VIII

Afueras de Tegea.

 

Como líder del grupo, Otriades ordenó a los soldados que lo acompañaban que se retirasen. Aquellos hombres deberían dar un gran rodeo de vuelta a su ciudad y esperar dos días para volver a Esparta. Además les hizo que jurar que nada de lo que habían visto saldría de sus bocas. Sería él quien diera la noticia, se enterarían por sus palabras y no las de otro. Se quedó junto a sus dos amigos Ajax y Dimas.

Cuando hubo perdido de vista al último ilota que cerraba la fila se agachó y con cuidado fue recogiendo lentamente las cenizas de su padre para colocarlas en una pequeña alforja. Parecía un jardinero preparando la tierra para la siembra de alguna hermosa rosa. Sin embargo no era así, estaba en un campo de muerte y acababa de dar sepultura a muchos de los suyos. Sus manos, dedos y uñas mostraban las huellas del duro trabajo físico al que se vio sometido. Sus ojos, aún rojos por el llanto, estaban vacíos y lejanos. Era la peor prueba a la que se había visto sometido.

Al finalizar, los tres jóvenes quedaron de pie, en silencio. Contemplaban el campo de muerte iluminado tímidamente por la luz de la luna que se filtraba entre las nubes. Nadie hubiese pensado que en ese hermoso paraje muchos hombres habían perdido la vida. Pronto la tierra que sobresalía del terreno, señalando el lugar donde estaban enterrados los lacedemonios, estaría cubierta por la hierba y las flores. Pronto no habría ningún indicio de lo sucedido. Tan sólo quedaría en la memoria de los que sobrevivieron y en la de esos soldados, pero por sobre todo en la de ellos tres, Otriades, Ajax y Dimas. Aunque no participaron en la batalla, después de esa noche hubieran preferido morir mil veces en ese lugar que revivir lo que habían pasado horas atrás.

Ahora tenían otra misión: volver y contar lo que habían averiguado. Describir el sitio, contar lo poco que les dijo el soldado tegeo, dar noticia de quiénes eran los cuerpos que habían encontrado, y cuáles estaban perdidos para siempre. Otriades debía decirle a Aristón, ahora uno de los reyes espartanos, que el cuerpo de su padre no había sido hallado. Le esperaba la misma tarea desagradable con otros de sus conocidos. Cuánto más preferible era para los habitantes de Esparta saber que la muerte de un familiar se produjo en la batalla a que hubiera sobrevivido a una derrota. Por la cabeza de Otriades pasó fugazmente la historia de aquella madre que mató a su propio hijo al saber que huyó del combate. ¿Cómo recibirían en Esparta la noticia de aquellos cuerpos no encontrados?

Estaban cansados y hambrientos. No habían probado bocado alguno desde el desayuno. Tenían el alma rota. Y aun así, emprendían el viaje de regreso. Con paso lento y pesado fueron saliendo de la hondonada. Cuando habían recorrido medio estadio, se volvieron y observaron por última vez el lugar. Ahí estaban, tres sombras. Las cabezas descubiertas, los cascos en las manos, sus capas al viento. Una mirada que fue el último homenaje a los caídos.

Partieron. El paso lento y cansino fue convirtiéndose en una marcha. La marcha, en trote y el trote, en carrera. Avanzaban sin detenerse. A pesar del cansancio y del hambre. A pesar del terreno mojado por la lluvia. Avanzaban rápidamente, iban livianos, estaban vacíos.

Era de noche y la geografía les resultaba ajena. Decidieron entonces guiarse por la sombra del monte Taigeto. Debían dejarlo siempre a la derecha. Si todo marchaba bien, más tarde aparecería el Eurotas, y guiados por su cauce habrían de seguir hasta Esparta.

Pasaron cerca de la casa de Argus. Un perro ladró. Nada más. Si alguien los hubiese visto, sólo habría atisbado tres sombras moviéndose velozmente hacia el sur. Tres fantasmas de la noche. Tres hijos de Ares yendo a la ciudad sin murallas de Esparta

Poco más tardaron en alcanzar el río. Al hacerlo aflojaron la marcha. En todo el trayecto ninguno había dicho nada. Era como si no quisieran llegar. Como si no quisieran entregar las malas noticias.

Finalmente Dimas rompió el silencio.

- ¿Y si no decimos nada? —expresaba lo mismo que Otriades y Ajax habían también pensado pero no se atrevían a decir.— Además, sinceramente no creo que recuerde a todos los que desenterramos. ¿Qué harán? ¿Preguntarnos por los muertos nombrándolos uno por uno?

- Quizá podamos decir que estaban todos ahí. Que no faltaba nadie. O que unos pocos estaban irreconocibles. Que no los pudimos identificar. -Ajax se sumaba a la idea.

- Podremos hacerlo, pero recuerda al tegeo que nos recibió cuando llegamos y lo que le dijo al rey, —terció Otriades, quien a pesar de su cara demacrada, estaba mejor de espíritu.— Tenían a Agasicles. Anaxandridas estaba ahí y lo escuchó. Por otro lado, llevamos las pulseras de madera que recuperamos ¿Sabes lo que nos harán si mentimos a los éforos?

Dejaron la conversación durante un rato, aunque las ideas seguían rondando en sus cabezas. Mentir a los éforos en una situación similar podría significar incluso la muerte. De todos modos, odiaban tener que informar de los cuerpos no encontrados. Significaba que los suyos habían rendido las armas. Significaba que algunos, por pocos que fueran, preferían vivir como esclavos que morir como hombres defendiendo su patria. Otriades se imaginaba a sí mismo rodeado de enemigos, herido o desarmado, o ambas cosas. ¿Hubiera seguido él peleando sabiendo que iba a morir? Que fácil era decir que sí.

- Escuchad. Esta misión es responsabilidad mía. A mí me la encargaron. Yo pedí contar con vosotros, —las palabras de Otriades manaban de su boca casi sin pensar, como si un dios o un espíritu hablase por él.— Cuando nos interroguen sobre los muertos, dejadme hablar a mí.

Ajax y Dimas se miraron sorprendidos, sin entender qué pretendía su amigo. Pero asintieron. Otriades siempre supo resolver las dificultades y necesidades estando en el agogé, más de una vez les había sacado de problemas, ¿por qué no iba a ser igual ahora?

A lo lejos pudieron ver la silueta de la ciudad. Su hermosa ciudad. Rodeada de montañas. Flanqueada por el río. Buenas tierras y buena caza. Esparta, hacedora de hombres.

Se detuvieron a la vera del río por primera vez en la larga jornada. Se quitaron los yelmos. Iban a esperar a que saliese el sol. Debían avisar a alguno de los reyes o de los éforos antes de entrar.

Se sentaron y descansaron. Otriades y Ajax, mirando el río. Uno recostado sobre su brazo, el otro sentado con las piernas cruzadas. Dimas se tumbó y usó su casco como almohada. Dio gracias a Apolo por poder cerrar los ojos unos instantes. Sólo se escuchaba el fluir del agua. Poco a poco, los grillos iniciaron su canto de amor. Todo lo demás era silencio.

El horrible trabajo realizado y la marcha, tanto de ida como de vuelta, habían dejado sus músculos entumecidos. Sin embargo, ni una queja salió de sus labios. La pausa hizo que lentamente se fuesen relajando. Tenían sueño, y no obstante estaban alertas.

No habían pasado más que unos minutos cuando se dieron cuenta de que algo andaba mal. De pronto, los grillos habían dejado de cantar. Los tres soldados permanecieron inmóviles. Dimas, que parecía sumido en un sueño profundo, abrió los ojos. Ajax suspendió en el aire la mano con la que dibujaba en la tierra. Otriades tensó el puño y apretó los labios.

Y luego todo sucedió rápidamente.

Cinco jóvenes, sin ningún tipo de seña distintiva, vestidos con ropas oscuras y portando espadas cortas, aparecieron desde detrás de arbustos y rocas. Salieron de la nada y rodearon a los tres espartanos. No los habían escuchado acercarse, no se percataron de nada hasta el último momento. Otriades, Dimas y Ajax se incorporaron de un salto e inmediatamente quedaron espalda con espalda. Las cinco negras sombras, espada en mano, iban cercando a los espartanos. Giraban en torno a ellos. Los tres hombres se miraron, no necesitaban más para comprenderse. Ante la sorpresa de los atacantes, ellos avanzaron acortando en una fracción de segundo la distancia con sus agresores. Las espadas eran ahora inútiles. Ajax se libró de dos con golpes de puño y se volvió a ayudar a sus compañeros. Dimas se abalanzó sobre otro y le asestó una patada en la entrepierna que lo dejó de rodillas y sin aire. Le quitó la espada y se enfrentó al tercero. Justo cuando el desconocido se abalanzaba bestialmente sobre él, Ajax apareció, providencial, por detrás, y dio un tremendo golpe descendente en la nariz del atacante de su amigo. Sintió la mano humedecerse con la sangre tibia y espesa, la resistencia del hueso primero y luego el crujido y el grito de dolor asfixiado por las burbujas rojas. Otriades se había trenzado con el hombre que tenía enfrente. Le cogió la mano con la espada para que no lo pudiera herir y le propinó un tremendo cabezazo en el pecho, que dio con el atacante por el suelo. El cazador se convirtió en cazado. El espartano le quitó la espada y estaba a punto de atravesarle el pecho. Sólo podía ver sus ojos, ojos de terror. Vio algo más en esa mirada desesperada.

- ¡No lo mates! –gritó Dimas.– ¡Son de los nuestros!

- Otriades respiraba rápidamente, su mente estaba poseída por la violencia. No soltaba la espada, que seguía apretando sobre el pecho de su rival.

- ¡Son nuestros! –Ajax llegó por detrás y le apoyo una mano en el hombro. –Son nuestros jóvenes...

Otriades levantó el arma mientras el gigante cogía al maltrecho agresor. Sólo entonces el pequeño León pudo ver bien esos ojos. Era Adrastro, su hermano. Había estado a punto de mancharse las manos con su propia sangre en esas sagradas vísperas.

- ¿Qué mierda hacéis aquí? –dijo Otriades mientras cogía a su hermano del cuello –. Casi te mato, imbécil.

- Estábamos haciendo guardia. No os reconocimos. Sólo vimos a tres intrusos en nuestro territorio —Adrastro hablaba con la mirada baja.

- ¿Es que no veis las capas o los yelmos? ¿Es que no nos reconocisteis? ¿Tú no me reconociste a mi? —Otriades le gritaba y zarandeaba. Ajax y Dimas presenciaban la escena desterntillándose de risa.

- ¡Menuda guardia, eh! Gracias a Apolo que somos nosotros. ¿Qué sería de Esparta si fuésemos argivos? –preguntó el gigante mientras se limpiaba cuidadosamente la sangre de las manos.

- Si fuesen de Argos, ahora estarían muertos. Nos vencieron espartanos, no argivos —el joven prisionero hablaba con el típico orgullo de su edad.

- ¿Ha pasado alguien más por aquí esta noche? —preguntó Otriades con los brazos en jarra.

- Hace unas horas, el rey Anaxandridas.

Ajax se había retirado al río y estaba lavando la cara del muchacho de la nariz rota. Dimas trataba de despertar a los que el gigante había puesto fuera de combate. Al escuchar las palabras de Adrastro, los tres soldados se miraron.

- Bueno, pues ésto es lo que haréis. –Otriades señalaba a su hermano mientras hablaba. –Iras a la ciudad y le dirás al rey que estamos aquí. Que esperamos su permiso para entrar.

- Y llévate a estos despojos —rió Dimas— Y debéis saber que vais a pagar el que os hayamos vencido. Y vais a pagar también el haberme privado de mi descanso.

- ¿Pagarás tú el que nos hayamos acercado tanto? –preguntó altanero Adrastro.

Ajax se acercó al muchacho, lo miraba de arriba abajo al tiempo que daba vueltas alrededor de él.

- ¡Tienes pelotas, eh!- dijo mientras se secaba las manos en su ropa.- Sin cerebro, pero con pelotas.

- Sí, el soldado perfecto. —Terció Otriades.— Vete ya a avisar a Anaxandridas, llévate a los despojos de tus amigos. Y te diré algo, en lugar de darles la tunda que os merecéis, vais a servir en nuestra mesa el próximo mes, empezando mañana por la noche. ¡Ahora vete!

Adrastro no dijo nada. Estaba herido en su orgullo. Los habían pillado. Aun siendo menos, los habían derrotado. Miró a su hermano a los ojos y olvidando su amor propio, asintió con la cabeza.

Comenzaban a irse, uno con la nariz rota, otro con un terrible dolor en la entrepierna, y el último sin lesiones más que las de su orgullo. Cargando con dos compañeros inconscientes.

De pronto, Adrastro se detuvo y volvió sobre sus pasos.

- ¿Y padre?

- Lo he traído a casa —dijo el hermano mayor señalando la alforja.

No lloró, no se transformó su rostro. Adrastro miró a su hermano en silencio. Trataba de asimilar las palabras que acababa de escuchar. Finalmente una sonrisa brotó de sus labios.

- Es un héroe. Ha muerto por nosotros. ¿Qué mejor destino para un soldado? —el joven estaba realmente feliz. Se acercó más a Otriades y abrazó a su hermano— Y tú lo has traído. ¡Joder, hermano! ¡Cómo envidio tu suerte!

Otriades no dijo nada. Dejó que su hermano lo abrazara mientras recordaba lo vivido en ese día. Entendía el orgullo que su Adrastro sentía. También se alegraba de haber sido él quien hubiera encontrado al Lobo para traer sus restos. Se alegraba de que su hermano no hubiera tenido que pasar por ese maldito trance, de que no tuviera que sufrir lo que él sufrió. Lo que él aún estaba sufriendo.

Los maltrechos jóvenes se dirigieron a la ciudad. Los tres soldados quedaron a la espera de la llamada del rey. Los veían alejarse y a todos los invadió la memoria y la nostalgia. Recordaron los días, no muy lejanos, en los que ellos mismos se ocultaban en las sombras de la noche, tratando de sorprender a los ilotas o a los extranjeros que se atrevían a pasearse por esos lares. Sus días en la kripteia39.

Con tu escudo o sobre él
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