XI

- ¡Alto ahí! ¿Quién va? -dijo el centinela saliendo de las sombras.

- Soy Lyches, espartano. Vengo de cumplir una misión para el rey Anaxandridas y la ciudad. Avisa o manda avisar que he llegado.

El soldado se quedó mirándolo. Tenía frente a él a un hombre mayor, sucio de sangre, sin ningún rastro de ser espartano salvo el modo de llevar el pelo o la barba. Iba a preguntar algo más, pero un bastonazo le cayó en el hombro.

- ¿Acaso no escuchas lo que ha dicho? –dijo Dimas apareciendo por detrás.- Ve inmediatamente a avisar al rey que Lyches, señor de la guerra, está aquí.

El recluta salió tan rápido hacia la ciudad que parecía volar. Dimas se acercó más a Lyches para verlo mejor.

- Un viaje duro, ¿eh? –sugirió el joven golpeando el hombro del mayor.

- No sabes cuánto.

Hablaron. Dimas le contó lo sucedido hacía apenas dos días. Lyches narró su periplo, omitiendo solamente las palabras del oráculo. Se compadecieron mutuamente. Ambos habían tenido arduas misiones que los pusieron a prueba de principio a fin.

Finalmente, el soldado que hacía unos minutos había partido, regresaba sudando y cubierto del polvo que levantó al correr.

- El rey te espera en su casa, –dijo jadeando–. Me ha dicho que espera que, a pesar del cansancio que seguramente traes, tengas a bien hablar con él antes de ir a tu hogar o a la sisitial.

- Llevate a este viejo soldado, encárgate de que no le falte nada, —le dijo Lyches al joven señalando a Fuego.

Se despidió de Dimas con un afectuoso saludo y se encaminó a la casa del rey. Entró a la ciudad como tantas otras veces lo hubiera hecho, pero esa noche era diferente. Esa noche su corazón estaba dividido entre lo que debía hacer y lo que quería hacer.

Al llegar a la casa, lo esperaba Anaxandridas y los éforos Kriatos y Clearco. Contó todo, desde que se separó desde el grupo hasta que dejó el cuerpo de Odiseo con Argus. Nada omitió, ni siquiera el detalle más ínfimo. Ninguno de los presentes lo interrumpió. Al poco tiempo, todos pensaban y trataban de dilucidar qué significaban las palabras del oráculo.

- Aparentemente está claro lo que quiere decir –dijo Clearco–. Si hemos de conquistar Tegea, debemos encontrar el cuerpo de Orestes.

Silencio. Todos seguían sumidos en sus pensamientos. Lyches estaba firme, esperando el momento para hablar de su Odiseo y la recompensa que había prometido.

- El problema es ése: que está tan claro, –opinó el rey–. Casi siempre de Delfos nos llegan cosas ambiguas y tardamos quizá meses en descifrarlas y eso no significa que no nos equivoquemos.

- Esta vez no podemos tardar tanto. Debemos tomar una decisión rápida. No queremos que esa pequeña derrota aliente a nuestros enemigos. No me refiero a Tegea o Mesenia, sino a Argos. —Clearco hablaba mientras recorría la habitación con la mirada pérdida-. Quizá ya estén organizando un levantamiento general en todo el Peloponeso para que se rebelen nuestros aliados y vasallos.

- Eso no pasará. Nos temen demasiado. Seguimos teniendo el mejor ejército de toda la Hélade. –Anaxandridas habló con firmeza–. Creo que lo mejor es que busquemos ese cuerpo. Y una vez que lo tengamos, podremos decidirnos por varias opciones.

- Estoy de acuerdo, –dijo Clearco, mientras Kriatos, el otro éforo, asentía con la cabeza.

- Pues hablaré con la gerusia. Organizaremos partidas que recorrerán toda la Arcadia y si es necesario todo el Peloponeso. –El rey se dirigía hacia la puerta. –Ahora si eso es todo…

- Eso no es todo, –lo cortó Lyches-. Me gustaría poder retribuir al hijo del marino que tantas veces nos ayudó y colaboró con nosotros. Al hijo de aquel hombre que me salvó la vida y gracias a quien estoy hoy aquí con el oráculo.

- Me parece justo, –dijo Clearco después de hablar en voz baja con su par durante unos segundos-. Pasa a verme mañana, te daré una nota para que en Corinto le sea asignado un barco en reemplazo del que perdió.

- Y que se le exima de pagar impuestos, digamos… durante un año. —apostilló el rey.

Los éforos asintieron y Lyches se retiró después de saludar con la cabeza a los tres. Iba a descansar ahora. Por la mañana recogería la nota de Clearco y vería a un físico antes de partir otra vez. Quería llevar las cenizas de su amigo al mar. ¿Qué mejor lugar? Quería hablar con Anito y decirle lo valiente que había sido el viejo Odiseo.

No fue a su casa. Se dirigió a su viejo camastro en la sisitia. Todos dormían y roncaban cuando llegó. Pudo ver a Clito y a Ajax. Pudo ver también camastros vacíos, no sólo el de Dimas que estaba de guardia, sino también el de Otriades y el de los caídos en Tegea. Mucho tardó, a pesar del cansancio y el dolor, en conciliar el sueño. Veía una y otra vez morir a Odiseo. Y nuevamente los fantasmas de siempre venían a por él, aquéllos que siempre acompañan a los hombres que han visto la muerte. Su último pensamiento, antes de caer rendido, fue para el marino. Al menos, se fue con una sonrisa.

Once días habían pasado desde que Otriades enterró a su padre. Este era el último que correspondía al duelo. Junto a su familia, a sus amigos Dimas y Ajax y a los reyes Anaxandridas y Aristón, se disponía a realizar el último rito, el sacrificio a Hécate42. Cogieron una cabra blanca y sin mancha alguna. Con presteza y precisión, Anaxandridas rebanó su cuello, la sangre caía sobre el blanco altar de piedra de la familia, mientras el hijo del Lobo rezaba una plegaria a la diosa.

En esa jornada se echaba de menos a Lyches. Otriades se enteró por Dimas de lo sucedido a su mentor. El viejo soldado había partido nuevamente a Corinto y los que lo vieron, dijeron que no tenía buen aspecto. En ese instante, mientras veía correr la sangre del animal sacrificado, le hubiese gustado que Lyches estuviese con él o haber podido verlo antes de que partiese. ¡Tenía tantas dudas, tantas cosas que preguntarle!

Al finalizar el sacrificio, la cabra fue troceada por los ilotas, que luego distribuirían las piezas entre el altar familiar y los templos de la ciudad. El duelo había terminado. Una vez cumplido el rito, había que dejar el dolor atrás. Esa era la ley de Licurgo43. Era hora de preocuparse por los vivos y por la patria.

Esos once días habían sido largos para él y su familia. Hypathia tuvo que tragar su dolor y repartir dulces entre sus vecinos y los conocidos de la familia. Se la veía pasear cada tanto con vestidos de finísima factura, sonriendo y saludando. Ocultando lo que sentía.

Otriades lo llevaba un poco mejor, pero la inactividad lo estaba matando. Como estaba de duelo, no se le permitía realizar actividad militar alguna. Pasaba su tiempo viendo las competiciones musicales de las carneias o en la palestra, observando el entrenamiento de sus compañeros. También allí podía mirar a las mujeres, que asistían a hacer carreras, lanzar el disco y danzar. Muchas veces sus ojos se encontraban con los de Cora, que iba con su hermana o sus amigas a ejercitarse. Ella respetaba el duelo y su silencio.

Ella siempre le había gustado. Desde que eran pequeños. Era hermosa, ojos verdes, rubia, una sonrisa que todo lo iluminaba. Pero nunca dijo nada. No había pensado seriamente en el matrimonio, aunque la ley de su ciudad le exigiera casarse y tener hijos. Ahora, poco faltaba para que hablase con su padre y la convirtiera en su mujer.

Cora siempre estuvo enamorada de él. Siendo vecinos, desde pequeña trataba de espiarlo y de estar a su lado. Cuando él ingresó en el agogé se escapaba sola de su casa para tratar de verlo. Él no le hacía mucho caso, pero sus miradas le decían que la deseaba. Su padre, Gelio, a quienes todos conocían por Ancho, debido al tamaño de sus espaldas, tuvo que rechazar a más de un pretendiente a petición de su hija. Ella lo quería a él. Y Otriades, aunque siempre en silencio, la quería a ella. Desde que entró en el agogé, pocas veces hablaron. En muchas ocasiones la espiaba bañándose en el Eurotas o se perdía viéndola correr o lanzando el disco. Tenía grabada en su memoria cada una de las líneas de su cuerpo. A pesar de no habérselo confesado a nadie, tenía en mente pedirle matrimonio, aunque quería esperar hasta los treinta, momento en el que podía dejar la sisitia e ir a dormir a una casa que le sería asignada por el Estado. Pero los ruegos de su madre, las miradas que se cruzaban, el miedo a que se casara con otro, y el temor a morir en batalla sin descendencia, le hicieron tomar la decisión.

Temprano por la mañana, Otriades subió hacía los campos de Gelio. Sabía que el Ancho estaría ahí inspeccionando el trabajo de los ilotas. Iba pensando en cómo hablar con él, en qué decirle, en cómo reaccionaría cuando le dijese a lo que venía. Ensayaba frases y palabras con las cuales saludarlo e ir entrando en conversación. Lo encontró contemplando un extenso olivar. El hombre a lo lejos lo vio venir y sonrió para sus adentros.

- Bienvenido, Otriades, hijo del Lobo. Lamento lo de tu padre, —dijo ni bien Otriades estuvo cerca.— Era un buen soldado, un mejor amigo y un excelente hombre.

Otriades iba a agradecer el cumplido hacia Lykaios, pero Gelio volvió a hablar.

- Sé por qué estás aquí. Hablé con tu madre cuando partisteis hacía el norte.

El joven soldado no lo podía creer. Hypathia se había adelantado. Toda su mente quedó en blanco. El discurso, las palabras, todo se borró. Se sentía otra vez como un chiquillo de siete años, desnudo en medio del Taigeto. Pasaron unos segundos, que a Otriades se le antojaron eternos. Finalmente, el padre de Cora habló nuevamente.

- Ella y yo hemos convenido todo. Sólo faltaba que aparecieses por aquí para ver si Cora te acepta. Parece que finalmente has juntado valor.

Otriades no decía nada, estaba asombrado. Todo se había cocinado sin él. Por un lado, estaba avergonzado porque su madre había actuado en su nombre, pero por el otro estaba sumamente aliviado.

- Ve a hablar con ella. Si ella te acepta, y estoy seguro de que lo hará, tienes mi bendición, mi permiso no lo necesitas.

- Gracias, no sé cómo….

- Muy simple, quiero nietos. Muchos. Sanos y fuertes para que sirvan a la ciudad y para que nuestro linaje siga hacia adelante. Nietos, pequeño León… muchos nietos.

Otriades se abalanzó sobre Gelio y lo abrazó. El hombretón se sorprendió y se quedó helado en el primer momento. Luego le devolvió el abrazo y lo hizo con tanta fuerza que al joven le costaba respirar.

- Una cosa más. ¿La quieres? –el Ancho le hizo la pregunta mirándolo a los ojos.

- Desde siempre –respondió sincero.

- Entonces, cuídala.

El abrazo se deshizo y Otriades se dirigió a la casa de su futuro suegro. Quería ver a Cora. Contarle lo que sentía y lo que pensaba. Contarle que desde pequeño ella le gustaba. Y contarle las artimañas de su madre. Quería hablar con ella, escuchar su voz. Desde sus siete años, muy pocas veces habían podido hacerlo. El continuo entrenamiento y preparación para la guerra, las misiones, las campañas militares a Mesenia, todo eso se lo había impedido. Ahora aquello iba a cambiar. Quería correr a agradecerle a su madre por su intervención, contarle a sus amigos la buena nueva, estar con Lyches y que le contara de la vida de casado, pero lo que más quería en ese momento, era estar con ella.

Llegó corriendo a la gran casa blanca donde Cora vivía. En ningún momento se fijó en el camino rodeado de flores o en los árboles frutales que había alrededor. Tenía una sola cosa en mente. Abrió la puerta y quedó frente a una vieja ilota sorprendida. Detrás de ella asomaba Dione, la otra hija de Gelio. La muchacha, al verlo, lo sacó de la casa de un empujón y le dio con la puerta en la nariz. Otriades se quedó de piedra. Desde afuera le parecía escuchar la risa de Dione. Unos segundos después la puerta se volvió a abrir. Esta vez era Cora. Sus ojos verdes quedaron fijos en los suyos. Él la miraba como si se tratara de una diosa. Extendió su mano para tocarle la cara, pero ella se alejó.

- ¿Qué quiere el famoso Otriades? Mi padre no está aquí. ¿Qué es lo que buscas? –preguntó la muchacha en forma inocente.

- Sé que Gelio no está. Vengo de hablar con él.

Los ojos de Cora se iluminaron, parecían más verdes aún. Su sonrisa dibujó una medialuna en su cara, al mismo tiempo que el joven guerrero trataba de no trabarse al hablar

- De sobra sabes por qué he venido. Seguramente mi madre…¡en fin! ¿Te casas conmigo?

Otriades se sentía torpe con las palabras, pero seguro con la actitud. Ella, sin decir nada, salió del umbral de la puerta, avanzó hasta él y lo besó. Fue un beso corto, tierno y suave. Era mejor que un sí. Cuando él estaba empezando a saborearlo, Cora se metió nuevamente en la casa. Las muestras de cariño y familiaridad entre hombre y mujer antes de casarse no eran bien vistas en Esparta. Al cerrarse la puerta, pudo escuchar la voz de las dos hermanas cuchicheando y finalmente un grito de alegría de Dione. Se iba alejando poco a poco de la entrada, caminando hacia atrás, cuando la puerta se abrió de golpe nuevamente, su prometida salió, lo cogió de un brazo y lo metió en la casa. Sin darse cuenta cómo, Otriades estaba entre Cora y la pared y ella lo besaba con pasión.

Poco faltaba para terminar la cena. Todos molestaban y echaban pullas a Otriades. Esa noche se casaría. Esa noche, Cora compartiría su lecho.

- Y si llegado el momento, no se te empina, ya sabes dónde encontrarme -dijo Ajax y todos rieron con él.

- Eso no pasará –terció Dimas–. Pero si no sabes cómo utilizar tu aparato, dile a Cora que venga a buscarme.

Todos reían. A Lyches, el vino aguado se le salía por la nariz. Al ver eso, Clito, el mayor de la mesa, con casi setenta años, no podía contenerse. Se caía de la silla mientras reía sin poder parar.

Finalmente, después de ocho o nueve variaciones del mismo chiste y de otras bromas similares, el ambiente se calmó.

- ¡Por Otriades, hijo de Lykaios! —levantó la copa Lyches mientras todos le imitaban—. ¡Por que su estirpe no se extinga y sea tan extensa como la de Heracles!

- ¡Y porque se me empine y sepa contentar a mi mujer! –apostilló el futuro marido.

Esa misma tarde, Cora consagró sus cabellos rubios y sus juguetes de la infancia a la diosa Artemis. Luego, purificó su cuerpo en la fuente del templo de Atenea. Allí cambio su hermosa túnica nupcial por una camisa de hombre y así se dirigió nuevamente a su casa, acompañada por su madre, su hermanas y sus amigas.

Esa noche era la noche. Era tarde ya, su casa estaba a oscuras. Estaba acostada, su hermana fingía estar dormida, apenas a unos pasos de su cama. Nada se escuchaba en las afueras. De pronto una corriente de aire entró en la habitación y con ella, una sombra oscura y rápida se aproximó a su lecho, la cogió en brazos y huyó. Cora pudo sentir su olor, su aliento a vino, pudo sentir su respiración y sus fuertes músculos sosteniéndola.

Llegaron a la casa de Otriades. Él, con cuidado, la depositó en el lecho. Ninguno de los dos se dio cuenta de que la habitación estaba arreglada, que había flores silvestres y perfumes. No se percataron de nada. Toda su atención era para sus propios cuerpos. La besó, y lo hizo como si fuese la primera vez. Cora se entregó enseguida. La tomó torpemente, como un aprendiz. No era esto igual que manejar un escudo o una lanza. Era distinto, era como una danza. Guiado por la muchacha, poco a poco fue encontrando el ritmo. Se amaron suavemente primero, como animales después. Ella lo volvía loco. Querían disfrutar a pleno. Ni una palabra se dijeron. Sobraban. Hablaban con sus besos, con sus caricias, con sus cuerpos. Pronto llegaría el amanecer y él debería volver al cuartel. Cada vez que quisiese estar con ella, debería escaparse. Pero ahora nada importaba, sólo el hecho de que estaban juntos. Otriades y Cora eran uno en dos.

Con tu escudo o sobre él
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