XII
Camino a Tyrea.
Hacia un rato que la lluvia había cedido terreno a los tímidos rayos del sol, pero estos ya no tenían fuerza y su luz se perdía tras los montes. El ejército, a pesar de la gran cantidad de agua que había caído y del barro, que en ocasiones llegaba hasta los tobillos, marchaba ordenadamente bordeando el Parnón. Los soldados iban despreocupados, hablando entre ellos de cosas que nada tenían que ver con la guerra. Marchar y luchar era para aquellos hombres de Lacedemonia lo mismo que conducir la barca y echar las redes para un pescador, o moldear el barro para un alfarero. Morir portando el escudo y blandiendo la lanza en nombre de su ciudad era el fin para el que estaban preparados desde pequeños, significaba cerrar el círculo de una vida dedicada al honor y a la gloria, despreciando a lo superficial y anodino, sin temor a la muerte.
La brisa traía consigo el sabor del mar y Anaxandridas supo que estaban cerca. Hicieron un alto a escasos estadios del final de la cordillera del Parnón. Descansarían brevemente para seguir avanzando y pernoctar esa noche cerca de Tyrea, sin importarle que los viesen. Estaba seguro de que la ciudad de Argos tenía espías rondando y estaba al tanto de sus movimientos. Mandó repartir vino rebajado con agua, y mientras los hombres bebían caminó entre ellos. Conocía a todos y a cada uno, los saludaba por sus nombres o por sus apodos, y ellos le respondían con un gesto de cabeza o levantando su bebida en señal de saludo. Sabía que esos soldados, los mejores de toda la Hélade, darían la vida por él y él la daría gustoso por ellos. Anaxandridas se quedó quieto, rodeado por aquella hueste y el corazón se le ensanchó. Por un momento se olvidó de Argos, de Tyrea, de la guerra, de sus responsabilidades. Sólo estaban él y aquellos hombres mejores que él. En una rápida carrera subió por la ladera de la montaña, lo suficiente para poder abarcar a aquel magnifico ejército con la mirada. No pudo evitar que el orgullo se apoderara de su persona.
Filemón bebía al tiempo que conversaba con Damen y uno de los éforos, cuando vio a su rey en la ladera de aquel monte. Subió poco a poco, mirando a Anaxandridas como pidiendo permiso para estar a su lado. Al llegar junto al él, el comandante de los trescientos hippeis le ofreció vino de un pellejo de cabra. Anaxandridas agradeció con un gesto y bebió un trago en silencio sin dejar de observar a sus hombres.
- Mañana, a esta misma hora, muchos de ellos ya no estarán entre nosotros —dijo el rey sin desviar la mirada de su ejército.
- Mañana, a esta misma hora, estaremos cenando en Tyrea festejando nuestra victoria. —replicó Filemón.
Rey y general se miraron, y Anaxandridas festejó la respuesta con su sonrisa ladeada mientras asentía con la cabeza y palmeaba la espalda de Filemón. Fueron descendiendo juntos sin decir nada más, al tiempo que el viento salado les golpeaba de costado trayendo el aroma del mar.
A una orden, el ejército retomó lentamente la marcha, ya no habría pausas. El viento se había llevado las pocas nubes que quedaban y los últimos rayos del sol iluminaban con un intenso naranja el cielo. La luna ya se veía grande y redonda sobre los hombres y pronto un manto de estrellas la acompañaría. A lo lejos se pudo escuchar el aullido de un lobo, seguido por otro y por otro, sonido que se fue perdiendo entre el ruido de miles de pisadas. Miles de pisadas que se hundían en el barro; miles de pisadas que golpeaban el suelo; miles de pisadas que avanzaban hacia la muerte.
Empezó despacio, con una tímida voz en el medio de la masa humana. Nadie supo decir quién fue el primero, pero paulatinamente otros se le fueron uniendo, hasta que al final, pocos minutos después, todas las gargantas entonaban el peán y sus voces se elevaban al cielo al tiempo de que aquellos bravos marchaban a la guerra. Cantaban los soldados y también los ilotas que iban más atrás, cantaban los trescientos hippeis y los éforos. Cantaba Filemón, Damen, Adrastro, Ajax, Dimas y Otriades, hasta los lobos que seguían aullando a la luna se unían al canto. Pero no Anaxandridas, él iba al frente en silencio, escuchando las voces de aquellos valientes mientras la piel se le erizaba y las lágrimas asomaban a sus ojos por la emoción. Fue en ese momento cuando, de la nada y sin motivo alguno, la voz del oráculo volvió a sonar en su cabeza trayéndole otra vez sus palabras:
“De los hijos de Heracles quedarán menos,
Mas victoriosos se alzarán en el llano
Haciendo suyo el campo de la muerte”
Por un momento se abstrajo del canto y de los hombres. Repitió una y otra vez esas palabras en su cabeza, las masticó y las rumió tratando de encontrar en ellas algún sentido oculto, mas no lo consiguió. Pensó luego en la breve conversación con Filemón unos momentos antes. Mañana a esa misma hora, muchos de aquellos soldados estarán cenando en el Hades, al tiempo que el resto del ejército lo haría en Tyrea festejando la victoria. Seis mil hombres le seguían, ¿cuántos de aquellos quedarían en pie al terminar la jornada? ¿Cuánta sangre reclamaría Ares para otorgarle su favor? Mientras avanzaba, aún embotado en sus preguntas y pensamientos, notó que los soldados cantaban ahora sobre las glorias de Aquiles. Fue un segundo, apenas unos versos que hablaban acerca del duelo con Héctor. Entonces vio claro lo que tenía que hacer, sus nubes interiores se despejaron, sus pensamientos se aclararon y se sumó a las voces de los hombres, haciéndolo con fuerza, hinchando su garganta y desahogándose en el canto, ofreciéndo su voz a los dioses.
En el camino habían pasado por unas cuantas granjas y fincas que estaban desiertas. En ellas había campos cosechados y estiércol fresco de animales, y en algunas chimeneas todavía había unos pocos rescoldos. La gente había huido hacia la ciudad al saber que se acercaban los espartanos, ya que generalmente las propiedades de las afueras sufrían el incendio y el robo, al tiempo que sus habitantes eran pasados a cuchillo, mas esta vez no fue así. Anaxandridas ordenó dejar todo intacto y no perder tiempo en su camino hacia Tyrea.
Finalmente, allí estaba. Era ya entrada la noche cuando los ojos de los hombres pudieron ver recortada la silueta de algunas de las construcciones de la ciudad contra el fondo blanco de la luna. Allí, encajonada entre el mar y las montañas, a escasos estadios del límite entre las regiones de la Argólida y Cinuria, se alzaba Tyrea.
A escasos cinco estadios de la ciudad se montó el campamento. Aún en plena oscuridad, las tiendas fueron colocadas en perfecto orden, los puestos de centinela se repartieron rápidamente y en un abrir y cerrar de ojos miles de fuegos iluminaron el valle. Desde las almenas de los muros de Tyrea, algunos curiosos trataban de apreciar en vano el tamaño del ejército invasor. La noche y las capas rojas lo impedían, aunque por las hogueras podían apreciar que, a pesar del silencio reinante, estaban frente a una hueste numerosa. Entre esos curiosos estaban los hombres de Argos que venían a prestar ayuda ante la invasión a un aliado, aunque muchos dirían que venían a proteger lo que era suyo y que sólo estaban allí por la proximidad entre Tyrea y su ciudad.
Fue ese mismo día, bien entrada la mañana, cuando, transportada por palomas mensajeras, llegó la noticia a Argos. Espías y oteadores dieron la alarma, Esparta marchaba hacia el noreste, hacia Tyrea. Foroneo habló con sus oficiales y hombres de confianza, alertó a los otros dos basileus y en tan sólo un par de horas un considerable ejército ya estaba en marcha hacia el sur. Llevaba soldados fuertes, buenos guerreros bien entrenados y pertrechados. Memmón, el joven príncipe Tegeo, también marchaba en calidad de oficial, y a pesar de su corta edad, comandaba un pelotón de cuarenta hombres. Junto con los asesores y personas de confianza de Foroneo, estaba Macario, quien esperaba, cómo no, sacar provecho personal tanto en la victoria como en la derrota, además de poder cerrar algunos tratos comerciales en Tyrea. Muy poco tardaron los argivos en llegar a aquella ciudad. Rápidamente los oficiales fueron alojados en las mejores casas, mientras que los soldados se quedaban en los precarios cuarteles o en almacenes, y los que tuvieron menos suerte, lo hicieron al raso en la plaza central.
Esa noche, con los espartanos frente a Tyrea, entre los guardias y los curiosos que trataban de otear al ejército lacedemonio se encontraban Foroneo y algunos de sus oficiales. Iba acompañado también por Arión, uno de los representantes de la ciudad, hombre sabio y respetado por su gente. Ninguno de los dos dio crédito a sus ojos cuando vieron salir de entre las sombras a tres soldados envueltos en sus capas color sangre y acercarse a las puertas de la ciudad. Los yelmos, de los que ondeaban largos penachos rojos, tapaban los rostros y no permitían ver sus ojos. Cuando los lacedemonios estaban a treinta pasos de la entrada, los arcos de los centinelas se tensaron, apuntando con mortíferas flechas a los corazones de aquellos soldados, esperando la orden de su jefe. Los visitantes se detuvieron sin mostrar miedo alguno ante los dardos que les apuntaban, sin pronunciar palabra, esperando. En poco tiempo la puerta se abrió y cinco hombres de la ciudad, armados hasta los dientes, salieron a su encuentro y quedaron frente al grupo espartano. Uno de ellos, sin sacar las manos de debajo de su capa, dio un paso al frente y pronunció algunas palabras. Desde la almena de la muralla no se podía escuchar bien, por ello, tanto Foroneo como Arión bajaron raudos, mas cuando llegaron a la puerta vieron como ésta se cerraba tras el paso de los soldados tyreos.
- ¿Qué pasó? ¿Qué quería? —preguntó Foroneo al primero soldado con el que se cruzó.
- Pide que el jefe de nuestro ejército se entreviste con él.
- ¿Te ha dicho quién es? —habló Arión tomando al soldado por el brazo.
- Sí, dijo que es el rey Anaxandridas.
Foroneo y Arión se miraron y sin hablar se entendieron. Ambos se dirigieron al encuentro de Anaxandridas. Al cruzar la puerta el espartano seguía allí firme, flanqueado por sus dos guardaespaldas, los tres impasibles e indiferentes a las saetas que les seguían apuntando desde la muralla. Los hombres se acercaron y quedaron en silencio. Foroneo trataba de adivinar el rostro del rey bajo el yelmo, pero lo único que este dejaba ver eran dos oscuros pozos negros donde debían de estar los ojos, dando a aquel hombre un aire macabro. Mientras él trataba de adivinar las facciones del rey, Arión rompió el silencio en el más marcado tono ceremonial.
- Te saludo espartano. Yo soy Arión, hijo de Piarato. Soy uno de los representantes del pueblo de Tyrea. Nosotros no tenemos un ejército muy numeroso, ni bien pertrechado como vosotros. Sólo somos pescadores y comerciantes. No puedo traerte aquí un general, porque te traería a un hombre que sabe más de redes que de guerra. Sin embargo, este que me acompaña es el basileus militar de Argos, y casualmente está aquí, de paso con su ejército.
Anaxandridas se giró hacia el argivo, al tiempo que con serenidad y lentitud se quitaba el yelmo y lo ponía sobre su antebrazo derecho. Foroneo pudo ver entonces la cara de su enemigo, la larga barba y el cabello largo y cano que le caía sobre la capa recogido en trenzas. El semblante serio y la mirada penetrante revelaban a alguien que no dudaba, a un hombre con experiencia y mundo, a un rey. Los hombres se escrutaron durante unos instantes hasta que finalmente Anaxandridas rompió el silencio.
- Lo que habéis intentado hacer en Tegea es bajo incluso para vosotros los argivos. Esas acciones hacen que estemos aquí hoy. Venimos a reclamar la rendición de Tyrea y que vuelva a los dominios lacedemonios. —la voz del rey sonaba grave.
- No sé de qué estás hablando —dijo Foroneo mirando al rey y mintiéndole a la cara.— Nosotros estamos aquí para defender a esta ciudad de vuestra política expansionista. Tyrea es territorio argivo y como tal lo protegeremos, al igual que hace más de cien años, cuando aquí mismo os hemos derrotado.
Las noticias volaban en la ciudad, y al saber que los espartanos se entrevistaban con el general argivo, las almenas fueron abarrotadas de hombres y mujeres de todas las edades que se agolpaban para ver aquella reunión, donde se definiría la suerte de muchas personas. Al enterarse Macario, que no perdía oportunidad para figurar y hacerse ver, salió de la ciudad quedando junto a Foroneo, una vez más frente a Anaxandridas. El rey lo miró cuando el general argivo terminaba sus palabras
- Yo a ti te conozco. —dijo Anaxandridas mirando al pequeño hombrecillo que recién aparecía.— Has tenido suerte de que no nos hubiéramos cruzado antes, veo que las cosas te han ido bien, has engordado.
El tono burlón en los labios del rey hizo que la sangre hirviese en el interior de Macario, que tenía la cara como un tomate. El tegeo quiso articular palabra para defenderse de aquella ofensa, mas la mano en alto de Anaxandridas lo detuvo.
- Hablemos claro, argivo —el rey se dirigía nuevamente a Foroneo mirándolo fijamente a los ojos.— que esta rata esté aquí me hace ver que estoy en lo cierto en cuanto a vuestras acciones en Tegea. Por eso Esparta está aquí, no lo llames una política expansionista, llámalo mejor, un correctivo, como el que un padre da a un hijo.
- Eso no es así, vosotros queréis conquistar y dominar todo el Peloponeso. Este hombre es un exiliado de Tegea, un hombre prominente de su ciudad y ahora de la nuestra, echado de sus tierras por vosotros mismos. Esta tierra está bajo el control de Argos, esta tierra es nuestra, y la defenderemos. Esparta nunca ha derrotado a Argos y esta vez no será la excepción, ¿es que la historia no les ha enseñado nada?– apostilló el argivo agitando su dedo índice ante la cara del rey, y con aires de altivez.
- Claro que la historia nos ha enseñado cosas, por eso hemos mejorado, por eso nuestro ejército es invencible. Y por eso, si no os retiráis, pereceréis aquí todos vosotros. Y guarda ese dedo, si no quieres perderlo. —la voz de Anaxandridas había cambiado, ahora sonaba alegre, parecía que reía al hablar.— Aunque hay otra salida para vosotros.
Las miradas de Foroneo, Macario y Arión se cruzaron curiosas y volvieron a fijarse en el rey espartano, que mostraba su clásica sonrisa ladeada.
- Podemos arreglar esto a la antigua. Solamente tú y yo, el que gane ganará la batalla y de ese modo se salvaran vidas, las vidas de tus hombres. Es más, si quieres, también puedes traerte a éste —el rey señalaba con la cabeza a Macario.— ya que con él tengo algunos asuntillos pendientes.
La cara de Foroneo se puso blanca en un instante, sus ojos se abrieron como platos, parecía que la sangre se le había ido del cuerpo. Él era un hombre valiente, sin embargo en ese momento sintió un escalofrío que le recorrió por la columna, al tiempo que el vello de sus brazos se erizaba. No estaba preparado para la sorpresa de aquel desafío. Tragó saliva y aguardó unos instantes antes de contestar.
- No. ¿Qué garantías tengo de que si te venzo tu ejército se retirará? ¿O qué no volverá a atacarnos?
- Tienes mi palabra, la palabra del rey.
- La palabra de un rey muerto no tiene valor. —apostillo Macario.
- Entonces, esto es fácil, argivo, —Anaxandridas no miraba a Macario, ni a Arión, sólo a Foroneo— retira tu ejército, salva tu vida y la de ellos.
- Argos no se retirará. —fue lo último que dijo el general de Argos.
- Pues entonces la guerra terminará pronto.
Anaxandridas y sus dos guardaespaldas se giraron dirigiéndose de regreso al campamento lacedemonio, perdiéndose en la oscuridad de la noche. Macario, Foroneo y Arión se quedaron unos instantes antes de entrar nuevamente en la ciudad, observando cómo se alejaban los espartanos y eran tragados por las sombras nocturnas.
- Esta noche nada pasará. —dijo Foroneo.— Mañana por la mañana estaremos preparados. Habla con los tuyos, que estén listos antes del amanecer. Esto se acabará mañana.
Adrastro no había tocado el alimento, estaba en silencio mientras los hombres a su lado bromeaban y reían. Su hermano lo notó y fue a sentarse a su lado, llevando consigo su cuenco de comida y un pellejo con agua. Al sentarse junto a el, le dio un pequeño empujón, y tan sólo con la mirada, le preguntó qué le ocurría.
- Estoy nervioso —confesaba Adrastro a Otriades mientras Ajax reía a carcajadas una ocurrencia de Dimas.— Me pasa siempre que tengo que entrar en combate. No puedo comer, me cuesta dormir. Tengo malos sueños.
Los tres amigos miraron al joven sonriendo, al tiempo que dejaban la comida de lado y se acercaron más a él.
- No te preocupes, es común. —dijo Otriades sonriendo y palmeando la espalda de su hermano.
- Es que, no sé cómo decirlo…tengo miedo, luego, al chocar con el enemigo, se me va, actúo por inercia, por instinto, no siento nada. Pero es en estos momentos previos cuando…
Adrastro no pudo seguir. Se hizo un silencio entre los hombres. Los tres, Ajax, Otriades y Dimas se miraron unos a otros, mientras el joven cerraba sus ojos y agachaba su cabeza.
- Quien te diga que en la víspera de una batalla, no tiene miedo, te está mintiendo.
La voz de Dimas sonó seria mientras le hablaba al muchacho, dejando de lado las bromas a las que estaba acostumbrado y sorprendiendo a sus dos amigos.
- Estos dos, sin ir más lejos, se cagan de miedo. —Dimas sonreía ahora y señalaba a sus amigos.— Sobre todo el tonto de tu hermano que sólo vive para su mujer. Todos los hombres temen ante la muerte, el secreto radica en cómo controlar ese miedo, en cómo sacarle provecho. Eso es lo que nos hace diferentes a los demás soldados. Y quédate tranquilo. Nadie que conozca lo ha dominado a tu edad, sin ir más lejos, cuando luchamos en Tegea, me meé encima antes de empezar.
Adrastro escuchaba a Dimas atentamente. Ajax y Otriades asentían con la cabeza. Sabían que estaba hablando en serio, sabían que tenía razón. Dimas no volvió a abrir la boca en toda la noche, se sentó apartado mirando el fuego y dando buena cuenta del caldo negro que quedaba aún en su cuenco. Ajax fue con él y se sentó a su lado compartiendo el silencio.
Otriades desapareció por un momento. Unos instantes después venía portando su escudo, se sentó junto a su hermano y de la abrazadera de su arma protectora arrancó un amuleto, una pequeña estatuilla en forma de lobo.
- ¿Sabes qué es? —preguntó al tiempo que Adrastro negaba con la cabeza.— Es el amuleto que papá llevaba en las batallas, lo acompañó hasta el final.
Adrastro cogió a la pequeña figura y lo miraba en silencio acercándolo a la luz del fuego mientras seguía escuchando a su hermano.
- Al principio me ayudó mucho, sabía que cuando luchaba él estaba conmigo. Ahora, como puedes ver, ya no lo necesito. —Otriades mostraba en su escudo otros amuletos.— Estos me los dio Cora, la fuerza de nuestra unión es la que me protege. Quédatelo tú y deja de ya preocuparte. Come, te hará falta.
Adrastro apretó fuertemente el amuleto del lobo en su mano y esbozó una pequeña sonrisa, al tiempo que cogía el cuenco y comenzaba a comer. Otriades, mientras tanto, dejando el escudo a su lado, se recostó y dejó que sus ojos se perdiesen en el cielo, volando junto a las estrellas.
La luz del sol comenzaba a aparecer sobre el mar con una mezcla de colores naranjas y rosados, y cuando los primeros rayos llegaron al valle, iluminaron las puntas relucientes de miles de lanzas que estaban allí. Todo el ejército espartano estaba desplegado a escasos estadios de Tyrea. El rey Anaxandridas, estaba al frente y a la derecha de la formación, en su lugar de honor y privilegio, seguido por los trescientos hippeis que conformaban su cuerpo de guardaespaldas, y a la izquierda del rey y tras ellos el resto del ejército. Todo el frente lacedemonio ofrecía a la vista un espectacular muro de escudos y capas rojas, cuatrocientos hombres de largo por quince de profundidad. Todos firmes, lo único que se movía eran las crines de los yelmos por la acción del viento que llegaba desde el mar. Nada se escuchaba, tan sólo unas gaviotas que revoloteaban por allí y algunos de los animales que los espartanos habían traído para los sacrificios rituales y que se encontraban en el campamento. Salvo por eso, todo era silencio, un silencio que fue roto por un griterío que provenía desde la ciudad. Las puertas de Tyrea se abrieron y en cinco largas filas, el ejército argivo fue saliendo y formando frente a los lacedemonios en perfecto orden. En las almenas de las murallas se podían ver las cabezas de mujeres y hombres demasiado jóvenes o muy viejos para la lucha.
Finalmente las puertas se cerraron y los enemigos quedaron frente a frente. Anaxandridas pudo ver a Foroneo montado sobre un gran caballo negro a la derecha de su formación. Buscó con la mirada a Macario pero no lo encontró, y se lamentó por ello. Los argivos eran menos, unos cuatro mil, pero sus flancos estaban reforzados por caballería. El número se igualaba contando a unos tres mil hombres de Tyrea, a los que se les podía reconocer fácilmente. No llevaban buenas protecciones ni armas, y formaban en el centro del ejército argivo.
Eucles y Licofrón, los dos éforos, se acercaron al rey seguidos por un ilota, que cargaba sobre sus hombros una cabra que dejó a los pies del monarca. Anaxandridas dejó su lanza y su yelmo a Nicarco, su escudero cretense, y acto seguido cogió al animal por los cuernos. Eucles soltó un puñado de cebada sobre la frente del caprino, y al ver que el animal temblaba aceptando el sacrificio, un rápido corte de la espada del rey seccionó el cuello del animal. La cabra cayó doblando sus patas delanteras y desangrándose. Luego, Anaxandridas abrió al animal en canal y junto con los éforos, examinaron las vísceras y el hígado de la víctima. Segundos después el rey se colocaba de frente a sus hombres y abría sus brazos tratando de abarcarlos a todos en un gran abrazo.
- ¡Compañeros! Vosotros sabéis que no soy muy adepto a los discursos, así que sólo os diré que los dioses están con nosotros. Hoy luchamos juntos y derramamos nuestra sangre por nuestra ciudad y nuestras familias. Hoy recuperamos lo que nos pertenece o renunciamos a lo que ya tenemos. —Los hombres no decían nada, el silencio era tal que la voz del rey llegaba a todos los soldados, clara y fuerte.— Avanzad hombro con hombro, manteneos unidos y serenos y nos veremos al terminar la jornada. Y a aquel al que no vea esta tarde porque el frio filo de la muerte ha cortado su hilo o el mío, ya nos encontraremos en el Hades.
Anaxandridas retomó su lugar y se calzó el yelmo, embrazó su escudo y sus manos asieron fuertemente la lanza, y mientras esto sucedía, los hombres empezaron a golpear rítmicamente sus escudos con las lanzas creando un ruido que fue llenando el ambiente y haciendo temblar el suelo, imitando el sonido de los truenos en una fuerte tormenta. El rey levantó su mano al tiempo que el ruido cesaba. Iba a dar la orden de avanzar, cuando en ese momento, de entre las filas centrales del ejército argivo, salió un hombre desarmado, portando tan sólo un gran pañuelo blanco. Tras él avanzaba Foroneo montado en su caballo. Ambos se detuvieron al llegar al centro del valle. Anaxandridas volvió a dejar sus armas a Nicarco y haciendo un gesto al éforo Eucles para que lo siguiera, se dirigió al encuentro de sus enemigos. Mientras avanzaba pensaba que tal vez los dioses le darían el gusto y esa batalla se reduciría a la lucha entre los dos jefes. Al encontrarse con sus enemigos, Anaxandridas reconoció a Arión como el hombre que llevaba el pañuelo blanco en señal de tregua.
- Estimado rey, anoche, después de oír tus palabras, a pesar de las negativas de Foroneo, transmití lo que habías dicho a los demás representantes del pueblo. Nosotros queremos la paz, pues como te dije, sólo somos pescadores y comerciantes, ni siquiera somos una ciudad rica. Y ahora nos vemos metidos en medio de una guerra que no es nuestra.
- Al grano. —cortó impaciente Anaxandridas.
- Pues que tras debatir largo rato, el pueblo de Tyrea ha decidido retirarse del combate y abrir las puertas a aquel que resulte vencedor, siempre que prometa no llevarnos a la guerra y dejarnos vivir en paz.
- Tienes mi palabra. Este que está aquí es un éforo de mi ciudad, ¿sabes qué significa esa palabra? —dijo Anaxandridas señalando a Eucles.
Arión asintió en silencio, mientras Foroneo hacia girar a su caballo tras el tyreo mirando con desprecio la situación.
- Pues él me ha escuchado y si yo muero, hará que lo que pides se cumpla. Lo juro por los dioses. —Tras el rey, Eucles asentía con la cabeza.
- ¿Sigue en pie tu oferta de luchar en solitario con Foroneo? —preguntó Arión sin cambiar el tono.
- Claro que sí. —sonrió Anaxandridas sin dejar de mirar al argivo que seguía montado y dando vueltas con el caballo.
- Está bien, luchareis y quien quede en posesión del campo será el vencedor.
- No.
Anaxandridas se volvió mostrando en su rostro una mezcla de sorpresa y enojo al escuchar la voz del éforo. En ese momento ahogó un súbito impulso de matarlo allí mismo y se acercó a él ante la mirada sorprendida de Arión.
- ¿Qué has dicho? ¿Cómo te atreves a…?
- He dicho que no. —cortó Eucles.— Nosotros somos más, tenemos toda la ventaja, ¿qué pasará si te vence? No. Lucharemos todos y los derrotaremos.
- Te mataría aquí mismo. ¿Arriesgarías seis mil vidas contra una?
- Recuerda con quién estás hablando y los poderes que tengo, si quisiera ahora mismo podría hacerte arrestar.
En ese momento, Anaxandridas maldijo una y otra vez el momento en que aceptó las reformas de Quilón. Sabía que algún día traerían problemas, pero jamás pensó que sería en vísperas de una batalla y menos de una tan importante.
- ¿Qué pasa? ¿Es que tenéis miedo? ¿O es que sabes reconocer a un guerrero mejor cuando lo ves? —Foroneo no era el mismo hombre de la noche anterior, no mostraba nada de temor y parecía estar ansioso sobre su corcel. Él, temeroso de los dioses, recordaba los buenos augurios recibidos de parte de los adivinos y creía en su victoria.
El desafío golpeó a los dos espartanos a la cara. Anaxandridas, rojo de ira, dejó de mirar a Foroneo y volvió a concentrar su mirada en Eucles.
- Escucha, mis trescientos y yo. Sabes que son lo mejor de lo mejor. Recuerda las palabras del oráculo. La victoria será nuestra.
Sólo silencio hubo entre los dos hombres. Unos segundos pasaron hasta que Eucles negó con la cabeza.
- Tú no, sólo los trescientos. No me gusta la idea. Si sale mal deberás rendir cuentas ante la gerusia. —La cara del éforo era una máscara de piedra. No denotaba ninguna emoción al hablar, en ningún momento cambió el tono de su voz o su expresión, luego miró al altivo general de Argos— Has escuchado, esa es la oferta de Esparta, trescientos hombres, el resto del ejército deberá marchar hacia sus ciudades y volver mañana para ver quién quedó en posesión del campo y proclamar así al vencedor; es eso o una lucha total, aquí y ahora.
Finalmente Eucles se retiró hacia las filas espartanas, y mientras lo hacía negaba con la cabeza y abría las manos al cielo como buscando una explicación a la tozudez de Anaxandridas, no comprendía que desperdiciase la ventaja de un ejército mayor. En un abrir y cerrar de ojos el rey, rojo de rabia y conteniendo la ira, se giró y miró a Foroneo que sonreía desde su caballo. El argivo parecía poseído al retirarse galopando hacia su ejército, gritando a pleno pulmón.
- Que los dioses te acompañen. —dijo Arión antes de retirarse también.
Anaxandridas quedó solo, en medio de los dos ejércitos, pensando en lo sucedido, maldiciendo una y otra vez las reformas que él mismo aceptara tiempo atrás y que ahora, al acatarlas, le impedían luchar. Imploró a los dioses por sus hombres, por la vida de todos y cada uno de ellos, para que los acompañaran y protegieran mientras conseguían la victoria. Volvió caminando tranquilamente, hasta donde Filemón le esperaba unos pasos por delante del ejército. Intercambiaron un par de palabras, el jefe de los hippeis sonrió y busco con sus ojos al éforo, que ya había avisado de lo que sucedería. Cuando las miradas de esos dos hombres se cruzaron, Eucles pudo ver el desprecio en las del oficial espartano. Finalmente se separaron.
- ¡Guardia real, a mí! —gritó Filemón avanzando unos pasos.
Los trescientos hombres avanzaron y rodearon a su capitán.
- Compañeros, lo haremos a la antigua, sólo nosotros contra otros trescientos de ellos. Aquel que se levante como vencedor y quede en posesión del campo ganará la ciudad. De más está decir que somos lo mejor de Esparta, por eso estamos aquí y espero que lo demostréis.
Al tiempo que eso ocurría Anaxandridas le comunicaba la noticia a su hijo Cleomenes. Junto al joven heredero, estaba el escudero cretense Nicarco.
- Regresamos hacia Esparta durante media jornada. Mañana a esta misma hora volveremos aquí y se respetará lo convenido. Quien quede en posesión del campo será el vencedor. ¿Está claro?
Cleomenes asintió y padre e hijo se fundieron en un fuerte abrazo sin decirse nada más. El joven conocía bien a su padre y leyó en sus ojos la desazón y frustración. Luego, el príncipe se retiró siguiendo al ejército.
- Amigo mío, —dijo el rey dirigiéndose a su amigo y escudero— esto es una putada.
Sin más palabras, Nicarco palmeó la espalda del rey y juntos se dirigieron caminando hacia donde su guardia lo esperaba formada, cincuenta escudos de largo por seis de ancho. Filemón y Damen, uno al lado del otro estaban en el extremo derecho de la primera fila. Ocuparían el lugar de honor y el de más peligro. Otriades, Ajax y Dimas, ocupaban sus lugares en la quinta fila.
- Hombres —clamó Anaxandridas haciéndose oír— sólo los valientes tienen muertes nobles y gloriosas. Vosotros sois los elegidos, vosotros, malditos perros del Hades, sois los suertudos que luchareis. Después de esta batalla, se hablará de vosotros y de este día durante mucho tiempo. —mientras hablaba el rey se movía de uno a otro lado de la fila mirando a los hombres a la cara.— ¡Vivan con gloria, muchachos, o mueran con ella!
Anaxandridas se retiró seguido por Nicarco. El ejército lo esperaba, y cuando el rey se puso al frente, los hombres marcharon tras él. Detrás quedaban los amigos, familiares y compañeros que lucharían, detrás quedaba el destino de la guerra en manos de trescientos hombres.
Pasaron unas horas hasta que el ejército espartano se retiró por completo, y mientras lo hacían marchaban junto a los que se quedarían a luchar y les deseaban suerte, les daban buenos augurios y palabras de aliento. Otriades vio a Adrastro que lo buscaba con la mirada mientras partía. Cuando los ojos de los hermanos se cruzaron, el más joven le sonrió lleno de orgullo y al tiempo que se alejaba les rezaba a todos los dioses porque velaran por Otriades. Adrastro se giró una vez más y fue corriendo hasta su hermano, ofreciéndole en silencio y con la palma de la mano abierta, el amuleto que él le había regalado la noche anterior.
- Quédatelo. —dijo Otriades sonriendo, mientras cerraba con su mano a la su hermano sobre la figurilla del lobo.
El más joven asintió con la cabeza y después de darle un empujón a Dimas en el hombro, se retiró volviendo a su sitio en las filas del ejército que partía.
Del otro lado algo similar pasaba. Foroneo tardó un poco en elegir quienes se quedarían a luchar. Al principio explicó la situación y pidió voluntarios, que resultaron ser demasiados, así que ordenó a sus principales oficiales que eligiesen a los mejores hombres. Al cabo de un rato los privilegiados estaban firmes en formación, mientras los demás se retiraban al interior de la ciudad, saludando y despidiendo a los suyos. A Memmón hubo que sacarlo a rastras. Él quería luchar, no le importaba que Anaxandridas no se encontrase en el campo, sus armas estaban sedientas de sangre espartana.
- No, tú no. Eres demasiado valioso. —Esas fueron las únicas palabras de Foroneo para el muchacho.
- Sé inteligente, —le murmuraba Macario mientras lo contenía.— Si tú caes aquí, ¿qué pasará con los tuyos?. Recuerda que eres rey de tu tierra, pero recuerda también quién ha hecho todo por ti y a quién le debes el tener una nueva oportunidad. Hazme caso, tu momento llegará. Esto es para los campesinos y brutos. Tú eres un rey.
Pronto, el valle quedó nuevamente en silencio, sólo los seiscientos hombres que esperaban a la muerte se encontraban allí, frente a frente. Un oficial de Argos arengaba a los suyos cuando un águila surcó el cielo y los argivos gritaron a pleno pulmón pensando que era la encarnación de Zeus que les traía buenos augurios. Los espartanos esperaban silenciosos, hasta que Filemón se cuadró frente a ellos y se quitó el yelmo mientras desenvainaba su xiphos. Al haberse asegurado de tener sobre sí los ojos de todos sus hombres, cogió una de sus trenzas y la cortó con su espada, luego otra y otra. Los espartanos lo miraban en silencio. Filemón siguió hasta quedar con el pelo muy corto y desparejo. Sin dejar de mirar a los suyos cogió las trenzas recién cortadas y las levantó al cielo.
- No nos queda ningún animal para sacrificar a los dioses. Sólo puedo ofrecer ahora mi cabello, ya que mi sangre la ofreceré en unos momentos. Que no vuelva a crecer hasta que los hayamos vencido.
Damen primero y uno a uno después, todos los soldados espartanos imitaron a su general cortando su cabello. Las trenzas de aquellos hombres fueron apiladas en un montón al que prendieron fuego mientras ofrecían plegarias individuales a los dioses y antepasados.
- Amigos míos, no tenemos mucho más tiempo para la exhortación, pero para los hombres valientes bien valen muchas palabras que pocas, así que a por ellos.
Cuando el sol estaba en lo más alto, cuando pasó el tiempo necesario para que los ejércitos de ambas ciudades se hubieran retirado lo suficiente, Filemón levanto la lanza y tras él los hombres comenzaron a avanzar. De sus bocas ni un sonido salió, sólo se escuchaban los pasos contra el suelo. La falange espartana era igual a una gran roca que caía en un desnivel, que una vez que se echaba a rodar, sólo se mantenía en movimiento hacia adelante. Mientras avanzaban Damen comenzó a entonar el peán y sus compañeros pronto lo siguieron, mientras frente a ellos los argivos también emprendían el avance.
Había comenzado.