I
Esparta, 550 a. C.
Otriades, nervioso, no lo revelaba en sus palabras, ya que desde hacía largo rato permanecía en silencio. Su nerviosismo se reflejaba en la forma de caminar, en los gestos, en el movimiento de sus manos.
Mientras la madre de Cora lo echaba de la habitación, Hypathia atendía a su mujer. No podía permanecer quieto y sin hacer nada, viendo como su mujer sufría. En la sala contigua caminó de un lado a otro mientras escuchaba los gritos. Había oído mil a los largo de su vida, de agonía, de victoria, de placer, de miedo, de dolor, pero nunca como aquellos que Cora profería mientras daba a luz. No soportaba escuchar sufrir a aquella a quien amaba. Salió de la casa y en el pequeño jardín respiró más tranquilo, mientras lo invadía un aroma a menta fresca, tomillo y laurel.
Por su casamiento, Hypathia y Gelio les cedieron un poco de terreno y allí edificaron una pequeña y humilde casa a la que Cora supo transformar en un lugar bonito para vivir. El suelo de piedra limpio, el hogar con fuego, paja fresca mezclada con hierbabuena para el lecho, el escudo colgado con orgullo en la pared, sobre el arcón donde Otriades guardaba sus armas para la guerra. Desde que Cora llegó, dónde se alzaba un pastizal lleno de malas hierbas, había un jardín de flores, y habían plantado un pequeño olivo que crecía con fuerza. Otriades se abstrajo con el aroma de la hierba fresca, mojada por el rocío que lo envolvía. Ahí fuera sólo los ruidos de la noche llegaban a sus oídos, sin que oyera los sonidos de la casa.
Por un momento su cuerpo se serenó, pensando en todos los momentos que había pasado junto a ella desde la noche del rapto. Las noches en las que se alejaba del cuartel, de las miradas de amigos y camaradas para escaparse a su lado y hacer el amor. Cuando conversaba con ella, parecía que querían recuperar el tiempo perdido, hablar todo lo que no habían hablado desde que se conocían. Cuando ella apoyaba sus largos cabellos rubios sobre su pecho, que él acariciaba con amor, su lengua se desataba. Nunca fue de usar muchas palabras: en el cuartel, en la ciudad, en el ejército formado, era corto, conciso y directo; pero cuando estaba con ella, parecía un ateniense, un vendedor ambulante. Hablaba sin parar, le gustaba compartir sus pensamientos con Cora o preguntarle cosas tan sólo para escuchar su voz. Una conversación con su mujer se le antojaba, en ocasiones, mejor que algunas tardes de gymnasion.
Su mente seguía volando en el pasado, envuelto en aromas florales, cuando la voz de Cora, transformada en un grito, esta vez más fuerte y agudo, surgió de la casa. No aguantó más y entró como un remolino, dando enormes zancadas, pero antes de llegar a la habitación, su suegra Hypólita asomó por la puerta, como intuyendo la presencia del marido.
- No entres. —Dijo con voz tierna y firme.— Aún no ha acabado.
- Pero, es que…
- No te preocupes. Ella esta bien. —Hypólita consolaba y tranquilizaba al marido.— Si el dolor es fuerte, el vínculo entre la madre y el hijo lo es. Además es una señal de que el bebe será vigoroso.
Esas últimas palabras tranquilizaron a Otriades. Quedó fuera, en la entrada del cuarto, apoyando sus manos a cada lado del tosco marco de la puerta, con una sensación de miedo en su interior, parecida a la que le sobrevenía antes de entrar en combate. Habían tardado mucho en conseguir el embarazo, más de un año. Al principio no le dieron importancia, pero luego la impaciencia y los nervios, sumado a las burlas de sus compañeros y los consejos de los mayores, se hicieron sentir. Recurrieron a medidas desesperadas: ungüentos mágicos, hierbas y brebajes, además de las plegarias a todos y cada uno de los olímpicos. Pero todo fue inútil, todo lo probaron y nada funcionó. Quizá los dioses no están contentos con nuestra unión, pensó él en más de una ocasión. Tal vez mi vientre esté seco, especulaba ella. Pasaron los meses y poco a poco fueron resignándose. Casi habían perdido las esperanzas cuando Cora se presentó en la sisitia, una noche, a la hora de la cena. Aunque prohibido para las mujeres, entró como si de su casa se tratase, mientras los hombres, incómodos, callaron, y alternaban su mirada de sorpresa e indignación entre ella y un Otriades atónito. Nadie hablaba en el comedor, sin saber la causa de la intromisión. En el silencio de la sala, y dirigiéndose a Otriades, sólo dijo:
- Nuestras plegarias han sido escuchadas. —Su voz no transmitía la alegría que sentía por dentro. Sólo dijo eso y se marchó.
Al alejarse, pudo escuchar la algarabía que se desató en la sala, gritos que, de no ser porque iban acompañados por risas, alguien hubiese creído que eran de guerra. Pocos momentos después, él la alcanzó, la levantó en brazos con cuidado mientras se perdía en sus ojos y se fundía con ella en un largo beso.
Ahora, más tarde, temía por ella y su salud. Se preguntó que haría si tuviese que elegir entre Cora y el bebé como lo hizo Pausanias, el padre de Ajax, al nacer su amigo. ¿Podría él optar por el hijo y abandonar a la muerte al amor de su vida, a la mujer que le enseñó las pequeñas delicias del amor por las que valía la pena vivir y morir?
Dentro de la habitación, escuchaba las voces de su madre y de su suegra, escuchaba los gemidos de dolor de Cora. Pocos minutos después escuchó un sonido desconocido para él, el llanto de un bebé, mezclado con las voces de sus familiares, que se oían pero no se entendían. Su hijo había nacido y él sentía el rugido y la fuerza del lobo que iban creciendo en su interior, mientras abría la puerta y entraba al cuarto. Una de las ilotas de su madre sostenía un bulto en sus brazos; su corazón se inundó de alegría al acercarse, pero notó con sorpresa que tanto su madre como otra esclava seguían moviéndose en torno a su mujer. Se giró y vio a Hypathia acuclillada, con las manos y las ropas manchadas de sangre, entre las piernas de Cora que estaba tumbada.
- Un poco más, un poco más y sale. Empuja.
Escuchaba la voz de su madre y no terminó de entender lo que ocurría, sintió que su cuerpo no le respondía, el calor y el olor a sangre de esa habitación lo estaba invadiendo, lo impregnaba todo. Sus piernas perdían fuerzas y equilibrio, sintió un fuerte dolor en su cabeza y sus sentidos se embotaban, poco a poco una especie de mareo se apoderó de él y no vio nada más. Lo último que hizo antes de desmayarse fue escuchar otro llanto, un llanto fuerte, un llanto a pulmón lleno y se sintió feliz.
Abrió los ojos, y la cabeza aún le daba vueltas mientras se incorporaba y con las manos se restregaba el pálido rostro y los ojos para que se acostumbrasen a la poca luz de la habitación. Tardó unos instantes en darse cuenta de que estaba sobre una mesa en medio del comedor de su sisitia, rodeado de platos sucios, algunas copas rotas y un par aún con el néctar de Dionisio, además de alguna crátera también. Sus ojos miraban a uno y otro lado del vacío cuarto, buscando una respuesta a cómo habían ido a dar ahí sus huesos, ya que las imágenes de la noche anterior estaban borrosas en él. Giró sobre su trasero para bajar de la mesa, apoyó el pie derecho sin problemas pero al querer ponerse de pie, perdió el equilibrio cayendo redondo al suelo, justo al tiempo en que se abría la puerta.
- Con que nuestra princesita se ha despertado, seguramente el olor a pies y a sudor de esta habitación ha mancillado su exquisita nariz.- Era Dimas el que hablaba en tono de burla con Ajax, mirando a Otriades desde el marco de la puerta.
- No, no, no, yo creo que ha sido el terrible aroma del vino que impregna la mesa, ¿cómo hemos osado no ponerle una sábana? De ese modo su real estómago no se sentiría débil. —Ajax avanzaba mientras movía sus manos como una niña.
Los dos amigos se dirigieron entre carcajadas al maltrecho Otriades y, cogiéndole uno por cada axila, lo levantaron hasta que éste quedó en pie. Paulatinamente el joven fue recordando la noche anterior, los olores, los gritos de Cora, a su suegra y a su madre. Mientras lo hacía sus ojos comenzaron a iluminarse y su piel a recobrar el color perdido, y una sonrisa le surcó el rostro cuando recordó.
- Amigos míos, —dijo mirando alternadamente a Dimas y Ajax— tengo un hijo.
Los amigos se miraron por encima del hombro del reciente padre y comenzaron a reír, tanto que cayeron al suelo entre carcajadas, dejando de sostener a Otriades que casi cae al suelo con ellos
- Pero ¿qué os pasa? —preguntó intrigado— ¿Es que estáis borrachos a estas alturas de la mañana? ¿Qué es tan gracioso como para que me tumbéis al suelo otra vez?
- El que eres un flojo —dijo Ajax mientras se desternillaba— eres una nenaza y un flojo que se desmaya por el golpe de una vieja, si tu padre te viese te llevaría a patadas en el culo desde aquí a la cima del Taigeto. Nos mandó llamar Hypathia. Estabas tan pesado que cuando entraste al cuarto la madre de Cora te atizó en la cabeza con una silla y tú caiste rendido a sus pies. Nos pidió que te trajéramos aquí por si despertabas y volvías a hacer follón.
- ¿Y sabes algo? —apostilló Dimas un poco más calmado— No tienes un hijo.
El rostro del joven padre se contrajo, él recordaba el llanto del bebé que sostenía la ilota y lo fuerte que era, esos gritos retumbaban en su cabeza, y volvió a sonreír.
- Pues no me importa que sea una niña, la he escuchado y sus pulmones son superiores a los de Heracles.
Otriades quiso seguir pero nuevamente sus amigos estallaron en risas, parecían dos chiquillos con un juguete nuevo.
- ¿Es qué eres tonto? —preguntó Ajax tratando de levantarse del suelo, mientras hacía un esfuerzo por dejar de reír.— No tienes un hijo, tienes dos.
Otriades quedó con la boca abierta, mientras los recuerdos le sobrevenían mostrando las imágenes y sonidos de la noche anterior. Sus ojos se levantaron y se cruzaron con los de sus amigos que le miraban expectantes. Finalmente recordó y empezó a gritar y abrazarse con sus compañeros, que lo levantaron en andas y pasearon por la habitación mientras elevaban cantos de guerra y vaciaban el vino que quedaba en las pocas copas sanas de la mesa.
Aparentemente recompuesto, Otriades se desembarazó de sus amigos que quedaron bailando y cantando en el comedor y se dirigió a toda velocidad hacia su casa. La gente al verlo correr sonreía, la noticia había llegado rápidamente a todos los rincones de Esparta donde, si bien había muchos nacimientos, era raro ver mellizos. Casualmente la última pareja de mellizos había nacido veinte años atrás, y eran Dione y Cora, las hijas de Gelio. Otriades avanzaba a paso veloz sin cruzar palabra con nadie, sentía que sus pulmones iban a estallar, sus pies lo llevaban solos entre el laberinto de calles de la ciudad sin importar la falta de aire.
Finalmente, después de girar en una esquina, vio el olivo recién plantado y las blancas paredes de su casa. Mientras su rostro rojo y mojado por el sudor esbozaba una sonrisa, su carrera cobró un nuevo impulso y su velocidad aumentó. Cruzó de un salto la pequeña verja y sin detenerse en su carrera, chocó contra la puerta a la que trató de abrir inútil y torpemente, y al no poder hacerlo empezó a aporrearla. La golpeaba con los puños cerrados sin detenerse mientras gritaba el nombre de su mujer y llamaba a su madre. Cualquiera que hubiese visto la escena hubiera pensado que una tragedia había ocurrido44, sin embargo era todo lo contrario, Otriades estaba en el día más feliz de su vida, desesperado por conocer a sus hijos y ser más feliz aún.
La puerta se abrió y la luz que entraba por una ventana revelaba apenas la silueta de quien había abierto. Otriades no reparó en nada y quiso entrar rápidamente, pero una fuerte mano en su pecho se lo impidió, empujándole hacia atrás.
- Tranquilo. —dijo Lyches saliendo a la luz— Cora está descansando y los críos duermen. ¿No querrás ser un inoportuno estorbo como anoche, verdad? —El viejo soldado le apuntaba con un dedo en el centro del pecho mientras le guiñaba un ojo.
Otriades saltó sobre su mentor y lo estrechó con un fuerte abrazo. Hacía mucho que no se veían, desde que Lyches partiera seis meses antes en busca del cuerpo de Orestes. Toda Esparta llevaba casi dos años en busca de los restos del hijo de Agamenón, utilizando todos sus recursos militares, económicos y políticos.
Los dos soldados tardaron bastante en deshacer el abrazo, y al separarse, Otriades pudo ver una vez más que los ojos de Lyches seguían sin recuperar el brillo que perdió en aquella misión a Delfos. Excepto por eso y por un par más de arrugas en la cara, su amigo seguía siendo el mismo, sus brazos fuertes como robles, la cabellera bien peinada y la barba plateada sobre su rostro.
- Pasa. —dijo Lyches, apartándose.— Pero no hagas ruido ni pretendas levantar a los pequeños, aunque de todos modos tendrán hambre en cualquier momento y reclamarán su comida con vigor, y entonces podrás ver con tus ojos lo sano y fuertes que son.
Otriades entró a la casa, sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la oscuridad que allí reinaba. Como si de una suave brisa se tratara, fue avanzando sigilosamente por la sala, hacia el cuarto donde reposaban Cora y los bebés. Deseaba verlos y alzarlos, conocer los rostros de sus hijos, tocar su suave piel y sentir la fortaleza de sus cuerpos, pero lo que más deseaba era abrazarla a ella, acariciar su cabello y compartir su felicidad. Se detuvo unos centímetros antes de la puerta, giró la cabeza hacia donde Lyches estaba mirándolo, sus ojos se cruzaron y el viejo soldado le sonrió mientras asentía y con las manos le hacía gestos para que entrase, y así lo hizo. Dentro, la poca luz de la ventana revelaba la figura de su mujer, sosteniendo con sus manos un bulto a cada lado. Se acercó en silencio a los pies de la cama, desde donde pudo ver la sonrisa que Cora tenía dibujada. Ella estaba volando en sueños, contenta por los dos regalos que los dioses le enviaban y él, al ver la cara de uno de ellos, que tenía los ojos abiertos de par en par y agitaba sus manitas de un lado al otro, fue feliz también. Se acercó aún más y cogió al niño en brazos, con sumo cuidado, hasta con miedo, y quedó impresionado por el color gris oscuro de los ojos y, sobre todo, por la cantidad de pelo que el bebé tenía en la cabeza, fino y castaño. Recordó sus años infantiles y la melena que lucía siendo él aún pequeño, mientras acomodaba gentilmente al recién nacido en sus brazos. Acercó un dedo a la manita del bebé que lo cogió y grande fue su alegría al sentir el vigor de la prensión de su hijo. Sin dudarlo caminó hasta el lado opuesto de la cama y se sentó, lo hizo de forma tal que pudo ver al otro niño mientras sostenía al primero en brazos, y muy suavemente comenzó a tocar su piel y palpar sus anchas piernas y brazos.
Las lágrimas brotaban de sus ojos imitando una lluvia otoñal. No era la primera vez que lloraba, el llanto lo acompañó en otros momentos de su vida, al recibir alguna regañina siendo pequeño, al ser azotado por primera vez con apenas ocho años, o cuando enterró a su padre, pero esta vez era distinto, en esta ocasión lloraba de alegría.
- ¿Por qué lloras? ¿No estás feliz? —La voz de Cora, que había despertado, llegaba suave a su marido, mientras también ella comenzaba a acariciar al bebé.— ¿Puedes ver cuán sanos y fuertes están?
Él le sonrió e intentó besarla, al tiempo que el bebé que estaba dormido comenzó a llorar y el que Otriades llevaba en brazos lo siguió reclamando a su madre. En un instante los mellizos vaciaban sus gargantas a puro pulmón y ensordecían a sus padres, que reían de felicidad.
Después de amamantarlos Cora se aseguró de que estuviesen dormidos antes de dejarlos nuevamente a su lado en la cama, mientras Otriades, extasiado con el milagro de la vida, se acomodaba como podía a la vera de su esposa y se acurrucaba junto a ella.
- Están bien, son sanos y tienen la fuerza de una fiera. —dijo mientras la abrazaba.— Necesitan un nombre adecuado. ¿Cómo te gustaría llamarlos?
- Aún no lo sé, pero por como hablas creo saber cómo quieres llamar tú, al menos a uno. —Cora hablaba mientras acariciaba el pecho de su marido.— Amor mío, por más que lo llames como a tu padre, no va a ser él. No lo reemplazará en tu mente o en tu corazón. Nuestros hijos no necesitan un gran nombre para ser grandes guerreros y mejores hombres, y estoy segura de que el día de mañana la gente dirá al verlos marchar con sus capas rojas, “esos son los nietos del lobo, su estirpe está en ellos”. —Ella seguía acariciándolo mientras escuchaba el latir de su corazón.— Si quieres los llamaremos igual que sus abuelos, pero preferiría un nombre que al decirlo no me recuerde a otra persona. ¿Me comprendes?
En la quietud de la habitación él se quedó en silencio y sin responder, pensando en las palabras de Cora, mientras intentaba ver a sus hijos de mayores, fuertes y recios con sus armaduras de bronce, sus capas y las crines de sus yelmos ondeando al viento, ambos con la cara de un lobo pintado bajo la lambda45 de su escudo.
- Te entiendo. —dijo al cabo de un rato.
Ella no lo escuchó, estaba dormida apoyando su cabeza en el pecho de Otriades, quien quedó acariciando los cabellos de su mujer. Mientas miraba el techo todos sus pensamientos iban hacia sus hijos y se dio cuenta que hasta ese momento no había conocido la verdadera felicidad.