaba agolpada a uno y otro lado del camino viendo partir a sus valientes. Los soldados saludaban a los suyos, se gastaban chanzas con parientes y amigos, y no parecía que iban a la guerra, sino a los juegos olímpicos o a algún festival en honor a los dioses.

Cuántos rostros conocidos marchaban, como tantas otras veces años antes. Había entre ellos jóvenes que partían por primera vez con el ejército, que tendrían su bautismo de sangre probando la hoja de su acero en la carne del enemigo, y también había veteranos, como Lyches, que avanzaba junto a Clito. Cuando la gente los reconocía, los vitoreaba y les deseaba suerte, el viejo y veterano soldado saludaba y agradecía las palabras de aliento con sonrisas. Sólo se detuvo unos breves instantes frente a su familia para despedirse de ellos, pues sus hijos y nietos se quedarían en Esparta junto al rey Aristón para guardar la ciudad. Clito los saludó uno a uno con pocas palabras y sin efusividad, finalmente llegó junto a su mujer a la que miró fijamente y sin decir nada. Ella, no tan arrugada como él, se limitó a decirle:

- Encuentra tu destino y vuelve a mí, con tu escudo o sobre él.

Clito no pronunció palabra, fue tan sólo un abrir y cerrar de ojos, donde aquel corazón de piedra endurecido por mil batallas se ablandó y permitió que su mirada se humedecieran más de la cuenta, y al sentir que iba a flaquear, dio media vuelta y aceleró su paso hasta volver a ocupar su sitio en la formación.

Escenas similares se veían a uno y otro lado del camino, padres, madres y esposas que despedían a los suyos recordándoles por que partían, recordándoles que debían volver con honor o sin vida. En un recodo se veía al viejo Pausanias aconsejar a su hijo Ajax y recriminándole aún por lo sucedido el día anterior con Clito. Más allá Otriades, levantando en brazos a sus hijos y escuchando las mismas palabras de su esposa y de su madre, “Con tu escudo o sobre él”. ¿Cuántas veces habría pronunciado esas palabras Hypathia a Lykaios? Ya ni lo recordaba, ahora las pronunciaba a su hijo, rezando por poder decirlas muchas veces más.

Detrás del ejército marchaban los ilotas y escuderos, llevando provisiones, repuestos para las armas y animales para sacrificar a los dioses, además de todo lo necesario para montar un campamento en pocos minutos. Al salir de la ciudad, serían ellos quienes llevarían también la impedimenta militar, liberando a sus amos de la carga.

Poco a poco la expedición fue desapareciendo rumbo al norte, los ciudadanos fueron dispersándose paulatinamente y volviendo a lo suyo. La mayoría del ejército había partido- Quedaba en la ciudad unos dos mil soldados, incluyendo la mitad de la guardia real y el joven rey Aristón, a quien no se lo vio por allí esa mañana, pero a nadie le importó, pues muchos sabían de su enfado por no poder partir. Pero esa era la ley, alguien debía quedarse a custodiar la ciudad, ya que no se temía tanto un ataque externo como un posible levantamiento de los ilotas.

Mucho después de que el último soldado desapareciera de la vista de quienes quedaban, a lo lejos se podía divisar la nube de polvo que el ejército levantaba al avanzar, era una especie de despedida, una forma de poder ver el ritmo de avance de la tropa, aunque también era un aviso para los espías que rondaban esos lares, un aviso que significaba muerte y que todos imaginaban hacía donde se dirigía. No tardó el mensaje en llegar a Tegea. Aleo lo supo unas horas después de que Anaxandridas partió de Esparta, la máquina de guerra lacedemonia se había puesto en marcha.

- Esparta viene hacia aquí.

Fue lo que Aleo dijo a los suyos en la asamblea para conseguir el silencio y la atención de los nobles. Habían sido convocados urgentemente por el rey y muchos se imaginaban cuál era el motivo, que confirmaron al escuchar esas palabras. Los rostros se pusieron serios, la tensión podía palparse en el ambiente y en las mandíbulas de los presentes que al escuchar esas palabras se apretaron fuertemente en un gesto de nerviosismo y perturbación.

- La buena y la mala noticia es que estamos solos. Argos no nos ayudará, como ya sabéis ellos desean nuestras tierras tanto como los espartanos. Los pocos rebeldes mesenios que existen ya fueron avisados, pero no sabemos si llegarán a tiempo. Dependemos de nosotros mismos, somos la primera y la última línea de defensa de nuestra ciudad.

Los hombres escuchaban a su rey mientras los latidos de sus corazones se aceleraban. Muchos de ellos habían participo en el último enfrentamiento entre las dos ciudades y aún paladeaban el dulce sabor de la victoria.

- Los esperaremos, nos enfrentaremos a ellos y caerán nuevamente, los llevaremos al mismo sitio, allí donde aún se pueden ver las tumbas de los suyos, y allí perecerán otra vez. —La voz de Aleo retumbaba en la fría sala. Se movía de un lado a otro mientras sus palabras llegaban a los oídos y los corazones de sus compatriotas. —Ya envié órdenes, el ejército está preparándose, el pueblo se está armando, los ilotas huidos a quienes hemos dado refugio se nos unirán…

- ¿Qué pasará si no conseguimos engañarlos? —las palabras de un viejo noble interrumpieron al rey.— ¿Qué ocurrirá si han aprendido? ¿Si los llevamos a la hondonada y no entran?

- Haces bien en preguntar, Iatrocles, viejo amigo. Si vamos a la hondonada, ellos vendrán por nosotros. Las puertas de la ciudad estarán guardadas desde las murallas, no podrán entrar; por lo tanto, si quieren luchar, bailaran con nosotros donde nosotros queramos. Los aguantaremos y nuestros arqueros los irán masacrando uno a uno.

Los hombres escuchaban las palabras y se contagiaban de su entusiasmo, la pasión de los más jóvenes se mezclaba con la prudencia de los mayores, los murmullos se fueron extendiendo por la sala mientras el rey, dándole la espalda a la asamblea, se apoyaba en una columna y su mirada se dirigía al exterior donde podía ver el ir y venir de su pueblo. Sabía que su empresa era difícil y tenía miedo. No de morir, no temía a la muerte, había vivido lo suficiente para ver prosperar a su ciudad, tenía, dos hijos fuertes y valientes que le sucederían. No le asustaba el Hades, sino el fallar, el fallarle a su gente y llevarlos a la muerte o a la esclavitud, Tegea era una ciudad libre y por esa libertad lucharía hasta el fin. Mientras sus pensamientos empezaban a mezclase con las voces de los hombres reunidos en la asamblea sólo dijo una cosa más:

- Llegarán mañana.

El ejército hizo un alto. La impedimenta no les permitía avanzar tan rápido como generalmente lo hacían. El rey, además, no quería hacerlo, medio día había pasado y aún quedaba mucho por recorrer. Anaxandridas sabía que en Tegea estaban al tanto de su avance, el efecto sorpresa estaba descartado, por lo que planeó crear expectativa, tardar más de la cuenta, buscando que la tensión en la ciudad fuera máxima.

A pesar de que el sol aún estaba alto, para sorpresa de muchos, sobre todo de los más jóvenes, Anaxandridas mandó preparar el campamento. Lo ubicaron en la margen derecha del Eurotas, en forma semicircular. Las pocas tiendas que se montaron estaban destinadas a las armas, las provisiones, los animales y los ilotas. Los soldados dormirían, como tantas otras veces, al raso, su rey entre ellos, compartiendo el mismo duro suelo. Los centinelas se repartieron en dos grupos, uno que se alejo del campamento para prever una acción sorpresa y la otra mitad se situó en el perímetro exterior del vivaque, mirando hacia dentro, para poder controlar una insurrección por parte de los ilotas.

El clima era fresco y tranquilo. Los hombres, relajados, hablaban, luchaban y jugaban entre ellos en la orilla del río. Si alguien hubiese visto en aquel momento a aquellos musculosos, jamás habría pensado de que se trataba de un ejército, sino de un grupo alegre de niños grandes. Mientras, Anaxandridas juntó a los jefes de cada sección para explicarles el plan a seguir. Entre ellos estaba Lyches, y también, en deferencia a su experiencia, se invitó a Clito. A pesar de estar ansiosos por escuchar las palabras del rey, los rostros de los hombres estaban serios, sin demostrar emoción alguna. Finalmente un joven ilota trajo una mesa plegable, colocó sobre ella un mapa de la región, y los hombres se reunieron en torno a ella.

- Ahí esta, señores. —comenzó hablando Anaxandridas.— Tegea. La primera de las conquistas que realizaremos para reforzar nuestra posición y asentar nuestro dominio en el Peloponeso. Nos hemos detenido ahora por dos motivos, el primero organizar el ataque y ponernos de acuerdo con el plan, el segundo darles tiempo a los tegeos para que piensen lo que se les avecina. Seguramente sus espías han avisado de nuestro avance y esperan vernos por allí mañana por la mañana, pero no será así. Llegaremos mañana pero al caer el sol. Esta noche estarán preparando defensas y dormirán mal, mañana, pensando en una posible acción nocturna, les pasará lo mismo. Nuestro momento será pasado mañana. Antes de llegar nos separaremos. Tres cuartas partes del ejército se dirigirán a Tegea por el camino que emprendió Agasicles hace tres años y se plantará frente a la ciudad como he dicho antes. El resto aguardará un par de horas y luego dará un rodeo para llegar por el otro lado de la ciudad. No encenderán hogueras, no harán ruido, serán fantasmas.

El rey hablaba y señalaba con el dedo el camino a seguir, mientas los hombres atendían sus palabras. Todos comprendían bien a dónde quería llegar Anaxandridas, que alternaba su mirada desde el mapa a los ojos de sus generales y amigos.

- Ellos tienen dos opciones —siguió Filemón mientras las miradas se posaban sobre él.— Quedarse tras sus murallas, y entonces arrasaremos con todas las propiedades y cultivos de los alrededores hasta que salgan, o plantarnos cara. Cuando nos enfrentemos a ellos, seguramente querrán llevarnos al mismo sitio donde nos vencieron hace tres años. Viendo además sólo a la mitad de nuestros hombres, pensarán que su coraje y la superioridad numérica les bastará. Intentarán llevarnos aquí, para rodearnos y matarnos poco a poco, y nosotros iremos.

Justo cuando un leve murmullo empezaba a oírse Anaxandridas retomó la palabra.

- Sí, iremos y aguantaremos, lloverán flechas, piedras y lanzas, empujarán y buscarán nuestra carne con sus filos y aguantaremos. Cuando eso pase, la otra parte del ejército al mando de Filemón asaltará la ciudad por el otro lado, entrará a Tegea, eliminará cualquier amenaza posible y saldrá a darnos una mano. Entonces los tendremos rodeados, encerrados en su propia trampa y con la desesperación de ver arder sus casas y haber perdido la ciudad.

Los hombres callaban, sólo asentían con la cabeza. El plan era arriesgado y valiente, y eso les gustaba. Estaba decidido, sólo quedaba dilucidar qué unidades serían el cebo junto al rey y cuáles atacarían la ciudad junto a Filemón y los hippeis.

Después de una magra cena a base de gachas de trigo, los hombres se fueron retirando en grupo poco a poco. Esa noche no habría hogueras, para evitar que algún observador furtivo pudiese dar buena cuenta del número aproximado de efectivos. La noche era fresca, ni una nube oscurecía el cielo y Otriades observaba las estrellas sobre su cabeza. Parecían tan cerca que estiró la mano tratando de coger alguna. A su alrededor sus dos amigos lo observaban curiosos y divertidos, mientras que Clito no les prestaba la menor atención y recostado hacia atrás sobre sus brazos, también observaba el firmamento.

- ¿Piensas acaso llevarle una estrella a tu mujer? —Preguntó sarcásticamente Dimas.

- No, no pensaba en ello, sino en qué lo lejos que estarán. —Contesto Otriades estirando su mano una vez más.— Parecen luciérnagas, parecen estar a tan sólo unos pasos. Pero aun en la cumbre más alta del Taigeto o del Parnón, uno no puede cogerlas. Creo que ni siquiera desde la cima del monte Olimpo podríamos.

El silencio se cernió sobre ellos una vez más, poco tiempo pasó cuando Ajax, imitando a su amigo, estiró la mano hacia el cielo.

- No, es imposible. —Hablo Clito sin dejar de mirar la bóveda azul que se cernía sobre ellos.— No podrás tocarla. Sólo los héroes pueden llegar allí y sólo para quedarse convertidos en ellas. Ahí tienes a Orión, al centauro Quirón, al mismo Heracles. No hay camino para ir allí, sólo la magnificencia de los dioses te puede acercar. Pero dejad de pensar en alcanzarlas, pensad mejor en lo que nos espera, y recen a los olímpicos, no para que os eleven al cielo como constelación, sino para que los enaltezcan como hombres en la batalla que se avecina.

No volvieron a hablar, ninguno de ellos volvió a estirar la mano para tratar de alcanzar las estrellas. Las voces en los diferentes grupos de hombres fueron apagándose poco a poco, alguna risa furtiva se escuchaba aquí y allá, hasta que el silencio lo cubrió todo. Los tres amigos, uno a uno, se fueron durmiendo, el último Otriades, que hasta caer rendido, no dejó de mirar el cielo.

El sol apareció con fuerza aquella mañana, iluminándolo todo, devolviendo vigor a los miembros entumecidos de los centinelas que hacían guardia en la muralla. Desde la noticia de la llegada del ejército lacedemonio, la ciudad de Tegea era un hervidero a todas horas, hombres que preparaban sus armas, sacerdotes que imploraban a los dioses, los más jóvenes colaboraban para reubicar a quienes vivían en las afueras y al ganado, las mujeres fabricando flechas y preparando pan. La actividad no se detuvo en la noche, sólo disminuyó un poco.

Esparta llegaría de un momento a otro. Iatrocles, uno de los nobles más prominentes de la ciudad, estaba esa mañana a cargo del cuerpo de guardia. Cada hora paseaba por la muralla y hablaba con sus hombres, preguntando por novedades, insuflándoles ánimos para lo que estaba por llegar, recordando las hazañas bélicas y valerosas de su pueblo amado por Atenea, la diosa de ojos de lechuza. Era la quinta ronda que hacía por la muralla esa mañana, el sol ya estaba alto, y desde su posición no se advertían movimientos fuera de la ciudad. En cambio, dentro, la actividad era frenética. Desde lejos vio como Aleo se acercaba a la escala para poder subir a la atalaya junto a él. Al tenerlo cara a cara pudo notar el cansancio en sus ojos, él tampoco había dormido. El rey se asomó hacia afuera y pudo apreciar sólo el verde de los campos y los árboles, pudo ver cómo un halcón caía en picado sobre una liebre para llevársela luego al vuelo.

- ¿Lo has visto? —Preguntó Aleo a Iatrocles que asintió con la cabeza.— De haber aquí algún sacerdote, sin importar el culto al que sirva, nos hablaría de la acción de aquella ave como un prodigio de los dioses y la señal que éstos nos mandan. Farsantes.

Ambos se quedaron pensativos y en silencio, viendo como el halcón se alejaba hacia el sur con la presa en sus garras. Aleo hacía ya un tiempo que no creía en la ayuda de los dioses. Pensaba que ellos se divertían viéndolos luchar por su vida y su libertad. Aún así siempre respetaba los sacrificios y ritos diarios.

- ¿Nada? —Preguntó Aleo, señalando con su cabeza hacia el camino que llevaba a Esparta.

- No, nada. Quizá no vengan hacia aquí. Tal vez se dirijan hacia Argos o a Mesenia.

- No, no nos dejarán atrás. Además tienen la espina clavada.

El ruido de las calles era cada vez mayor, los hombres iban de uno a otro lado armados, listos para la acción. Unos bueyes entorpecían el paso hacía el santuario, y en medio de todo eso unos niños jugaban con espadas de madera. Iatrocles y Aleo veían la situación sonriendo, mas el sonido que predominaba en las murallas era el de los soldados realizando los relevos a sus camaradas y el ruido del viento que soplaba sobre ellos haciendo ondear sus capas y revolviéndoles el cabello.

- ¿Ha vuelto alguno de nuestros observadores? —Preguntó Aleo volviendo a mirar hacia fuera.

- No, ninguno. En cuanto lleguen los enviaré a ti.

- No hará falta, si no han llegado a estas horas, es que ya no van a llegar. Voy a prepararme. Avísame en cuanto aparezca la primera capa escarlata.

El rey bajó raudo de la muralla y se dirigió a su casa. Llegó no sin dificultades, mucha gente se cruzaba en su camino y le suplicaba por el bien de la ciudad, por la vida de sus hijos. No era la primera vez, él había vivido lo mismo tres años antes, aunque entonces recibieron la ayuda de los rebeldes mesenios y de la otra potencia del Peloponeso, Argos. Aleo, igual que entonces, con semblante serio, les prometió hacer todo lo posible por la victoria. Fue un camino largo hasta su hogar. Al llegar, sus sirvientes ya tenían preparada la armadura, la espada, escudo y lanza a los pies de la cama. Su mujer y sus hijos lo esperaban, y el mayor, que contaba ahora con unos doce años, portaba armas hechas a medida, lo que arrancó unas risas de su padre.

- Por favor, no te rías. —Suplicó la reina.— Quiere ir contigo a la batalla.

Aleo no dijo nada, se acercó a sus hijos y en un abrazo abarcó a los dos, los levantó del suelo y besó sus cabezas. Se quedó así unos segundos y luego los bajó nuevamente al suelo. Su mujer se acercó y lo abrazó fuertemente, tratando de retenerlo para sí, tratando de que su olor se impregnara en sus ropas.

- Dejadnos. —dijo el rey a su mujer indicándole que se llevara con ella al pequeño.

La reina, sin decir nada, soltó a su marido, cogió a su hijo menor y salió de la habitación. Aleo miró a su heredero, tenía hombros anchos y fuertes para sus doce años, y vestido con aquella armadura que él le regaló para su último cumpleaños, parecía un joven Aquiles. Se le acercó y despeino sus cabellos con la mano mientras sonreía.

- Quiero ir contigo, padre. Me corresponde ese honor por ser príncipe y heredero. Déjame pelear contigo.

Aleo lo escuchaba y en la voz de su hijo encontraba convicción y valor. Se enorgulleció por ello y abrazó una vez más al príncipe. No dijo nada, sólo lo abrazo y sintió como sus ojos se humedecían.

- Por favor, padre, déjame ayudarte. —Insistió el muchacho.

El rey se separó de él y comenzó a calzarse la armadura, y mientras lo hacía no dejaba de mirarlo.

- Esto no es como tus juegos de pequeño, esto es de verdad.

- Y yo estoy listo, he entrenado mucho. Sé que estás al tanto de mis progresos en el uso de las armas. —Replicó el príncipe.

- ¿Estas dispuesto a enfrentarte al mejor ejército de la Hélade? ¿A luchar por los tuyos?

- Si, padre.

- ¿Estas dispuesto a tomar mi lugar en la batalla si caigo?

- Si padre.

- ¡Júralo! —Grito Aleo a su hijo mientras se ajustaba la coraza.

- Lo juro.

- ¿Juras obedecer en todo lo que te mande?

- Lo juro, padre. —Los ojos del joven príncipe estaban a punto de estallar en lágrimas de emoción.

- Entonces, estarás a cargo de la defensa de la ciudad en mi ausencia, esa será tu responsabilidad. Defender al pueblo si nosotros fracasamos.

- Entonces, no podré luchar. —dijo el cachorro de Aquiles después de unos segundos mirando al suelo.

- Espero que no tengas que hacerlo, hijo mío. —dijo Aleo mientras se ajustaba el tahalí a la cintura.— Vete a la muralla y dile a Iatrocles que venga. Lo pondré al tanto de tu nueva misión. Tú quédate vigilando en su lugar.

El príncipe hizo una reverencia a su padre y se retiró sin mediar más palabra. Aleo fue en busca de sus sirvientes para darles las últimas órdenes, pues ya no volvería a su hogar hasta que la amenaza hubiera desaparecido. Mas no llegó a hacerlo, pues unos gritos que venían desde afuera llamaron su atención. Salió raudo hacia el patio y pudo ver al viejo Iatrocles que se acercaba haciendo aspavientos con las manos. Lo entendió enseguida.

- Ya empieza. —dijo Aleo mientras se calzaba el yelmo.

Con tu escudo o sobre él
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