III
Tegea, 550 a. C.
Eos, la diosa de los dedos rosados, comenzaba a asomar iluminando una mañana apacible, augurando buen tiempo para todo el día, algo deseado en época invernal. En la finca de Macario los esclavos trabajaban de sol a sol, sin importar el clima o la estación, parando tan sólo a comer, bajo la sombra de un gran árbol en el campo de labranza, lo poco que les daban, y este día no sería una excepción. Bemus, el capataz, entró enérgicamente, llevándose por delante a todos en la barraca, como siempre, iba seguido por cuatro guardias armados, despertando a los esclavos a los gritos y usando su fusta; si alguien no se levantaba al momento era blanco de golpes y escupitajos, e incluso en ocasiones, algo peor, como ser estaqueado al suelo sin comer ni beber durante todo el día.
- ¡Arriba! ¡Arriba he dicho! —gritaba Bemus mientras pateaba un catre.— ¡Levantaos, nenazas! Es un día más del resto de sus putrefactas vidas.
Los hombres se levantaban con presteza, sin protestar, y salían de la tosca construcción para orinar fuera, desayunar pan duro con leche agria de cabra y prepararse para un día más. Un esclavo que salía de la barraca, observó que un hombre no se había levantado. Lo reconoció, no sólo por el lugar que ocupaba en la barraca, sino por ser, al igual que él, uno de los cinco espartanos de los apresados dos años antes que aún quedaban con vida. Era el cuerpo inanimado de Agasicles, el rey. Se acercó rápidamente al catre, se acuclilló y lo zarandeó ligeramente, pero este no se movía; casi inmediatamente el espartano se dio cuenta de lo que ocurría. Lentamente, otros se fueron aproximando al lecho y formaron un corro alrededor del cuerpo sin vida del rey. Los cuatro lacedemonios empezaron a lamentar profundamente la muerte, arrepintiéndose de haberle reprochado constantemente la suerte que habían corrido. Agasicles, a diferencia de ellos, no se había rendido, había caído prisionero al quedar inconsciente por golpes y heridas, mientras que ellos se rindieron para salvar la vida.
- ¿Qué pasa aquí?, ¡apartaos! —Bramó el capataz abriéndose paso entre los hombres con fustazos y empujones.
Los esclavos se apartaban y lo dejaban pasar, los soldados lo escoltaban y también hacían hueco con sus lanzas; los primeros hombres que habían salido volvían a la barraca ya que los gritos despertaban su curiosidad.
- ¡Tú, arriba! —Bemus le gritó al rey tumbado, sin darse cuenta que estaba muerto.— ¡Arriba he dicho! —y le propinó un golpe con la fusta en la cara.
Cuando iba a repetirlo, el primer espartano que se acercó a Agasicles, recuperando el valor perdido dos años atrás en el día de la batalla, cogió al capataz por la muñeca deteniendo el golpe.
- Está muerto —dijo con voz queda.— ¿Es qué no puedes verlo?
- Lo que puedo ver es que pagarás caro el haberme puesto la mano encima.
Con una mirada de Bemus, uno de los escoltas se adelantó y golpeó al espartano con el canto de la lanza entre las costillas. El prisionero soltó sin quejarse la mano del capataz, tan sólo se dobló un poco por el dolor y se volvió a incorporar dando unos pasos hacía atrás, maldiciendo su suerte por dejarse atrapar, lamentando ser un esclavo mal alimentado y débil en comparación con el hombre que un día fue.
- Sacadlo de aquí, —dijo el capataz a los espartanos.— Vaya uno a saber las enfermedades que tendría.
Los cuatro esclavos, después de tapar el rostro del difunto con un sucio trozo de tela, cogieron el catre por cada esquina, sacándolo al exterior. Mientras Bemus escupía al suelo en señal de desprecio, los demás cautivos hicieron un pasillo por donde pasó el cuerpo exánime de Agasicles, en un homenaje póstumo. Ya afuera, sintieron el último regalo de Apolo: una mañana soleada y fresca, con una tenue brisa que dejaba escuchar el cantar de un ruiseñor.
Poco tardó la noticia en llegar al pueblo, los chismes volaban entre los esclavos y éstos, tratando de congraciarse con sus amos, siempre daban aviso de las nuevas. Al enterarse de lo sucedido, Aleo, el rey de Tegea, convocó a los ochenta nobles que formaban el consejo de la ciudad. Pronto se acabaría la tregua con Esparta, y él quería seguir con la paz que tanta prosperidad había traído a su pueblo; lo último que deseaba era hacer algo que pudiera despertar a la fiera dormida, ese animal tan temible que es la guerra.
En la fría sala de piedra del consejo había un continuo runrún de voces que se referían a la muerte del rey espartano. Todos se alegraban de lo sucedido, e incluso felicitaban a Macario. Era la primera vez que un monarca espartano había sido apresado, utilizado como esclavo y muerto en estado de esclavitud. Todos, con la excepción de Aleo, esbozaban una sonrisa y parecían felices. Uno a uno ocuparon sus sitios y los murmullos se apagaron. Mientras, el rey de Tegea se acercaba al centro de la sala y carraspeaba para aclararse la voz, aguardando que se hiciera el silencio.
- Estimados amigos, ya sabemos la noticia de lo ocurrido hoy. —Hablaba con los brazos abiertos y girando la cabeza para abarcar al grupo con la mirada.— Os he convocado para discutir qué pasos hemos de seguir ahora. Como todos sabéis, en breve finalizará la tregua que nos han ofrecido los espartanos. Mientras estábamos en guerra hemos visto muchas tierras arder y a muchos amigos y hermanos morir. En cambio, con la paz nuestros hijos han crecido y se han hecho fuertes, nuestra tierra y comercio han prosperado y somos respetados por nuestros vecinos. ¿Podemos pedir algo más a los dioses? Por eso mi humilde deseo es liberar a los esclavos espartanos que quedan y devolver a Esparta el cuerpo de su antiguo rey, dar a los lacedemonios un gesto de buena voluntad, para poder seguir viviendo en paz y crecer.
Mientras escuchaban a Aleo, muchos de los presentes asentían con la cabeza. No querían la guerra, recordaban los horrores que vivieron en ella y no deseaban tener que repetir algo así. Además, el bienestar se extendía entre ellos, y nunca la prosperidad fue tan grande como en los dos años y medio últimos. Poco a poco, los miembros del consejo comenzaron a hablar entre ellos, primero con los de al lado, luego con los de abajo, se formaron pequeños corros, y todo parecía indicar que estaban de acuerdo con las palabras del rey. Macario, que todo quería convertirlo en dinero y negocios, se puso de pie y se acercó al centro de la sala y pidió la palabra.
- ¡Compañeros, compañeros, por favor! —el hombrecillo gritaba a pleno pulmón, haciendo gestos con las manos pidiendo silencio.— Nuestro rey ha hablado bien, pero omite ciertos puntos. —Al decir esto la sala enmudeció nuevamente.— Aleo nos dice que la guerra ha traído muerte y penurias, pero no nos dice que también nos trajo la gloria. ¿Cuántas veces han sido derrotados los espartanos? ¿Qué ciudad fue la única en capturar a un rey espartano vivo? También debo recordarles que para los lacedemonios esos hombres han muerto el mismo día en que cayeron prisioneros, y yo digo que si no atacaron hasta ahora, no lo harán, entreguemos o no a los espartanos que quedan. Además, ya los hemos derrotado una vez, y podremos hacerlo nuevamente; todo lo que necesitamos lo tenemos o lo podemos conseguir, armas, víveres, mercenarios. Recuerden cómo, hace más de dos años, llegó aquí Anaxandridas pidiendo la paz. Ellos no vendrán, y si lo hacen, los enviaremos a casa envueltos en mortajas, y todas sus armaduras servirán como obsequio a Atenea y Poseidón: ella cuida nuestra ciudad y él vela por nuestro comercio marítimo.
Los nobles más belicosos se exaltaron al escuchar estas palabras, los más avariciosos echaban cuentas de cuánto podrían ganar en compra y venta de armas, esclavos y materias primas, otros empezaban a dudar, pero cuando la balanza de la duda y la avaricia empezaba a inclinarse a favor de Macario, Aleo habló una vez más.
- Si, es cierto, hemos derrotado a Esparta, ¿pero a costa de cuánta sangre? ¿Cuántos de los nuestros han muerto? No digo que nos entreguemos o seamos aliados de Esparta, igual que Corinto. No somos vasallos de nadie, somos libres, ni siquiera le rendimos pleitesía a Argos, como algunos de por aquí quieren, —mientras hablaba observó a Macario, quien le contestó con una fría mirada desde sus ojos hundidos.— Si vienen por nosotros aquí estaremos y yo seré el primero en hacerles frente. Macario tampoco dice que es él el principal comerciante de armas y productos extranjeros, no os dice que Argos será la más beneficiada si entramos en guerra con Esparta, y que no vendrá a socorrernos sin dar nada a cambio. No quiero que nos dobleguemos, quiero que seamos inteligentes. Quizá, estos hombres ya no existan para ellos, tal vez ya los hayan olvidado, o los desprecien al verlos llegar, pero les aseguro que si les devolvemos a estos esclavos verán en nosotros dos cosas: la primera, un gesto de buena voluntad, y la segunda, un recordatorio de lo que les puede pasar si quieren venir aquí. Incluso estoy dispuesto a pagar a Macario de mi bolsillo un precio justo por cada uno de los espartanos que quedan con vida, y también por el difunto.
Estaba hecho. A pesar de que los nobles de Tegea volvían a parlamentar, las palabras de Aleo habían logrado su cometido: los nobles votarían a su favor. Macario, que se imaginaba lo que pasaría, se le acercó despacio y mientras lo miraba con desdén y esbozando una sonrisa irónica, le habló una vez más:
- Tarde o temprano, ellos vendrán y debes saber que me encargaré personalmente de que Argos no os brinde ninguna ayuda, y si lo hace te aseguro que te costará caro, y no me refiero al dinero. Y hablando de dinero…lo que la asamblea decida por los esclavos estará bien, házmelo llegar hoy mismo.
Aleo lo vio irse sin sentir ninguna inquietud, sabía que ese hombrecillo no tenía tanto poder como él creía. Además, había conseguido su propósito: enviaría a Esparta a los pocos hombres de esa tierra que en Tegea quedaban. Pensaba que ese gesto sería interpretado como un acto de buena fe, pensaba que así podría cambiar el sentimiento de hostilidad entre ambas ciudades, y dar el paso de la tregua a una paz duradera. ¡Qué equivocado estaba!
Las estrellas iluminaban el agua helada que fluía despacio por el Eurotas, el sonido del río se mezclaba con el de los insectos y el de algunos animales nocturnos. Cuatro soldados, arrebujados en sus capas, insensibles al frío y a la noche, patrullaban la entrada norte de la ciudad y el camino hacia Pitana50. Hacían su recorrido en silencio, atentos a cualquier sombra, a cualquier ruido y a cualquier silencio.
La luna estaba alta cuando escucharon, a lo lejos, el traqueteo de un carro. Sólo con mirarse, se separaron, quedando dos soldados a la vista, en el camino, y otros dos ocultos en la oscuridad. Poco tiempo pasó hasta que el carro con cuatro ocupantes, tirado por una mula, llegó hasta ellos y se detuvo frente a uno de los soldados.
- Si apreciáis vuestra vida, más vale que os marchéis por dónde habéis venido —dijo el militar.— Aquí no queremos extranjeros y menos a estas horas de la noche. Estoy de buen humor y por eso seguís con vida, no tentéis a la suerte, ¡idos!
- Esta es mi ciudad también y cuando tenía tu edad mi celo por ella era igual que el tuyo. —El hombre que llevaba las riendas se dirigía sin miedo al soldado espartano, mirándolo a los ojos. —Debo ver a Anaxandridas, déjanos pasar, Critias.
El soldado se sorprendió al escuchar su nombre en boca del desconocido, escrutó aquel rostro y el de sus acompañantes, tratando de reconocerlos, pero no vio más que a cuatro hombres flacos, con el cabello y la barba descuidada, con marcas en manos y piernas, cicatrices de cadenas y grilletes. Se acercó a ellos para verlos más de cerca.
- No puede ser. Tú…. vosotros —Critias retrocedía señalando hacia la carreta, temía que se tratase de fantasmas.
- Déjanos pasar. O diles a los que están ocultos que, en lugar de matarnos, avisen a Anaxandridas que estamos aquí. Traemos el cuerpo de Agasicles, el difunto rey.
Critias se asomó al interior del carro y, sin bien no alcanzó a ver el rostro, sí vio un cuerpo. Pudo apreciar en él el paso del tiempo y los flagelos del látigo y las cadenas, y entonces lo comprendió todo. Esos hombres no habían muerto en Tegea, fueron apresados y eso significaba sólo una cosa, que se habían rendido.
- No podéis entrar. No sin el permiso de los éforos o del rey. Y si ellos acceden, no esperéis ser bien recibidos, sois temblorosos, representáis la deshonra de vuestros linajes y de nuestra ciudad.
- Escucha, —le cortó el antiguo esclavo— no me enorgullezco de lo que hice, ni yo ni ninguno de nosotros. Ojalá pudiera volver el tiempo atrás y morir abrazando la gloria como los compatriotas que allí cayeron, pero no fue así. Después de casi tres años de vergüenza y cautiverio, estamos aquí otra vez, dispuestos a aceptar lo que la ciudad disponga para nosotros, pero no lo juzgues a él —dijo señalando el cuerpo del difunto rey— Él no se rindió, luchó hasta el final. Ahora esperaremos, avisa que aquí estamos.
Dudando un poco, el joven centinela, dejó a sus compañeros a cargo de los recién llegados y corriendo a toda prisa se dirigió a la casa de Anaxandridas, iba a tal velocidad que la armadura parecía no pesar nada, al llegar, entró directamente51 y en la oscuridad de la sala llamó al rey. Anaxandridas, sorprendido y desnudo salió a recibirlo con el xhipos en una mano y el hoplón en la otra. El joven Critias, aun agitado por la carrera y con el peto oprimiendo su pecho, narró lo que había vivido en la entrada en la ciudad. Pocos segundos después, lo que tardó el rey en vestir una túnica, ambos espartanos se dirigían hacía Pitana, donde los libertos esperaban.
En medio de la noche Anaxandridas no podía creer lo que veía, cuatro fantasmas que volvían del Hades para traer el cuerpo de su amigo. Se acercó a ellos con una mezcla de cautela y curiosidad. Los cuatro hombres estaban de pie, firmes como cuando eran soldados recibiendo una inspección. Ante él se alzaban Lisícrates, Meleagro, Jerónimo y Euclides, cuatro de los desaparecidos de la batalla de Tegea. Por sus marcas y lo demacrado de sus cuerpos no necesitó ninguna explicación para entender lo que había pasado: ellos eran los esclavos a los que Macario se refería y con ellos estaba el cuerpo de Agasicles, quien parecía dormido.
- Quiero que me contéis todo.
Euclides, que era quien había pedido que los anunciaran, dio un paso al frente y comenzó a hablar. Mientras lo hacía tenía los ojos vivos y sus palabras caían de su boca como el agua de una cascada, haciendo pensar que lo que narraba había sucedido hacia apenas unas horas.
- Nos sorprendieron. Nos superaban en cinco a uno, lo que les permitió rodearnos por todos los flancos. Luchamos durante horas y vimos morir a muchos de nuestros compañeros y amigos, el rey también cayó, aunque no supimos hasta dos días después que no había muerto. Apenas quedábamos doce u once en pie, apoyándonos unos a otros, espalda con espalda, sólo teníamos nuestros escudos y algunos estaban ya en muy mal estado, estábamos rodeados por centenares de enemigos, por miles de ellos. —Las lágrimas comenzaban a brotar de sus ojos mientras continuaba narrando.— Finalmente uno, su rey, según supe más tarde, nos invitó a rendirnos, a dejar las armas. Nosotros seguíamos resistiendo, sabiendo que lo único que nos quedaba era la muerte. Unas flechas apagaron la vida de dos hombres, uno de ellos a mi lado, no recuerdo quién era. No sé que pensaron los demás, pero toda mi vida pasó frente a mis ojos y por primera vez tuve miedo. Bajé mi escudo no para rendirme, sino para que me mataran, para que todo acabara ahí, pero no lo interpretaron así y me apresaron, y conmigo, a ellos. Quise resistirme pero fue en vano, me llovieron los golpes. Una vez cautivos, esperamos un contraataque por parte de Esparta y eso nos llevó a resistir, los compañeros que se rebelaron y trataron de escapar fueron muertos. Cuando él murió, nos liberaron. Tengo un mensaje del rey Aleo para ti, me lo hizo memorizar. “Espero que este gesto de nuestro pueblo sirva para crear lazos de paz y amistad, y la sombra de la guerra no se vuelva a cernir sobre nuestras cabezas”.
Anaxandridas escuchaba cada una de las palabras con una mezcla de indecisión y asombro, mientras los cuatro hombres que tenía delante suyo seguían firmes, con lágrimas de dolor y vergüenza en sus rostros. Se acercó al cuerpo de Agasicles y lloró por dentro por el camarada perdido, pero el suyo era un llanto en el que, además de dolor, había odio e impotencia, una mezcla de sentimientos que, por unos instantes, le hizo olvidar la prudencia con la que siempre se movía, haciendo aflorar sus ansias de venganza y muerte.
- El éforo Clearco está al tanto de que estáis aquí. Además de esos guardias y yo, nadie más lo sabe. Debéis ir a la casa del viejo y describirle con detalles todo lo que sepáis de la ciudad y del lugar dónde estabais recluidos. Por lo demás, sois libres de hacer lo que os plazca; vuestras familias piensan que estáis muertos, y sabiendo lo que os espera si en la ciudad se enteran de que vivís y os habéis rendido, os sugiero que dejéis todo como está. Y vosotros —dijo señalando a los cuatro guardias.— llevad el cuerpo del rey a mi casa y volved al trabajo. No habéis visto nada, nada de esto ocurrió y si se os ocurre abrir la boca me aseguraré de que os arrepintáis por el resto de vuestras vidas.
Anaxandridas se quedó solo viendo cómo los hombres se dividían en dos grupos que tomaban distintas direcciones, mientras él pensaba en sus próximos pasos. Debería enviar nuevos grupos de búsqueda para encontrar el cuerpo de Orestes, eso era lo que el oráculo había dicho. Ya habían dado vuelta a casi todo el Peloponeso, sólo quedaban Tegea y Argos por explorar. Luego, infiltrar algún hombre en esas ciudades, preparar el ejército para una acción definitiva contra esa ciudad y liderar a sus hombres hacia la victoria, sellando así el destino del sur de Grecia, el primer paso hacia la hegemonía bélica espartana. Pero antes debía encargarse del cuerpo de Agasicles.
Aristón, el joven rey, se sorprendió cuando a altas horas de la noche un ilota enviado por Anaxandridas lo reclamaba urgentemente en su casa, pero más sorprendido se encontró al hallar sobre la mesa, al cuerpo sin vida de su progenitor. Observaba los restos del difunto rey, de su padre tendido sobre una tosca mesa en la sala de la casa de Anaxandridas. La ira subía por sus venas al ver las marcas del cautiverio en la piel ajada de Agasicles. Las manos, que él recordaba tan fuertes, tenían cicatrices de trabajo de campo, su espalda mostraba surcos profundos hechos por el látigo. Lo cogió en brazos y notó que casi no pesaba, se dirigió a la puerta de la casa y salió al amparo de la noche, seguido en silencio por el otro rey, que iba tan sólo unos pasos detrás de él. El joven se volvió y con una mirada lo dijo todo. Anaxandridas se quedó y León continuó solo, dirigiéndose a ese lugar tan especial del Taigeto, dónde él y su padre compartían cacerías. Poco tiempo después, si hubiera habido alguien que no pudiese conciliar el sueño y hubiera mirado hacia el norte, hacia la sombra oscura de la montaña, podría haber visto en una de sus laderas las llamas que se alzaban, danzando, hacia el cielo. No hubo para él ni procesión, ni pean, ni sacrificios, ni siquiera un rey; sólo un hijo y un par de monedas para el barquero. Las llamas envolvían su cuerpo y ese abrazo fue el último homenaje que recibió Agasicles.
Un par de horas más tarde, cuando faltaba poco para que el sol saliera, cuatro hombres abandonaban la ciudad, partían como tantas otras veces habían partido con el ejército, pero en esta ocasión no había pean, no había ciudadanos y familiares que los despidieran mientras marchaban a la guerra. Ahora marchaban dejando un rastro de vergüenza en forma de lágrimas, atrás quedaba una ciudad que ya no era la de ellos, lo único que poseían eran sus míseras ropas, sus vidas y sus ansias de recuperar su honor.