IV

Era temprano por la mañana y las nubes no dejaban ver el sol. En la sala de la asamblea reinaba un calor que contrastaba con el frio de las calles. No procedía de los braseros, ni del calor que las capas o los mantos de lana de los reyes o éforos ahí reunidos, era el calor del ánimo de Aristón que lo llenaba todo.

- ¡Iré yo! A mi no me conocen, no saben quién soy. —El joven rey se hacía escuchar frente a Anaxandridas y los éforos.— Sé lo que hay que hacer y puedo hacerlo.

- Nadie duda de eso, lo que queremos que entiendas es que eres demasiado valioso para arriesgarte. —Anaxandridas trataba de hacerlo entrar en razón.— ¿Qué pasará si te cogen? ¿Si te matan?

- Bien sabes que no le temo a la muerte o al dolor de la tortura, mi primo puede ocupar mi sitio si me pasara algo.

- ¿Y dejar así el linaje de tu familia? ¿Cuánto hace que estás casado? Tu mujer no te ha dado ningún hijo aún. ¿Quieres que tu sangre muera contigo? —Clearco intentaba hacerlo entrar en razón.

- Mira, junto a mí eres rey de esta ciudad maravillosa. No tenemos grandes edificios, no tenemos grandes monumentos, no somos ricos en cuanto a dinero se refiere, —Anaxandridas le hablaba en tono paternal, cogiéndole por los hombros y mirándole a la cara.— pero sí tenemos los mejores hombres de la Hélade, sí somos ricos en valor y tenemos nuestra ley. Los éforos han dicho que no, si reuniésemos aquí a la gerusia también lo haría, incluso la asamblea negaría tu petición. Es sólo una misión de espionaje, de reconocimiento, tú eres demasiado importante como para arriesgarte en esto.

Aristón, rojo por la ira, con las venas del cuello y la sien hinchada y a punto de reventar, se cuadró en posición de firmes, llevó su mano al pecho a modo de saludo mientras su mirada se perdía en un punto fijo del vacío, y se retiró de la sala a grandes pasos. Anaxandridas respiró hondo y se giró hacia los éforos, abriendo sus palmas hacia el cielo.

- Es joven, tiene el mismo carácter y temperamento de su padre. Ya se le pasará. —dijo el rey mientras se acercaba a los demás.— Se hará como dijimos en un principio, enviaremos dos hombres a Tegea y que localicen los puntos débiles de la ciudad, que se enteren bien de quiénes son los que más influencia tienen, a qué cabezas hay que cortar antes de entrar en una acción plena. Tendrán también permiso para actuar en caso de creerlo conveniente, sea para el asesinato o el sabotaje.

- ¿Tienes a alguien en mente? —preguntó, Clearco.

- Si, un joven que destacó en la kripteia. Irá con Nicarco, mi escudero, y se harán pasar por esclavos fugitivos en dirección al templo de Atenea Alea en busca de refugio. No sospecharán nada.

- Y dinos ¿qué novedades hay con respecto a la búsqueda del cuerpo de Orestes? —Volvió a preguntar el éforo.

- La respuesta del oráculo nos pone en una difícil situación. Llevamos buscando el cuerpo desde hace más de dos años y, como sabéis, sin suerte. Han partido otros cuatro grupos en su búsqueda, que se dirigen a Olimpia, Micenas y Pilos, donde ya hemos buscado anteriormente, y el último grupo indagará en Argos. Puede ser que el oráculo haya tomado partido en contra nuestra, pero si no encontramos el cuerpo tendremos que decidir si marchamos igualmente a la guerra, y tomamos con las armas esa maldita ciudad, o por el contrario enviamos otra embajada a Delfos, esta vez con alguien que tenga la pericia y sabiduría suficiente como para preguntar y obtener una respuesta que nos permita augurar un victoria segura. Alguien como tú, Clearco.

Los éforos se reunieron y parlamentaron unos segundos en voz baja, y finalmente Clearco se dirigió al rey:

- Pues confiemos en que esos grupos tengan suerte, porque no emprenderemos ninguna acción de guerra sin la aprobación de los dioses, y por mi parte, estoy demasiado viejo para viajar a Delfos.

Ni bien recibida la orden y los detalles de lo que debía hacer, Adrastro se cortó su largo pelo, dejando ver su cuero cabelludo junto con las cicatrices de viejas heridas. Sus hermosas trenzas cayeron al suelo, aun sujetas por las tiras de cuero teñidas de azul, que su madre le había regalado el día de su iniciación como guerrero.

Unas semanas habían pasado desde entonces, pero Adrastro recordaba ese día como si fuese ayer. Era una mañana fría y soleada, bajaba desde el norte una brisa que traía el fresco aroma del rocío matinal. Él y sus compañeros se encontraban formados en las inmediaciones del templo de Artemis Ortia, vestidos solamente con su corto quitón52 militar, rodeados por todo el ejército, donde cada hombre portaba su armadura, su capa roja y el yelmo rematado por la cimera de crin de caballo. Estaba también la guardia real, los trescientos hippieis, lo mejor de Esparta, y en los escudos se podían ver las enseñas de los linajes más que honorables de la ciudad. Caminando silenciosamente detrás de la guardia, avanzaban los reyes, Anaxandridas y Aristón, caminando con majestuosidad marcial y vestidos con armaduras de finísima factura, mientras las cimeras escarlatas de sus yelmos ondeaban al viento, las filas de soldados se abrían a su paso. Toda la población estaba allí, no sólo los ciudadanos espartanos, también estaban los periecos53, moradores de pueblos, aldeas y ciudades de las afueras de Esparta. Los murmullos de la multitud no podían apagar el sonido de los aulos54 y el redoble de tambores. Adrastro estaba nervioso, ese día dejaba de ser un efebo, y se convertía en hombre, se convertía en un guerrero. Los sacerdotes del templo, luego de realizar unas plegarias, sacrificaron cinco bueyes blancos como la nieve. Segundos después de realizar el ritual, los ayudantes abrieron con presteza y habilidad a las bestias extrayendo sus vísceras humeantes; los sacerdotes pudieron leer en ellas que Zeus y los demás dioses del Olimpo estaban complacidos con el sacrificio y que les eran propicios. Cuando las vísceras fueron arrojadas al fuego del altar el olor áspero de la carne quemada lo inundó todo. Sólo entonces asomaron los éforos, saliendo desde la puerta principal del templo, precedidos por un coro de jóvenes muchachos. Clearco, el mayor de los ancianos, nombraba a los jóvenes que ese día ingresarían formalmente a las filas del ejército: Pelias, hijo de Teages; Demodoco, hijo de Ayantadoro, Amintas, hijo de Augias, Adrastro, hijo de Lykaios. Uno a uno fueron todos nombrados, mientras los familiares, orgullosos, ya no veían a nóveles reclutas, sino que eran hombres los que tenían delante. El rito continuó con la flagelación de los jóvenes: cada uno era despojado de su quitón y azotado hasta que caían de rodillas. Un esclavo le quitó a Adrastro su prenda, dejando al descubierto su gran espalda y sus hombros anchos, y mientras era sostenido por dos soldados de la camada anterior, un tercero lo golpeaba con el látigo. Los surcos que iba dejando la herramienta en su espalda eran profundos, pero en ningún momento, ni él ni sus compañeros emitieron un solo quejido. Los jóvenes volvieron a su posición inicial, pues todos habían pasado la prueba. Una vez más, Clearco nombró a los nuevos hombres de la ciudad, que esta vez daban un paso al frente mientras los padres de los soldados avanzaban hacia ellos, prendían una capa roja a la espalda de sus hijos y le entregaban un escudo con la Lambda, símbolo de la ciudad, inscripto en el centro. Al hacerlo, se repetía la fórmula que venía pasando de padres a hijos en esas jornadas. Al estar muerto Lykaios, fue Otriades quien se aproximó a su hermano, le prendió la capa y le dijo mientras le entregaba el escudo:

- Tu escudo es tu único tesoro, protector de tu compañero y de tu ciudad.

Cuando todos tuvieron sus nuevas prendas se entonó el peán de Castor y el rito se dio por concluido, y después de recibir el permiso de los reyes, cada hombre fue a la casa familiar, donde podría pasar parte del día. Allí Hypathia le entrego las cintas para su pelo, Adrastro levantó a su madre en volandas, mientras apretaba el regalo en su mano.

Ahora, mientras se preparaba para su misión, ese regalo caía al suelo sujetando las trenzas de su cuidado cabello.

Partió junto a Nicarco bien entrada la noche, con un cielo sin luna, tratando de llegar sin detenerse hasta Tegea. Iban vestidos con ropas andrajosas y sandalias gastadas, sus únicas armas eran un par de dagas. Al verlos moverse en la oscuridad cualquiera hubiese pensado que se trataba de fantasmas de la noche. Se movían rápidamente, como flotando, sus pies casi no tocaban el suelo, y ningún ruido se oía a su paso. Avanzaban acortando la distancia y la noche avanzaba con ellos. Las horas pasaban, el camino se hacía difícil por la falta de luz y por el terreno, pero ellos no mostraban visos de cansancio. Adrastro no sabía cuánto tiempo llevaba con ese ritmo, ni que tan cerca o lejos estaba de su destino. Pensaba que nunca en su vida había corrido tanto. Estaba seguro de no haberse perdido, y de que el camino era el correcto; no estaba cansado, podía seguir sin problemas un trecho más, y sin embargo se impacientaba porque el tiempo pasaba y Tegea no aparecía.

De pronto, Nicarco se frenó en seco. El escudero cretense percibió algo en el aire, un olor, un sonido tal vez, y de un salto pegó su espalda a un árbol. Adrastro al verlo hizo lo mismo.

- ¿Qué pasa? ¿Qué has visto? —Preguntó el espartano en voz baja.

- Sshh… Haz lo que yo hago. —Susurró el cretense mientras se agachaba y buscaba a tientas algo en el suelo. Encontró lo que buscaba y le pasó un poco a Adrastro.— Pásate esto por el cuerpo.

El espartano cogió lo que se le tendía y pudo sentir en su mano la textura blanda de un puñado de tierra húmeda; empezó a untárselo por la piel y poco a poco le fue llegando un fuerte olor a estiércol, pues no era tierra lo que se estaba pasando por el cuerpo. Unos segundos después, ambos estaban totalmente cubiertos con excrementos de animal. El aroma que se desprendía de ellos era nauseabundo.

- ¿Me puedes decir qué pasa? —Volvió a preguntar Adrastro empuñando su daga con la mano llena de suciedad.

- Calla. Ya lo verás. —Dijo Nicarco mientras untaba a su compañero con la porquería también en brazos y piernas.

Los dos estaban inmóviles y en silencio, el olor era insufriblemente hediondo y ambos tuvieron que controlarse para no vomitar. De pronto, un sonido, el crujir de unas ramas: alguien se acercaba, el ruido se repetía y era cada vez más cercano. Adrastro apretó con fuerza su daga, dispuesto a saltar sobre quien apareciese junto al árbol donde se ocultaban. Nicarco, que se dio cuenta de ello, lo cogió de la muñeca. Unos segundos después, un enorme oso pardo pasó a escasos metros de ellos. El animal se movía ágilmente a pesar de su tamaño. Los ojos del espartano se abrieron grandes como platos, pues era raro ver osos por esa zona en aquella época. Nunca había visto uno tan grande, y calculó que si ese animal se ponía de pie, lo superaría en altura por medio cuerpo. El oso no se detuvo y siguió andando hacia el oeste, seguramente buscando comida o refugio. Dejaron pasar varios minutos antes de volver a moverse y cuando lo hicieron fue poco a poco, como si fuesen una estatua de hielo que comienza a descongelarse. El estiércol que se pasaron por la piel era ahora una capa seca de suciedad que caía con facilidad, pero a pesar de eso, el fuerte olor no se iba. Comenzaron a avanzar nuevamente, pero esta vez lo hicieron caminando, faltaba poco para que saliese el sol, tenían los ojos rojos por pasar la noche en vela, vestían ropas raídas y sucias, además de tener pegadas a la piel alguna que otra costra de excremento animal. Ahora, mientras andaban, parecían dos espectros escapados del Hades.

- ¿Por qué lo has hecho? —preguntó Adrastro.— ¿No te hubiese resultado más fácil dejar que el oso me mate y conseguir así tu libertad?

El escudero se paró en seco y lo miró de hito en hito, y su mirada contenía un reproche. Sus ojos recorrieron la persona de Adrastro de arriba abajo, y al encontrarse con sus ojos, Nicarco rió socarronamente mientras negaba con la cabeza. Continuó andando, dejando atrás al espartano.

- Tú no sabes nada de mí. No te atrevas a juzgar lo que hago o lo que dejo de hacer. —comentó sin detenerse.

Adrastro se dio cuenta de que había cometido un error, pero no sabía cuál era. Desde pequeño conocía a Nicarco, él era la sombra de Anaxandridas, lo seguía a todos lados y le servía como si fuese un esclavo. Todos en la ciudad, sus compañeros, los jóvenes con las que recibió instrucción, pensaban que el cretense era un prisionero de guerra. Adrastro no dijo nada y siguió andando detrás de Nicarco. Poco después el sol asomaba por el levante y sus rayos iluminaban las murallas de Tegea.

Desde el cerro en donde estaban, a unos dos o tres estadios de Tegea, podían ver a la ciudad que aparentemente aún dormía. Allí encontraron unos arbustos con moras silvestres, y unas pocas fresas a sus pies que se apresuraron a devorar a modo de desayuno. Vigilando la ciudad, Adrastro retomó la conversación.

- No fue mi intención de antes ofenderte.

- No te preocupes, para ti soy sólo un esclavo. —Dijo Nicarco sarcástico.

- Bueno, era así, pero por lo que me has dicho y teniendo en cuenta la confianza que en tí pone el rey, veo que no. Si debemos confiar el uno en el otro, me gustaría saber quién eres. –Con las manos llenas de frutos, comenzaron a descender en dirección a las puertas de la ciudad.

- Yo vengo de Creta como bien sabes, mi padre era un comerciante poderoso, con muchas influencias y conexiones y, por supuesto, muchos enemigos. En un viaje de negocios a Atenas conoció al rey León, el padre de Anaxandridas, quien aún no había nacido. Yo tenía entonces unos cinco años. Por lo que sé, se fomentó entre ellos una buena amistad, que fue sellada con intercambio de regalos: mi padre le entregó al rey una hermosa espada, con un tahalí adornado con piedras preciosas y el rey, a cambio, le entregó un tosco anillo de plata. Ese anillo eran tan grueso que mi padre no pudo ponérselo en el dedo, y lo que hizo fue atárselo al cuello con una hermosa cadena de oro. Meses después, el día que yo cumplía seis años, viajaba junto a mis padres en una de sus naves mercantes que se dirigía a Siracusa. Cerca de la isla de Citera55, fuimos emboscados por unos piratas, mi padre murió atravesado por muchas flechas y espadas, pero mientras agonizaba arrancó el anillo de la cadena que llevaba en el cuello y lo puso en mi mano. Mi madre fue tomada prisionera y violada mientras aún duraba la refriega. Un viejo marino me dio una caja de madera vacía y me arrojo al mar justo antes de que lo matasen a él también. Al caer al agua solté la pequeña caja, pero la vi flotando en la superficie y me aferré a ella, mientras el barco de mi padre y el barco pirata se alejaban en dirección oeste. Nadé abrazado a la caja en dirección a la costa, y finalmente una ola me arrastró a la orilla, donde me recibió un grupo de soldados que habían visto toda la escena desde allí. Uno de ellos reconoció el anillo y me hicieron llegar a la ciudad de Esparta. Allí el rey me recibió y me cuidó, trató de educarme según las costumbres de mis padres, pero lo tuvo difícil, yo era difícil. Así pues, lo único que logró enseñarme es el uso del arco, un arma que vosotros detestáis. Desde niño estuve con Anaxandridas, no protegiéndolo sino vigilándolo a petición de León. Con los años forjamos una buena amistad. Me ofreció unirme al ejército espartano como un igual, al fin y al cabo casi toda mi vida estuve en Esparta, pero no acepté. Prefiero ser un escudero, tengo más libertades, y de todos modos, si hay que pelear, pelearé.

Cuando Nicarco calló, dejaron de comer frutos y al cabo de unos instantes se dirigieron nuevamente a la ciudad. Mientras lo hacían, Adrastro se imaginaba mentalmente la vida de su compañero de viaje, podía ver cada imagen que Nicarco le contaba. Estaba asombrado, la narración de su compañero le hacía creer que el cretense retacón estaba destinado a hacer algo grande en su vida, a intervenir de algún modo especial en la historia, ¿por qué si no los dioses le habrían ayudado tanto?

- Bueno compañero, aquí nos separamos. —Dijo Nicarco.— Rodea la muralla, recuerda lo que nos han dicho, por la puerta del este entra todo el comercio a la ciudad, por allí te será fácil entrar. Nos vemos mañana por la noche en el templo.

Ambos se separaron, Nicarco dirigiéndose a la ciudad, Adrastro rodeando la muralla a cierta distancia para no ser visto. Poco tardó el cretense en acercarse a la inmensa puerta custodiada por dos guardias.

- ¡Alto! ¿Quién sois y qué buscáis aquí? —Preguntó uno de los centinelas.

- Sólo soy un esclavo huído, he escapado de Esparta y vengo a pedir humildemente asilo al sagrado templo de Atenea Alea y a vuestra gran ciudad. —Nicarco se había adelantado y se postró a los pies del guardia aferrándose a sus rodillas.

- ¡Suéltame!, Por las tetas de Afrodita, como apestas. —dijo el guardia mientras alejaba al cretense con un empujón.— Espera aquí.

El hombre se quedo en la puerta de la polis, y desde ese sitio pudo observar cómo la ciudad se despertaba con buhoneros y comerciantes que, desde bien temprano, trataban de vender sus mercancías. El sol que poco a poco iba asomando fue dando color a los tejados y muros de las casas. Era la primera vez que Nicarco veía Tegea, sólo pudo observar la ciudad amurallada desde la loma donde aguardó a Anaxandridas hacía casi tres años. Ahora estaba junto a sus muros y mientras los admiraba trataba de imaginar si se parecían en algo a los muros de la antigua Troya de Príamo. Al poco rato, mientras seguía volando con su imaginación, regresó el centinela, seguido esta vez por un grupo de cinco soldados que en un abrir y cerrar de ojos rodearon al presunto fugitivo.

- ¿Tienes algún arma? —Preguntó el centinela.

Sin contestar, arrojó su daga al suelo y uno de los soldados la cogió.

- Síguenos. —Le habló uno de los soldados que parecía ser el jefe del grupo.

Los soldados y Nicarco cruzaron las puertas y se dirigieron hacia la plaza, donde se levantaba el templo de Atenea Alea. A medida que se adentraban en la ciudad, la curiosidad del cretense iba en aumento. Se preguntaba qué clase de soldados tendría aquel ejército, qué técnicas y tácticas manejaban. Trataba de memorizar los detalles que veía, buscaba posibles rutas de escape, o puntos fuertes para resistir un ataque de tres o más contra uno. Sólo se distrajo un segundo, cuando un tenue aroma a pan recién hecho lo envolvió. En ese preciso momento llegaron a la plaza, y pudo apreciar el famoso templo de Atenea, donde a sus puertas un hombre ricamente ataviado lo esperaba. Se detuvo para poder admirar lo que sus ojos abarcaban, pero uno de los soldados lo empujó, haciéndole avanzar en dirección al hombre que esperaba.

- Bienvenido. —el hombre se dirigía hacía él avanzando con los brazos abiertos.— Soy Aleo, rey de Tegea, y me dicen que sois un esclavo fugitivo de Esparta, ¿es eso cierto?

- Sí, mi señor. —Dijo Nicarco arrodillándose— Y solicito humildemente vuestra hospitalidad y asilo. No soy ladrón ni buscavidas, mi señor, sólo quiero una vida digna.

- Levántate, como dije antes eres bienvenido. Como sabes aquí damos asilo a los ilotas, y además, por lo que veo, estás bien formado y alimentado, podrías conseguir trabajo rápido, en el puerto tal vez. Pero primero, debemos hacerte unas preguntas, pura rutina, más que nada para confirmar que no eres espía.

- Estaré encantado de contestar todas las preguntas que sean necesarias para que mi señor y su gente estén tranquilos, demostraré además que puedo dedicarme tanto al mar como al campo. —Nicarco se dirigía a Aleo aún arrodillado con su mirada clavada en el suelo.— Pero antes, si a mi señor le parece bien, me gustaría agradecer a la diosa por su protección, aunque nada poseo para ofrendarle más que estos frutos que han sido mi única comida desde que escapé.

Aleo le hizo un gesto a los soldados que escoltaron al sucio recién llegado hasta una fuente cercana, donde pudo lavarse un poco. Desde ahí, lo acompañaron nuevamente a la puerta del templo, donde Nicarco se adentró solo. Una vez que sus ojos se acostumbraron a la luz de los trípodes, al igual que Anaxandridas y su escolta casi tres años antes, él también quedó maravillado.

En una oscura habitación con tan sólo una pequeña ventana, Nicarco se disponía a comer un poco de carne seca con pan recién horneado, mientras frente a él, un magistrado le pedía información. Aleo espiaba todo desde fuera. Eran momentos sensibles, poco quedaba para que el final de la tregua llegase, habían liberado recientemente a los pocos prisioneros de guerra que quedaban de la última batalla librada y no había ninguna noticia sobre ello. . Las relaciones con Argos se habían vuelto frías, la sombra de Macario y sus maquinaciones empezaban a molestar al rey que tan sólo quería la paz y la prosperidad para los suyos.

- Y dime, ¿desde cuándo eres esclavo de los espartanos? —preguntó el magistrado mientras servía un poco de vino a Nicarco.

- Desde la segunda guerra Mesenia56 todos somos esclavos de los espartanos. ¿Me preguntas desde cuando soy esclavo? Soy esclavo desde mi nacimiento. Mis primeros recuerdos son hace muchas, muchísimas lunas, sirviendo como pastor en casa de los Agíadas.

- ¿Servías en casa de Anaxandridas? ¿Por qué has escapado, se dice de él que es justo hasta con los esclavos

Nicarco dejó la carne sobre el plato de barro y miró a la cara al magistrado, mientras se limpiaba las manos en la ropa. El tegeo le sostenía la mirada mientras esperaba una

respuesta, buscando en el rostro del esclavo la sombra de la duda o la mentira, algún gesto que delatase si estaba mintiendo.

- Pues verá —prosiguió Nicarco cogiendo la copa y dando un pequeño sorbo al vino aguado.— No nací para ser esclavo, no me gusta que me digan cuándo puedo comer, dormir o cagar. Además, hace unos meses, una de mis cabras se extravió, no me di cuenta hasta que llegué a mi casa y las metía en su corral. Era una noche sin luna y salí en su búsqueda. —Nicarco hizo una pausa, mientras dejaba el vaso y miraba al Tegeo con la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha.— ¿Sabes qué es la kripteia? —El magistrado asintió con los ojos.— Pues me encontré con ellos, o mejor dicho ellos me encontraron. Era un grupo de cinco, me molieron a golpes, y estaban dispuestos a matarme, pero uno de ellos me reconoció como propiedad de Anaxandridas. No sé si fue mejor el que me dejaran con vida, no me mataron pero me golpearon y azotaron hasta dejarme casi sin sentido, luego uno a uno me violaron. Nunca en mi vida me habían azotado, he yacido con hombres mas nunca me habían forzado. Aun recuerdo el olor a sudor, sus alientos a ese miserable caldo negro y sobre todo el olor de mi propia sangre. Tarde más de un mes en recuperarme. Juré que me escaparía y que tendría mi venganza. En cuanto estuve bien me fui, salí por la tarde con el rebaño de cabras y me quedé en las montañas abandonando a los animales a su suerte, vine ocultándome entre las rocas y árboles hasta llegar aquí, siempre mirando por encima de mi hombro. Siempre esperando a que la muerte apareciese en cualquier recodo.

Lo vívido de su relato convenció al magistrado, pero más convencido quedó cuando Nicarco se puso de pie y dejó caer su ropa al suelo, mostrando enormes y recientes cicatrices en su carne. Aleo, que espiaba todo desde fuera, no se asombró por el relato y también le creyó. Las historias de la kripteia, eran utilizadas por muchos padres para asustar a sus hijos si no terminaban la comida, o no se iban a la cama. El interrogatorio siguió unas horas más, con preguntas como ¿cuántos hombres podría poner Esparta en el campo de batalla? ¿Quién los guiaría? ¿Sabía algo de los espartanos recientemente liberados? ¿Creía que podría haber paz? Iban intercaladas con preguntas sobre la vida del esclavo y sus experiencias, además de hacer las mismas preguntas de un modo distinto para ver si se contradecía en algo. Todo transcurría en un clima de cordialidad, Nicarco contestaba a todas las preguntas sin cometer ningún error y lo hacía de un modo tal que no parecían ser respuestas memorizadas. Si hubiesen sospechado algo, si el cretense se hubiese equivocado, el interrogatorio continuaría pero por medio de la tortura, mas Nicarco hacía de la mentira y la actuación un arte. Finalmente, cuando el magistrado agotó las preguntas, el ahora liberto fue conducido a las cuadras, donde había unos pocos caballos y lugar más que suficiente para que pudiera quedarse hasta conseguir un trabajo en el puerto o con alguna de las familias acomodadas. Mientras lo veía partir, Aleo, cauto como siempre, ordenó a sus hombres que por precaución lo vigilasen, y que lo hiciesen con sumo sigilo. En sus años como rey descubrió a muchos espías, no sólo de Esparta, sino también de Argos, y si bien creía el relato del recién llegado prefería estar prevenido.

En la entrada este de la ciudad, con su ropa gastada y sucia, Adrastro se mezclaba en una caravana recién llegada del puerto situado a varios estadios de allí. Ni siquiera los jóvenes guardias se fijaron en él, estaban más distraídos admirando a un grupo de bailarinas de oriente recientemente adquiridas por Macario para entretener en las cenas y reuniones que daba para sus compinches. Una vez dentro, el joven espartano se mezcló con la gente tratando de pasar inadvertido. Se adentró en un laberinto de callejuelas mal trazadas hasta que dio con un sucio y pequeño granero, donde se escondió entre un montón de paja esperando la llegada de la noche. Fuera se escuchaba el bullicio de la ciudad, que se fue apagando a medida que el sol caía. Entrada la noche, salió de su escondite y, ocultándose en las sombras, con paso ligero recorrió gran parte de la ciudad sin ser descubierto. En su mente, mientras veía las grandes casas, esas que debían pertenecer a personajes prominentes de Tegea, trazaba planes de cómo entrar y salir de cada una de ellas, asesinando a sus habitantes. Pudo ver el cuartel, fácil de incendiar al igual que las cuadras. Apreció también una gran edificación custodiada por cinco o seis hombres, sitio que debía ser, sin duda, donde se celebraban las asambleas. Con cautela y sigilo, envuelto en la oscuridad, subió a la muralla y pudo ver gran parte de los tejados de la ciudad, pero lo que más le sorprendió no estaba dentro, sino fuera. En dirección a Argos, a pesar de ser de noche y estar a un par de estadios de la ciudad, se podía apreciar una gran villa. Veía guardias y muchas antorchas en constante movimiento. Un lugar tan bien custodiado oculta algo importante, pensó o alguien.

Con tu escudo o sobre él
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