IX
Adrastro entró en la ciudad. Salvo por un grupo de soldados que estaban patrullando, no se topó con nadie. Sus cuatro maltrechos compinches le seguían dificultosamente. La casa del rey Anaxandridas estaba alejada de la entrada de la polis. A medida que se acercaban veían la luz que surgía de las ventanas. Se aproximó en silencio y alcanzó a escuchar la voz del rey. No sabía con quien estaba hablando, pero se alegraba de no tener que despertarlo.
En la puerta, un esclavo custodiaba el paso. Adrastro se hizo anunciar. A los pocos segundos Anaxandridas asomó por la entrada.
- ¿Quién eres y qué pasa? –El rey habló con voz firme.
- Soy Adrastro, hijo de Lykaios. Estaba patrullando los lindes de la ciudad y dimos con tres espartanos que piden audiencia contigo, mi rey. El que lidera el grupo es mi hermano Otriades.
Anaxandridas pensó unos segundos. Miró hacía dentro de la habitación e intercambió unas palabras con alguien. Adrastro no pudo escuchar nada más que un murmullo.
- ¿Estas solo? —preguntó el rey.
- No, vengo con ellos. —Adrastro señaló al maltrecho grupo de acompañantes que se acercaban en la noche.
- ¿Qué les ha pasado? —Anaxandridas los miró de arriba abajo, y puso especial atención en el muchacho que seguía sangrando por la nariz.— Déjalo, calla, no quiero saberlo. Ésto es lo que haréis: tú iras a avisar a tu hermano a que esperen a que salga el sol. Ya falta poco para eso, y que se dirijan directamente al edificio del consejo, que no hablen con nadie en el ínterin. Vosotros tres, iréis en busca de los éforos. Y tú, -dijo al fracturado- tú vete a que te vean esa nariz.
Inmediatamente los muchachos salieron en diferentes direcciones sin decir nada más. Anaxandridas volvió a la habitación. Allí estaba Aristón, el recién proclamado rey
- ¿Entonces no sabes nada de mi padre?
- Te lo repito, no lo vi. No sé si ha muerto o no. Pero sí he oído que estaba prisionero, que era un esclavo.
- Un cobarde. Mi padre, un cobarde que no merece llamarse hombre.
- Escucha, tranquilízate, quizá los muchachos hayan visto su cuerpo entre los caídos. Quizá esté vivo, pero eso no significa que haya temblado, tal vez estaba mal herido o sin conocimiento cuando lo cogieron. Conozco a tu padre hace mucho, él me ha formado y ayudado en el pasado. Él hizo de mí el hombre que soy ahora, y no me refiero a la corona. Estoy seguro de que valor le sobra.
El joven rey miraba al suelo con los brazos en jarras. Por su cabeza pasaban mil pensamientos contradictorios. Le hubiese gustado, en ese mismo instante, partir a la cabeza del ejército completo y arrasar Tegea. Encontrar a su padre y matarlo con sus propias manos por cobarde. Pero también le hubiese gustado que Agasicles estuviese ahí con él, como cuando se convirtió y recibió de sus manos la capa y el escudo.
- ¿Qué pasará ahora? —Aristón trataba de centrarse, de pensar como rey y no como hijo.— ¿Qué he de hacer?
- Ahora estamos esperando una respuesta de Delfos. Por otro lado, hemos de oír qué tienen que decir Otriades y sus compañeros. Los éforos consultarán entre ellos y luego se hablará con la asamblea.
- Sí, pero ¿qué pasará?
- Debes ser paciente. Me recuerdas a mí cuando tenía tu edad. Al final, como es inevitable, habrá guerra. Pero mientras tanto, deberemos consolidar nuestras espaldas. Ya lo verás. Los éforos siempre se han mostrado muy cautos, a veces en exceso. Esta vez no será la excepción. Ahora, ven conmigo. Falta poco para que salga el sol y quiero escuchar lo que esos tres tienen que decir.
Salieron en silencio. Los dos hombres se dirigían al salón de la asamblea. Pronto todo quedaría más claro. Se cruzaron en el camino con algunas personas, hombres mayores de treinta que ya no dormían en los barracones. Algunas mujeres se dirigían a los templos. Se había corrido la voz. Pronto la asamblea estaría llena de gente preguntando por los suyos. La gente querría saber si su esposo, su hijo o su hermano, habían caído con honor.
Al llegar al edificio, los cinco éforos ya estaban ahí, Clearco, Kriatos, Eudoio, Malineo y Tarasio. El resto de los ciudadanos empezaba a agolparse en las puertas. Pocos, pero demasiados teniendo en cuenta la hora.
Al entrar Anaxandridas se aproximó a Clearco, el más anciano de los éforos.
- Ya han llegado. Estarán aquí de un momento a otro. ¿Qué queréis hacer?
- Escucharlos. Que digan lo que tienen que decir. Hoy no decidiremos nada. Esperaremos la respuesta del oráculo. Ya veremos que ocurre cuando pasen las carneias.
Anaxandridas asintió con la cabeza y se dispuso a esperar. Los éforos se habían sentado, y aunque Aristón había elegido permanecer de pie, impasible como una estatua, él caminaba en círculos. Pensaba en la estrategia que habría que seguir. Pensaba y estudiaba su situación, la de su pueblo. Veía a su ejército como una manta. Una manta corta. Si se cubría la cabeza, descubriría los pies y viceversa. ¿Qué hacer para revertir esa situación? ¿De qué modo evitar la separación del ejército? ¿Cómo alargar esa manta?
Otriades estaba sobre la ladera del Taigeto, mirando hacía su ciudad. Ya desde lejos vio aproximarse a su hermano. Bajó para reunirse con Ajax y Dimas, que estaban quitando a su panoplia el polvo del camino. Los tres hombres se encontraron con Adrastro a la vera del río.
- Os esperan. Dijo el rey que cuando salga el sol os dirijáis directamente al edificio de la asamblea.
Los tres se miraron. Faltaba poco para el amanecer.
- Vete —dijo Otriades.— Avísale a mamá que estoy aquí. Que iré a verla en cuanto me lo permitan.
- Lo haré, aunque a esta altura, supongo que serán pocos los que no sepan que estáis aquí. —El joven dio media vuelta y salió marchando con paso ligero hacia la ciudad.
Los tres soldados se quitaron el equipo y se metieron en las frías aguas del río. Lavaron sus manos y su cara. Lavaron también rápidamente, pero con cuidado, su pelo. El agua les devolvía la vitalidad que la jornada anterior les había quitado. El sol ya asomaba entre las montañas cuando se vistieron. Emprendieron el camino de regreso del mismo modo en el que habían partido. En silencio. Marchando con paso firme y mirando hacia adelante. La ciudad cada vez estaba más próxima. Podían percibir el movimiento. Mucho movimiento para aquella hora.
A un lado y al otro del camino distinguían a compañeros de armas, a padres, madres y hermanos de los que cayeron en Tegea. Siguieron caminando sin detenerse, su mirada fija en el frente. Los rostros serios y duros. Poco a poco empezaron a escuchar las voces de la gente, sus reclamos y preguntas llegaban a sus oídos a través de un murmullo que paulatinamente fue creciendo.
- ¿Has visto el cuerpo de mi hijo? –peguntaba uno.
- ¿Han honrado a los caídos? –inquiría otro.
- ¿Sabes algo de Nicanor? –clamaba una madre.
Las preguntas llovían sobre ellos. Los nombres de los muertos, pronunciados por los familiares que se amontonaban a la vera del sendero, golpeaban a los tres jóvenes soldados a medida que avanzaban. Nadie se había percatado de lo demacrados que estaban. O no lo vieron, o no les importó. Eran soldados, después de todo. Sus cuerpos estaban preparados para las privaciones. Ni siquiera Pausanias notó el cambio que se había operado en su hijo Ajax. Cora, tan feliz de saber que pronto estaría con su enamorado, creyó percibir algo en Otriades, pero no sabía bien qué. Fue su madre quien se dio cuenta, aun antes de verle la cara. Hypathia vio desde lejos a su hijo. Lo vio, pero no era él. Buscaba algo distinto sin encontrarlo. No eran los signos claros de la fatiga que traían lo que lo hacía diferente. Ellos seguían avanzando. Uno a uno se quitaron los cascos. Sólo entonces pudo ver sus ojos. Y en ese momento notó que la mirada clara de su hijo estaba vacía. Que el brillo había huido de ella. Era como si siguiera con el yelmo puesto. Ya no eran sus ojos, eran dos pozos negros, sin alma. Había partido un joven soldado, regresó un hombre. Se miraron, fue tan sólo un segundo. Ella sintió todo el peso que su hijo cargaba en su ser. Él quería dejarlo todo e ir a abrazar a su madre. Quería enterrar las cenizas de su padre. Quería borrar la muerte de su mente, aunque fuera por un par de horas.
Con esa mirada se dijeron todo. Hypathia adivinó la muerte en el rostro de su hijo. Supo inmediatamente el sufrimiento que traía consigo. ¿Pero qué podía hacer ella?
¿Acaso no era el destino de los hombres morir en la batalla? ¿No es el designio divino que los hijos entierren a sus padres? ¿No sabía que su función era dar a luz a los soldados de su nación, y que éstos partieran a la guerra y a la muerte, no por gloria propia sino por la gloria de su ciudad? Ahí iba Otriades. Su primogénito. Bañado en hierro y bronce. Un soldado de Esparta. Él sería mejor que su padre. Ahí iban Otriades, Ajax y Dimas, tres jóvenes reclutas que habían crecido de golpe.
Llegaron finalmente a la sala de la asamblea. Sólo ellos pasaron. Una escolta impidió que nadie más ingresara al recinto. Al entrar, los éforos y los reyes estaban esperándolos.
- Bienvenidos —dijo Anaxandridas.— Han partido con la más desagradable de las tres misiones y aquí están. ¿Cómo ha ido?
- He cumplido con lo que se me ordenó. —Otriades habló flanqueado por sus compañeros.
- Dinos qué has visto —terció Clearco, el más anciano de los éforos.
- Empieza por el campo de batalla.
- Aparentemente, los nuestros cayeron en una trampa. No entiendo cómo ha pasado, ni por qué. Quizá algún Dios nubló la mente del rey Agasicles. —Otriades hablaba claramente, estaba quieto, mirando a un punto fijo en la nada. Sólo sus labios se movían.— Era una hondonada. Cercada por sierras en todos lados, salvo por la entrada. Tal vez estaban persiguiendo a los enemigos, entraron ahí y ya no pudieron salir.
- Ahá. Cuéntanos más.
- Un tegeo nos dijo que lucharon como fieras. Que la pelea duró más de cuatro horas. Que muchos tegeos han muerto.
- Háblanos de nuestros caídos. —Era Kriatos el que se pronunciaba, otro de los éforos, el segundo en edad.
- Los habían enterrado en el mismo campo de batalla.
- ¿Habéis identificado a los cuerpos?
Al fin llegaba la pregunta temida. El silencio cayó sobre la sala, como una mortaja gris y fría. Otriades dudó un instante. Ajax y Dimas permanecían firmes detrás de él sin decir nada.
- Hemos exhumado a los muertos. Identificamos a muchos. Pero había algunos cuerpos que eran imposibles de reconocer. Ni siquiera tenían sus pulseras. Quizás eran unos cinco o seis.
- ¿Estaba el rey? –la voz de Aristón llegó a Otriades con más signos de angustia que de interés.
- No lo sé —dijo sin dudar— Tal vez era uno de los que no pudimos reconocer.
Aristón quedó cabizbajo, pero sólo fue un instante. Levantó la vista y se acercó al soldado. Quedó frente a frente con él.
- ¿Estás seguro? —preguntó el joven monarca.
- Estoy seguro de no saberlo. Sí señor.
- ¿Y vosotros? —Kriatos se dirigió a los otros dos.
- Yo he visto muchos cuerpos. Al rey no lo vi. Pude reconocer a los dos
oficiales, pero no al rey. Había cuerpos irreconocibles.
- Yo tampoco lo he visto —dijo Ajax situándose a la vera de su compañero.
- ¿Y qué ha pasado con los cuerpos? —volvió a interpelar el joven rey.
- Hemos cavado unas fosas aún más profundas y los hemos vuelto a enterrar despues de quitarles sus etiquetas. —Otriades, que no quería hablar de su padre, se refería a las pulseras de madera que llevaban los soldados con su nombre inscrito en ella. Alzó la bolsa donde las llevaban y las ofreció a los ancianos.
Aristón empezó a caminar alrededor de ellos, las manos entrelazadas tras la espalda, la mirada fija en el suelo. Finalmente cogió la bolsa y se dirigió a una pequeña mesa.
Uno a uno, fue revisando los nombres. Más de una hora tardó. Nombres de amigos, de seres queridos. Nombres de soldados valientes que cayeron defendiendo su patria. Lo leía en voz alta y al hacerlo el rostro del muerto se les aparecía a los presentes. Uno a uno fueron repasándolos a casi todos. Al final sólo quedaron doce nombres sin pronunciar. Entre ellos Agasicles, el rey.
Poco despues de finalizar unos escribas que tomaban nota de los nombres, entregaron la lista a los éforos y éstos las estudiaron con detenimiento. De los ancianos pasó a los reyes. Otriades, Ajax y Dimas seguían en pie uno al lado del otro. No hablaban, como si el horroroso recuerdo se hubiera apoderado de sus cuerpos y los hubiera petrificado.
- Podéis retiraos ahora –dijo Anaxandridas–, vuestra presencia aquí ya no es necesaria.
Los tres amigos se dirigieron a la salida. Antes de alcanzar la puerta, Otriades sintió una mano en el hombro. Era el rey.
- ¿Qué ha pasado con las cenizas de tu padre? –preguntó Anaxandridas en voz baja, para que ni los éforos ni Aristón lo escuchasen.
- Las llevo conmigo. Las enterraré en nuestro jardín –contestó Otriades, luego de tragar saliva. Estaba sorprendido de que el rey estuviese al tanto de la cremación.
Finalmente partieron. A las puertas de la asamblea se había reunido mucha gente. Nadie los detuvo, nadie los interrogó. Sólo se abrían a su paso. Mirándolos, observándolos marchar. Otriades pudo ver a Cora. Estaba de pie, en medio de la muchedumbre, unos pasos más adelante y frente a él. Se acercó a ella, sus ojos se encontraron y los de él parecieron recuperar la luz. Acarició su cara y siguió su camino sin abrir la boca. Paso a paso se fueron internando en la ciudad de Esparta y fueron perdiéndose en las calles. Al final se separaron. Ajax y Dimas fueron a los barracones. Otriades a la casa de su madre. Los tres habían cambiado.
Llegar a la casa de sus padres fue como regresar a la niñez. El aroma del pequeño jardín, la sombra de la parra donde peleaba con su padre usando una corta espada de madera. Los olores de la cocina. ¿Cuántas cosas había vivido en esos rincones? Estaba en casa. Por más que viviese en la sisitia, ese era su hogar.
Estaba solo. Los ilotas estaban en los campos. No sabía dónde estaba su madre. Fue quitándose lentamente las prendas militares, dejándolas sobre un arcón. Con sumo cuidado depositó la alforja que contenía las cenizas de Lykaios sobre la que fuera su cama de niño. Se sentó, tan cansado como estaba, a esperar a su madre. Salvo por unas pequeñas brasas que estarían ardiendo en el hogar desde la noche anterior, todo estaba a oscuras. Afuera se escuchaba el canto de los pájaros. Al cabo de un rato Hypathia atravesó el umbral. Venía con Adrastro y sus hermanas. Detrás dos ilotas permanecían en silencio. Otriades se levantó y miró a su familia sin decir nada. La madre avanzó y abrazó a su hijo. Era un reencuentro esperado y necesitado por los dos. Fue un abrazo intenso al que poco a poco se fueron sumando los miembros de la familia. Aprovecharon cada segundo que duró la unión. Luego, en el exterior, de cara a los ciudadanos de Esparta, deberían expresar su alegría. La dicha de saber que su familiar cayó con honor, defendiendo a los suyos. En Esparta, una muerte así no era motivo de tristeza. Sin embargo, en ese instante, la sensación de pérdida era inmensa. Incluso Adrastro, el joven y orgulloso hijo del Lobo, estaba triste.
- Mamá, lo he traído, como te prometí. –Otriades estaba sereno, hablaba a su madre mirándola a los ojos y señalando la pequeña alforja. —He traído sus cenizas para que su cuerpo no se corrompiese.
- Has hecho bien, querido. Ahora tu padre descansará en paz. —Hypathia acariciaba la cara de su hijo y, a pesar del dolor, le sonreía.— Salgamos.
Cogieron las cenizas y salieron al jardín. Hypathia retiró la capa de Otriades de sus hombros y la extendió en el suelo. Los esclavos recogieron hojas de olivo y con mucho cuidado las fueron colocando sobre la capa. Cuando la prenda estuvo cubierta, Adrastro cogió las cenizas y las depositó encima. Con parsimonia y celo, Hypathia fue doblando la prenda, hasta que la tela quedó perfectamente plegada.
Otriades cavó, a los pies del olivo, un pozo de aproximadamente cuatro plamos, donde su madre depositó el bulto que formaban la capa con las cenizas del Lobo. Entre todos se ocuparon de taparlo.
Eso fue todo. La familia unida bajo el olivo, no se percató hasta el final de que algunos vecinos se asomaban a su jardín. Todos, con su silencio, le brindaban el último adiós al héroe.
Unos niños, de unos cinco o seis años, aparecieron con flores silvestres y las dejaron a los pies del olivo. Eran los nietos de Hypathia, hijos de sus hijas.
Cuando iban a retirarse, advirtieron la presencia de los reyes, Anaxandridas y Aristón. El primero, sin decir nada, avanzó hasta el árbol, extrajo su daga mientras se arrodillaba, y en el viejo olivo grabó: “Lykaios, el Lobo”.
Ése era el homenaje de su patria, el escribir el nombre del caído en combate en el lugar de su sepultura.
Luego todos se retiraron en silencio. Adrastro y Otriades a sus respectivas barracas, sus hermanas a sus hogares, los reyes a atender los problemas de la ciudad. Hypathia se quedó sola en su casa, viendo cómo los ilotas preparaban galletas y tartas para repartir entre sus vecinos, compartiendo así con ellos el enorme honor que su marido le había legado al morir, al cumplir su designio como soldado y ciudadano.
Mientras veía a sus esclavos amasar, venían a su mente los recuerdos de su esposo. La primera vez que lo vio; cuando se consumó el ritual del rapto40; el nacimiento de cada uno de sus hijos. Pero por sobre todas las cosas, el amor que sentía por él. Un amor que era más fuerte que Esparta. No se trataba de casarse para tener hijos que en el futuro serían soldados. Se trataba de cada momento junto a él, de cada instante compartido, de cada caricia. Recordó una frase que su marido le dijo el día en que enterraba a su padre en una tumba sin nombre. “No hay motivo alguno para buscar el sufrimiento o la tristeza. Pero si éstos llegan y quieren meterse en tu vida, no debes temer. Míralos a la cara y con la frente bien alta.”
Se sintió sola. Lykaios, su único amor, el padre de sus hijos, había muerto, y con él, la mitad de su corazón moría también.