X
Lyches deshacía el camino con paso rápido y constante. Descendía por la senda cruzándose con la incesante caravana de peregrinos que se dirigía al santuario. Sólo él se alejaba.
Las palabras de la pitonisa retumbaban en su cabeza y no lo dejaban en paz. Orestes. ¿Dónde estaría el hijo del gran rey de Micenas? Dudaba, por más que escuchaba los versos de la Ilíada una y otra vez desde su infancia; siempre pensó que era un mito, una leyenda transmitida de padres a hijos para resaltar el valor, la entrega, el temor a los dioses. Y ahora ésto. ¿Por dónde comenzaría? ¿Cómo sabría dónde buscar? Quizá las palabras del oráculo tenían otro significado. No sería esta la primera vez que la voz de la pitonisa confundía a los hombres. El seguía descendiendo hacia Itea. Allí lo esperaba Odiseo, el marinero. Desde ahí cruzaría nuevamente el golfo de Corinto para reencontrarse con su caballo y emprender el camino de regreso. No veía nada a su alrededor, ya no se fijaba en la vegetación, las rocas o los animales. Sólo el camino. Sólo quería llegar.
Tardó en pisar las arenas de la playa, menos de la mitad del tiempo empleado en subir hasta Delfos. Al llegar encontró a Odiseo sentado bajo un árbol masticando un tentáculo del pulpo que había pescado.
- Lamento sacarte de tu desayuno amigo mío. Pero debo partir ya.
Odiseo lo miró con una sonrisa de oreja a oreja.
- Parece que el Dios te ha dicho algo importante –dijo el marino hablando con la boca llena–. Lamentablemente, como podrás apreciar, no hay ni una brizna de viento.
- Remaré. Necesito partir. Voy a preparar todo.
Como si fuese más liviana que el aire, Lyches empujó la barca sin ayuda hasta el agua. Echó sus pocas pertenencias dentro y se volvió hacia la playa. Allí estaba Odiseo, refunfuñando e insultando a los dioses por no poder terminar su comida en paz. El viejo marino fue hacia el agua y se encaramó a la Nereida de un salto, con la agilidad de un veinteañero.
Al punto, Lyches emplazó los remos y empezó la boga. Odiseo llevaba el timón mirando el horizonte, trataba de leer la mar, buscaba algún signo de viento. Pero no había nada. Todo era calma chicha. La Nereida avanzaba con parsimonia. El espartano remaba rápida y rítmicamente sin dar muestra alguna de fatiga.
- Dime algo, ¿cómo vas a hacer para remar y achicar a la vez?, -reía Odiseo mientras señalaba el suelo de la nave que ya albergaba media pulgada de agua.
- ¿Achicar? No. Remaré más rápido y no dejaré de hacerlo hasta que sople el viento. Así que ya ves, o llegamos o nos hundimos.
Odiseo se quedó serio, mirando fijamente al espartano. Unos instantes pasaron antes de que ambos estallaran al unísono en una sonora carcajada.
No habían avanzado ni cinco estadios cuando, poco a poco, la mar empezó a mostrar movimiento. Eran rizamientos que acusaban una suave brisa que venía del levante. Presto, el capitán enarboló la vieja vela y ésta se hinchó paulatinamente. Era un viento suave, pero que llevaría a la Nereida a puerto seguro.
Lyches comenzó entonces a achicar. Cuando quedaba poco agua en el fondo del bote, cogía los remos y trataba de darle más velocidad a la nave. Una y otra vez repetía la maniobra. Achicaba un par de minutos. Remaba un par de estadios.
A lo lejos ya se podía vislumbrar el Akrocorinto y la parte alta de la ciudad. El viento iba soplando cada vez más fuerte, dándole a la nave mayor velocidad. Las olas empezaban a tener un tamaño considerable y golpeaban regularmente la banda de la nave.
Odiseo estaba preocupado. Se le notaba en la mirada, oteaba las aguas del Este, allá desde donde venía el viento. Lyches dejó los remos y se dedicó enteramente a achicar agua. Ahora no solo entraba por las pequeñas grietas de la madera, sino por sobre la borda, con cada golpe de mar. En un abrir y cerrar de ojos, el cielo se cubrió de nubes poco auspiciosas. El marino soltó el remo y quitó la vela.
La mar de la calma chicha se fue convirtiendo en una trampa mortal. En un fuerte temporal que la Nereida iba capeando como podía. La fuerza del temporal aumentaba minuto a minuto. Las olas zarandeaban la nave a uno y otro lado. Odiseo trataba de poner a su pequeña embarcación, a fuerza de golpes de remo, de proa al viento, pero la potencia del mar atravesaba la nave a las olas. Con dificultad lo consiguió, aunque no por mucho tiempo. La Nereida subía y bajaba con las olas. Lyches empezaba a marearse. El recio espartano no estaba hecho para la mar.
- ¡Joder! ¡Joder! ¡No voy a morir aquí! –gritaba Odiseo-. ¡No hoy!
Las olas castigaban la nave insistentemente, cada una más alta que la anterior. La Nereida parecía un juguete que Poseidón y Eolo se disputaban. Lyches rezaba en silencio y se encomendaba a los dioses mientras se quitaba la capa. Ambos intuían lo peor.
Finalmente una ola atravesó la embarcación a la mar y al viento, y las siguientes hicieron zozobrar la barca. La popa se levantó. La Nereida parecía un potrillo sin domar, corcoveando furiosamente para descabalgar a sus jinetes. Finalmente ambos cayeron. El marino vio desolado como las vinosas aguas engullían a su pequeña y querida nave. Lyches luchaba por quitarse la ropa, sin perder el zurrón donde llevaba las palabras del oráculo. Los dos hombres peleaban desesperadamente tratando de mantenerse juntos. Las olas impiadosas jugaban con ellos. Una y otra vez la inmensa garganta los tragaba y escupía.
Finalmente un golpe de mar los separó. Lyches estaba desorientado, no sabía hacía dónde nadar. Trataba con todas sus fuerzas de mantenerse a flote. Cada vez que respiraba, el agua salada se metía en sus pulmones.
¿Cuánto tiempo había pasado desde que ésto empezó? ¿Unos minutos? ¿Unas horas? El espartano seguía luchando. Sus músculos estaban cansados, pero todavía podía aguantar un poco más. Necesitaba respirar. Necesitaba una buena bocanada de aire. Por más que sus brazos y sus piernas reservaban algo de fuerzas, ¿qué podían hacer éstas contra la furia del dios del mar?
Estaba perdido. Lo intuía. Todo acabaría pronto. No temía morir, la muerte era sólo otro viaje. Él lo sabía. Su miedo era no poder cumplir con los suyos. No finalizar su tarea. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que se dieran cuenta de lo que le había sucedido? ¿Cuánto tiempo perderían hasta enviar a otro en su lugar?
Seguía resistiendo a los golpes de mar. Llamó a gritos a Odiseo pero no tuvo respuesta alguna. Poco a poco las piernas comenzaron a fallarle. Cogió un remo que pasó flotando frente a él. Mejor intentarlo que dejarme morir, pensó. Se aferró al madero y empezó a nadar hacía dónde pensaba que estaba la costa. Las olas lo hundían y empujaban hacía el oeste. Una de ellas lo levantó y al hacerlo pudo ver la orilla. ¿Cuánta distancia habría? ¿Uno o dos estadios, tal vez? Sus piernas seguían luchando por impulsarlo.
Sacaba fuerza de donde no las había. Pensaba en sus hijos, en sus amigos, en no fallarles. Seguía en dirección a la costa, pero no hacia donde él quería. La fuerza del mar lo arrojaba hacia las rocas. Cuando se dio cuenta, trató inútilmente de alejarse. Las piedras cada vez estaban más cerca. Soltó el remo y comenzó a nadar con brazos y piernas, con un vigor renovado. Pero era en vano.
Las olas rompían con furia contra las piedras, el agua saltaba alta con cada embate. Su cuerpo fue levantado cual si de una pluma se tratara. Golpeó de lleno contra una piedra plana que sobresalía en forma vertical. Quiso nadar pero no pudo. Su cuerpo no respondía. Quiso respirar y sólo el agua salada entró en sus pulmones. De pronto todo se calmó. Ya no estaba en el mar. Todo era verde y el cabalgaba a lomos de Fuego colina arriba.
Abrió los ojos, el dolor se apoderó de su cuerpo. ¿Dónde estaba? ¿Qué era ese lugar? Le llegaba un fuerte olor a pescado. Quiso incorporarse pero una terrible punzada en un costado se lo impidió. Al menos, la paja de aquella cama estaba seca y él estaba limpio. Tocó su frente y noto un grueso costurón sobre su ceja izquierda. Tenía magulladuras por todos lados. La habitación estaba a oscuras, unas grietas de luz se filtraban entre las maderas de las paredes. A su lado alcanzó a ver una mesa y sobre ella, la tablilla de cera que el sacerdote de Apolo le había dado. Iba a cogerla cuando la puerta se abrió y alguien se detuvo antes de entrar. No podía verle la cara. La luz del exterior se lo impedía.
- ¿Cómo está mi espartano favorito? –dijo Odiseo entrando y sentándose a su lado. Traía con él un cuenco humeante.
- ¿Qué ha pasado? –preguntó Lyches, quien al hablar aún sentía el sabor del agua de mar sobre la lengua.
- Pues ha pasado que, por tus prisas y por no dejarme desayunar en paz, mi barco se ha perdido, casi me ahogo, casi te ahogas y casi te haces picadillo contra las rocas. -Odiseo picaba con su índice al espartano–. Un maldito temporal, aparecido de la nada. Cuando lo vi venir daba lo mismo retroceder que avanzar. Nos sacudió de lo lindo.
- Me creí muerto. Te creí muerto a ti también.
- Mientras estaba en el agua, pasó cerca de mí el mástil de la nave. Me aferré a él sin soltarlo. Finalmente, las olas me empujaron a la orilla. Allí pude ver cómo te estrellabas contra las rocas. ¡Menudo golpe!. Poco después el viento amainó y con ayuda de algunos marinos que trataban de sujetar sus naves te pudimos traer con vida. Nunca había visto a nadie tragar tanta agua. Hace dos días de eso. El físico dice que deberías descansar, que tienes un par de costillas rotas.
Lyches escuchaba a su amigo y no daba crédito de su suerte. Estaba cansado, pero feliz de estar con vida. Las manos de los dioses lo sacaron del agua y le daban la oportunidad de terminar lo que había empezado.
- ¿Cómo podré pagártelo, amigo?
- No hay nada que una buena provisión de vino de las islas no pueda pagar. —Dijo Odiseo mientras reía.— Además, espero que Esparta sepa de mis servicios y me facilite una nave como la que perdí. Una hermosa pentecotera41 de treinta y cinco metros de eslora, con todos sus remeros y un timonel. Igualita a mi Nereida.
El espartano miró a Odiseo, quien no dejaba de sonreír. El marino, a pesar de perder su barco, su medio de vida, parecía feliz
- ¿Me puedes explicar de que te ríes? –preguntó Lyches.
- ¿Por qué no iba a hacerlo? Estoy vivo, puedo beber, follar y cagar, al menos un tiempo más. Por otro lado estoy viendo a uno de los soldados más fuerte de Esparta tendido a mis pies. Y además ese soldado está en deuda conmigo. ¿Cómo no voy a reír?
- Sin lugar a dudas que lo estoy. Ya me encargaré de que recibas una nueva cáscara de nuez. Pero eso, en cuanto llegué a Esparta. Ahora debo irme.
- No puedes hacerlo –Odiseo se puso serio-. Debes recuperar fuerzas. El físico dijo que podía ser peligroso. Come ahora. Descansa un par de días y si quieres, mi hijo o yo te acompañaremos hasta tu ciudad.
Lyches no dijo nada. Trató de incorporarse nuevamente, pero tampoco pudo. Odiseo lo ayudó con dificultad, el hombre pesaba lo suyo. El espartano cogió el cuenco, se lo acercó a la boca y comenzó a sorber el caldo espeso de pescado que su amigo le había traído. Casi sin respirar lo engulló todo.
- Joder -dijo Odiseo–. Sí que tenías hambre.
- Escucha, no puedo esperar un par de días más. Por lo que me dices, ya llevo dos aquí tumbado. Debo hacer llegar la respuesta del oráculo cuanto antes. –Lyches aferró la mano de su amigo y le hablaba con voz firme–. Por favor, prepárame el caballo.
- Hagamos un trato, –Odiseo se acerco a él, sus caras quedaron frente a frente-. Quedan pocas horas de sol. Parte mañana y yo te acompañaré. Ahora descansa, te traeré más comida, un poco de vino. Sé que es importante para ti. Pero, querido Lyches, por los cojones de Poseidón, no sabes el aspecto que tienes.
Ambos rieron. El espartano lo hizo en forma entrecortada ya que le sobrevenían dolores al hacerlo. El marino, en cambio, reía con una carcajada cristalina y llena de vida.
Un rato después Lyches otra vez saboreaba otro tazón de caldo. Esta vez acompañado por vino especiado y caliente que le ayudaría a conciliar el sueño nuevamente. Mañana partiría. No le importaba el dolor, sólo recuperar el tiempo perdido. Poco a poco, sus párpados fueron ganando peso y cerrándose. Antes de dormirse, observó la tablilla de cera sobre la mesilla. Ahí estaba el destino de Esparta. Quiso recordar las palabras de la pitonisa, tratar de dilucidar el contenido del mensaje, pero sus pensamientos volaban hacia el viejo Kostas, compañero de viaje hacia el oráculo. Pensaba también en Odiseo, en Otriades, en Anaxandridas. Se sintió dichoso de estar con vida, ya no sólo por poder llevar a buen fin su tarea, sino por tener la suerte de que, salvo en el campo de batalla, toda la gente que conocía le era grata y lo quería bien. Lo invadió una sensación de bienestar mientras dormía. En sus sueños pudo ver al viejo Kostas retirarse feliz del santuario. Caminando despacio con los ojos llenos de vida. Pudo ver también a un joven desconocido reparando la entrada de un gran caserón en una tierra lejana. Una mujer embarazada, detrás de él, le revolvía el cabello mientras ambos sonreían.
Por la mañana temprano, y con mucha dificultad, Odiseo ayudó a Lyches a ponerse en pie. Al espartano todo su cuerpo le dolía. Tenía las piernas agarrotadas, los brazos sin fuerza y un enorme moratón que se extendía por el lado derecho de su espalda y llegaba al pecho. El marino lo vendó con una faja limpia y lo vistió con ropas de su hijo.
Fuera de la casa, esperaban los caballos. Anito sujetaba a ambos por las bridas. Odiseo había preparado comida para dos días. Lyches, a pesar de su condición, esperaba llegar en uno.
Antes de partir, desayunaron copiosamente, fruta y pulpo, un poco de queso con miel y unos huevos. Eso tendría que bastarles hasta el mediodía. Odiseo, además de ser un gran marino, era también un excelente cocinero.
Tuvieron que ayudar al espartano a subir al caballo, como si nunca hubiera montado. Avanzaron despacio. Cada paso que el caballo daba era un suplicio para Lyches, quien trataba de disimular su dolor. Fuego parecía notar que su dueño no estaba bien y se desplazaba como sobre una nube.
En las calles del puerto, los pescadores, esclavos y estibadores empezaban con su día a día. El sol asomaba y anunciaba otra jornada cálida de verano. El viento del temporal de unos días atrás era ahora una leve brisa que venía del Oeste.
Los dos jinetes descendieron lentamente el Akrocorinto y salieron de la ciudad. Iban muy despacio. Lyches trataba de acomodarse en la montura de alguna forma que los dolores remitieran un poco, pero no lo conseguía. Odiseo iba a su lado, acompañándole el paso.
Una hora después de haber abandonado Corinto, llegaron donde Lyches había pasado la noche, apenas cinco días antes. El lugar seguía intacto y virgen, el aire limpio de la mañana llenó los pulmones de ambos hombres. No se detuvieron, pero en la cabeza del espartano estaba el volver a ese maravilloso sitio.
El camino de bajada se fue convirtiendo gradualmente en un continuo subir y bajar sierras. Lyches fue acostumbrándose al paso y trató de ir un poco más rápido. Su caballo respondía, el de Odiseo también. Sólo su cuerpo era una incógnita. Pero él estaba seguro de que podría resistir. El sol subía por el cielo igual a como ellos avanzaban por el camino: muy despacio. Pasaron Micenas y estaban llegando al territorio de Argos cuando hicieron un alto. Tardaron casi medio día en recorrer lo que en condiciones normales llevaría poco más que un par de horas a caballo.
El alto vino bien a hombres y bestias que se refrescaron junto a un riachuelo. El espartano pudo aflojarse el fuerte vendaje. Los caballos pastaban unos pasos más allá. Odiseo se tumbó y de una alforja cogió tortas de higo que compartió con su compañero. Ninguno de los dos habló. Todavía quedaba un largo trecho. La mitad del camino aún les esperaba.
- Si seguimos a este ritmo, llegaremos mañana por la mañana. —dijo Odiseo.
- Pero, si apretamos un poco el paso, llegaremos esta noche, –agregó Lyches.
- Si, seguramente, pero ¿tanto cambiará si entregas tu mensaje mañana por la mañana en lugar de hoy por la noche? Además, los caballos deben descansar también. Y yo, no te olvides que no soy un soldado espartano, soy sólo un simple marino.
- ¿De dónde eres? –peguntó Lyches al cabo de un rato de silencio.
- ¿Y eso a que viene?
- Es que ¿nos conocemos hace cuánto? Casi treinta años ¿verdad? Y aun no sé cómo te llamas ni de donde eres.
- Soy de todos lados y de ninguno –Dijo riendo el marino-. Donde haya un puerto, alumbre y vino allí está mi ciudad.
Lyches se incorporó trabajosamente, mientras negaba con la cabeza. Nunca nadie supo de dónde era, ni cómo se llamaba realmente aquel hombre. Por sus ocurrencias y la destreza al timón, siempre pensó que el nombre homérico le venía como anillo al dedo. Cogió a Fuego, hizo que el caballo doblara sus remos y se montó con menor dificultad que por la mañana. Estaba listo y miraba a Odiseo. Éste le devolvió la mirada.
- ¡Zeus todopoderoso, apiádate de mí! Él es de hierro; yo soy sólo un hombre –dijo mientras abría las palmas hacia arriba y miraba al cielo.
El marino recogió todo y lo metió en el zurrón. Subió a su caballo y se acercó al espartano. Ambos cabalgaban otra vez en dirección al sur.
Lyches se atrevió a trotar. Al principio, cada vez que su cadera avanzaba y retrocedía, sentía punzadas de dolor en su costado, pero poco a poco las fue ignorando. Simplemente, no pensaba en ello. Como si estuviese herido en la batalla y su única opción fuese seguir. Avanzaban cada vez más rápido. El ligero trote se fue convirtiendo gradualmente en galope. Ya no sentía nada. Dejó atrás Argos, el enemigo mortal de Esparta, sin siquiera detenerse a mirar las exquisitas vistas que, desde donde estaba, tenía de la ciudad, con el mar de fondo.
Llevaba cabalgando horas. Pronto estaría a las puertas de Tegea, donde se había separado de sus compatriotas unos días atrás. Tenía que parar, por él, por su caballo y por Odiseo, quien hacia más de una hora no dejaba de insultar en voz alta. Aflojaron el paso. Luego de un estadio, se apearon y siguieron a pie. El marino estiró sus músculos y bostezó fuertemente.
- Pronto va a caer el sol. ¿Por qué no pedimos asilo en Tegea? -preguntó Odiseo–. Si nos levantamos temprano a media mañana, estaremos en Esparta.
- Amigo mío, me conoces y conoces a los nuestros. Sabes que no me detendré. Si quieres hazlo tú y mañana nos veremos allí. Te recibiré en mi casa y podrás quedarte todo lo que quieras mientras consigo un nuevo barco para ti.
- Hummmm… Si, ya lo veo. Esparta, con sus tabernas y sus delicias culinarias, ¿cómo se llamaba? Si, si, ese riquísimo caldo negro –ambos estallaban en risas-. Si te dejo ir solo podría pasarte algo –bromeó otra vez-. Si no quieres detenerte, iré contigo. Cuidaré mi inversión.
Lyches estaba encantado. Un buen amigo y un excelente compañero de viaje. Siempre con una sonrisa, siempre con una ocurrencia. Dio gracias a Apolo por su compañía.
Siguieron caminando gran parte del camino. Aún quedaba luz de día pero el sol ya estaba detrás de las montañas. Pronto el cielo cogería el color rosa del atardecer y la noche llegaría lentamente. Se detuvieron una vez más para darle descanso a los caballos y a sus piernas. Los colores del paisaje llenaban los ojos. Verdes, rosas, azules y grises ocupaban todo. Odiseo se alejó un poco para recoger moras silvestres y Lyches se tumbó junto a su caballo. Mientras acariciaba su crin, le agradecía mentalmente por el esfuerzo realizado. Fuego parecía entender a su amo y soltaba algún que otro relincho.
Una hora después, montados los dos, retomaron la senda. La llegada de la noche refrescó el aire y la pareja lo agradeció. Dejaron atrás Tegea sin detenerse y sin ser molestados. Lyches pensaba que pronto pasaría por la casa de Argus. Quizá dejaría allí a Odiseo, su amigo no podría aguantar mucho más el viaje, al menos sus posaderas.
La luna redonda brillaba fuerte sobre sus cabezas y las estrellas también ayudaban a iluminar el sendero. Llevaban las monturas al paso, evitando así tropezar con una piedra o una serpiente o peor aún, perder el camino y caer por algún risco.
Sin motivo alguno, Fuego se detuvo. Odiseo y su caballo siguieron avanzando. Lyches lo notó. Algo pasaba.
- ¡Eh! ¡Para! –le gritó a su amigo.
Odiseo volvió su caballo, iba a decir algo, pero no pudo. Del linde del camino salieron dos hombres armados y lo tumbaron del caballo. Antes de que Lyches se diese cuenta, un tercero iba a por él, lanza en mano. Fuego se paró en sus patas traseras y evitó el ataque. El espartano, ajeno a cualquier dolor que pudiese tener, se apeó del caballo y, desarmado, encaró a su agresor. Esquivó un lanzazo dirigido a su pecho. Cogió la pica con ambas manos y tiró de ella, desequilibrando a su rival. En un movimiento rápido acortó las distancias y le propinó un terrible derechazo. Enseguida, uno de los que estaba atacando a Odiseo se le abalanzó blandiendo una espada. Paró un golpe descendente de éste con el asta de la lanza, su arma se partió en dos. El oscuro hombre volvió contra él. Lyches hizo una finta, cogió al asaltante por detrás y le rompió el cuello. Veía a Odiseo defenderse como un gato, interponiendo a su caballo entre él y el maleante. El espartano cogió la espada del muerto y ensartó al rival que quedaba en pie.
- ¿Estás bien? –le preguntó a Odiseo.
- Si, no te preocupes por mí –dijo el marino mientras se sentaba-. Preocúpate por él.
Lyches vio como su primer atacante empezaba a incorporarse. El espartano, espada en mano, se acercó a él, le cogió de los pelos y de un solo golpe lo decapitó.
- Eran asaltantes –dijo mientras se acercaba a Odiseo-. Quizá algunos ilotas escapados o mesenios sin profesión.
Odiseo seguía sentado. Lyches había cogido por las riendas a los dos caballos y se acercaba. No entendía porqué su amigo no se levantaba. Sólo lo comprendió cuando estuvo a unos pocos pasos de él. Odiseo estaba sentado en un charco de sangre. Manaba a borbotones de su costado derecho. Salía oscura y espesa. La herida era mortal. Lyches soltó las riendas y corrió hacia su amigo. Llegó justo a tiempo, antes de que se desplomara sobre su costado. Lo cogió y tumbó la cabeza de Odiseo sobre su regazo.
- ¡Joder!, ¡mierda!, ¡puta mierda! –Gritaba Lyches- ¡Esto es mi culpa! ¡Joder, no te mueras!
- No es tu culpa. No te preocupes. El dios me dio unos días más después de la tempestad, -dijo con voz lastimera-. Consigue mi barco. Dáselo a mi hijo.
- Amigo mío, aguanta, –las lágrimas brotaban de sus ojos–, te lo prometo. Tendrás tu barco.¡Pero aguanta!
- Me voy contento, hijo de Heracles. He vivido bien. ¿Y que mejor forma de irse que con un amigo a tu lado? –Su voz era débil, apenas le quedaban fuerzas.
- Tú no eres mi amigo, eres mi hermano, –dijo el espartano- ¿Dime el nombre de tu ciudad? ¿Dónde llevaré tus cenizas?
- Yo nací en…Yo vengo del mar...
Fueron las últimas palabras de Odiseo. Murió como había vivido, con una sonrisa en los labios.
Lyches depositó con cuidado el cuerpo de su amigo sobre la tierra. Se quedó a su lado unos minutos. Luego, reponiéndose, se puso en pie y cogió los caballos. Cargó a su amigo sobre un animal y lo ató para que no cayese. Él montó en Fuego y, con un inmenso dolor, retomó el camino hacia Esparta.
Su amigo estaba muerto. Después de ayudarlo, después de salvarle la vida, estaba muerto. Y se echaba la culpa por ello. Si se hubiesen detenido como Odiseo había sugerido, nada de eso hubiese pasado. No se lo perdonaría.
Al cabo de un tramo de cabalgar sumido en sus pensamientos, pudo divisar una luz a un estadio de distancia. Era la casa de Argus.
Se aproximó despacio, llevando los caballos al paso. Antes de llegar, un perro comenzó a ladrar. Pronto una enorme figura asomó por la puerta. Al llegar ahí, Lyches reconoció a Argus, que se acercaba.
- ¡Espartano Lyches! ¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado? Joder, estas cubierto de sangre. –El herrero lo miraba sin poder creer lo que tenía frente a sus ojos.
- Argus, pretendieron asaltarnos. Mi amigo ha muerto, –dijo señalando el cadáver del marino–. Yo debo seguir. ¿Puedes ocuparte de su cuerpo? Es muy importante para mí.
El herrero estaba atónito. Con cuidado, cogió al animal y despacio fue deshaciendo los nudos que sostenían al cuerpo.
- No tengo dinero para pagarte por esto.
- No es necesario. Me has pagado de sobra la última vez, –dijo Argus sin mirarlo, concentrado en las cuerdas.
- Pronto vendré por sus restos y podremos conversar.
- Ese es el mejor pago que tendré.
Lyches fustigó a Fuego quien arrancó en un galope veloz. Pronto estaría en su tierra. Su cuerpo le empezaba a doler otra vez. Pero prefería aquel dolor físico al dolor que le consumía por dentro por el amigo perdido.
Mientras avanzaba, detrás de él y a lo lejos, la luz de un fuego comenzaba a levantarse. Odiseo ardía camino al Hades. Lyches cabalgaba y se preguntaba quién llevaría mejor la barca, si su amigo o el propio Caronte.